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El Acuarelas
Tenía los ojos húmedos. Llevaba un rato
haciendo verdaderos esfuerzos por no llorar y ahora me ardía el rostro, me
dolía la cabeza y las lágrimas aún pugnaban por salir. No iba a llorar, no recordaba
haberlo hecho nunca, ni siquiera cuando murió mi padre, y no iba a hacerlo
ahora. No era una descastada, claro que le quise, y mucho. Le eché de menos
durante muchísimo tiempo, pero no era una sensiblera de esas que se echaban a
llorar cuando veían pasar a su Virgen en la procesión. No iba a llorar, aunque
el mundo se hundiera a mi alrededor, aunque yo me hundiera con él.
Blom, blom, blom, blom; los pasos resonaban
sobre la cinta y yo sentía los golpes en mi cabeza. Correr, correr, liberar la
mente de recuerdos adversos. Blom, blom, blom, blom; a cada paso que daba
intentando alejarme, volvía a toparme con ellos. Intenté concentrarme en la
pantalla borrosa de la televisión, donde franjas rosadas ondulaban sobre un azul
celeste. Si pudiera volver a empezar, todo sería diferente, pero no había
marcha atrás, ya no. Por fin las franjas rosas dejaron de moverse y tomaron la
forma de un monolito rodeado de otros similares en una planicie desértica. Parecía
imposible de escalar; así era mi vida en estos momentos, mi futuro estaba en la
cumbre y no podía alcanzarlo y sin embargo, allí estaban esos escaladores
dispuestos a intentarlo. La imagen perdió definición, y era que mis ojos,
volvían a estar húmedos.
Pero no iba a llorar, el ejercicio me
calmaría o acabaría matándome; me daba igual. Había venido corriendo desde casa
y me subí a la máquina para seguir haciéndolo. Ni siquiera miré si estaba Cristina,
entré a mi habitación, me cambié y salí corriendo; tampoco cogí el móvil, que
sonaba insistente. Debía lograr enfocar la vista en el documental proyectado en
la enorme pantalla plana que había frente a los aparatos. Tras infinidad de
pasos resonando en mi cabeza, por fin lo conseguí. Para entonces, los
escaladores habían subido un trecho. Con paciencia infinita, el que iba a la
cabeza, buscaba el lugar idóneo e insertaba una fijación. Un clavo mal puesto,
un agarre que cediera y todo acabaría. A mí me había fallado y había caído al
vacío.
Blom, blom, blom, blom; debí haberme quedado
en casa pintando, tenía que entregar un trabajo la próxima semana y apenas
tenía los primeros bocetos; entonces nada de esto habría sucedido. Correr,
correr y olvidar. Sentí la humedad asomando a mis pupilas, aún así distinguía la
imagen. El que abría la marcha lo estaba pasando realmente mal. Tenía dificultades
para colocar la alcayata, porque se le desmoronaba la roca. Al tercer intento
lo consiguió. Blom, blom, blom, blom; yo llevaba muchos más, semanas acudiendo
a las galerías. El segundo escalador estaba pasando la zona problemática,
cuando el clavo se desprendió junto a un pedazo de roca y él cayó. El percance
no fue a mayores, pues el primero había logrado afianzarse y sujetarle, pero al
tercero le había mudado el color de la cara al verlo venir hacia él.
Blom, blom, blom, blom; yo no había tenido
tanta suerte. De nada hubiera servido posponerlo, mañana, pasado o dentro de un
mes; antes o después, hubiera caído sin remedio y no tenía a nadie que me
salvara. Correr, correr, huir. Puede que no mereciera la pena seguir pintando.
Igual debería dejarlo y volver a mi Sevilla. El tío Julián me daría trabajo en
la abaniquería si se lo pedía. No, no, ya nos había ayudado bastante, a mi
madre y a mí; debería conseguirlo por mí misma.
