miércoles, 7 de noviembre de 2018

Soy Ibérico.


SOY IBÉRICO



     ―Mariah, baja a recibir al primer paciente ―aún faltaban veinte minutos, pero solían llegar con bastante antelación. 

     —Voy —eso dijo, pero continuó sentada ante el holonoticiario, escuchando la desagradable noticia del deseo de separatismo que volvía a asolar a la comunidad del noreste Ibérico. Nunca debieron permitir que una comunidad así se uniera a la Confederación de Comunidades de la Península Ibérica, tuvieron un breve periodo integrador, pero estaba claro que no iba a durar mucho. Debían llevarlo en los genes.

     La holonoticia fue breve y Mariah se levantó para dirigirse a la entrada del edificio. Los pacientes carecían de iniciativa para usar el portero automático y no podía dejar las puertas abiertas, los vecinos podrían denunciarme por no ser un ciudadano respetuoso con el medio ambiente. El mal tenía cura, pero nadie casi nadie lo consideraba una enfermedad y no venían a consulta por ello. Yo me molestaba en aclarárselo a mis pacientes, pero era como hablar a las paredes. Tuve que recurrir a los servicios de un Sugeridor, que no supe cómo se las arregló para hacerme perder pacientes, así que sugerí a mi pareja sentimental —que aún no laboraba— que hiciera de Sugeridora; no le gustaba, pero lo entendió.

     Encendí la unidad computerizada virtual y casi de inmediato, Mariah abrió la puerta del despacho. El paciente avanzó con pasos vacilantes. Era joven, de unos cuarenta y dos años y bien parecido; eso debería hacerle tener cierta seguridad en sí mismo.

     ―Buenas tardes, Álberton ―tendí la mano y antes de estrecharla, la miró y su expresión de tristeza se acentuó. Ya tenía un primer indicio de algo.

     Le invité a sentarse. Fue como la hoja seca que cae del árbol mecida por la brisa, y como tal, tampoco despegó los labios.

     ―Álberton, me gustaría conocer el motivo de su preocupación —abrió la boca y se le contrajo el ceño—. Diga lo primero que se le venga a la mente.

     ―La otra mañana —se tomó un respiro—. El terminal de audio —otro respiro—. Hablaron de una comunidad de cuyo nombre no quiero acordarme. Llevábamos una temporada sin saber de ellos… —había vuelto a atascarse. ¿Vegetalitis tal vez?

     ―¿Y? —esperaba que no me fuera a recitar la historia del ingenioso hidalgo, porque a su velocidad, antes conoceríamos el fin del mundo.

     ―¡Otra vez están con la tontería esa de separarse de la Confederación de Comunidades de la Península Ibérica!

     Al alterado despertar le siguió la apatía. Esperé sin resultado alguno. Sería mejor pasar a la lectura mental si quería enterarme de algo antes de que anocheciera.

     ―Está usted muy tenso. Quiero que se acomode en el sillón sensorial.

     Conté hasta diez para no levantarme a ayudarle a levantarse de la silla. Por fin despegó el culo, fue hacia el sillón y se dejó caer lánguidamente.

     Abrí el programa sensorial en la unidad computerizada virtual y activé el sillón. Álberton se asustó cuando éste le envolvió amorosamente. ¿Sería la primera vez que acudía a una consulta de Resalutación de Mentes Quebradas y Dispersas?

     ―Relájese. El cabecero se adaptará a su cráneo ―di un toque para activar el casco sensorial―. Ahora cierre los ojos y no diga nada, sólo recuerde aquella mañana en que escuchó lo que no deseaba en el terminal de audio.

     Activé el programa, pero el vegetal Álberton tardó casi un minuto en reaccionar. Por fin se puso en situación y empecé a recibir sus sensaciones.

     Encendí el terminal para ver las holonoticias de la mañana mientras desayunaba. Hablaban de esa comunidad, que querían separarse de la Confederación. Estaba harto de escucharlo, de que un gobierno tras otro les dejaran hacer lo que les daba la gana; llevaban décadas así. Entonces me acordé de las banderas y corrí a buscarlas para colgar una en la ventana y otra en el balcón. Me señalarían, debí haberlo hecho la jornada anterior, cuando se destapó el escándalo, pero con los nervios del despido de mi compañero y lo que se me venía encima, lo había olvidado. Los vecinos me considerarían un antipatriota. El mal estaba hecho.

