-5-
Gredos.
El verde esmeralda era un color poco habitual
en un coche. Felipe asomaba tras él, con los brazos apoyados en el techo. Les
sentaba bien el color, al coche y a él, con su pelo rubio teñido.
–¡Violeta! –salió de detrás del coche y avanzó
hacia mí.
–Felipe –nos encontramos en medio de la
calle.
Me abracé a él con todas mis fuerzas y al
instante nos besábamos apasionadamente. Ay, cómo le quería. ¿Cómo había podido
pasar toda una semana sin verle? Cuando nuestras ansias se apaciguaron y sin
llegar a soltarle, miré el coche.
–Bonito juguete te han dejado.
–Sí –contestó emocionado–. Es un Lotus
Elisse –su cara reflejaba algo más, era como un niño a punto de cometer una
travesura–. Ven a verlo –nos acercamos a
él y puso la mano encima–. Ahí donde lo tienes, pequeño y bajito, es un pura
sangre capaz de medirse con deportivos que le duplican la potencia. ¿Y sabes
por qué? –negué con la cabeza–. Porque es muy ligero, y eso hace que con un
motor discreto, acelere como un Ferrari.
–Estoy deseando probarlo –le dije.
–Un auténtico deportivo –continuó como si no
me hubiera oído–, algo que muchos fabricantes de renombre parecen haber
olvidado. Parece que sólo Lotus se atreve a construirlos –sentenció y tras
darse un respiro, señaló tras la puerta–. Mira esa entrada de aire, es para el
motor.
Me llevó de la mano hasta la parte de atrás.
–Aquí debajo está el motor.
–Anda, como en el Seat de mi tío Julián.
Todavía conserva el ochocientos cincuenta cupé.
–No exactamente, ese era un motor trasero.
Este está colocado en posición central, para equilibrar el reparto de masas.
Nunca le había visto tan interesado en algo,
parecía un auténtico experto. Me lo comería a besos, pero no quería
interrumpirle. Sacó una llave del bolsillo y la introdujo en la cerradura del
capó.
–¿No tiene mando a distancia?
–Hasta en eso han ahorrado peso –giró la
llave.
–Cristina dice que desayuno en exceso, así
que ahora mismo, debo pesar un montón. A lo mejor te estropeo la aceleración.
¿Estás seguro de querer llevarme?
–No me provoques… –levantó el capó–. Aquí está
la fiera.
Estaba todo muy nuevo y reluciente, pero yo
no entendía de motores y lo que me llamó la atención fue el hueco que había detrás.
Había una bolsa de deportes.
–Este pequeño hueco –señalé–, ¿no será el
maletero?
–Así es.
–¿No se me manchará la bolsa de porquería
del motor?
–Qué cosas tienes. La tapa ajusta
perfectamente, mira la goma del capó.
–Con razón no querías que trajera mucho
equipaje –metí mi bolsa junto a la suya–. Menos mal que no he tenido que traer
la caja de tampones, creo que no habrían cabido.
–Qué quieres, es un deportivo.
–Dile a tu amigo que compre un remolque para
el equipaje. Y que sea ligero.
Bajó la tapa y cerró sin decir nada. Le eché
la mano al cuello y lo atraje hacia mí. Qué ganas tenía de llegar, dondequiera que
fuéramos. Cuando le solté, fue hacia la puerta y me abrió. Nunca antes había
tenido esa galantería conmigo.
–Debes
meter primero una pierna –me explicó–, luego te deslizas en el asiento y entonces
metes la otra.
–Oye, que aunque no haya montado nunca en un
Lotus, no soy tan torpe.
–Si tú lo dices…
No tardé en comprender mi error. Me resultó
fácil meter la pierna sin rozar el asiento con el zapato, pero tuve que
agarrarme al techo para deslizarme al interior y entonces caí sobre el asiento.
–¡Uauh! –su grito me asustó más que la caída–.
¡Venía soñando con esto desde que lo he cogido!
La
falda se me había subido en el descenso, dejando los muslos al aire.
–Eres malo –fingí ofenderme.
Bajé
la falda todo lo que pude, teniendo en cuenta que todavía tenía una pierna
fuera del coche y a continuación intenté meter la pierna derecha de forma
decorosa. Se estaba divirtiendo a mi costa. No era tarea fácil y al final,
encogí la pierna del todo y la metí sin prisa en el coche.
–Una señorita no se comporta así –comentó
visiblemente alterado.
–Un señorito como Dios manda, se habría dado
la vuelta.
–Vámonos
ya, que quiero disfrutar cuanto antes de lo que acabo de ver –me cerró la
puerta.
Al pasar por delante del coche me guiñó el
ojo y llegado a su puerta, abrió y se hundió en su asiento como si lo hubiera
hecho toda la vida.
–Felipe, ni que hubieras estado practicando.
–Desde que me lo entregaron –otra vez
apareció esa expresión de pillo en su cara.
