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La idea.
Una lluvia fina se derramó sobre mi cabeza, enredándose
en el pelo hasta dejarlo empapado. Se desbordó formando regatos que se deslizaron
por mi cuello, alimentando el arroyo que recorrió el surco de la espalda. Deliciosa.
Eché la cabeza hacia atrás y el agua saltó sobre mi rostro. Cerré los ojos y la
sentí deslizarse, silenciosa. Surcó los párpados, se enredó en las pestañas y
goteó sobre los pómulos; recorrió la nariz antes de hacerme cosquillas en los
labios; se detuvo unos instantes en la barbilla, descendió por el cuello y rodó
hacia los senos. Sensual. Extendí el brazo y un reguero de agua se precipitó por
él hasta alcanzar las puntas de los dedos, desde allí se lanzó al vacío
formando una catarata.
Abracé
mi cuerpo. Un hombre junto a mí y la dicha sería completa. En unas pocas horas
mi deseo se cumpliría, estaría con Felipe. Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Llevé
las manos a la cabeza, hundí los dedos en el cabello y masajeé suavemente. La
ducha estaba logrando despejarme. No había dormido bien, diría que no había
dormido casi nada.
Y es que quería empezar a forjar mi futuro, había
tenido dos visiones y ambas me empujaban hacia la performance, aunque aún no supiera
qué iba a hacer. La noche anterior me había acostado pensando en ello y me vi
envuelta en sueños de maravillosas performances, pero desperté de madrugada y tristemente,
se desvanecieron. Estiré los brazos y junté las manos, formando una catarata. Me
desvelé y por más que lo intenté, no pude volver a conciliar el sueño. ¿Por qué
no podía volver a soñarlas? La cascada se precipitó por el desagüe. Sus aguas
no volverían a mí, tampoco lo harían los sueños.
Necesitaba
ideas para una performance, la más extensa que hubiera existido. Eran vitales
para mi futuro. ¿Qué podía hacer? ¿Qué tipo de espectáculo debía ofrecer? ¿Y cómo
mantendría la atención del público? Eché la cabeza hacia atrás y una delicada
lluvia aleteó sobre mi rostro. Abrí la boca y las gotas empezaron a deslizarse,
una tras otra, a su interior.
El público era incapaz de mantener la
atención durante mucho tiempo. Había sido testigo de ello, en el cine, multitud
de veces; cuando nada más empezar la película, se ponían a charlar sobre temas
ajenos a ella, manipulaban incansables una ruidosa bolsa de plástico, o contestaban
una llamada en el móvil que no se molestaron en apagar. Cerré la boca antes de
que el agua empezara a deslizarse hacia la garganta. Una película duraba hora y
media o dos y pretendía que mi performance durase mucho más. ¿Cómo iba a
conseguir su atención? Expulsé el agua como si fuera un surtidor.
Cuando era pequeña, había un descanso; entonces
nos levantábamos de los incómodos asientos, comprábamos chucherías si la paga
nos alcanzaba para ello o salíamos al baño. Al apagar las luces, estábamos de
nuevo en el sitio y volvíamos a sumergirnos en la historia. Quizás el público
actual necesitara ese descanso. Ahora los intermedios estaban en la televisión,
aunque eran tan largos que hacían perder la paciencia al espectador. Cuantas
veces había dejado de ver una película porque me harté de tener que esperar quince
o veinte minutos.
Eché la cabeza hacia atrás y abrí la boca
otra vez. Mi performance duraría más que una película, se parecería más a una
serie y no agotaría la atención del público, que estaría ansioso por ver el
siguiente capítulo. Había encontrado el camino, me emocioné, y sin quererlo, me
tragué el agua. Qué asco, estaba caliente, sabía peor que el té.
–It could happen to you… –empecé a cantar al
tiempo que iniciaba un baile de hombros y brazos.
