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En el Drakkar
Después de salir del museo, la performance seguía
rondando por mi cabeza. Llevaba tanto tiempo presentando mi obra en las
galerías, siendo rechazada una y otra vez, que fantaseaba con la idea de realizar
una. Sería una manera de salir del anonimato. Sí, era una fantasía y aún así
seguía pensando si era capaz de hacerla, no en vano había tenido una visión.
–Estás muy callada esta noche –dijo Cristina.
El dolor afloró sin poder evitarlo. No
quería mostrarlo y tardé un poco en contestar.
–Moctouuuuaaaaaaaaaaaaaa –moví los brazos
sin mirarla–. Sigo escuchándola, sigue en mi cabeza.
–Ha estado bien.
–Quizás un poco larga.
–A mí se me ha pasado volando. Me inspiró y estuve
dibujando.
–Te vi. Vade retro –extendí la mano abierta
hacia ella y esta vez la miré–, una dibujante. Si te llega a ver la directora
ejecutando arte retrógrado, diría más, profanando su santuario de arte
experimental, te aniquila.
Cristina esbozó una débil sonrisa antes de
ponerse seria. Debió notar que no estaba realmente animada, que fingía.
Seguimos caminando en silencio.
–Un buen comienzo de fin de semana, ¿no? –dijo
al cabo de un rato.
–Sí, la performance ha estado bien.
–Violeta, ¿ha ocurrido algo que yo no sepa? –se
detuvo, volviéndose hacia mí.
–Soy una desconocida –suspiré–, me dicen que
vuelva cuando tenga un currículum.
–Creí que habías ido al gimnasio.
–¡Estoy harta! –inspiré–. Esto es igual que
buscar el primer empleo: sin experiencia no te cogen y si no empiezas a
trabajar, nunca la adquieres. La pescadilla que se muerde la cola.
–Violeta –cogió mi mano–, ¿por qué no
expones conmigo este verano, en la Academia?
–Ya sabes lo que pienso de eso. Gracias de
todos modos.
–Ya sé que no es una sala conocida, pero nos
la han ofrecido. Puede ser un modo de empezar a rellenar el currículum.
–Lo pensaré –pero sabía que no lo iba a
hacer.
Eché a andar. No quería un comienzo tan
pobre. Irían a vernos los amigos y vecinos del barrio, nos felicitarían y ahí
acabaría todo. Ni siquiera habría una reseña en el periódico. También podríamos
vender nuestras pinturas a la tienda de muebles, como hacía Tinito, que no
tenía ninguna ambición. Encima le daban dos perras gordas, como diría mi madre.
–Tú tienes talento –interrumpió mis
pensamientos–. Sólo es cuestión de tiempo. Se darán cuenta de lo que vales y
entonces, más de uno se arrepentirá de haberte rechazado. Vamos, chiquilla, no
me arrugues la nariz.
Intenté sonreír. Debí habérselo contado
antes, pero lo único que quería era olvidarlo y no terminar de arruinar la
tarde.
–Es viernes y necesitamos un poco de
diversión –me agarró del brazo–, diiiiiiiiiiiiivvvveeeeeeeeeeeersssssiiiiiiiiioooónnnn
–rio alborozada.
Cristina tenía razón, no nos podíamos volver
a casa así. Algún día se darían cuenta de lo que valía, pero hasta que llegara
ese momento…, mejor no pensar más en ello.
–Disfrutemos de esta noche –eso al menos,
nadie me lo podía negar.
–¿Lo dices de veras? –Cristina me miró con
su habitual expresión de asombro.
–Que sí, de verdad.
Me miró y se mordió el labio inferior.
–Podíamos ir al Drakkar –comentó en voz baja–.
No pilla lejos.
Seguía mordiéndose el labio, a la espera de
mi respuesta.
–Convendría que antes cenáramos algo, ¿no te
parece?
–Podíamos hacerlo de camino hacia allí –su
rostro se expandió en una sonrisa.
–No se hable más: destino al Draaaaaaaaaaaakkkkkkaaaarrrrrrrrrrr.
