jueves, 2 de octubre de 2014

LA PERFORMANCE. Primera parte. Capítulo 2.



-2-

En el Drakkar



   Después de salir del museo, la performance seguía rondando por mi cabeza. Llevaba tanto tiempo presentando mi obra en las galerías, siendo rechazada una y otra vez, que fantaseaba con la idea de realizar una. Sería una manera de salir del anonimato. Sí, era una fantasía y aún así seguía pensando si era capaz de hacerla, no en vano había tenido una visión.

   –Estás muy callada esta noche –dijo Cristina.

   El dolor afloró sin poder evitarlo. No quería mostrarlo y tardé un poco en contestar.

   –Moctouuuuaaaaaaaaaaaaaa –moví los brazos sin mirarla–. Sigo escuchándola, sigue en mi cabeza.

   –Ha estado bien.

   –Quizás un poco larga.

   –A mí se me ha pasado volando. Me inspiró y estuve dibujando.

   –Te vi. Vade retro –extendí la mano abierta hacia ella­­ y esta vez la miré–, una dibujante. Si te llega a ver la directora ejecutando arte retrógrado, diría más, profanando su santuario de arte experimental, te aniquila.

   Cristina esbozó una débil sonrisa antes de ponerse seria. Debió notar que no estaba realmente animada, que fingía. Seguimos caminando en silencio.

   –Un buen comienzo de fin de semana, ¿no? –dijo al cabo de un rato.

   –Sí, la performance ha estado bien.

   –Violeta, ¿ha ocurrido algo que yo no sepa? –se detuvo, volviéndose hacia mí.

   –Soy una desconocida –suspiré–, me dicen que vuelva cuando tenga un currículum.

   –Creí que habías ido al gimnasio.

   –¡Estoy harta! –inspiré–. Esto es igual que buscar el primer empleo: sin experiencia no te cogen y si no empiezas a trabajar, nunca la adquieres. La pescadilla que se muerde la cola.

   –Violeta –cogió mi mano–, ¿por qué no expones conmigo este verano, en la Academia?

   –Ya sabes lo que pienso de eso. Gracias de todos modos.

   –Ya sé que no es una sala conocida, pero nos la han ofrecido. Puede ser un modo de empezar a rellenar el currículum.

   –Lo pensaré –pero sabía que no lo iba a hacer.

   Eché a andar. No quería un comienzo tan pobre. Irían a vernos los amigos y vecinos del barrio, nos felicitarían y ahí acabaría todo. Ni siquiera habría una reseña en el periódico. También podríamos vender nuestras pinturas a la tienda de muebles, como hacía Tinito, que no tenía ninguna ambición. Encima le daban dos perras gordas, como diría mi madre. 

   –Tú tienes talento –interrumpió mis pensamientos–. Sólo es cuestión de tiempo. Se darán cuenta de lo que vales y entonces, más de uno se arrepentirá de haberte rechazado. Vamos, chiquilla, no me arrugues la nariz.

   Intenté sonreír. Debí habérselo contado antes, pero lo único que quería era olvidarlo y no terminar de arruinar la tarde.

   –Es viernes y necesitamos un poco de diversión –me agarró del brazo–, diiiiiiiiiiiiivvvveeeeeeeeeeeersssssiiiiiiiiioooónnnn –rio alborozada.

   Cristina tenía razón, no nos podíamos volver a casa así. Algún día se darían cuenta de lo que valía, pero hasta que llegara ese momento…, mejor no pensar más en ello.

   –Disfrutemos de esta noche –eso al menos, nadie me lo podía negar.

   –¿Lo dices de veras? –Cristina me miró con su habitual expresión de asombro.

   –Que sí, de verdad.

   Me miró y se mordió el labio inferior.

   –Podíamos ir al Drakkar –comentó en voz baja–. No pilla lejos.

   Seguía mordiéndose el labio, a la espera de mi respuesta.

   –Convendría que antes cenáramos algo, ¿no te parece?

   –Podíamos hacerlo de camino hacia allí –su rostro se expandió en una sonrisa.