Blom, blom, blom, blom; pero no era capaz y
mi futuro se truncaba antes de empezar. ¿Debería haberme arriesgado,
sacrificarme y decir que sí? La oportunidad había pasado y ahora nunca lo
sabría. Correr, correr más rápido y olvidar. Subí la velocidad del aparato. La
cima iba acercándose, parecía que al fin lo conseguirían. Yo también tuve la
esperanza de conseguirlo.
Blom, blom, blom, blom; esta vez no era un
mero calentamiento. Me estaba matando para olvidar y no lo conseguía ni con el
documental. ¿Ni siquiera esto sabía hacer? Ellos arriesgaban su vida por
coronar la cima, ¿valía la pena? Para mí no, yo había caído, hacía tan poco…
Mis ojos se humedecieron al recordarlo. Intenté contener las lágrimas.
Bloom, bloom, bloom, bloom; todo parecía presagiar
que esta vez tendría suerte. Con sus ademanes corteses y su buena estampa,
representaba al perfecto dandi que hubiera enamorado a la generación de mi
madre. Tendría cincuenta años, era bien parecido y tenía unos ojos del color de
la miel preciosos. Vestía un traje marrón con corbata y mocasines rojos. En
cuanto le expliqué el motivo de mi visita, el galerista me hizo pasar a su
despacho. La roca brillaba en el mismo borde de la cima. La cumbre estaba casi
al alcance de la mano, aunque el último paso era bastante difícil. Qué boba fui
al regalarme con sus palabras: una muchacha tan guapa como tú y con ese tipo,
llegarás lejos; ya sabes que tu imagen cuenta tanto o más que lo que haces.
Blooom, blooom, blooom, blooom; volaba sobre
la cinta. Insistió en lo difícil que era abrirse camino en el mundo del arte y
que los que conseguían, aún siendo buenos, necesitaban tener buenos contactos y
hacer ciertas concesiones. Empecé a sentirme alarmada y quise acabar con aquello
enseñándole lo que realmente tendría que haber importado en aquellos momentos. La
mano del alpinista alcanzó el saliente buscando afianzarse, la mía alcanzó la
carpeta dispuesta a abrirla y la del galerista se posó sobre la mía
impidiéndomelo. Una mano fría y áspera.
Blooom, blooom, blooom, blooom; subí la
velocidad al máximo. El primer escalador alcanzó la cima, tendió la mano hacia
su compañero y le ayudó a subir. El galerista me miró a los ojos y dijo: tendrás
que ofrecerme algo para que vea tu obra. Me zafé de su repulsiva mano y huí.
Blooom, blooom, blooom, blooom; veloz como
el viento. Los escaladores ya estaban en la cima. Si al menos me hubiera
asegurado la exposición, podría haber llegado tan alto como ellos, pero así no
podía aceptar su zarpa de reptil venenoso. Mi mano, la había lavado y perfumado
repetidas veces para borrar su rastro.
Blooooooooooooooooooooom, di un traspié y me
fui de costado contra la barra. Blooom, intenté volver a coger el ritmo de la
cinta. Blooom; tropecé de nuevo y perdí el equilibrio. Blooom, quise agarrarme
a las barras y salí despedida hacia delante antes de haberlo conseguido. Cerré
los ojos, me iba a matar. No importaba, había fracasado.
Caí, al
igual que el escalador cuando se le soltó la alcayata, al igual que cuando me
desasí del galerista. A él le sostuvieron y se salvó; yo, estaba sentenciada. No
quise pasar por la piedra para que al final me dejara en la estacada. Me
despeñé. Me habría despeñado de todos modos. El suelo se iría acercando, llegaría
el dolor y quedaría allí tendida. Me despeñaba de nuevo. En unos instantes,
todo habría acabado. Era mejor así.
El impacto fue suave, el suelo se amoldaba a
mi cuerpo, cedía y se hundía; debía de estar soñando. Todo había acabado, sin dolor,
sin pena, arropada en una superficie cálida. Deseé seguir así, inmóvil, sin
pensar, solo sentir el suave susurro, la brisa acariciando mi frente, el
delicioso aroma. Debía estar en el cielo.
