miércoles, 8 de octubre de 2014

LA PERFORMANCE. Primera parte. Capítulo 3.



-3-
El Acuarelas



   Tenía los ojos húmedos. Llevaba un rato haciendo verdaderos esfuerzos por no llorar y ahora me ardía el rostro, me dolía la cabeza y las lágrimas aún pugnaban por salir. No iba a llorar, no recordaba haberlo hecho nunca, ni siquiera cuando murió mi padre, y no iba a hacerlo ahora. No era una descastada, claro que le quise, y mucho. Le eché de menos durante muchísimo tiempo, pero no era una sensiblera de esas que se echaban a llorar cuando veían pasar a su Virgen en la procesión. No iba a llorar, aunque el mundo se hundiera a mi alrededor, aunque yo me hundiera con él.

   Blom, blom, blom, blom; los pasos resonaban sobre la cinta y yo sentía los golpes en mi cabeza. Correr, correr, liberar la mente de recuerdos adversos. Blom, blom, blom, blom; a cada paso que daba intentando alejarme, volvía a toparme con ellos. Intenté concentrarme en la pantalla borrosa de la televisión, donde franjas rosadas ondulaban sobre un azul celeste. Si pudiera volver a empezar, todo sería diferente, pero no había marcha atrás, ya no. Por fin las franjas rosas dejaron de moverse y tomaron la forma de un monolito rodeado de otros similares en una planicie desértica. Parecía imposible de escalar; así era mi vida en estos momentos, mi futuro estaba en la cumbre y no podía alcanzarlo y sin embargo, allí estaban esos escaladores dispuestos a intentarlo. La imagen perdió definición, y era que mis ojos, volvían a estar húmedos.

   Pero no iba a llorar, el ejercicio me calmaría o acabaría matándome; me daba igual. Había venido corriendo desde casa y me subí a la máquina para seguir haciéndolo. Ni siquiera miré si estaba Cristina, entré a mi habitación, me cambié y salí corriendo; tampoco cogí el móvil, que sonaba insistente. Debía lograr enfocar la vista en el documental proyectado en la enorme pantalla plana que había frente a los aparatos. Tras infinidad de pasos resonando en mi cabeza, por fin lo conseguí. Para entonces, los escaladores habían subido un trecho. Con paciencia infinita, el que iba a la cabeza, buscaba el lugar idóneo e insertaba una fijación. Un clavo mal puesto, un agarre que cediera y todo acabaría. A mí me había fallado y había caído al vacío.

   Blom, blom, blom, blom; debí haberme quedado en casa pintando, tenía que entregar un trabajo la próxima semana y apenas tenía los primeros bocetos; entonces nada de esto habría sucedido. Correr, correr y olvidar. Sentí la humedad asomando a mis pupilas, aún así distinguía la imagen. El que abría la marcha lo estaba pasando realmente mal. Tenía dificultades para colocar la alcayata, porque se le desmoronaba la roca. Al tercer intento lo consiguió. Blom, blom, blom, blom; yo llevaba muchos más, semanas acudiendo a las galerías. El segundo escalador estaba pasando la zona problemática, cuando el clavo se desprendió junto a un pedazo de roca y él cayó. El percance no fue a mayores, pues el primero había logrado afianzarse y sujetarle, pero al tercero le había mudado el color de la cara al verlo venir hacia él.

   Blom, blom, blom, blom; yo no había tenido tanta suerte. De nada hubiera servido posponerlo, mañana, pasado o dentro de un mes; antes o después, hubiera caído sin remedio y no tenía a nadie que me salvara. Correr, correr, huir. Puede que no mereciera la pena seguir pintando. Igual debería dejarlo y volver a mi Sevilla. El tío Julián me daría trabajo en la abaniquería si se lo pedía. No, no, ya nos había ayudado bastante, a mi madre y a mí; debería conseguirlo por mí misma.