Las ideas venían. Cogí la esponja y el gel de
lavanda. Seguí tarareando la canción de Diana Krall mientras embadurnaba mi
cuerpo de violeta. Cualquiera diría que había pasado, como decían por aquí, una
noche toledana; no quedaba ni rastro. Cerré el grifo y abrí para alcanzar la
toalla. No se veía nada, había un ambiente neblinoso de película.
Y en la neblina blanquecina, recordé otro baño
algo más tosco, antiguo y pequeño. De eso, hacía muchos, muchos años. Era una
cría, y estaba enfadada. Esa noche hacía mucho calor, así que me metí en la
ducha antes de acostarme. Abrí los grifos a tope y dejé que el chorro de agua
caliente me golpeara con violencia. Poco a poco fui relajándome, olvidando el
motivo de mi rabieta. Para cuando lo conseguí, el agua empezaba a salir fría, había
vaciado el calentador. Aquella noche, mi madre no pudo ducharse y a mí me cayó
una buena bronca. No solía reñirme y me dolió tanto que lo hiciera, que no volví
a remolonearme en la ducha, no hasta hoy. Ahora no importaba, el gas no se
acababa, a no ser que la compañía cerrara el grifo. Busqué a tientas la manecilla
y abrí la ventana.
Al volver al dormitorio vi la bolsa sobre el
tocador y me detuve. Felipe, cómo le echaba de menos. El día anterior me había
llamado para proponerme que nos fuéramos a la sierra. Había sido una semana muy
extraña en la que no nos habíamos visto un solo día. Le dije que sí, sin dudarlo,
y entonces me pidió que por todo equipaje llevara una bolsa pequeña, sin darme
más explicaciones. Me tenía intrigada. Y eso preparé, a duras fui capaz de
meter la ropa de campo, las zapatillas y lo de aseo; ni siquiera llevaba un
camisón y ni falta que me haría.
Fui hacia el armario y lo abrí. Tenía tiempo
suficiente para arreglarme. Todavía era temprano y habíamos quedado a las diez.
A Felipe no le gustaba madrugar, ni siquiera por mí y eso me daba mucha rabia. Ganas
me daban de ponerme unos vaqueros y una camisa como para ir a la facultad, pero
no iba a ser mala; éramos dos enamorados que hacía días que no se veían,
elegiría un vestido. El rojo no, no íbamos a asistir a ninguna fiesta, que yo supiera;
más bien sería un fin de semana íntimo, algo más tranquilo entonces. El azul
ultramar, me pareció demasiado serio; mejor el azul celeste. Sí, el azul
celeste sería perfecto.
Enfundada en mi vestido primaveral, volví a tararear
el tema de Diana Krall. Era bastante escotado, como a mí me gustaba, pero a
diferencia del resto, era el más corto; me llegaba por las rodillas. Me senté
ante el tocador como si fuera en el coche, e imaginé a Felipe echándome miradas
furtivas. Me subió un cosquilleo. Pronto le vería.
Olvidé mis piernas y cogí el cepillo. Me
peiné como de costumbre, con la raya en medio, dejando que la melena cayera
sobre los hombros ligeramente ondulada. Después cogí el lápiz azul y me pinté
los ojos. No quería que antes o después pudieran reflejar una noche de insomnio,
así que insistí en ellos y remarqué una línea poco discreta. Faltaban los
labios, ya los pintaría después de desayunar. Cogí el carmín y lo dejé sobre la
bolsa de viaje, no se me fuera a olvidar dármelo.
Sólo me faltaba el lunar. Jamás me pondría
una prenda folclórica llena de ellos, pero me encantaba llevar uno, sólo uno.
Abrí el cajón y saqué la cajita de los pines, los tenía de todos los colores.
¿Naranja o ultramar? Coloqué ambos sobre el vestido. El ultramar, hoy sería todo
azul. Recordé la fiesta de carnaval del año pasado en el Círculo de Bellas
Artes. Iba de bruja de la luna y me pinté los labios de azul. Todavía
conservaba la barra que compré para la ocasión. Rebusqué en el cajón de abajo,
donde guardaba los trastos y allí estaba.
...