Cristina
aceleró el paso. La noche era joven y un poco de ejercicio no nos vendría mal después
de haber estado tanto tiempo de pie y sin movernos en el Museo.
Debíamos estar cerca de Chueca, pero no
conocíamos esta zona y después de caminar un buen rato, no habíamos visto más
que algún restaurante de los caros. No era cuestión de tomarnos una bolsa de
patatas en el pub, así que cuando vimos aquel Mac Donald, nos detuvimos.
–Por una vez y sin que sirva de precedente…
¿Entramos?
–Bueno.
No lo dijo muy convencida. No era muy partidaria
de las hamburguesas, decía que a saber de qué carne estaban hechas. Hubo un
tiempo en que las tomábamos, en el chiringuito que regentaba el padre de Pedrito,
en Triana; esas sí que eran buenas. No había vuelto a saber de él. Fue mi
segundo novio. ¿Seguiría igual de mojigato? Qué mal ojo tenía para elegirlos
entonces. En fin, era agua pasada. Ahora estaba con Felipe. Ya llevábamos dos
años juntos.
Entramos y nos pusimos a la cola. La mayoría
eran ruidosos adolescentes y en ese momento le tenían montando un lío
impresionante a la dependienta. Faltaba dinero y discutían: tiene que estar
bien, que si ya he dado lo mío, te lo pasé a ti, pues a ver quién no ha puesto
lo suyo; hasta que llegó el encargado y por fin a uno se le ocurrió mirar en su
cartera y dijo que no se había dado cuenta que faltara lo suyo. Por qué se empeñarían
en pedir en grupo para pagar de uno en uno. Absurdo. Absurdos.
Por fin nos llegó el turno. Pedimos nuestras
consumiciones a una mujer de rostro cansado que ni siquiera preguntó qué
deseábamos. No pasaría de los cuarenta, pero igual llevaba la mitad de su vida
en este trabajo. Tenía mérito. Si yo estuviera en su lugar, teniendo que bregar
con todos esos adolescentes alterados, no duraba dos días. Nos íbamos
a sentar, cuando escuchamos los berridos de algún atolondrado, uno de los
muchos adolescentes alterados por la llegada del fin de semana. Dos mesas más
allá, una cría con el vaso vuelto del revés, empezó a reírse como una loca
desquiciada cuando el chico se levantó la camiseta mojada y empezaron a caer cubitos
de hielo. Asistíamos a la segunda performance del día.
–Mejor
nos lo tomamos fuera, ¿no? –dijo Cristina.
–Mejor.
Caminamos hasta encontrar un banco y nos
sentamos a comer. Era agradable volver a escuchar el ruido del tráfico.
–Por nada del mundo querría volver a esa
edad tan tonta –comenté totalmente convencida.
...
Una calle de viejos edificios, seguramente
de comienzos del siglo veinte, fachadas de ladrillo oscurecido por el paso del
tiempo y la contaminación. Un lugar extraño, en el que sobrevivían una tienda
de ultramarinos, una barbería y a continuación, emergiendo como una aparición fuera
de lugar, un escaparate abombado de madera vieja, gris y agrietada. Imitaba el
costado de un barco y de él pendía alto y centrado, un escudo redondo; y en él,
escrito con caligrafía celta, un nombre apenas visible: Drakkar.
Me detuve nada más pasar la puerta, no pude
evitarlo y tampoco Cristina. No fue por el sobrecogedor sonido de trompetas que
parecía anunciar nuestra presencia. Era la tercera o la cuarta vez que veníamos
y todavía seguía impresionándome. Delante de nosotras, emergiendo de un mar de
madera azul, se nos venía encima una embarcación. Su proa afilada se curvaba
hacia atrás, ascendía y volvía a curvarse hacia adelante; y al final aparecía la
cabeza del dragón; el protector de la nave, del Drakkar.
