martes, 9 de diciembre de 2014

LA PERFORMANCE. Primera parte. Capítulo 9.


-9-
Sevilla

   Desperté envuelta en el recuerdo de una larga noche de intenso placer. Anhelaba el contacto de su piel, deseaba volver a estar entre sus brazos. No debería haberse alejado de mí y así, mi mano partió a su encuentro, convertida en una cazadora que avanzó sigilosa bajo la sábana; los dedos se deslizaron sobre el relieve del colchón y llegaron al borde de la cama, sin hallar el menor rastro de la presa. No estaba, pero no me iba a rendir tan fácilmente, la cacería continuaría en el exterior y le traería preso, de vuelta a la cama.
   La tenue luz que se filtraba por las rendijas de la persiana resultaba providencial. La presa no estaba a la vista, así que me incorporé despacio y sin hacer ruido. Podía estar oculto bajo la cama, o escondido en el armario, en la cómoda no cabía…, y entonces, mis ansias de deseo y de aventura se desvanecieron al contemplar la vieja muñeca de trapo sobre la cómoda. Sin acabar de creérmelo, me levanté a cogerla, acaricié su cabello y la mecí entre mis brazos. Aún se me erizaba la piel al comprender que sólo había sido un sueño, un sueño llegado del pasado, un sueño inoportuno.  
   Cachas había quedado atrás en el camino hacia la performance. Ni siquiera se inmutó cuando le dije que le dejaba. No estaba acostumbrada a que me ignoraran y me sentí muy dolida, aunque supiera que sólo suponía una aventura más en su vida; pensé que acabaría siendo especial para él. ¡Hombres! Ahora que no podía tenerlos, soñaba con uno. El celibato iba a ser duro, pero la Performance lo compensaría. Tenía ganas de que comenzara. Hasta el momento todo habían sido preparativos y había tenido un montón de reuniones con Piero y los técnicos.
   Retrocedí hasta la cama y me senté. Un sueño muy real, capaz de hacerme olvidar que estaba en Sevilla. Cristina y yo habíamos llegado la tarde anterior, para pasar el fin de semana y el sueño evaporaba el presente, transportándome a lejanos momentos de placer. ¡Qué real! Con sueños así sería capaz de sobrellevar el celibato.
   Sevilla. De nuevo en casa, con mamá y el tío Julián. Qué emoción sentí al verlos y su alegría no fue menor. Mamá no paró de achucharme y darme besos. Estuvo pendiente de mí toda la tarde, y fue a arroparme y darme un beso cuando me acosté, como cuando era pequeña. El tío no era tan efusivo, pero llevaba la emoción prendida en sus ojos. Me querían y disfrutaría de ello todo el tiempo que pudiera. Solté la muñeca y abandoné la cama, alborozada, como si hubiera vuelto a la niñez.
   Una rápida ducha tibia acabó de devolverme a la realidad. Luego descendí las escaleras y fui directa a la cocina, donde me detuve ante la mesa. Deslicé el dedo a lo largo de la suave veta. Los frotados con arena habían formado surcos sobre el tablero de madera que mi madre lavaba a conciencia, la mesa en la que había desayunado todas las mañanas mirando al patio, hasta que me marché a Madrid.
   Todo seguía igual, o casi todo: las sillas habían rejuvenecido con el nuevo cordaje de enea, en cambio, la cocina parecía una antigüedad que el tío Julián decía que deberíamos donar a un museo. No sé cómo se las arreglaba mamá para que siguieran trayendo el carbón, hoy en día debía representar un lujo; pura contradicción, con lo austera que era ella. Le gustaba cocinar a la antigua, decía que la comida sabía mejor.
   Me senté a la mesa. Volví a ocupar mi sitio después de varias semanas ausente. Dentro de poco vería los primeros rayos del sol alcanzar la pared del patio y quebrarla en multitud de pliegues de luces y sombras, haciendo refulgir los geranios allí colgados, cientos de colores despertando, que en algunas ocasiones, me recordaban a las visiones. Las había tenido desde siempre. Las heredé de mamá y ella de la abuela, que a su vez las heredó de la bisabuela; no había constancia de quién fue la primera, el rastro se perdía en la noche de los tiempos.
   Tuve la primera visión cuando contaba cinco años. No fue en esta casa, sino en la que tenían mis padres. Vi manchas muy oscuras, como en una noche sin luna entre la vegetación. La respiración se me aceleró, sentí una opresión en el pecho y supe que algo muy malo iba a ocurrir. Una semana después murió papá, así de repente, sin saber de qué. Hasta aquel momento, mi vida había sido un camino de rosas y entonces, mi corazoncito se desgarró.
   La segunda visión, la tuve en su entierro. El ataúd de papá descendía a las profundidades y yo me agarraba con determinación a la mano de mamá, pensando en qué iba a ser de nosotras; costaba imaginar que siendo tan pequeña se me ocurrieran tales cosas, pero así era. Levanté la cabeza y vi al tío Julián. Cerré los ojos, anegados de lágrimas y en ese momento aparecieron los colores: anaranjados, rosas y amarillos; me recreé en ellos, viéndolos girar como en un tiovivo y sentí que lo malo pasaría. Cuando los abrí, cogí la mano de mi tío, les miré a él y a mamá y sonreí. Estando los tres juntos, todo iría bien.