–¡Te
lo has comprado!
–Sí –contestó sonriente.
–Ya te veía yo muy emocionado.
Metió la llave en el contacto y arrancó como lo
haría cualquier otro coche. Pero en cuanto nos pusimos en marcha, el sonido de
su motor retumbó en la calle vacía, perturbando el silencio de una mañana de
sábado. Llegamos plácidamente a la Puerta de Alcalá, donde un semáforo nos
detuvo. Daba gusto ver a Felipe, con las manos sobre el volante, parecía un
niño con zapatos nuevos. El semáforo cambió a verde. Metió primera y aceleró, cambió
a segunda y volvió a acelerar; el coche parecía una prolongación de sí mismo. Así
pasamos la Cibeles y subimos la Gran Vía, él mimetizado con su Lotus y yo observando
cómo conducía.
Una frenada contundente me hizo mirar al
frente. Un joven con el pelo a lo rastafari pasó corriendo por delante del
coche, dirigiéndonos una mirada reprobatoria.
–Lo siento –dijo Felipe–, no ha sido culpa
mía.
En ese momento, el semáforo se puso ámbar.
–Lo sé.
Cambió a rojo y los peatones empezaron a cruzar.
Una pamela asomó entre las cabezas de los transeúntes y de algún modo atrajo mi
atención, tal vez por lo inusual de la prenda, quizás por su blancura. Cubría
un rostro níveo de mejillas cubiertas por el rubor. Intenté componer su imagen
mientras se alejaba, pero envuelta en la muchedumbre, adivinaba más que veía:
retazos de vestido y esquirlas de un bolso, tan blancos como la pamela. Desaparecía
en el gentío y al instante descubría un mechón de cabello castaño y liso. No
podía apartar la vista de la desconocida, que ajena a las prisas de los demás transeúntes,
alcanzó la acera en último lugar. ¿Qué era lo que veía en aquella mujer? Felipe
arrancó y en ese último y trascendental instante, me reveló su secreto: su
enorme barriga.
–¡Eso sí que dura!
–¿Qué dices?
–No. Nada. Pensaba en voz alta.
Su imagen permaneció viva en mi retina,
blanca, cálida y luminosa, rodeada de un universo amarillo fluctuante; luego
fue anaranjado, ella fui yo, con un vestido de lunares, y una barriga como la
suya.
Apenas recordaba nada desde el frenazo, debió
suceder a la entrada de la plaza de España. Felipe se acercó al coche que nos
precedía e inició el adelantamiento. Un niño nos saludó desde el asiento
trasero. Sólo veía niños. Niños cruzando los semáforos, niños de la mano de sus
madres, niños en los coches, y me decía eso no, eso no. Porque lo que había
visto duraba nueve meses, porque buscaba la idea para una performance larga,
porque había asociado ambas ideas, porque odiaba la idea que me había asaltado.
No pensaría más en ello. Era nuestro fin de
semana, mío y de Felipe.
Felipe. No habíamos vuelto a hablar desde el
frenazo. A Felipe le encantaban los coches y estaba emocionado con su Lotus
nuevo, por eso no hablaba. Los hombres no podían atender dos cosas al mismo
tiempo y él estaba conduciendo. Que disfrutara ahora del coche, ya disfrutaría
luego conmigo. Llevábamos toda la semana sin vernos y cuando me llamó pidiéndome
que nos fuéramos el fin de semana, le dije que sí. Necesitaba alejarme de lo
ocurrido, el galerista, el gimnasio; aunque no todo había sido malo, también
estuvo Cachas. Sentí la incertidumbre de ser culpable. Una semana antes me había
llevado a la cama a Nacho, al que conocí en el pub, ya me recriminó Cristina la
aventurilla. Habría claudicado ante el galerista, si me hubiera asegurado una
exposición. Y el último fue Cachas, apareció en el momento que lo necesitaba. Sólo
eran aventuras, sin mayor trascendencia; los chicos también las tenían y a
nadie le parecía mal.
Cerré los ojos y me dejé llevar por las
sensaciones, mi cuerpo balanceándose adelante y atrás, a un lado y a otro, sin
saber lo que vendría a continuación. La incertidumbre formaba parte de la vida.
Así había conocido a Felipe, dejándome llevar.
Fue hace tres años. Cristina y yo acabábamos
de llegar a Madrid. Volvía del gimnasio y vi a un joven sentado en el banco que
había delante de casa. Estaba lívido y tiritaba de frío. Mi intuición me decía
que me acercara a ayudarle. Le pregunté si le ocurría algo y me dijo que no se
encontraba muy bien. Le dije que si quería tomar algo en la cafetería de la
esquina y me respondió que era mejor que nos alejáramos de allí. Bajamos hasta
Colón sin mediar palabra y cruzamos a Génova, donde entramos en una cervecería.