   –No se hable más: destino al Draaaaaaaaaaaakkkkkkaaaarrrrrrrrrrr.

   Cristina aceleró el paso. La noche era joven y un poco de ejercicio no nos vendría mal después de haber estado tanto tiempo de pie y sin movernos en el Museo.

   Debíamos estar cerca de Chueca, pero no conocíamos esta zona y después de caminar un buen rato, no habíamos visto más que algún restaurante de los caros. No era cuestión de tomarnos una bolsa de patatas en el pub, así que cuando vimos aquel Mac Donald, nos detuvimos.

   –Por una vez y sin que sirva de precedente… ¿Entramos?

   –Bueno.

   No lo dijo muy convencida. No era muy partidaria de las hamburguesas, decía que a saber de qué carne estaban hechas. Hubo un tiempo en que las tomábamos, en el chiringuito que regentaba el padre de Pedrito, en Triana; esas sí que eran buenas. No había vuelto a saber de él. Fue mi segundo novio. ¿Seguiría igual de mojigato? Qué mal ojo tenía para elegirlos entonces. En fin, era agua pasada. Ahora estaba con Felipe. Ya llevábamos dos años juntos.

   Entramos y nos pusimos a la cola. La mayoría eran ruidosos adolescentes y en ese momento le tenían montando un lío impresionante a la dependienta. Faltaba dinero y discutían: tiene que estar bien, que si ya he dado lo mío, te lo pasé a ti, pues a ver quién no ha puesto lo suyo; hasta que llegó el encargado y por fin a uno se le ocurrió mirar en su cartera y dijo que no se había dado cuenta que faltara lo suyo. Por qué se empeñarían en pedir en grupo para pagar de uno en uno. Absurdo. Absurdos.

   Por fin nos llegó el turno. Pedimos nuestras consumiciones a una mujer de rostro cansado que ni siquiera preguntó qué deseábamos. No pasaría de los cuarenta, pero igual llevaba la mitad de su vida en este trabajo. Tenía mérito. Si yo estuviera en su lugar, teniendo que bregar con todos esos adolescentes alterados, no duraba dos días.   Nos íbamos a sentar, cuando escuchamos los berridos de algún atolondrado, uno de los muchos adolescentes alterados por la llegada del fin de semana. Dos mesas más allá, una cría con el vaso vuelto del revés, empezó a reírse como una loca desquiciada cuando el chico se levantó la camiseta mojada y empezaron a caer cubitos de hielo. Asistíamos a la segunda performance del día.

   –Mejor nos lo tomamos fuera, ¿no? –dijo Cristina.

   –Mejor.

   Caminamos hasta encontrar un banco y nos sentamos a comer. Era agradable volver a escuchar el ruido del tráfico.

   –Por nada del mundo querría volver a esa edad tan tonta –comenté totalmente convencida.



...



   Una calle de viejos edificios, seguramente de comienzos del siglo veinte, fachadas de ladrillo oscurecido por el paso del tiempo y la contaminación. Un lugar extraño, en el que sobrevivían una tienda de ultramarinos, una barbería y a continuación, emergiendo como una aparición fuera de lugar, un escaparate abombado de madera vieja, gris y agrietada. Imitaba el costado de un barco y de él pendía alto y centrado, un escudo redondo; y en él, escrito con caligrafía celta, un nombre apenas visible: Drakkar.

   Me detuve nada más pasar la puerta, no pude evitarlo y tampoco Cristina. No fue por el sobrecogedor sonido de trompetas que parecía anunciar nuestra presencia. Era la tercera o la cuarta vez que veníamos y todavía seguía impresionándome. Delante de nosotras, emergiendo de un mar de madera azul, se nos venía encima una embarcación. Su proa afilada se curvaba hacia atrás, ascendía y volvía a curvarse hacia adelante; y al final aparecía la cabeza del dragón; el protector de la nave, del Drakkar.