−¿Estás bien? –dijo la brisa.
Me gustaba su voz y dejé que siguiera
susurrando un poco más antes de contestar.
–Sí… –suspiré. Entonces dejó de acariciarme.
–Bien, bien –la brisa sonaba varonil.
–No, por favor. Sigue –murmuré.
–Bien –oí su risa, cerca de mí, soplándome
al oído.
Volví a sentir la suave caricia en el pelo,
ondulándomelo en una dirección y en otra. Abrí los ojos, quería ver cómo mecía
mis cabellos y para mi sorpresa, me encontré con una mirada tierna. Debía estar
en el cielo, en los brazos de un ángel.
–¿De verdad estás bien?
–Sí –balbuceé.
Continué mirando sus bellos ojos castaños,
su rostro moreno y sus mechones oscuros ligeramente ondulados cayendo sobre su
frente. Llevaba una camiseta azul ceñida, enmarcando un tórax musculoso. Estaba
bueno el ángel. No, no estaba bien pensar eso. Él seguía mirándome dulcemente, así
que mis pensamientos debían estar a salvo. Quería seguir así, cerrar los ojos y
seguir acunada en su fornido pecho; pero me sobresalté al ver el logotipo de la
camiseta.
–Tranquila –susurró, acariciando mi frente.
Despertaba de un hermoso sueño y no
comprendía nada. ¿Ese ruido? Busqué su procedencia. Era la cinta de correr, que
seguía funcionando. La caída. La alcayata. La cinta. Iba muy rápida, debía
haberme roto todita. ¿Y él? El gimnasio estaba vacío, si no era un ángel, ¿quién
era? No importaba, se estaba tan bien en sus brazos… Pero no, no estaba vacío, había
un chico haciendo bici; creo que me saludó y yo le contesté. Él era mi ángel.
–Ibas
muy deprisa, demasiado rápido y venía a avisarte. Menos mal que llegué a tiempo
−sus ojos, seguían pareciéndome los de un ángel–. Me has dado un susto de
muerte. No había visto a nadie dar la voltereta en la cinta.
Me entraron ganas de reír, pero no fui
capaz. Y es que hacía tan poco que no me había importado morir. Aparté la
mirada.
Todavía permanecí un rato entre sus brazos,
antes de que me ayudara a incorporarme. Me encontraba bien y aún así insistió
en acompañarme. Pasó el brazo por mi cintura y echamos a andar. Sentí dolor en
el pie. A saber cómo estaría si él no hubiera llegado a tiempo. Pasamos frente
al espejo y me fijé en que no estaba nada mal, era bastante guapo y estaba
cachas; no lo había soñado. Me dejó en el vestuario y dijo que en un rato
volvía a ver cómo estaba.
Permanecí un buen rato bajo la ducha, y los
recuerdos volvieron atenuados, pero ya no me sentía desesperada ni lavé mi mano
más veces. Mi salvador había hecho por mí más que mi loca carrera y la
reconfortante ducha. Recordé nuestra imagen en el espejo: hacíamos buena pareja,
los dos estábamos de muy buen ver. Su cuerpo musculado, ¡Virgen de la Estrella,
cómo estaba! Puede que unos años más de ejercicio excesivo le convirtieran en
un vulgar Schwarzenegger,
pero ahora mismo estaba para comérselo.
El gimnasio no estaba precisamente al lado
de casa y ni el autobús ni el metro me dejaban a la puerta. Pero no era por el
pie, que estaba mejor. El Cachas había despertado algo en mí, sentía necesidad de
él y era el mejor olvido y remedio que podía tener. Así que dejé que me llevara
en su renqueante y oxidado Seat Panda. Se asombró cuando le dije donde vivía y
más todavía cuando llegamos y vio el portal. Le conté que era de mi tío, que si
fuera mío, iba a estar yendo al gimnasio más allá del Gregorio Marañón.