   Blom, blom, blom, blom; pero no era capaz y mi futuro se truncaba antes de empezar. ¿Debería haberme arriesgado, sacrificarme y decir que sí? La oportunidad había pasado y ahora nunca lo sabría. Correr, correr más rápido y olvidar. Subí la velocidad del aparato. La cima iba acercándose, parecía que al fin lo conseguirían. Yo también tuve la esperanza de conseguirlo.

   Blom, blom, blom, blom; esta vez no era un mero calentamiento. Me estaba matando para olvidar y no lo conseguía ni con el documental. ¿Ni siquiera esto sabía hacer? Ellos arriesgaban su vida por coronar la cima, ¿valía la pena? Para mí no, yo había caído, hacía tan poco… Mis ojos se humedecieron al recordarlo. Intenté contener las lágrimas.

   Bloom, bloom, bloom, bloom; todo parecía presagiar que esta vez tendría suerte. Con sus ademanes corteses y su buena estampa, representaba al perfecto dandi que hubiera enamorado a la generación de mi madre. Tendría cincuenta años, era bien parecido y tenía unos ojos del color de la miel preciosos. Vestía un traje marrón con corbata y mocasines rojos. En cuanto le expliqué el motivo de mi visita, el galerista me hizo pasar a su despacho. La roca brillaba en el mismo borde de la cima. La cumbre estaba casi al alcance de la mano, aunque el último paso era bastante difícil. Qué boba fui al regalarme con sus palabras: una muchacha tan guapa como tú y con ese tipo, llegarás lejos; ya sabes que tu imagen cuenta tanto o más que lo que haces.

   Blooom, blooom, blooom, blooom; volaba sobre la cinta. Insistió en lo difícil que era abrirse camino en el mundo del arte y que los que conseguían, aún siendo buenos, necesitaban tener buenos contactos y hacer ciertas concesiones. Empecé a sentirme alarmada y quise acabar con aquello enseñándole lo que realmente tendría que haber importado en aquellos momentos. La mano del alpinista alcanzó el saliente buscando afianzarse, la mía alcanzó la carpeta dispuesta a abrirla y la del galerista se posó sobre la mía impidiéndomelo. Una mano fría y áspera.

   Blooom, blooom, blooom, blooom; subí la velocidad al máximo. El primer escalador alcanzó la cima, tendió la mano hacia su compañero y le ayudó a subir. El galerista me miró a los ojos y dijo: tendrás que ofrecerme algo para que vea tu obra. Me zafé de su repulsiva mano y huí.

   Blooom, blooom, blooom, blooom; veloz como el viento. Los escaladores ya estaban en la cima. Si al menos me hubiera asegurado la exposición, podría haber llegado tan alto como ellos, pero así no podía aceptar su zarpa de reptil venenoso. Mi mano, la había lavado y perfumado repetidas veces para borrar su rastro.

   Blooooooooooooooooooooom, di un traspié y me fui de costado contra la barra. Blooom, intenté volver a coger el ritmo de la cinta. Blooom; tropecé de nuevo y perdí el equilibrio. Blooom, quise agarrarme a las barras y salí despedida hacia delante antes de haberlo conseguido. Cerré los ojos, me iba a matar. No importaba, había fracasado.

   Caí, al igual que el escalador cuando se le soltó la alcayata, al igual que cuando me desasí del galerista. A él le sostuvieron y se salvó; yo, estaba sentenciada. No quise pasar por la piedra para que al final me dejara en la estacada. Me despeñé. Me habría despeñado de todos modos. El suelo se iría acercando, llegaría el dolor y quedaría allí tendida. Me despeñaba de nuevo. En unos instantes, todo habría acabado. Era mejor así.

   El impacto fue suave, el suelo se amoldaba a mi cuerpo, cedía y se hundía; debía de estar soñando. Todo había acabado, sin dolor, sin pena, arropada en una superficie cálida. Deseé seguir así, inmóvil, sin pensar, solo sentir el suave susurro, la brisa acariciando mi frente, el delicioso aroma. Debía estar en el cielo.

