martes, 28 de octubre de 2014

La Performance. Primera parte. Capítulo 5.



-5-

Gredos.



   El verde esmeralda era un color poco habitual en un coche. Felipe asomaba tras él, con los brazos apoyados en el techo. Les sentaba bien el color, al coche y a él, con su pelo rubio teñido.

   –¡Violeta! –salió de detrás del coche y avanzó hacia mí.

   –Felipe –nos encontramos en medio de la calle.

   Me abracé a él con todas mis fuerzas y al instante nos besábamos apasionadamente. Ay, cómo le quería. ¿Cómo había podido pasar toda una semana sin verle? Cuando nuestras ansias se apaciguaron y sin llegar a soltarle, miré el coche.

   –Bonito juguete te han dejado.

   –Sí –contestó emocionado–. Es un Lotus Elisse –su cara reflejaba algo más, era como un niño a punto de cometer una travesura–. Ven a  verlo –nos acercamos a él y puso la mano encima–. Ahí donde lo tienes, pequeño y bajito, es un pura sangre capaz de medirse con deportivos que le duplican la potencia. ¿Y sabes por qué? –negué con la cabeza–. Porque es muy ligero, y eso hace que con un motor discreto, acelere como un Ferrari.

   –Estoy deseando probarlo –le dije.

   –Un auténtico deportivo –continuó como si no me hubiera oído–, algo que muchos fabricantes de renombre parecen haber olvidado. Parece que sólo Lotus se atreve a construirlos –sentenció y tras darse un respiro, señaló tras la puerta–. Mira esa entrada de aire, es para el motor.

   Me llevó de la mano hasta la parte de atrás.

   –Aquí debajo está el motor.

   –Anda, como en el Seat de mi tío Julián. Todavía conserva el ochocientos cincuenta cupé.

   –No exactamente, ese era un motor trasero. Este está colocado en posición central, para equilibrar el reparto de masas.

   Nunca le había visto tan interesado en algo, parecía un auténtico experto. Me lo comería a besos, pero no quería interrumpirle. Sacó una llave del bolsillo y la introdujo en la cerradura del capó.

   –¿No tiene mando a distancia?

   –Hasta en eso han ahorrado peso –giró la llave.

   –Cristina dice que desayuno en exceso, así que ahora mismo, debo pesar un montón. A lo mejor te estropeo la aceleración. ¿Estás seguro de querer llevarme?

   –No me provoques… –levantó el capó–. Aquí está la fiera.

   Estaba todo muy nuevo y reluciente, pero yo no entendía de motores y lo que me llamó la atención fue el hueco que había detrás. Había una bolsa de deportes.

   –Este pequeño hueco –señalé–, ¿no será el maletero?

   –Así es.

   –¿No se me manchará la bolsa de porquería del motor?

   –Qué cosas tienes. La tapa ajusta perfectamente, mira la goma del capó.

   –Con razón no querías que trajera mucho equipaje –metí mi bolsa junto a la suya–. Menos mal que no he tenido que traer la caja de tampones, creo que no habrían cabido.

   –Qué quieres, es un deportivo.

   –Dile a tu amigo que compre un remolque para el equipaje. Y que sea ligero.

   Bajó la tapa y cerró sin decir nada. Le eché la mano al cuello y lo atraje hacia mí. Qué ganas tenía de llegar, dondequiera que fuéramos. Cuando le solté, fue hacia la puerta y me abrió. Nunca antes había tenido esa galantería conmigo.

   –Debes meter primero una pierna –me explicó–, luego te deslizas en el asiento y entonces metes la otra.

   –Oye, que aunque no haya montado nunca en un Lotus, no soy tan torpe.

   –Si tú lo dices…

   No tardé en comprender mi error. Me resultó fácil meter la pierna sin rozar el asiento con el zapato, pero tuve que agarrarme al techo para deslizarme al interior y entonces caí sobre el asiento.

   –¡Uauh! –su grito me asustó más que la caída–. ¡Venía soñando con esto desde que lo he cogido!

   La falda se me había subido en el descenso, dejando los muslos al aire.

   –Eres malo –fingí ofenderme.

   Bajé la falda todo lo que pude, teniendo en cuenta que todavía tenía una pierna fuera del coche y a continuación intenté meter la pierna derecha de forma decorosa. Se estaba divirtiendo a mi costa. No era tarea fácil y al final, encogí la pierna del todo y la metí sin prisa en el coche.

   –Una señorita no se comporta así –comentó visiblemente alterado.

   –Un señorito como Dios manda, se habría dado la vuelta.

   –Vámonos ya, que quiero disfrutar cuanto antes de lo que acabo de ver –me cerró la puerta.

   Al pasar por delante del coche me guiñó el ojo y llegado a su puerta, abrió y se hundió en su asiento como si lo hubiera hecho toda la vida.

   –Felipe, ni que hubieras estado practicando.