Mirándole a los ojos, le invité a subir y él
aceptó encantado.
...
Nada duraba eternamente y además, se tenía
que ir. Como no quería quedarme en casa y volver a caer en la desesperación, decidí
acercarme al Acuarelas. La tertulia ya habría comenzado. Se ofreció a llevarme
y pensando en mi pie, acepté. Igual se tardaba más en el coche, teniendo que
subir hasta Hortaleza para volver a bajar por la calle Gravina.
El Acuarelas, el estrafalario café en el que
nos reuníamos los estudiantes de Bellas Artes. Todos los días había tertulia,
pero hoy era jueves, el día que más gente acudía y los debates resultaban más
interesantes. Cristina vino una vez conmigo y no volvió más, dijo que no le
apetecía perder el tiempo de esa manera, que entre los reunidos se encontraban
los que menos trabajaban en la facultad y hasta cierto punto tenía razón. De
hecho, decían que las reuniones tuvieron su origen en la facultad, hace
bastantes años. Empezaron en los descansos y se fueron prolongando hasta las
mismas clases, tanto, que los profesores tuvieron que tomar cartas en el asunto
y prohibirlas. Sí, hasta los profesores más progres estuvieron de acuerdo y
sugirieron que se trasladaran fuera del horario lectivo.
Llegamos al Acuarelas y me paró delante de
la misma puerta, sin importarle que el de detrás pitara.
−Hasta luego, Cachas –me despedí dándole un
beso en los labios–. Me has alegrado la tarde –le susurré al oído.
El de atrás hizo sonar el claxon
insistentemente.
−Hasta luego, Princesa –me devolvió el beso,
sin inmutarse por los bocinazos.
Arrancó tranquilamente entre una algarabía
de pitidos mientras yo me dirigía a la puerta del local. Me sonaba un poco cursi
lo de Princesa, pero la culpa era mía por llamarle Cachas. No sabía su nombre
ni le había dicho el mío, seguíamos siendo unos desconocidos. Imagino que
nuestro encuentro no había sido algo especial para él, con ese cuerpo y lo
agradable que era, debía tener a todas las que quisiera.
Entré. Las primeras mesas estaban ocupadas
por parejas que se dejaban seducir por la cristalera curva del local o los
angelotes que lo decoraban. Se estaba mejor al fondo, en la zona más íntima,
donde se desarrollaba la tertulia de los artistas postvanguardistas. Así la
llamaban los del Acuarelas y a ella acudíamos los que nos considerábamos lo más
granado de los estudiantes de la facultad, los que romperíamos todos los
esquemas del arte y lo llevaríamos hacia el futuro.
No había un sitio libre. Busqué caras
conocidas, había bastantes y encontré a Alfredo. Estaba escuchando, como
siempre, absorbiendo información, pero sin intervenir. Me acerqué a él y se movió
para hacerme sitio en la butaca. Me tocó pegarme a él y tembló.
−Gracias –me apoyé en su hombro–. ¿De qué va
hoy?
−Intentamos dirimir los derroteros que
tomará el arte –contestó sonrojándose.
Sabía que le gustaba y estaba siendo
traviesa. Retiré la mano de su hombro y me dispuse a escuchar.
−…era un ingenuo. Con facetar la escena y
descolocar ojos y narices, Picasso jugaba a ser moderno.
Tenía sed, pero el Acuarelas era un lugar
tan extraño, que no tenía barra y debía esperar a que apareciera un camarero.
–…sabía pintar y tuvo la valentía de
lanzarse a lo desconocido; por eso triunfó.
–Es cierto y sin él, no hubiera despegado el
arte moderno.
–Perdona, que te olvidas de los
impresionistas.
–Perdona tú –se molestó el anterior–, pero
los grandes maestros del pasado llegaron al impresionismo en su madurez.
Tiziano, Rembrandt, Goya, por citarte algunos. Así que los impresionistas
copiaron a los grandes, no evolucionaron.