Empezaba a sentir un hambre atroz, así que
fui a la cocina para preparar el desayuno. Me puse el mandil sobre el vestido
para no mancharme y cuando lo tuve listo, lo llevé en la bandeja al salón. Cristina
estaba sentada delante del caballete, con la paleta en una mano y el pincel en
la otra, trabajando en su pintura.
–Hola, Cristina –saludé–. Seguro que has llegado
antes de que el sol saliera.
Caminé hasta la mesita y dejé la bandeja
encima, coloqué la butaca de modo que me diera el sol y me senté a disfrutar
del desayuno.
–Hola Violeta –tardó en contestar–. Me has pillado
en una pincelada comprometida.
–¿Quieres
tomar algo? –di un mordisco a la pera.
–Ya desayuné –se volvió hacia mí–, antes de
que saliera el sol.
La carne blanca de la pera brilló con intensidad
bajo los cálidos rayos de sol. Era una lástima que sólo pudiéramos disfrutar del
salón durante el fin de semana. Lo de salón era un decir, porque no quedaba más
que el rincón en el que estaba sentada, el resto lo usábamos como estudio. Dejé
el rabo de la pera en el plato.
Cristina había sacado provecho a la performance.
Del dibujo que hizo aquel día, había surgido una ciudad selvática. Tenía la
pared llena de bocetos, meticulosos estudios de lápiz y de acuarela. Su trabajo
en el lienzo no era menos concienzudo. Primero había hecho el dibujo a
carboncillo y lo había repasado con temple. Ahora estaba empezando a realzar
las luces y las sombras, también al temple y después asentaría el color en
finas y pacientes veladuras al óleo. Sí, me gustaba el tinte romántico y fantástico
de la ciudad selvática.
Dio una pincelada, se echó hacia atrás para
ver el efecto y el sol volvió su pelo rubio. A veces me preguntaba cómo logré
convencerla para que nos viniéramos a Madrid, cuando su estilo se hubiera
ajustado más a las tendencias de la facultad de Sevilla. Di un sorbo de café.
Debió pesar bastante nuestra amistad.
–¿No quieres que te prepare nada?
–No, de veras que no, gracias.
Sí. Éramos tan diferentes en nuestro modo de
enfocar el arte, no había más que mirar nuestras respectivas pinturas. Mi
estilo cuadraba mejor con la facultad de Madrid, era más actual, aunque no me
atrevería a llamarlo vanguardista. A mí me bastaba con un par de bocetos a
lápiz, porque el resto del trabajo lo hacía en el ordenador, y lo pasaba al
lienzo porque nos obligaban a entregar el trabajo en un soporte físico.
Cristina dejó los pinceles colocados sobre
la mesa junto al caballete, colocó la paleta al lado y se limpió las manos con
un trapo. Se levantó y vino hacia mí.
–Café, pan con aceite y tomate, galletas y
fruta –señaló–. No sé cómo te puedes comer todo eso y no engordar.
–Lo hago precisamente para no perder mis
curvas –dije cuando acabé de masticar.
–Ya –se sentó a mi lado–, por eso vas al
gimnasio, para bajarlo.
–No te confundas –reí–, al gimnasio voy para
tonificarme, no para mortificarme.
Mi sonrisa
despareció. Anteayer me mortifiqué, fue la única y casi trágica vez. Ay, todo
había sucedido tan rápido: la galería, el gimnasio, el accidente, Cachas
salvándome, Cachas haciéndome el amor, la tertulia y la decisión de hacer una
performance. Cristina puso su mano sobre la mía, había sentido mi dolor y sabía
lo sucedido, se lo había contado, todo.
–Es curioso… –en su cara se pintó esa
expresión risueña tan suya. Miraba mi pintura.
–¿El qué? –miré intrigada la ondulaciones de
pintura acrílica sobre el lienzo.
–Que a
las dos nos viniera la inspiración el mismo día. A mí en la performance, a ti
en el Drakkar –me cogió una galleta y se puso a mordisquearla.