   Una nave vikinga dividiendo el pub en dos. Apenas había sitio para pasar ante la proa y lo mismo ocurría al otro lado. Debieron construirlo allí dentro. Seguí a Cristina por el costado de estribor y luego viramos hacia la izquierda. Las trompetas seguían sonando cuando nos sentamos en los toneles, delante de un escudo sobre cuatro patas. Las paredes estaban forradas de madera y decoradas con motivos marinos.

   −Haëndel, Música acuática –dijo Cristina apoyándose en el escudo.

   –Creí que sería la banda sonora de alguna película. Un castillo medieval, llegan los invitados…

   –Muy graciosa, es del siglo dieciocho. Uno cero.

   Cristina entendía de música clásica. La ponía mucho en casa y con el tiempo, me había ido aficionando.

   –¿Lo de siempre? –pregunté.

   –Hoy quiero vodka con naranja.

   Me sorprendió. Habitualmente se pedía un Blue Tropic o alguna otra bebida de colores que no llevara alcohol.

   –¿Segura? Mira que eso es fuerte.

   –Sí –miró hacia el barco.

   –Está bien.

   Fui a la nave, que hacía de barra. Era accesible desde ambos costados. El camarero estaba sirviendo unas cervezas. Me eché hacia adelante y apoyé los brazos en la barra. Cogí la carta, quería tomar algún tipo de ron que aún no hubiera probado y aquí tenían una buena selección. El camarero acabó de servir las cervezas y se me acercó.

   –¿Qué va a ser?

   –Un Vodka con naranja y un Corsario con coca cola –el camarero sonrió.

   –¿Es para ti?

   –Sí. Lo he elegido por su nombre, tan marinero como el pub.

   –Has hecho una buena elección –se alejó mientras hablaba.

   Notaba las piernas cansadas. Llevábamos muchas horas en pie. Encogí la izquierda, la miré y pasé la mano por ella, acariciándola. Al levantar la cabeza vi que no había acabado de llevarse el botellín a los labios y me miraba. Estiré la pierna sin prisa y le dediqué una mirada fugaz. No estaba nada mal el chico del niqui azul.

   –Una buena elección –repitió el camarero depositando una bebida oscura ante mí–, casi nadie lo pide, pero está muy bueno.

   –Me gusta probar sabores nuevos –lo cogí y di un sorbo–. Sí, está bueno.

   –Y mejor solo. Voy a prepararte el vodka –se fue hacia popa.

   En la cubierta no se veía ni una estantería o nevera, nada moderno. Todo estaba camuflado en cajas de madera y toneles. El camarero volvió con la jarra del vodka, dos pequeños vasos y una botella bajo el brazo. Los soltó delante de mí, destapó la botella y llenó los vasos.

   –Pruébalo sólo. Ya verás cómo te gusta.

   Levantó su vaso y esperó a que yo también lo hiciera.

   –A tu salud –chocó su copa con la mía y bebimos.

   –Buenísimo. Además es suave.

   –Sabía que te iba a gustar.

   Apuré mi vaso sin ninguna prisa y pagué. El de azul seguía mirándome y no había empezado aún la cerveza que acababan de servirle. Cogí las bebidas, me volví hacia él y le miré con intensidad antes de dar media vuelta y alejarme.  

   Coloqué las bebidas en el escudo y me senté en el barril. Cristina tomó su bebida, dio un trago y la sonrisa asomó a su rostro. Estaba abstraída, la mirada derivando perdida a sotavento, hacia el costado del Drakkar. Menuda tontería, no sabía qué dirección era esa. Toda mi sabiduría marinera procedía de las películas de piratas que había visto de pequeña en la tele. Las trompetas dejaron de sonar y hubo un rato de silencio.

   En la televisión daban un documental marino. El barco subía y bajaba mecido por las olas. Allí todo era marinero, hasta el marco de la tele estaba forrado en madera con adornos de lacería celta. Diría que hasta podía sentir el oleaje y eso que no se oía.  Sí, se oía algo, ahora lo notaba. Debía llevar un rato sonando y como diría Cristina, iba in crescendo. Al cabo de un rato la reconocí.