     Ahí estaba el problema que el paciente no se atrevía a confesar, no era vegetalitis, tan solo dudaba de su patriotismo. Era tal la paranoia surgida a raíz de los intentos de separatismo de las comunidades díscolas en el siglo XX, que la ciudadanía se había vuelto muy sensible con el tema; y como la Confederación de Comunidades de la Península Hispánica continuaba siendo tan extremista como en la pasada centuria, no bastaba con ser patriota y sacar la banderita cuando se cantaba el himno, había que demostrarlo ante la sociedad.

     Me costó reaccionar, era como si todo lo demás hubiera desaparecido. Tardé en darme cuenta de que era un día laborable. Cogí el bolso de los utensilios para laborar y salí a la calle. Desde la acera de enfrente contemplé la fachada del edificio. En cada balcón y en cada ventana una bandera, y yo sólo había puesto dos; además me había retrasado tres jornadas desde que se hizo público tan desagradable tema, todos lo sabrían, me señalarían, me quedaría sin amigos. Tal vez si pusiera un cartel contra la comunidad de cuyo nombre no quería acordarme me perdonaran pasado un tiempo.

     Ahora entendía por qué se había fijado en mi relophon-i, llevaba la bandera confederada de la Península Ibérica rodeada de las de todas las comunidades, la misma que presidía el despacho, venía bien para que este tipo de pacientes confiara en mí.

     Iba a llegar tardísimo a laborar. Recibiría un apercibimiento. Podía suponer el despido. Nada de tomar el solarbús, me dirigí a la parada del solartaxi aunque me dejara una fortuna, y pulsé el botón para solicitar uno. No sé cuánto tiempo esperé, absorto en las banderas que colgaban por doquier. Cuando llegó el taxi, una mujer me preguntó si iba a subir, que si no lo haría ella. Subí. Como continuara tan despistado no llegaría. Por el camino sólo veía las banderas colgadas en todos los edificios. ¿Habría llegado al Ministerio algún rumor sobre mi inclinación antipatriótica?

     Recibía muchos pacientes con el mismo problema, su número se multiplicaba. Hice bien en escuchar a Mariah cuando me dijo que pusiera la bandera presidiendo el despacho, porque yo hubiera colgado ahí el grafiti del artista Francisco Dorda que había comprado en una subasta de antigüedades. Ahora la tenía enfrente, así podía contemplar el paisaje cuando me llegaban estos casos absurdos.

     Llegué al Ministerio de Sanidad, Tolerancia e Inmigración y me dirigí al vestuario. Me puse el mono de Limpiezas Clining. Era el único trabajador que quedaba para limpiar el edificio, después de que despidieran a mi último compañero hacía cuatro jornadas por considerarlo innecesario. No era una buena jornada, pues tocaba limpiar los baños, así que sobre el mono me puse el traje especial, ajusté el casco y me aseguré de que todas las juntas quedaran selladas. Tal vez por haberlo comprado de mi bolsillo aún conservaba el puesto laboral.

     El despido innecesario, ese era el problema real; así empezábamos casi todos a laborar pasados los cuarenta. Había tenido suerte, conseguí abrir el despacho a los cuarenta y cinco, pero habría tenido que cerrar si no hubiera tomado a Mariah como Sugeridora, aprovechando que a sus treinta y ocho aún era prelaboradora.

     Empujé el carrito de limpieza y me dirigí a la planta baja. Era el último de mi especie…, y pensar que fuimos cinco en el equipo de limpieza del Ministerio…

     —Hola Jaim-he —saludé al Sugeridor, sentado frente a la puerta del baño. Llevaba un brazalete con la bandera confederada, era un buen patriota.

     Tenía que haber comprado unas pegatinas patriotas para el uniforme y el traje. Seguro que ya hablaban a mis espaldas del tema.

     —Hola, hombre del espacio. No, pareces más bien uno de esos que trabajaban en las centrales nucleares… —acababa de acusarme veladamente, las centrales radiactivas que aún funcionaban estaban en la única comunidad antipatriota, un intento de autosuficiencia energética para poder evadirse de la Confederación Ibérica.

     El comentario del Sugeridor no había sido lo mejor para una mente dispersa como la de Álberton, suponiendo que aún no se hubiera quebrado. Tenía que averiguar hasta dónde llegaba la dispersión.

     —Tal vez deberías comprarte uno, porque a la larga, los efluvios venenosos de este lugar te van a afectar —era lo que deseaba en aquel momento, aunque era la única persona que me quedaba para poder charlar, casi un amigo.