Una nave vikinga dividiendo el pub en dos. Apenas
había sitio para pasar ante la proa y lo mismo ocurría al otro lado. Debieron construirlo
allí dentro. Seguí a Cristina por el costado de estribor y luego viramos hacia
la izquierda. Las trompetas seguían sonando cuando nos sentamos en los toneles,
delante de un escudo sobre cuatro patas. Las paredes estaban forradas de madera
y decoradas con motivos marinos.
−Haëndel, Música acuática –dijo Cristina apoyándose
en el escudo.
–Creí que sería la banda sonora de alguna
película. Un castillo medieval, llegan los invitados…
–Muy graciosa, es del siglo dieciocho. Uno
cero.
Cristina entendía de música clásica. La
ponía mucho en casa y con el tiempo, me había ido aficionando.
–¿Lo de siempre? –pregunté.
–Hoy quiero vodka con naranja.
Me
sorprendió. Habitualmente se pedía un Blue Tropic o alguna otra bebida de
colores que no llevara alcohol.
–¿Segura? Mira que eso es fuerte.
–Sí –miró hacia el barco.
–Está bien.
Fui a la nave, que hacía de barra. Era accesible
desde ambos costados. El camarero estaba sirviendo unas cervezas. Me eché hacia
adelante y apoyé los brazos en la barra. Cogí la carta, quería tomar algún tipo
de ron que aún no hubiera probado y aquí tenían una buena selección. El
camarero acabó de servir las cervezas y se me acercó.
–¿Qué va a ser?
–Un Vodka con naranja y un Corsario con coca
cola –el camarero sonrió.
–¿Es para ti?
–Sí. Lo he elegido por su nombre, tan
marinero como el pub.
–Has hecho una buena elección –se alejó
mientras hablaba.
Notaba las piernas cansadas. Llevábamos
muchas horas en pie. Encogí la izquierda, la miré y pasé la mano por ella,
acariciándola. Al levantar la cabeza vi que no había acabado de llevarse el
botellín a los labios y me miraba. Estiré la pierna sin prisa y le dediqué una
mirada fugaz. No estaba nada mal el chico del niqui azul.
–Una buena elección –repitió el camarero
depositando una bebida oscura ante mí–, casi nadie lo pide, pero está muy bueno.
–Me gusta probar sabores nuevos –lo cogí y
di un sorbo–. Sí, está bueno.
–Y mejor solo. Voy a prepararte el vodka –se
fue hacia popa.
En la cubierta no se veía ni una estantería
o nevera, nada moderno. Todo estaba camuflado en cajas de madera y toneles. El
camarero volvió con la jarra del vodka, dos pequeños vasos y una botella bajo
el brazo. Los soltó delante de mí, destapó la botella y llenó los vasos.
–Pruébalo sólo. Ya verás cómo te gusta.
Levantó
su vaso y esperó a que yo también lo hiciera.
–A tu
salud –chocó su copa con la mía y bebimos.
–Buenísimo. Además es suave.
–Sabía que te iba a gustar.
Apuré mi vaso sin ninguna prisa y pagué. El
de azul seguía mirándome y no había empezado aún la cerveza que acababan de
servirle. Cogí las bebidas, me volví hacia él y le miré con intensidad antes de
dar media vuelta y alejarme.
Coloqué las bebidas en el escudo y me senté
en el barril. Cristina tomó su bebida, dio un trago y la sonrisa asomó a su
rostro. Estaba abstraída, la mirada derivando perdida a sotavento, hacia el
costado del Drakkar. Menuda tontería, no sabía qué dirección era esa. Toda mi
sabiduría marinera procedía de las películas de piratas que había visto de
pequeña en la tele. Las trompetas dejaron de sonar y hubo un rato de silencio.
En la televisión daban un documental marino.
El barco subía y bajaba mecido por las olas. Allí todo era marinero, hasta el
marco de la tele estaba forrado en madera con adornos de lacería celta. Diría
que hasta podía sentir el oleaje y eso que no se oía. Sí, se oía algo, ahora lo notaba. Debía llevar
un rato sonando y como diría Cristina, iba in crescendo. Al cabo de un rato la
reconocí.
−El mar −dije emocionada–, Debussy.