   −El mar −dije emocionada–, Debussy.

   −Uno a uno −dijo Cristina.

   Era un juego que nos traíamos de vez en cuando, intentábamos averiguar el nombre y el autor de la canción que escuchábamos. Estaba ensimismada, escuchando el precioso tema de Debussy y seguía con la mirada perdida en dirección a la barra.

   –Estaría bien hacer una performance náutica en el Drakkar… –volvía a acordarme del tema.

   –Anda y no bebas más –seguía sin despegar la mirada de la barra.

   –¡Qué graciosa! Si sólo llevo medio –le mostré la copa, pero no la miró.

   –Y la que te has pimplado con el camarero, que te he visto.

   Di un sorbo a la bebida y me eché hacia atrás en el asiento. ¿Qué es lo que Cristina esperaba encontrar allí? Desde luego no eran al de azul y sus amigos, ni los situados al otro lado del barco alrededor de una enorme copa de líquidos de colores. Igual se le estaba ocurriendo alguna idea para pintar. Era tan reservada… Siempre me llamó la atención su perfil infantil; claro que no tenía una nariz respingona apenas insinuada, pero las curvas de su rostro eran las de una niña, igual que el pelo castaño claro y los ojos azules. Desde que la conocía, llevaba el pelo recogido en una cola de caballo y jersey de cuello alto. Le avergonzaba lucirse. Al menos hoy, se había dejado pintar los ojos después de mucho insistir.

   Se me estaba ocurriendo una idea, me estaba imaginando una composición con un sinfín de curvas surgidas a partir de su perfil. Saqué la cámara del bolso, la encendí, anulé el flash y disparé. Ni siquiera se dio cuenta, así que me dispuse a hacer otra con más calma. Cristina se removió en su asiento y sus ojos brillaron. Aproveché para hacer la foto. Seguía mirando hacia el barco, donde ahora estaba el capitán. Así que era eso. Nunca me habría imaginado que le gustaba el dueño. Su mano buscó a tientas la bebida, la cogió y se la llevó despacio a los labios, momento que aproveché para hacerle otra foto.

   –Ay, Cristina. Con lo tímida que eres –musité.

   No se atrevería a nada, aunque intentara desinhibirse con un poco de alcohol. Aproveché para hacerle un par de fotos más.

   Iba a guardar la cámara, pero la dejé sobre la mesa. Esas no necesitaban desinhibirse. Llegaron procedentes de babor, rodearon la popa y se apostaron en la barra, ansiosas por entrar en batalla. Como si necesitara llamar la atención, la gorda empezó a mover las caderas al ritmo de la música; si iba escotada hasta el ombligo y la minifalda apenas le cubría las bragas. El del niqui azul la miró con curiosidad. Orienté la cámara, metí zoom y disparé. No tardó en volver la cabeza y seguir hablando con sus amigos. Chico listo, me gustaba. En cambio, los del otro lado de la barra, empezaron a inquietarse. Giré la cámara y volví a disparar.

   –Como te vean… –Cristina se rió. Volvía a estar en la realidad.

   –Espero que no –por si acaso acerqué el bolso a la cámara.

   La más alta llamó al camarero. Con una melena negra hasta la cintura, era la más llamativa de las cuatro. Vestía una escueta cazadora, unas altísimas botas y una gorra de color blanco acharolado que contrastaban con una blusa y unos mini pantalones negros. Seguí disparando mientras ella acaparaba la atención del camarero.

   –Deberías dejarlo…

   –Con lo divertido que se está poniendo –la interrumpí.

   –Ya verás como se enteren. Nos la estamos buscando.

   No podía parar, estaba haciendo un reportaje de lo más interesante y me faltaban las de los colorines. Parecían gemelas. Desde que llegaron no habían parado de hablar entre ellas y mientras una lo hacía, la otra vigilaba los alrededores. Me extrañaba que no hubieran descubierto mi actividad fotográfica, pero probablemente no se fijaban en las mujeres. Iban vestidas iguales: un top corto encima de otro largo, una minifalda sobre un pantalón que llegaba a las rodillas, unas medias por debajo y unos calentadores. La que vigilaba en ese momento, estaba vuelta hacia los del otro lado de la barra.

