jueves, 25 de enero de 2018

El Monumento. 1ª parte.



EL MONUMENTO



     El Monumento era un cubo de unos setenta centímetros de lado, coronado por una losa sin pulir que con el paso del tiempo había adquirido una pátina oscura. Suponía que era una obra de arte y que por algún ignoto motivo había acabado en el medio de una acera de dos metros y medio de anchura, frente a la puerta de la peluquería de Salommé. No había ninguna placa que dijera quién era el artista, ni qué conmemoraba, habría desaparecido a manos de algún enfermo de cleptomanía.

     Mi mujer Siara y yo nos habíamos trasladado a vivir al barrio hacía cinco años y el Monumento ya estaba allí. Al principio me sorprendió ver aquel tarugo en mitad de la acera, pero pasó el tiempo y me acostumbré a esquivarlo como a cualquier otro escollo urbano. Tenía todas sus caras grafitadas, una imagen sobre otra, de modo que era imposible entender aquella algarabía visual; lo peor estaba en la losa superior, servía como posadero de guarrerías inimaginables: llegué a ver una cagada descomunal. De vez en cuando, el de la limpieza barría la losa del Monumento, en otras ocasiones era Salommé la que mandaba a su ayudante, porque decía que su peluquería era un lugar muy limpio y no quería ver suciedad delante de su puerta; tenía razón Siara, acudía allí todas las semanas y podía dar fe de ello.

     Siara trató de averiguar qué era aquella manifestación artística y por qué estaba allí, pero Salommé decía que era mejor no remover el pasado, que antes de la existencia del Monumento regentaba una peluquería con tres ayudantes, y que tras su aparición, empezó a perder clientas y tuvo que despedir a dos de ellas. Quise imaginar a los extraterrestres colocando aquel tarugo allí, pero entonces hubiera sido de un material extraño y a prueba de grafitis y suciedad. Tenía que ser otra cosa, pero nadie quería hablar, sólo decían que era la vergüenza del barrio; un secreto muy bien guardado.

     Continué sin saber qué era, y seguí llamándolo Monumento. Pasaba a su lado cada día, al ir y al volver del trabajo, pero esa mañana no fue como las demás. El Monumento apareció rodeado por unas vallas metálicas que llegaban hasta el borde de la calzada. Había una multitud rodeando el recinto y en su interior dos operarios con vestimenta naranja, con reflectantes, guantes y casco con luz naranja intermitente, ajenos a la expectación levantada. Uno de ellos tenía una carpeta abierta y dentro había un documento de más de tres dedos de grosor; sólo a la administración se le ocurría seguir empleando papel en vez de usar las unidades computerizadas flexibles, que no abultaban más que una hoja de papel.

     Los curiosos se apelotonaban frente a la valla y los transeúntes se veían obligados a transitar apretujados entre la valla y la peluquería. Me puse a la cola y aguardé pacientemente mi turno para poder pasar por el exiguo espacio. El de la carpeta leía el informe y el otro asentía, no parecía que fueran a empezar a hacer algo inmediatamente, así que me quedé sin saber qué iba a ocurrir. Pasé tan comprimido por delante de la peluquería que creí estar de nuevo en aquel concierto de guitarra alitrónica de Blus Printin; desde entonces escuchaba la música en casa.

     Llegué al trabajo y seguía pensando en el Monumento. Alguien me preguntó por el mostrador de disconformidad y estaba tan ausente que le mandé al sótano, donde lo único que había eran muebles viejos que nadie se ocupaba de arreglar ni enviar a reciclado. En cuanto encontró el mostrador, puso una queja contra mí y recibí un apercibimiento; era el primero y por ello no pasó de una reprimenda verbal.

     Estaba nervioso, quería saber qué estaba ocurriendo en el Monumento, si lo iban a limpiar, restaurar o reubicar en un lugar más adecuado. Seguramente la gente del barrio estaba cansada de poner una denuncia tras otra por los inconvenientes que causaba, incluso por la insalubridad, pero en el Ministerio de Sanidad en el cual trabajaba, todavía andaban ocupados resolviendo ese mismo tema en los baños públicos.

     En Europa se reían de nosotros, no entendían cómo podíamos tener problemas de salubridad en los baños públicos, y más en los del Ministerio de Sanidad. Yo mismo tuve un incidente con la Sugeridora: se empeñó en ayudarme a escurrir la última gota, me puse nervioso cuando intentó agarrármelo y acabé mojando el pantalón y el suelo. Esperaba que mi mujer no llegara a enterarse de lo ocurrido, era muy celosa. Desde entonces usaba el baño de la planta de arriba, donde el Sugeridor era más discreto y hacía las sugerencias de palabra, desde la silla que ocupaba a la entrada del baño y mientras leía en su A-Book.