   −¿Estás bien? –dijo la brisa.

   Me gustaba su voz y dejé que siguiera susurrando un poco más antes de contestar.

   –Sí… –suspiré. Entonces dejó de acariciarme.

   –Bien, bien –la brisa sonaba varonil.

   –No, por favor. Sigue –murmuré.

   –Bien –oí su risa, cerca de mí, soplándome al oído.

   Volví a sentir la suave caricia en el pelo, ondulándomelo en una dirección y en otra. Abrí los ojos, quería ver cómo mecía mis cabellos y para mi sorpresa, me encontré con una mirada tierna. Debía estar en el cielo, en los brazos de un ángel.

   –¿De verdad estás bien?

   –Sí –balbuceé.

   Continué mirando sus bellos ojos castaños, su rostro moreno y sus mechones oscuros ligeramente ondulados cayendo sobre su frente. Llevaba una camiseta azul ceñida, enmarcando un tórax musculoso. Estaba bueno el ángel. No, no estaba bien pensar eso. Él seguía mirándome dulcemente, así que mis pensamientos debían estar a salvo. Quería seguir así, cerrar los ojos y seguir acunada en su fornido pecho; pero me sobresalté al ver el logotipo de la camiseta.

   –Tranquila –susurró, acariciando mi frente.  

   Despertaba de un hermoso sueño y no comprendía nada. ¿Ese ruido? Busqué su procedencia. Era la cinta de correr, que seguía funcionando. La caída. La alcayata. La cinta. Iba muy rápida, debía haberme roto todita. ¿Y él? El gimnasio estaba vacío, si no era un ángel, ¿quién era? No importaba, se estaba tan bien en sus brazos… Pero no, no estaba vacío, había un chico haciendo bici; creo que me saludó y yo le contesté. Él era mi ángel.

   –Ibas muy deprisa, demasiado rápido y venía a avisarte. Menos mal que llegué a tiempo −sus ojos, seguían pareciéndome los de un ángel–. Me has dado un susto de muerte. No había visto a nadie dar la voltereta en la cinta.

   Me entraron ganas de reír, pero no fui capaz. Y es que hacía tan poco que no me había importado morir. Aparté la mirada.

   Todavía permanecí un rato entre sus brazos, antes de que me ayudara a incorporarme. Me encontraba bien y aún así insistió en acompañarme. Pasó el brazo por mi cintura y echamos a andar. Sentí dolor en el pie. A saber cómo estaría si él no hubiera llegado a tiempo. Pasamos frente al espejo y me fijé en que no estaba nada mal, era bastante guapo y estaba cachas; no lo había soñado. Me dejó en el vestuario y dijo que en un rato volvía a ver cómo estaba.

   Permanecí un buen rato bajo la ducha, y los recuerdos volvieron atenuados, pero ya no me sentía desesperada ni lavé mi mano más veces. Mi salvador había hecho por mí más que mi loca carrera y la reconfortante ducha. Recordé nuestra imagen en el espejo: hacíamos buena pareja, los dos estábamos de muy buen ver. Su cuerpo musculado, ¡Virgen de la Estrella, cómo estaba! Puede que unos años más de ejercicio excesivo le convirtieran en un vulgar Schwarzenegger, pero ahora mismo estaba para comérselo.

   El gimnasio no estaba precisamente al lado de casa y ni el autobús ni el metro me dejaban a la puerta. Pero no era por el pie, que estaba mejor. El Cachas había despertado algo en mí, sentía necesidad de él y era el mejor olvido y remedio que podía tener. Así que dejé que me llevara en su renqueante y oxidado Seat Panda. Se asombró cuando le dije donde vivía y más todavía cuando llegamos y vio el portal. Le conté que era de mi tío, que si fuera mío, iba a estar yendo al gimnasio más allá del Gregorio Marañón.