−Uno a uno −dijo Cristina.
Era un
juego que nos traíamos de vez en cuando, intentábamos averiguar el nombre y el
autor de la canción que escuchábamos. Estaba ensimismada, escuchando el
precioso tema de Debussy y seguía con la mirada perdida en dirección a la barra.
–Estaría bien hacer una performance náutica
en el Drakkar… –volvía a acordarme del tema.
–Anda y no bebas más –seguía sin despegar la
mirada de la barra.
–¡Qué graciosa! Si sólo llevo medio –le
mostré la copa, pero no la miró.
–Y la que te has pimplado con el camarero,
que te he visto.
Di un
sorbo a la bebida y me eché hacia atrás en el asiento. ¿Qué es lo que Cristina esperaba
encontrar allí? Desde luego no eran al de azul y sus amigos, ni los situados al
otro lado del barco alrededor de una enorme copa de líquidos de colores. Igual
se le estaba ocurriendo alguna idea para pintar. Era tan reservada… Siempre me
llamó la atención su perfil infantil; claro que no tenía una nariz respingona apenas
insinuada, pero las curvas de su rostro eran las de una niña, igual que el pelo
castaño claro y los ojos azules. Desde que la conocía, llevaba el pelo recogido
en una cola de caballo y jersey de cuello alto. Le avergonzaba lucirse. Al
menos hoy, se había dejado pintar los ojos después de mucho insistir.
Se me estaba ocurriendo una idea, me estaba
imaginando una composición con un sinfín de curvas surgidas a partir de su
perfil. Saqué la cámara del bolso, la encendí, anulé el flash y disparé. Ni
siquiera se dio cuenta, así que me dispuse a hacer otra con más calma. Cristina
se removió en su asiento y sus ojos brillaron. Aproveché para hacer la foto. Seguía
mirando hacia el barco, donde ahora estaba el capitán. Así que era eso. Nunca
me habría imaginado que le gustaba el dueño. Su mano buscó a tientas la bebida,
la cogió y se la llevó despacio a los labios, momento que aproveché para
hacerle otra foto.
–Ay, Cristina. Con lo tímida que eres
–musité.
No se atrevería a nada, aunque intentara
desinhibirse con un poco de alcohol. Aproveché para hacerle un par de fotos más.
Iba a guardar la cámara, pero la dejé sobre
la mesa. Esas no necesitaban desinhibirse. Llegaron procedentes de babor,
rodearon la popa y se apostaron en la barra, ansiosas por entrar en batalla. Como
si necesitara llamar la atención, la gorda empezó a mover las caderas al ritmo
de la música; si iba escotada hasta el ombligo y la minifalda apenas le cubría
las bragas. El del niqui azul la miró con curiosidad. Orienté la cámara, metí
zoom y disparé. No tardó en volver la cabeza y seguir hablando con sus amigos. Chico
listo, me gustaba. En cambio, los del otro lado de la barra, empezaron a
inquietarse. Giré la cámara y volví a disparar.
–Como te vean… –Cristina se rió. Volvía a
estar en la realidad.
–Espero que no –por si acaso acerqué el
bolso a la cámara.
La más alta llamó al camarero. Con una
melena negra hasta la cintura, era la más llamativa de las cuatro. Vestía una
escueta cazadora, unas altísimas botas y una gorra de color blanco acharolado
que contrastaban con una blusa y unos mini pantalones negros. Seguí disparando
mientras ella acaparaba la atención del camarero.
–Deberías dejarlo…
–Con lo divertido que se está poniendo –la
interrumpí.
–Ya verás como se enteren. Nos la estamos
buscando.
No podía parar, estaba haciendo un reportaje
de lo más interesante y me faltaban las de los colorines. Parecían gemelas. Desde
que llegaron no habían parado de hablar entre ellas y mientras una lo hacía, la
otra vigilaba los alrededores. Me extrañaba que no hubieran descubierto mi
actividad fotográfica, pero probablemente no se fijaban en las mujeres. Iban
vestidas iguales: un top corto encima de otro largo, una minifalda sobre un
pantalón que llegaba a las rodillas, unas medias por debajo y unos calentadores.