     Al volver del trabajo, bajé del solarbús ansioso por saber qué era lo que ocurría en el Monumento y me impacienté cuando el paso de peatones me detuvo mostrando su luz roja. En cuanto cambió, casi eché a correr y me sumé al grupo de curiosos, que no eran tantos como esa mañana. En el interior del vallado había varias personas y ninguno llevaba el uniforme fosforescente, aunque sí el casco con la luz intermitente. Me abrí paso hasta la valla y… no podía creerlo, ¡el Monumento había desaparecido!

     Los del casco intermitente discutían de forma apasionada, pero no hablaban del Monumento, sino de baldosas. ¡No podía creerlo!, divagaban sobre cuestiones tangenciales. Continué allí, esperando poder enterarme de algo más, hasta que uno de ellos miró su relophon-i, dijo que su jornada laboral había terminado y que no le pagaban el tiempo extra; fue el fin de la reunión, abrieron la valla y abandonaron el recinto. Después de cerrarlo, quedó únicamente el de la carpeta, que miraba fijamente el lugar que ocupó el Monumento. Era ahora o nunca. Me acerqué a él.

     —Disculpe mi atrevimiento, ¿qué ha pasado con el Monumento?

     Me miró con cara de no comprender. Cerró la carpeta, la puso bajo el brazo y entonces su expresión cambió, casi sonrió.

     —¿Se refiere usted a la lápida que había aquí? Ahí la tiene —señaló el pequeño contenedor que había más allá de la valla, en la calzada. Allí solo había escombros—. Oh, ¿no pensaría usted que era un pequeño mausoleo?

     —Por un momento, sí, he llegado a pensarlo.

     —Pudo serlo, pero afortunadamente, ella se salvó —no sabía si me estaba tomando el pelo o la luz intermitente le había afectado—. ¿De verdad, no sabe qué es?

     —Estaba antes de que viniera a vivir aquí, y nadie quiere hablar de él.

     —No me extraña, es la vergüenza del barrio, representa la incompetencia de la administración y en ese sentido, sí que era un Monumento. ¿De veras quiere saber usted lo que sucedió?

     —En este momento, no hay nada que desee más.

     —Pues venga conmigo, que le voy a presentar a alguien que lo sabe todo sobre el Monumento.



...



     Me encontraba sentado en un coqueto saloncito, orientado hacia la torre de comunicaciones, con sus colores radiactivos, demasiado chillón para mi gusto, pero eran los que había elegido el famoso artista gráfico que había diseñado la nueva bandera de la comunidad y no había nada más que hablar. Había golondrinas en el cielo azul intenso del comienzo de una temprana primavera, pero ninguna en las inmediaciones de la torre; a ellas tampoco les gustaba.

     Tras un largo trayecto en el solarbús A17, me contó que era su madre la que conocía la historia del Monumento y que él era el Ingeniero de Calzadas que dirigía las obras de acondicionamiento de la acera. Tenía una madre muy guapa, cuando me la presentó creí que era su hermana mayor. Él se marchó a su casa y la madre fue a por unos refresh a la cocina, dejándome solo frente a la torre de comunicaciones. Prefería el color cereza de las paredes del salón o el verde oliva del suelo.  

     —Lo siento —la madre regresó con una bandeja—, solo me queda colaranja. Si quieres otra cosa, bajo un momento al refreshbar de la esquina —puso la bandeja sobre la mesa.

     —No es necesario, me gusta la colaranja.

     —Estupendo —sonrió mientras llenaba los vasos hasta arriba, y la expresión la hizo todavía más hermosa. Se sentó en la butaca que había al otro lado de la mesa. Tomó su vaso con delicadeza, dio un sorbo y lo volvió a dejar—. La baldosa… hace tanto tiempo… Entonces era incapaz de contarlo sin emocionarme. Aún no sé cómo te llamas —tenía la voz aterciopelada, como un susurro provocado por la brisa.

     —Sergio —apenas me salió la voz. Di un trago para remediarlo.

     —Soy Selena. Ya no me importa recordar aquellos momentos oscuros, sucedió hace casi diez años, se cumplirán dentro de dos meses. Aún vivía en aquel barrio y recuerdo que aquella mañana se me había hecho tarde e iba a perder el solarbús. Eché a correr y olvidé el agujero que había en la acera, justo delante de la peluquería de Salommé. Hacía tiempo que la baldosa había desaparecido, junto con el cemento que debía sujetarla, y sucedió; sin darme cuenta metí el pie, tropecé y caí. Al principio no sentí nada y sólo se me ocurrió pensar que iba a perder el solarbús. Intenté levantarme y entonces sentí el dolor y todo se volvió confuso.

     Suspiró. Bebió y se volvió hacia la ventana. No me había dado cuenta hasta ese momento, tenía un perfil precioso. Al volverse me pilló observándola embobado, pero al parecer no le molestó, porque sonrió.

     —¿Perdiste la consciencia?

     —No. Me había roto la pierna, la tibia, y me dolía como si fuera a morir. La gente se había empezado a arremolinar en torno a mí, sólo había voces y gestos, creo que cerré los ojos; quería desaparecer. Mucho después, cuando reconstruyeron los hechos en el juicio, empecé a entender lo que ocurrió.