   Mirándole a los ojos, le invité a subir y él aceptó encantado.



...


   Nada duraba eternamente y además, se tenía que ir. Como no quería quedarme en casa y volver a caer en la desesperación, decidí acercarme al Acuarelas. La tertulia ya habría comenzado. Se ofreció a llevarme y pensando en mi pie, acepté. Igual se tardaba más en el coche, teniendo que subir hasta Hortaleza para volver a bajar por la calle Gravina.

   El Acuarelas, el estrafalario café en el que nos reuníamos los estudiantes de Bellas Artes. Todos los días había tertulia, pero hoy era jueves, el día que más gente acudía y los debates resultaban más interesantes. Cristina vino una vez conmigo y no volvió más, dijo que no le apetecía perder el tiempo de esa manera, que entre los reunidos se encontraban los que menos trabajaban en la facultad y hasta cierto punto tenía razón. De hecho, decían que las reuniones tuvieron su origen en la facultad, hace bastantes años. Empezaron en los descansos y se fueron prolongando hasta las mismas clases, tanto, que los profesores tuvieron que tomar cartas en el asunto y prohibirlas. Sí, hasta los profesores más progres estuvieron de acuerdo y sugirieron que se trasladaran fuera del horario lectivo.

   Llegamos al Acuarelas y me paró delante de la misma puerta, sin importarle que el de detrás pitara.

   −Hasta luego, Cachas –me despedí dándole un beso en los labios–. Me has alegrado la tarde –le susurré al oído.

   El de atrás hizo sonar el claxon insistentemente.

   −Hasta luego, Princesa –me devolvió el beso, sin inmutarse por los bocinazos.

   Arrancó tranquilamente entre una algarabía de pitidos mientras yo me dirigía a la puerta del local. Me sonaba un poco cursi lo de Princesa, pero la culpa era mía por llamarle Cachas. No sabía su nombre ni le había dicho el mío, seguíamos siendo unos desconocidos. Imagino que nuestro encuentro no había sido algo especial para él, con ese cuerpo y lo agradable que era, debía tener a todas las que quisiera.

   Entré. Las primeras mesas estaban ocupadas por parejas que se dejaban seducir por la cristalera curva del local o los angelotes que lo decoraban. Se estaba mejor al fondo, en la zona más íntima, donde se desarrollaba la tertulia de los artistas postvanguardistas. Así la llamaban los del Acuarelas y a ella acudíamos los que nos considerábamos lo más granado de los estudiantes de la facultad, los que romperíamos todos los esquemas del arte y lo llevaríamos hacia el futuro.

   No había un sitio libre. Busqué caras conocidas, había bastantes y encontré a Alfredo. Estaba escuchando, como siempre, absorbiendo información, pero sin intervenir. Me acerqué a él y se movió para hacerme sitio en la butaca. Me tocó pegarme a él y tembló.

   −Gracias –me apoyé en su hombro–. ¿De qué va hoy?

   −Intentamos dirimir los derroteros que tomará el arte –contestó sonrojándose.

   Sabía que le gustaba y estaba siendo traviesa. Retiré la mano de su hombro y me dispuse a escuchar.  

   −…era un ingenuo. Con facetar la escena y descolocar ojos y narices, Picasso jugaba a ser moderno.

   Tenía sed, pero el Acuarelas era un lugar tan extraño, que no tenía barra y debía esperar a que apareciera un camarero.

   –…sabía pintar y tuvo la valentía de lanzarse a lo desconocido; por eso triunfó.

   –Es cierto y sin él, no hubiera despegado el arte moderno.

   –Perdona, que te olvidas de los impresionistas.

   –Perdona tú –se molestó el anterior–, pero los grandes maestros del pasado llegaron al impresionismo en su madurez. Tiziano, Rembrandt, Goya, por citarte algunos. Así que los impresionistas copiaron a los grandes, no evolucionaron.