Allí se desahogó conmigo, una desconocida. Su novia se había enfadado con él
cuando se negó a comprarle una moto. Estaba harto de sus caprichos, cada vez
más caros, y del dinero que le pedía, cada vez con mayor frecuencia. Ella le
puso tibio: que era un egoísta, un tacaño y que no le quería. Tras soltarlo, le
dejó plantado en el banco en que le encontré. Continué con él el resto de la
tarde: paseamos, fuimos al cine y él consiguió tranquilizarse. Quedamos para el
día siguiente, luego al otro y empezamos a salir. De vez en cuando nos encontrábamos
con su ex, que vivía en mi portal, pero no nos dirigía la palabra. Y si de algo
podía presumir Felipe, era de ser desprendido y espléndido con su dinero.
Dejamos
la autovía y perdimos de vista los radares. Felipe le había tomado el pulso al
coche y empezó a correr de verdad. Se le veía seguro, confiado y en cuanto
llegamos a las curvas del puerto lo hizo derrapar. Era curioso que ante las
situaciones difíciles o comprometidas, Felipe se pusiera nervioso y se bloqueara,
como cuando le dejó su novia; y sin embargo, una conducción decidida y audaz,
con los sentidos alerta, pendiente de mil detalles, le mantuviera relajado.
A mí me relajaba el paisaje, apenas intuido
quedaba atrás, dejando en mi memoria una leve constancia de lo que fue. La
pintura de Zóbel debió surgir de modo parecido. Tomaba apuntes del paisaje en
sus viajes y los iba depurando en su estudio, hasta que desaparecía todo atisbo
de lo que fueron, convirtiéndolos en una mancha de color exquisito. Debería
probar, a mí que me gustaba la abstracción; aunque a estas alturas, puede que
no mereciera la pena.
Cerré los ojos y disfruté del recuerdo del
paisaje, y del sonido embriagador de unos neumáticos llevados al límite.
A la mañana siguiente me asaltó la realidad,
antes incluso de despertar. Soñé que estaba embarazada y lo mostraba a todo el
mundo. Entonces apareció mi madre y me amonestó: ¿Qué has hecho hija? Por lo
menos no te muestres. Es que es un embarazo performántico, le contesté. No supe
si fue un sueño o una visión, el caso es que me desveló antes del amanecer.
En cuanto hubo luz, cogí el pequeño cuaderno
de dibujo y me asomé a la ventana. Felipe continuaba dormido. La tarde anterior
había sido muy… especial, y no salimos de la habitación en toda la tarde. Las
vistas desde la habitación del parador de Gredos eran maravillosas. El bosque
descendía hasta un frondoso valle por el que adivinaba correría un coqueto
arroyo cuyos meandros se hundirían en la pradera. Ahora mismo beberían en él
los corzos, venidos de la zona más agreste y salvaje, de las tupidas montañas
del fondo. Mi estado de ánimo me impidió dibujar nada de todo aquello y empecé
a garabatear en el papel. Las filigranas que tracé, se transformaron en espermatozoides
que imaginé amarillos, fluyendo en un mar naranja. Su destino no era otro que un
óvulo violeta. Dibujé el óvulo violeta, era yo. Añadí una enorme barriga en
torno al óvulo y completé la figura de una embarazada, la embarazada del semáforo.
En realidad, ella era yo.
Pasadas unas horas me adentré con Felipe en el
majestuoso valle que no fui capaz de dibujar. El paseo entre los árboles, por
la pradera y junto al riachuelo, me hizo olvidar a la embarazada, los óvulos y la
performance y me sentí dichosa junto a él. Nos detuvimos bajo un pino y Felipe alcanzó
un muérdago.
–¿Sabes que llevamos casi tres años
saliendo? –dijo al dármelo.
–Sí, lo sé –me apreté contra él y le di un
beso–. Estaba recién llegada de Sevilla, fue al poco de empezar el curso.
–¿Te casarías conmigo? –soltó con voz
insegura.
No estaba preparada para aquello, fue toda
una sorpresa y así se lo dije:
–Creo que aún no ha llegado el momento.
–¿Es que no me quieres? –se puso colorado.
Era el primer síntoma de su nerviosismo
cuando se enfrentaba a algo serio. Me separé de él y me alejé unos pasos.
–No, no es eso. Me gustaría acabar mis
estudios.
Fue lo primero que se me pasó por la cabeza.
No pensaba hablarle aún de la performance que estaba fraguándose en mi cabeza.
–¡Pero
eso son más de dos años! –caminaba de un lado para otro–. ¡No tendrías que
buscarte la vida de galería en galería! –parecía una fiera enjaulada–. Trabajarías
en la empresa de mi padre –se detuvo ante mí–. ¡Podrías pintar en tus ratos
libres! –su mano buscó la mía…
Fue un contacto frío y áspero, en el que la
imagen del galerista me vino a la mente. Aparté la mano como si quemara. Acababa
de estropear un maravilloso fin de semana.
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