     —Espero conseguir pronto una labor remunerada…

     —Que tengas suerte —y que no fuera en Clining, porque supondría que me habían echado a mí también. Y el retraso jugaba a favor del despido, si hubiera sido suficientemente patriota, no habría llegado tarde.

     —Por cierto, el subsecretario se ha meado detrás de aquella esquina para no tener que entrar al baño. Por cómo sonaba debe haber un charco descomunal.

     —¡Otra vez no! ¿Por qué no le sugeriste que viniera aquí?

     Recordé la bronca que me montó Mariah por ese tema. Me dio un ultimátum: o meaba sentado, o dejábamos de ser pareja sentimental; y en casa, tuve que ceder.

     —Escuché el sonido de una cascada, y me imaginé que habían puesto música de naturaleza, pero se detuvo y luego le vi cruzar el pasillo hacia el ascensor. ¿Tú crees que estoy en condiciones de sugerir a un alto cargo que la próxima vez venga a la ciénaga?

     —Tienes razón. Me dan ganas de grafitar en la pared quién se mea allí.

     —Es una buena idea.

     —Sí, pero voy a limpiar la ciénaga, que es lo que toca esta jornada, no sea que me despidan.

     —Imposible. ¿Quién va a limpiar entonces el Ministerio?

     Esperaba que tuviera razón. En una semana el baño había vuelto a criar el verdín y la costra marrón del suelo, húmeda en su totalidad, por no hablar de los papeles, bolsas y otras inmundicias irreconocibles. Puse en marcha el desincrustrador. Esta labor era casi tan mala como ser proseparatista.

     No necesitaba saber más de momento y en cualquier caso, la unidad seguiría gravando sus impresiones.

     El paciente estaba mal. Su situación laboral cada vez más precaria, estresante y agónica había desembocado en una leve dispersión mental que no debía descuidarse; las condiciones cambiantes podían hacerla empeorar. La dispersión podía ramificarse, de momento sólo era un leve complejo antipatriótico sin importancia, pero minucias como la meada del pasillo le llevaba a querer delinquir grafitando, y una dispersión ramificada desembocaría tarde o temprano en una mente quebrada; y eso eran palabras mayores. Por otro lado estaba el que pensara que podía ser sustituido por el Sugeridor, éste aceptaría sin duda la labor por una paga mensual mucho menor que la suya; eran detalles a tener en cuenta.

     Debería haber venido a mi consulta mucho antes de que apareciera el anti patriotismo, ahora tendría que hacer retroceder éste antes de embarcarme en la dispersión madre. Pulsé sobre el teclado virtual para inducir en la mente del paciente un estado antidepresivo que le insensibilizara al test patriótico al que iba a someterle. Tras unos segundos, su rostro pasó de la apatía a un estado de apaciguada felicidad.

     ―Álberton. Antes de nada, quisiera preguntarle si tiene usted la posibilidad de cambiar de laboración. Resultaría una ayuda muy importante para su restablecimiento ―era una pregunta retórica, pero necesaria.

     ―Lo he intentado desde aquel lejano día en que la empresa decidió que no necesitaba tantos laboradores, porque podía explotar a los más pringados, pero no hay nada y bueno, me he acostumbrado a limpiar la mierda de los guarros.

     —¿Cuándo empezó a notar los síntomas que le han llevado a visitarme?

     —En el momento en que di cuenta que se me había olvidado colgar la bandera en el balcón.

     —Tal vez haya sido motivado por alguna situación anterior de estrés —ni siquiera era consciente de ello, surgió cuando despidieron a su compañero, si no antes.

     —Puede ser que surgiera cuando despidieron al último compañero de mi unidad de limpieza. Ahora tengo que limpiar el Ministerio yo solo, incluidos los diez baños.

     Subrayé lo de los baños en la grabación que tomaba la unidad computerizada virtual. Tal vez fuera la causa inicial de todos sus problemas. Tenía que tomar nota, en mi despacho prohibiría el acceso al baño a los pacientes, por si acaso.

     —¿Qué tipo de música escucha?

     —Natur Music.

     —¿De qué autores?

     —Irlandeses, son los mejores.

     —¿Le gustan las historias holoaudiovisuales?

     —Sí, las de naturaleza y también las comedias, especialmente las románticas.

     —En Iberia se hacen muchas comedias, ¿puede citarme alguna de sus favoritas?