Un chico de andares extraviados a
consecuencia de sus caídos pantalones se dirigía hacia mí.
–¿Qué deseas tomar? –dijo al llegar.
–Una Caipiriña, por favor –hoy iba a probar
la especialidad del local.
Me había perdido la última intervención, a
la que contestaba un acalorado Mario. Era un exaltado.
−…el auge de las vanguardias… –gesticulaba
Mario–. ¡Me río yo de eso! El siglo pasado vio nacer una tras otra, crecían
como las setas y ¿qué ocurrió? Que fueron desapareciendo, sin que nadie las
echara de menos. Estamos tirando piedras sobre nuestro propio tejado, hemos
dejado de ser creíbles. Y si del inicio del arte moderno queréis hablar, olvidemos
a Picasso…
Se estaba hablando mucho de mi paisano y eso
me estaba haciendo reflexionar. Él había roto los esquemas con las señoritas de
Aviñón, había sido una revolución. Y si era bueno como pensaba yo, o un
oportunista como parecían pensar otros, daba igual, se colocó en la órbita de
la fama y el dinero. Quizás si yo intentara algo nuevo, que me colocara en boca
de todos…
–…no vamos en la dirección correcta si
intentamos averiguar hacia dónde avanza el arte. Deberíamos olvidarnos del
pasado y empezar a pensar en el siglo veintiuno.
Siglo veintiuno, recién estrenado. Si yo
supiera qué hacer… El camarero llegó con mi bebida. Le pagué y se alejó
mostrando la raja del culo por encima de unos calzoncillos azules. No me pareció
ni erótico, ni artístico. Si el angelote del techo le lanzara una flecha y
acertara, igual resultaba más cómico.
−…creo que lo más importante es el
pensamiento del artista.
Donde estuviera Cachas, que se quitara el
camarero. ¡Qué tarde!, me hacía estremecer; pero me estaba distrayendo.
−…si el arte surge del intelecto y al
sacarlo al exterior queda contaminado, quizás deberíamos dejarlo en nuestra
cabeza. Nosotros seríamos Arte.
−Creo que eso es Arte muy, pero que muy Conceptual…
Por eso los artistas conceptuales intentan que la obra de arte sea la mínima
expresión, para acercarse al pensamiento puro.
−La obra es el reflejo del ente abstracto
albergado en la mente del artista.
La pintura, ya no estaba de moda, aunque los
profesores de pintura se empeñaran en ello. A mí me gustaba más crear las
imágenes en el ordenador. No hacía falta pintar, se podía proyectar o imprimir
sobre cualquier superficie.
−Igual deberíamos intentar extraer las ideas
directamente del cerebro, en estado puro…
−Un gran avance sin duda. Pero la tecnología
no ha llegado todavía a ese estadio.
−Ya –intervino Nuria−, todo eso está muy
bien. Acabamos de entrar en el siglo veintiuno e intentamos ser artistas.
Habría que enfocarlo de modo más práctico. ¿El pensamiento nos da de comer?
Sí, la idea era lo que contaba. Yo tenía una
idea y aunque pensaba que era una tontería, igual no lo era. El otro día le
daba vueltas a una performance…
−Tienes razón. Debemos de apearnos de
nuestro pedestal si queremos ganarnos la vida con nuestro arte.
−Debemos ofrecer al público una versión, cómo
diría, eh…, entendible de nuestro arte y que por ende, pueda reportarnos
beneficios –continuó Nuria. Ella era pura sensatez.
−Eso vulgarizaría el arte y el arte es sólo
para los elegidos que saben entenderlo y apreciarlo.
¿Podría ser el camino? No sería algo
totalmente nuevo, pero si hiciera una diferente a todo lo visto… ¡Tenía que
intentarlo!…
−¡Ya está el facha este! El pueblo tiene
derecho a disfrutar del arte.
−¡Pues mira el comunista hijo de papá!
Seamos realistas, el pueblo ni entiende ni entenderá jamás.
–Eso es lo que pretenden, mantenernos sumidos
en la ignorancia.