La que vigilaba en ese momento, estaba vuelta hacia los del otro lado de la
barra.
La provocación debió ser mayúscula, pues tras
un breve intercambio de palabras y gestos, los chicos cogieron sus bebidas y rodearon
la popa. En pocos segundos estuvieron ante ellas, prestos a la lucha cuerpo a
cuerpo. No eran tan tontas las guerreras, les habían atraído a su terreno. Lo
que no sabían, era que estaban haciendo una performance. Para mí, lo más
interesante había pasado. Apagué la cámara y la guardé.
Había estado muy entretenida, pero no me
había olvidado del chico del niqui azul. Los botellines vacíos olvidados en un
rincón, sus amigos y él parecían algo aburridos. Pasó un rato antes de que
nuestras miradas se encontraran. Le sonreí. Mi performance sería más discreta. Moví
los hombros y la cabeza al compás del tema que empezó a sonar. Una encantadora
voz de mujer.
Cristina dio un gran trago y vació su copa. Acto
seguido, se levantó y marchó hacia el barco, ni siquiera me preguntó si quería
otra cosa. Llegó a la barra y se dirigió al camarero, éste se alejó. Al poco apareció
el dueño y se pusieron a charlar. Uno de los coperos dejó de prestar atención a
la gorda para mirarla. No era de extrañar, con el buen tipo que tenía. Estaba
delgada pero bien proporcionada, con una cintura de avispa de esas que se
estilaban en Hollywood en tiempos de mi madre. Lástima que se empeñara en
llevar ropa holgada y encima clara, con lo pálida que era. El capitán se alejó y
al momento volvió con un CD, se lo enseñó y continuaron hablando. Un rato más
tarde volvía encendida y feliz.
−Cançáo do mar. Es de Dulce Pontes.
–Tiene
una voz preciosa.
–Dice que no me puede poner nada más porque
el resto de las canciones no tienen nada que ver con el mar, pero me lo va a grabar
–miró hacia donde estaba él.
–Qué bien.
Estaba claro que le gustaba, pero la cosa no
iría a más, como siempre. Di un trago a mi bebida y deseé que al dueño del
Drakkar le gustara Cristina y sucediera algo entre ellos. Se lo pedí de todo
corazón a la Virgen de la Estrella.
La copa seguía posada en mis
labios y yo veía a través del cristal un Drakkar distorsionado, en un ambiente
anaranjado. Allí estaban mi chico azul y sus amigos. Sería un reflejo del ron.
Bajé la copa, despacio, y el color permaneció en el ambiente. Parpadeé y siguió
igual. Los chicos iban a venir.
–Es Serrat –dijo Cristina–, dos a uno.
El naranja desapareció. La música había
ido cayendo en un tono meloso y ahora el tal Serrat cantaba una que hablaba del
Mediterráneo. Y los chicos nos abordarían en breve. Todavía tenía una
oportunidad antes de verse envuelta en la contienda.
–Tu amigo el capitán sigue en la barra.
Seguía mirándole a ratos, pero no dijo nada.
–¿Por
qué no pides algo y te quedas a charlar con él?
–Qué cosas tienes, Violeta.
–¿Ves
a esos tres del fondo?
–Sí…
–De un momento a otro los tenemos aquí. El
del niqui azul es para mí. Espero que te guste uno de los otros.
–Violeta,
no querrás… ¿y tu novio? ¡Ay, qué vergüenza! –se puso colorada.
–No seas tonta, sólo será una aventurilla.
Nos vendrá bien.
Estaba nerviosa y sus cejas reflejaban más
sorpresa que de costumbre.
–¿Cómo puedes estar tan segura? –preguntó cuando
logró tranquilizarse.
–Lo sé, va a suceder –sonreí a mi chico, me
estaba mirando.
Empezó a sonar Titánic, la banda sonora de
la película, pero ninguna de las dos dijimos nada. En breves instantes, íbamos
a ser abordadas.
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