     —¿Pasaron más cosas?

     —Alguien tuvo la buena idea de llamar a un abogado, él y sus ayudantes llegaron enseguida y se encargaron de organizarlo todo: tomaron los datos de los testigos, marcaron el lugar del accidente —di un respingo y ella lo notó—… Sí, como cuando hay un cadáver, yo también lo encontré un poco macabro. Grabaron todo en su cámara tridimensional, con un Servidor de la Ley y el Orden por testigo, mientras el abogado llamaba a Sanidad. Agradecí la llegada del auxilio-móvil, porque me tendieron en la camilla y me sacaron de allí —dio un trago de colaranja.

     —Debiste pasarlo francamente mal, ¿por eso te hicieron el Monumento?

     Rió con ganas y entonces me pareció la más bella de las mujeres que hubiera conocido, casi tan hermosa como la legendaria Marilyn.

     —Vi cómo lo levantaban desde la ventana, vivía en la acera de enfrente, dos portales más al Sur. Con la venda de carbono y el calzado especial no resultaba muy cómodo andar y estaba la mayor parte del día sentada. Tuvo que pasar un mes para que tuvieran listo el informe para poder comenzar las obras, entonces rodearon el agujero con una valla metálica y un cartel de prohibido el paso. Te aseguro que lo hicieron por la denuncia que puso el abogado que me rescató, de no ser así, aquel agujero seguiría al descubierto para que otras personas pudieran sufrir accidentes similares. No hicieron nada más, al parecer el lugar era la prueba principal para el juicio y tuve que ver aquella valla durante dos años, durante los cuales fui incapaz de caminar por esa acera, así que tuve que cambiar de peluquería —se pasó una mano por la melena ondulada—. A lo que iba, por fin se celebró el juicio y los testigos contaron lo que me sucedió aquel fatídico día; cuando comenzaron a hablar de cómo me había afectado aquello, me permitieron ausentarme de la sala.

     Se tomó un descanso. Dio un trago y miró por la ventana, su mirada debió seguir el vuelo de alguna golondrina. Tenía los ojos brillantes por la humedad.

     —Siento haberte hecho recordar.

     —No pasa nada —entornó los ojos—. Sufrí un trauma psicológico derivado del fatal accidente que me impidió, como te he dicho, volver a usar esa acera. Ese trastorno fue en aumento, y tuve que mudarme de barrio; eso fue lo que dictaminó el psicólogo. El ayuntamiento tuvo que indemnizarme por daños y perjuicios, incluidos los psicológicos, por lo que tuvieron que comprarme este piso.

     —Faltaría más.

     —Les costó reconocer su culpabilidad, el abogado del ayuntamiento alegó que pude ser yo quien quitó la baldosa para simular el accidente; naturalmente, no pudieron probar semejante estupidez. A veces pienso que quisieron conservar todo tal y como estaba para ver si algún día encontraban el modo de echarme la culpa para que devolviera todo lo que había conseguido a raíz del juicio. Encerraron el agujero en un cajón metálico, lo forraron con ladrillos y pusieron una losa de hormigón encima. Hace tres años prescribió el plazo para cualquier posible alegación, así que parece que por fin van a reponer la baldosa. Brindemos por ello.

     Se levantó para rellenar los vasos, levantó el suyo, cogí el mío y los chocamos.

     —¿Y es tu hijo el que se encarga de ello?

     —Acababa de sacar su título de Ingeniero de Calzadas, y se enteró de lo que iban a hacer, así que se presentó para el trabajo y le escogieron. No creo que sepan que es mi hijo, o no se lo habrían concedido.

     —Esta mañana han retirado el Monumento. Tiene la zona rodeada por una valla.

     —Espero que mi hijo consiga que coloquen la baldosa.

     —No habrá problema, él es el jefe.

     —El problema es que por encima de un ingeniero están los políticos.

     El sol empezaba a bajar, anaranjado, queriendo competir con los colores radiactivos de la estilizada torre, pero ni siquiera él tenía la fuerza suficiente. Era tarde y Siara estaría preguntándose qué estaba haciendo. Le había llamado para decirle que el ingeniero me iba a contar lo del Monumento, y no iba a darle detalles; era celosa y Selena estaba de muy buen ver. Sería mejor que Siara no se enterara.

     —Esperemos que lo consiga. Eh… se hace tarde, debería marcharme.

     —Por mí no lo hagas, puedes quedarte a cenar si quieres.

     —Mi mujer se impacientará —me levanté. Ella también lo hizo. Tenía una figura deliciosa.

    —Te voy a pedir un favor. Me gustaría saber cómo avanza la obra y prefiero no ir por allí hasta que esa acera vuelva a ser normal —me quedé estupefacto—…, lo sé, mi hijo podría contármelo, pero viene poco por aquí y no es de mucho hablar. ¿Me harías el favor? 


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