−Creo que ya por el hecho de estar hoy en
esta reunión, debatiendo sobre arte, somos unos privilegiados. No todo el mundo
está capacitado para ello o al menos media facultad estaría aquí. ¿No os
parece? –Nuria zanjó la discusión.
Una performance. A la mierda la pintura,
había muerto. A la mierda los galeristas, ojalá se arruinasen. Di un sorbo a mi
Caipiriña y levanté la mano, era hora de intervenir. El moderador me concedió
la palabra.
−Volviendo a la cuestión del arte en la
cabeza del artista y que debe salir de ella –me encantaba captar la atención de
todos ellos–, habéis hablado de un arte conceptual y minimalista. ¿Por qué
habría de serlo?
−¿A qué te refieres? –era la primera vez que
oía intervenir a Alfredo.
−Por favor, si quieres hablar, respeta el
turno de palabra –dijo el moderador.
−Perdón –se sonrojó.
−Por una vez vamos a dejar de ser
egocéntricos –continué–, cambiemos de artista: un arquitecto por ejemplo. Proyecta
un edificio. ¿Lo construye él? –me detuve para crear expectación y recorrí con
la mirada a mi auditorio−. Si ni siquiera lleva a cabo el proyecto completo. Lo
deja en manos de un equipo de colaboradores. Nosotros deberíamos ser como él.
−Ya. Igual es que nuestro arte no es técnicamente
tan complejo, aunque sí más elevado –intervino el pedante de Julio. Llevaba la
contraria a todo el mundo.
−El artista ha de liberarse del trabajo
manual, dejarlo en manos del artesano, igual que hace el arquitecto. Pongamos
el caso de Rodin –le reté.
−Ese era un antiguo –se burló.
−En cualquier caso, era un artista de su
tiempo –saltó Alfredo en mi defensa, volviendo a saltarse el turno. El
moderador le echó una mirada asesina.
−Voy a hablaros de Rodin –di un sorbo lento.
Mario iba a morder el polvo, por mi Virgen de la Estrella Coronada–. Me gustan
sus mármoles, porque en ellos descubres sus formas llenas de fuerza y
sensualidad. Eso pasa desapercibido en sus oscuros bronces ¿Sabéis lo más
curioso? –miré a Julio–, ¿lo sabes tú?
No se lo esperaba. Abrió la boca y no dijo
nada.
–¿No
lo sabes? –me regodeé–. Él no esculpía el mármol.
Hubo un momento de silencio, un momento muy
especial, en el que el ambiente se volvió naranja.
−Claro que hacía los modelos en arcilla o
yeso, a tamaño natural –continué sin necesidad de pedir el turno, disfrutando
de los colores cálidos flotando ante mí–. No había ordenadores, no existían
programas de redes tridimensionales, ni máquinas que moldearan el material a
partir de unos planos –las caras se perdieron en la niebla naranja moteada de
azules celestes. Julio seguía callado.
Después de aquello dejé que la conversación
siguiera entre los rojos pulsantes y los anaranjados fosforescentes, divagando
sobre la manualidad en el arte o no y si definitivamente nos lanzábamos a las
máquinas. Al final me perdí.
Yo
seguiría creando con mi ordenador y proyectando con el cañón. Atrás quedarían las
pinturas, las exposiciones y los galeristas; el galerista de los ojos de miel…
Qué lejana parecía la tragedia, aunque
hubieran pasado sólo dos días. Ahora pensaba en el chasco que debió llevarse él
y no en mi agravio. Todo quedaba atrás, el naranja me empujaba hacia la
performance, el naranja me abriría las puertas, iba a crear algo que me
catapultaría a la fama. Naranja, naranja rosado, naranja rojizo; ya no necesitaba
a esos galeristas ignorantes. Naranja, motas verdes y el diminuto punto azul
oscuro que estalló, salpicándolo todo; sin duda era el galerista.
Apuré la bebida. El mundo era mío.
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