   –Desde que me lo entregaron –otra vez apareció esa expresión de pillo en su cara.

   –¡Te lo has comprado!

   –Sí –contestó sonriente.

   –Ya te veía yo muy emocionado.

   Metió la llave en el contacto y arrancó como lo haría cualquier otro coche. Pero en cuanto nos pusimos en marcha, el sonido de su motor retumbó en la calle vacía, perturbando el silencio de una mañana de sábado. Llegamos plácidamente a la Puerta de Alcalá, donde un semáforo nos detuvo. Daba gusto ver a Felipe, con las manos sobre el volante, parecía un niño con zapatos nuevos. El semáforo cambió a verde. Metió primera y aceleró, cambió a segunda y volvió a acelerar; el coche parecía una prolongación de sí mismo. Así pasamos la Cibeles y subimos la Gran Vía, él mimetizado con su Lotus y yo observando cómo conducía.

   Una frenada contundente me hizo mirar al frente. Un joven con el pelo a lo rastafari pasó corriendo por delante del coche, dirigiéndonos una mirada reprobatoria.

   –Lo siento –dijo Felipe–, no ha sido culpa mía.

   En ese momento, el semáforo se puso ámbar.

   –Lo sé.

   Cambió a rojo y los peatones empezaron a cruzar. Una pamela asomó entre las cabezas de los transeúntes y de algún modo atrajo mi atención, tal vez por lo inusual de la prenda, quizás por su blancura. Cubría un rostro níveo de mejillas cubiertas por el rubor. Intenté componer su imagen mientras se alejaba, pero envuelta en la muchedumbre, adivinaba más que veía: retazos de vestido y esquirlas de un bolso, tan blancos como la pamela. Desaparecía en el gentío y al instante descubría un mechón de cabello castaño y liso. No podía apartar la vista de la desconocida, que ajena a las prisas de los demás transeúntes, alcanzó la acera en último lugar. ¿Qué era lo que veía en aquella mujer? Felipe arrancó y en ese último y trascendental instante, me reveló su secreto: su enorme barriga.

   –¡Eso sí que dura!

   –¿Qué dices?

   –No. Nada. Pensaba en voz alta.

   Su imagen permaneció viva en mi retina, blanca, cálida y luminosa, rodeada de un universo amarillo fluctuante; luego fue anaranjado, ella fui yo, con un vestido de lunares, y una barriga como la suya.

   Apenas recordaba nada desde el frenazo, debió suceder a la entrada de la plaza de España. Felipe se acercó al coche que nos precedía e inició el adelantamiento. Un niño nos saludó desde el asiento trasero. Sólo veía niños. Niños cruzando los semáforos, niños de la mano de sus madres, niños en los coches, y me decía eso no, eso no. Porque lo que había visto duraba nueve meses, porque buscaba la idea para una performance larga, porque había asociado ambas ideas, porque odiaba la idea que me había asaltado.

   No pensaría más en ello. Era nuestro fin de semana, mío y de Felipe.

   Felipe. No habíamos vuelto a hablar desde el frenazo. A Felipe le encantaban los coches y estaba emocionado con su Lotus nuevo, por eso no hablaba. Los hombres no podían atender dos cosas al mismo tiempo y él estaba conduciendo. Que disfrutara ahora del coche, ya disfrutaría luego conmigo. Llevábamos toda la semana sin vernos y cuando me llamó pidiéndome que nos fuéramos el fin de semana, le dije que sí. Necesitaba alejarme de lo ocurrido, el galerista, el gimnasio; aunque no todo había sido malo, también estuvo Cachas. Sentí la incertidumbre de ser culpable. Una semana antes me había llevado a la cama a Nacho, al que conocí en el pub, ya me recriminó Cristina la aventurilla. Habría claudicado ante el galerista, si me hubiera asegurado una exposición. Y el último fue Cachas, apareció en el momento que lo necesitaba. Sólo eran aventuras, sin mayor trascendencia; los chicos también las tenían y a nadie le parecía mal.

   Cerré los ojos y me dejé llevar por las sensaciones, mi cuerpo balanceándose adelante y atrás, a un lado y a otro, sin saber lo que vendría a continuación. La incertidumbre formaba parte de la vida. Así había conocido a Felipe, dejándome llevar.

   Fue hace tres años. Cristina y yo acabábamos de llegar a Madrid. Volvía del gimnasio y vi a un joven sentado en el banco que había delante de casa. Estaba lívido y tiritaba de frío. Mi intuición me decía que me acercara a ayudarle. Le pregunté si le ocurría algo y me dijo que no se encontraba muy bien. Le dije que si quería tomar algo en la cafetería de la esquina y me respondió que era mejor que nos alejáramos de allí. Bajamos hasta Colón sin mediar palabra y cruzamos a Génova, donde entramos en una cervecería. Allí se desahogó conmigo, una desconocida. Su novia se había enfadado con él cuando se negó a comprarle una moto. Estaba harto de sus caprichos, cada vez más caros, y del dinero que le pedía, cada vez con mayor frecuencia. Ella le puso tibio: que era un egoísta, un tacaño y que no le quería. Tras soltarlo, le dejó plantado en el banco en que le encontré. Continué con él el resto de la tarde: paseamos, fuimos al cine y él consiguió tranquilizarse. Quedamos para el día siguiente, luego al otro y empezamos a salir. De vez en cuando nos encontrábamos con su ex, que vivía en mi portal, pero no nos dirigía la palabra. Y si de algo podía presumir Felipe, era de ser desprendido y espléndido con su dinero.