   Un chico de andares extraviados a consecuencia de sus caídos pantalones se dirigía hacia mí.

   –¿Qué deseas tomar? –dijo al llegar.

   –Una Caipiriña, por favor –hoy iba a probar la especialidad del local.

   Me había perdido la última intervención, a la que contestaba un acalorado Mario. Era un exaltado.

   −…el auge de las vanguardias… –gesticulaba Mario–. ¡Me río yo de eso! El siglo pasado vio nacer una tras otra, crecían como las setas y ¿qué ocurrió? Que fueron desapareciendo, sin que nadie las echara de menos. Estamos tirando piedras sobre nuestro propio tejado, hemos dejado de ser creíbles. Y si del inicio del arte moderno queréis hablar, olvidemos a Picasso…

   Se estaba hablando mucho de mi paisano y eso me estaba haciendo reflexionar. Él había roto los esquemas con las señoritas de Aviñón, había sido una revolución. Y si era bueno como pensaba yo, o un oportunista como parecían pensar otros, daba igual, se colocó en la órbita de la fama y el dinero. Quizás si yo intentara algo nuevo, que me colocara en boca de todos…

   –…no vamos en la dirección correcta si intentamos averiguar hacia dónde avanza el arte. Deberíamos olvidarnos del pasado y empezar a pensar en el siglo veintiuno. 

   Siglo veintiuno, recién estrenado. Si yo supiera qué hacer… El camarero llegó con mi bebida. Le pagué y se alejó mostrando la raja del culo por encima de unos calzoncillos azules. No me pareció ni erótico, ni artístico. Si el angelote del techo le lanzara una flecha y acertara, igual resultaba más cómico.

   −…creo que lo más importante es el pensamiento del artista.

   Donde estuviera Cachas, que se quitara el camarero. ¡Qué tarde!, me hacía estremecer; pero me estaba distrayendo.

   −…si el arte surge del intelecto y al sacarlo al exterior queda contaminado, quizás deberíamos dejarlo en nuestra cabeza. Nosotros seríamos Arte.

   −Creo que eso es Arte muy, pero que muy Conceptual… Por eso los artistas conceptuales intentan que la obra de arte sea la mínima expresión, para acercarse al pensamiento puro.

   −La obra es el reflejo del ente abstracto albergado en la mente del artista.

   La pintura, ya no estaba de moda, aunque los profesores de pintura se empeñaran en ello. A mí me gustaba más crear las imágenes en el ordenador. No hacía falta pintar, se podía proyectar o imprimir sobre cualquier superficie.

   −Igual deberíamos intentar extraer las ideas directamente del cerebro, en estado puro…

   −Un gran avance sin duda. Pero la tecnología no ha llegado todavía a ese estadio.

   −Ya –intervino Nuria−, todo eso está muy bien. Acabamos de entrar en el siglo veintiuno e intentamos ser artistas. Habría que enfocarlo de modo más práctico. ¿El pensamiento nos da de comer?

   Sí, la idea era lo que contaba. Yo tenía una idea y aunque pensaba que era una tontería, igual no lo era. El otro día le daba vueltas a una performance…

   −Tienes razón. Debemos de apearnos de nuestro pedestal si queremos ganarnos la vida con nuestro arte.

   −Debemos ofrecer al público una versión, cómo diría, eh…, entendible de nuestro arte y que por ende, pueda reportarnos beneficios –continuó Nuria. Ella era pura sensatez.

   −Eso vulgarizaría el arte y el arte es sólo para los elegidos que saben entenderlo y apreciarlo.

   ¿Podría ser el camino? No sería algo totalmente nuevo, pero si hiciera una diferente a todo lo visto… ¡Tenía que intentarlo!…

   −¡Ya está el facha este! El pueblo tiene derecho a disfrutar del arte.

   −¡Pues mira el comunista hijo de papá! Seamos realistas, el pueblo ni entiende ni entenderá jamás.