     —El holoaudiovisual Ibérico lleva un par de décadas en declive, prefiero las historias japonesas, y las escandinavas no son malas.

     —¿Tiene A-book?

     —Sí.

     —¿Qué lee?

     —Ciencia ficción. Clásica. De la actual me gusta la japonesa y acabo de descubrir la china.

     Hasta ahora no había nombrado nada que fuera ibérico.

     —Si tuviera que escoger un equipo de fullgoal, ¿cuál sería su favorito?

     —Es que no me gusta. Prefiero el autosport.

     —¿Practica ese deporte?

     —No, el driving está fuera de mis posibilidades. Antes de comenzar a trabajar hacía algo de running.

     Usaba demasiados anglicismos.

     —¿Tiene algún tipo de creencia?

     —No.

     —Aún así, si tuviera que escoger algún personaje navideño, ¿cuál sería?

     —Papá Noel. Con ese traje rojo y tan gordito, me cae bien.

     Tal vez hubiera tendencias sexuales ocultas o reprimidas en ese Papa Noel, pero de momento no iba a indagar en ello. Había muchas más preguntas en el test que había preparado para este tipo de casos, pero no era necesario continuar. Le saqué de su placidez inducida y le pedí que se sentara frente a mí. Esta vez no le costó abandonar el sillón sensorial para acomodarse en una silla. Le habían sentado bien esos momentos de relax.

     —¿Recuerda usted las preguntas que le acabo de hacer?

     Frunció el ceño, y el estado idílico que había disfrutado desapareció de golpe.

     —Tal vez no las haya respondido adecuadamente.

     —¿Por qué lo dice?

     —Mis gustos no son nada patrióticos.

     —Es cierto que sus gustos no parecen demasiado patrióticos y tampoco el uso de anglicismos cuando hay palabras ibéricas en nuestro léxico. No es que no pueda escuchar música extranjera o hacer lecturas foráneas…

     —¡Soy un patriota! ¡Soy de la Península Ibérica y amo a la Confederación de Comunidades! —se exaltó—. Lo siento, lo siento. Es que estoy nervioso y no me salen las respuestas adecuadas —agachó la cabeza—. Es lo que me temía. No soy nada patriota.

     —Vamos por partes. He detectado una dispersión en su cabeza —dejé que lo asimilara.

     —¿Es muy grave?

     —Aún no. Su problema ha surgido de unas condiciones laborales que se desmoronan. Al agravarse la dispersión en su cerebro, éste busca evadirse creando alternativas al problema principal. Ahí entra la ramificación hacia el supuesto problema de identidad nacional.

     —Yo sé que soy un patriota, pero por eso mismo ese olvido de las banderas es imperdonable —sollozó—, ¿qué van a pensar de mí en el barrio?

     —Lo ve, usted sabe que en el fondo, es un patriota, pero le falta la confianza debido a su enfermedad. Debemos evitar que su dispersión vaya a más y vamos a empezar tratando esa ramificación antipatriótica —eché un vistazo a la unidad, para ponerle el remedio de resalutación—. Ha nacido en la Confederación de Comunidades de la Península Ibérica y por tanto es Ibérico. Sólo está un poco acomplejado y en el fondo desearía que su Confederación representara un poco mejor sus ideales.

     —¡Eso es —se animó Álberton—, eso es!

     La unidad transfirió el diagnóstico con los ejercicios de resalutación a su relophon-i. Vio la luz y echó un vistazo.

     —No le voy a pedir un cambio radical de sus hábitos, pero en las próximas jornadas tendrá que hacer un pequeño esfuerzo y alternar sus hábitos culturales con lectura, música y holoaudiovisuales Ibéricos. ¿Supone un problema para usted?

     Se encogió de hombros.

     —Lo intentaré, pero es que me parecen tan aburridos… Supongo que habrá cosas buenas.

     —Bucee en la WEBA, seguro que puede encontrar información sobre material cultural interesante.

     —Eso haré —respondió compungido—. Todo sea por recuperar mi patriotismo.

     —Es algo más que eso: necesita recuperarse de una dispersión. Ah, el último detalle: hasta su próxima visita, dentro de siete jornadas, absténgase de usar anglicismos y cualquier otro término extranjero siempre que exista uno ibérico equivalente.

     Se quedó pensativo, como si estuviera asimilándolo a cámara lenta y de pronto, se emocionó.

     —Okey. Voy a conseguirlo.

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