   Dejamos la autovía y perdimos de vista los radares. Felipe le había tomado el pulso al coche y empezó a correr de verdad. Se le veía seguro, confiado y en cuanto llegamos a las curvas del puerto lo hizo derrapar. Era curioso que ante las situaciones difíciles o comprometidas, Felipe se pusiera nervioso y se bloqueara, como cuando le dejó su novia; y sin embargo, una conducción decidida y audaz, con los sentidos alerta, pendiente de mil detalles, le mantuviera relajado.

   A mí me relajaba el paisaje, apenas intuido quedaba atrás, dejando en mi memoria una leve constancia de lo que fue. La pintura de Zóbel debió surgir de modo parecido. Tomaba apuntes del paisaje en sus viajes y los iba depurando en su estudio, hasta que desaparecía todo atisbo de lo que fueron, convirtiéndolos en una mancha de color exquisito. Debería probar, a mí que me gustaba la abstracción; aunque a estas alturas, puede que no mereciera la pena.

   Cerré los ojos y disfruté del recuerdo del paisaje, y del sonido embriagador de unos neumáticos llevados al límite.



Lotus Elisse. Salón de Ginebra 2012. Foto del autor.



   A la mañana siguiente me asaltó la realidad, antes incluso de despertar. Soñé que estaba embarazada y lo mostraba a todo el mundo. Entonces apareció mi madre y me amonestó: ¿Qué has hecho hija? Por lo menos no te muestres. Es que es un embarazo performántico, le contesté. No supe si fue un sueño o una visión, el caso es que me desveló antes del amanecer.

   En cuanto hubo luz, cogí el pequeño cuaderno de dibujo y me asomé a la ventana. Felipe continuaba dormido. La tarde anterior había sido muy… especial, y no salimos de la habitación en toda la tarde. Las vistas desde la habitación del parador de Gredos eran maravillosas. El bosque descendía hasta un frondoso valle por el que adivinaba correría un coqueto arroyo cuyos meandros se hundirían en la pradera. Ahora mismo beberían en él los corzos, venidos de la zona más agreste y salvaje, de las tupidas montañas del fondo. Mi estado de ánimo me impidió dibujar nada de todo aquello y empecé a garabatear en el papel. Las filigranas que tracé, se transformaron en espermatozoides que imaginé amarillos, fluyendo en un mar naranja. Su destino no era otro que un óvulo violeta. Dibujé el óvulo violeta, era yo. Añadí una enorme barriga en torno al óvulo y completé la figura de una embarazada, la embarazada del semáforo. En realidad, ella era yo.

   Pasadas unas horas me adentré con Felipe en el majestuoso valle que no fui capaz de dibujar. El paseo entre los árboles, por la pradera y junto al riachuelo, me hizo olvidar a la embarazada, los óvulos y la performance y me sentí dichosa junto a él. Nos detuvimos bajo un pino y Felipe alcanzó un muérdago.

   –¿Sabes que llevamos casi tres años saliendo? –dijo al dármelo.

   –Sí, lo sé –me apreté contra él y le di un beso–. Estaba recién llegada de Sevilla, fue al poco de empezar el curso.

   –¿Te casarías conmigo? –soltó con voz insegura.

   No estaba preparada para aquello, fue toda una sorpresa y así se lo dije:

   –Creo que aún no ha llegado el momento.

   –¿Es que no me quieres? –se puso colorado.

   Era el primer síntoma de su nerviosismo cuando se enfrentaba a algo serio. Me separé de él y me alejé unos pasos.

   –No, no es eso. Me gustaría acabar mis estudios.

   Fue lo primero que se me pasó por la cabeza. No pensaba hablarle aún de la performance que estaba fraguándose en mi cabeza.

   –¡Pero eso son más de dos años! –caminaba de un lado para otro–. ¡No tendrías que buscarte la vida de galería en galería! –parecía una fiera enjaulada–. Trabajarías en la empresa de mi padre –se detuvo ante mí–. ¡Podrías pintar en tus ratos libres! –su mano buscó la mía…

   Fue un contacto frío y áspero, en el que la imagen del galerista me vino a la mente. Aparté la mano como si quemara. Acababa de estropear un maravilloso fin de semana.

No hay comentarios:

Publicar un comentario