   –Eso es lo que pretenden, mantenernos sumidos en la ignorancia.

   −Creo que ya por el hecho de estar hoy en esta reunión, debatiendo sobre arte, somos unos privilegiados. No todo el mundo está capacitado para ello o al menos media facultad estaría aquí. ¿No os parece? –Nuria zanjó la discusión.

   Una performance. A la mierda la pintura, había muerto. A la mierda los galeristas, ojalá se arruinasen. Di un sorbo a mi Caipiriña y levanté la mano, era hora de intervenir. El moderador me concedió la palabra.

   −Volviendo a la cuestión del arte en la cabeza del artista y que debe salir de ella –me encantaba captar la atención de todos ellos–, habéis hablado de un arte conceptual y minimalista. ¿Por qué habría de serlo?

   −¿A qué te refieres? –era la primera vez que oía intervenir a Alfredo.

   −Por favor, si quieres hablar, respeta el turno de palabra –dijo el moderador.

   −Perdón –se sonrojó.

   −Por una vez vamos a dejar de ser egocéntricos –continué–, cambiemos de artista: un arquitecto por ejemplo. Proyecta un edificio. ¿Lo construye él? –me detuve para crear expectación y recorrí con la mirada a mi auditorio−. Si ni siquiera lleva a cabo el proyecto completo. Lo deja en manos de un equipo de colaboradores. Nosotros deberíamos ser como él.

   −Ya. Igual es que nuestro arte no es técnicamente tan complejo, aunque sí más elevado –intervino el pedante de Julio. Llevaba la contraria a todo el mundo.

   −El artista ha de liberarse del trabajo manual, dejarlo en manos del artesano, igual que hace el arquitecto. Pongamos el caso de Rodin –le reté.

   −Ese era un antiguo –se burló.

   −En cualquier caso, era un artista de su tiempo –saltó Alfredo en mi defensa, volviendo a saltarse el turno. El moderador le echó una mirada asesina.

   −Voy a hablaros de Rodin –di un sorbo lento. Mario iba a morder el polvo, por mi Virgen de la Estrella Coronada–. Me gustan sus mármoles, porque en ellos descubres sus formas llenas de fuerza y sensualidad. Eso pasa desapercibido en sus oscuros bronces ¿Sabéis lo más curioso? –miré a Julio–, ¿lo sabes tú?

   No se lo esperaba. Abrió la boca y no dijo nada.

   –¿No lo sabes? –me regodeé–. Él no esculpía el mármol.

   Hubo un momento de silencio, un momento muy especial, en el que el ambiente se volvió naranja.

   −Claro que hacía los modelos en arcilla o yeso, a tamaño natural –continué sin necesidad de pedir el turno, disfrutando de los colores cálidos flotando ante mí–. No había ordenadores, no existían programas de redes tridimensionales, ni máquinas que moldearan el material a partir de unos planos –las caras se perdieron en la niebla naranja moteada de azules celestes. Julio seguía callado.

   Después de aquello dejé que la conversación siguiera entre los rojos pulsantes y los anaranjados fosforescentes, divagando sobre la manualidad en el arte o no y si definitivamente nos lanzábamos a las máquinas. Al final me perdí.

   Yo seguiría creando con mi ordenador y proyectando con el cañón. Atrás quedarían las pinturas, las exposiciones y los galeristas; el galerista de los ojos de miel… Qué lejana parecía la tragedia, aunque hubieran pasado sólo dos días. Ahora pensaba en el chasco que debió llevarse él y no en mi agravio. Todo quedaba atrás, el naranja me empujaba hacia la performance, el naranja me abriría las puertas, iba a crear algo que me catapultaría a la fama. Naranja, naranja rosado, naranja rojizo; ya no necesitaba a esos galeristas ignorantes. Naranja, motas verdes y el diminuto punto azul oscuro que estalló, salpicándolo todo; sin duda era el galerista.

   Apuré la bebida. El mundo era mío.

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