De aquellas fotos que le hice, en mi obra sólo
quedaba la esencia, abstracción pura. Vaya sorpresa que se llevó cuando las vio.
Me eché a reír.
– No sé cómo lograste hacerlas sin que me
enterara.
–Fue fácil, no tenías ojos más que para el
capitán –continué riendo.
–No es cierto –se puso colorada como un
tomate.
–Pues no los apartabas de la barra –insistí.
–¡Mentira! –volvió la cara había el balcón.
Su mano tembló sobre la mía.
Lo que le costaba reconocerlo, era muy vergonzosa.
–Perdona,
era una broma.
Sus hombros se movían al compás de una
respiración agitada que no tardó en calmarse. Entonces se volvió hacia mí y me
dio en el brazo.
–Anda, acábate el desayuno –me cogió otra
galleta.
–A este paso, no me dejas nada.
–Exagerada –dijo a punto de morder la
galleta.
Continué
con la tostada que había dejado a medias y apuré el café.
–Ahora a esperar que llegue Felipe –dejé la
taza en la bandeja.
–¿Sabes que tal como te has pintado los ojos
me recuerdas un montón a una actriz?
–¿A quién?
– A esa
de la película que vimos hace poco en la tele, La trampa. ¿Cómo se llamaba
ella?
–Ah, sí. Catherine Zeta Jones.
–Sí, esa. Pues te pareces un montón.
–Vaya. No me lo hubiera imaginado.
–Pues
es guapísima y vaya tipazo tiene –movió la mano–, como tú.
–Gracias –me halagó que me lo dijera.
–Claro, así te salen los admiradores, y eso
que ya tienes novio –sonaba a reproche, pero era más bien algo de envidia.
–Ya me conoces. Necesito a alguien a mi lado,
no soy capaz de estar de otra manera.
Cerré los ojos y eché la cabeza hacia atrás.
El sol resultaba de lo más agradable. Cristina también necesitaba alguien a su
lado, pero no había manera con ella.
–Y tú, ¿no tenías una cuenta pendiente con
el capitán? –no quise mirarla, no se fuera a sonrojar de nuevo–. ¿No te iba a
grabar un cedé?
–Esperaba que fuéramos este fin de semana al
Drakkar.
–Oye, que
me vaya con Felipe no quiere decir que no puedas ir.
Pobre
Cristina. Sentía una envidia sana al verme con un chico tan
guapo, que estaba loco por mí y encima tenía dinero. Era una romántica y estaba
con unas ganas locas de tener novio. Algún día iba a tener que
interceder por ella y hacer de alcahueta.
A lo lejos se escuchó un chirrido de ruedas,
seguido del bronco sonido de un vehículo que fue en aumento y se cortó bajo
nuestro balcón. No sería, no podía ser, aún era pronto. Cristina se levantó.
–¡Uau, es Felipe! ¡Mira qué coche trae!
Me levanté de un salto y fui a ver. Había un
pequeño deportivo aparcado en doble fila. Se abrió la puerta y él salió con
cierta dificultad. Ese no era su coche. ¿De dónde lo habría sacado?
–Voy a dejar esto en la cocina.
–Ya lo
llevo yo. No le hagas esperar.
–Está bien. Gracias –corrí a mi dormitorio.
Repasé mis labios de azul y volví con la bolsa. Cristina había salido al
balcón y le saludaba con la mano. Salí y le saludé yo también.
–Siento dejarte sola –la abracé y le di un beso.
–No te preocupes, sobreviviré –sonrió.
–¿Por qué no te acercas esta tarde al Drakkar?
–Anda, olvídame y ve con ese chico tan guapo que te está esperando ahí abajo,
o lo haré yo en tu lugar.
–¿Serías capaz de quitarme el novio?
Se quedó pensativa.
–Mira ese coche. Si no es por él, lo haré por su dinero.
Volvimos a abrazarnos.
–Adiós. No le dejes escapar –susurró–. Es perfecto para ti.
–Adiós. No olvides ir a ver a tu capitán.
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