   La provocación debió ser mayúscula, pues tras un breve intercambio de palabras y gestos, los chicos cogieron sus bebidas y rodearon la popa. En pocos segundos estuvieron ante ellas, prestos a la lucha cuerpo a cuerpo. No eran tan tontas las guerreras, les habían atraído a su terreno. Lo que no sabían, era que estaban haciendo una performance. Para mí, lo más interesante había pasado. Apagué la cámara y la guardé.

   Había estado muy entretenida, pero no me había olvidado del chico del niqui azul. Los botellines vacíos olvidados en un rincón, sus amigos y él parecían algo aburridos. Pasó un rato antes de que nuestras miradas se encontraran. Le sonreí. Mi performance sería más discreta. Moví los hombros y la cabeza al compás del tema que empezó a sonar. Una encantadora voz de mujer.

   Cristina dio un gran trago y vació su copa. Acto seguido, se levantó y marchó hacia el barco, ni siquiera me preguntó si quería otra cosa. Llegó a la barra y se dirigió al camarero, éste se alejó. Al poco apareció el dueño y se pusieron a charlar. Uno de los coperos dejó de prestar atención a la gorda para mirarla. No era de extrañar, con el buen tipo que tenía. Estaba delgada pero bien proporcionada, con una cintura de avispa de esas que se estilaban en Hollywood en tiempos de mi madre. Lástima que se empeñara en llevar ropa holgada y encima clara, con lo pálida que era. El capitán se alejó y al momento volvió con un CD, se lo enseñó y continuaron hablando. Un rato más tarde volvía encendida y feliz.

   −Cançáo do mar. Es de Dulce Pontes.

   –Tiene una voz preciosa.

   –Dice que no me puede poner nada más porque el resto de las canciones no tienen nada que ver con el mar, pero me lo va a grabar –miró hacia donde estaba él.

   –Qué bien.

   Estaba claro que le gustaba, pero la cosa no iría a más, como siempre. Di un trago a mi bebida y deseé que al dueño del Drakkar le gustara Cristina y sucediera algo entre ellos. Se lo pedí de todo corazón a la Virgen de la Estrella.

   La copa seguía posada en mis labios y yo veía a través del cristal un Drakkar distorsionado, en un ambiente anaranjado. Allí estaban mi chico azul y sus amigos. Sería un reflejo del ron. Bajé la copa, despacio, y el color permaneció en el ambiente. Parpadeé y siguió igual. Los chicos iban a venir.

   –Es Serrat –dijo Cristina–, dos a uno.

   El naranja desapareció. La música había ido cayendo en un tono meloso y ahora el tal Serrat cantaba una que hablaba del Mediterráneo. Y los chicos nos abordarían en breve. Todavía tenía una oportunidad antes de verse envuelta en la contienda.

   –Tu amigo el capitán sigue en la barra.

   Seguía mirándole a ratos, pero no dijo nada.

   –¿Por qué no pides algo y te quedas a charlar con él?

   –Qué cosas tienes, Violeta.

   –¿Ves a esos tres del fondo?

   –Sí…

   –De un momento a otro los tenemos aquí. El del niqui azul es para mí. Espero que te guste uno de los otros.

   –Violeta, no querrás… ¿y tu novio? ¡Ay, qué vergüenza! –se puso colorada.

   –No seas tonta, sólo será una aventurilla. Nos vendrá bien.

   Estaba nerviosa y sus cejas reflejaban más sorpresa que de costumbre.

   –¿Cómo puedes estar tan segura? –preguntó cuando logró tranquilizarse.   

   –Lo sé, va a suceder –sonreí a mi chico, me estaba mirando.

   Empezó a sonar Titánic, la banda sonora de la película, pero ninguna de las dos dijimos nada. En breves instantes, íbamos a ser abordadas.

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