   Todavía pasamos tiempos tristes y difíciles. Mamá se puso a trabajar, pero apenas alcanzaba para pagar el alquiler y poco más. Mi tío pretendía ayudarnos, pero como sabía que mamá no quería vivir de la caridad, le ofreció un empleo en la abaniquería que ella aceptó. Más adelante nos propuso venir a vivir a su casa, ésta, que decía era demasiado grande para él. A mamá, que siempre fue de ideas un tanto arcaicas, no le parecía bien vivir en casa de su cuñado y sólo accedió después de que el párroco le dijera que no había nada pecaminoso en ello. Se había cumplido mi visión.
   Dejamos de pasar penurias y me asombraba que siempre hubiera dinero a fin de mes, incluso para complacer algunos de mis caprichos. En eso llegó la tercera visión: una serie de colores cálidos que se iban mezclando y cuando alguno no me gustaba, era modificado o desaparecía. Decidí plasmarla sobre papel y claro, no me salió. Entonces dejé las clases de baile para ir a pintura. Mi tío me habría pagado ambas de mil amores, pero no quería abusar. Por supuesto, nunca conseguí representar aquella visión de forma convincente.
   Entre los recuerdos y tras los cristales, floreció el primer rayo de sol, en lo alto de la pared y la densa y fría sombra empezó a resquebrajarse. Me pondría a pintar cuando la luz alcanzara la cinta, de momento podía seguir recordando mis visiones. Tuve unas cuantas durante la adolescencia y fueron bastante buenas. Bueno, hubo una que no, la del color púrpura rasgado, la desoí y el maldito Pedro me llamó puta; fue el primer disgusto serio desde la muerte de papá. Me dije a mí misma que no volvería a menospreciarlas y no lo hice, porque por una de ellas vine a Madrid, en busca de un futuro más prometedor y acerté. Acostumbrada como estaba a pintar manchas de colores, puras abstracciones, la facultad de Bellas Artes de Sevilla me hubiera resultado demasiado tradicional.
   Sabía que lo conseguiría, pero aún así fue dificultoso. Mamá no quería, pero el tío Julián consintió mi último capricho. Hasta compró el piso, como inversión, dijo; pero yo sabía que haría cualquier cosa por mí, la niña de sus ojos. Y por último, le pedí a Cristina que se viniera. Ella se hubiera quedado de mil amores en su Sevilla. Salir de casa y vivir por nuestra cuenta en un piso para nosotras solas, conocer chicos y echarnos unos ligues; fueron los argumentos que esgrimí y alguno de ellos debió convencerla, porque se vino conmigo.
   Madrid. Nunca me arrepentiría de haber ido. Me fue muy bien y durante dos años tuve visiones menores, como si el alejarme de mi tierra las atenuara. Luego empezaron a irme mal las cosas, no conseguía exponer, y entonces sucedió: en el Espacio de Arte Experimental tuve una visión que me abrió los ojos… Escuché pasos en la escalera, era mi madre.  
   Entró en la cocina, se acercó a mí y sin decir nada, me achuchó. Cómo la había echado de menos, la última vez que vine fue por Navidades.
   –¿Qué haces aquí tan pronto?
   –Recordar, mamá, recordar.
   –El sol sobre las macetas, las flores…
   –Este patio no lo tengo en Madrid. Un par de macetas en el balcón, intentando sobrevivir a la contaminación, no son lo mismo.
   –¡Mi niña! No hay nada como la tierra –me dio un beso en la frente–. Voy a preparar el desayuno.
   Galletas, madalenas, bizcochos, cortaditos, mermelada, miel…, mamá fue llenando la mesa mientras se calentaba la leche y se hacían las tostadas. Nunca había puesto tanta comida.
   –Para ya, mamá. ¿No pretenderás que me coma todo esto?
   Sonrió y me tomó la cara entre las manos.
   –Ese novio tuyo, no sabe lo que se ha perdido. Encontrarás otro mejor.
   Así que era eso. Todavía estaba preocupada por mí.
   –Pienso olvidar a los chicos durante una temporada –no mentía.
   No dijo nada. Cuando tuvo todo listo se sentó. El desayuno transcurrió en un entrañable silencio, y mientras, la luz avanzaba sobre la pared del patio y los tiestos más altos empezaban a proyectar una sombra de la que cada vez me costaba más apartar los ojos. Absorbida, embebida y atrapada por la luz, así me veía.
   –Anda, ve a por ellos –dijo mi madre cuando me acabé el café.
   Cómo me conocía. Me levanté, fui corriendo a mi habitación a por los útiles de dibujo y volví. Abrí el cuaderno, ya había elegido a mi protagonista. La cinta grande colgada entre los geranios blancos. Sus largas y curvadas hojas prolongaban su impronta oscura en la pared, formando diamantinos huecos de luz dispuestos a modo de diadema. Cogí el lápiz y empecé a construir mi dibujo trazando las primeras curvas. Poco a poco fueron creciendo los volúmenes, insinuándose las sombras y el dibujo empezó a tomar forma.
   Siempre me ocurría lo mismo, en cuanto venía a mi tierra empezaba a trabajar como una artista clásica. Era como un retorno a mis orígenes, a los comienzos en la academia. No podía remediarlo, me salía así, a años luz de lo que hacía en la facultad.
   Mi madre se paró detrás de mí.
   –Ay, hija, pintas como los propios ángeles.
   –Entonces ya está preparada –oí la voz alegre del tío Julián. Siempre bajaba a desayunar el último. 
   –Ya lo creo, Julián.
   Hubo algo en el modo en que mamá se dirigió al tío que me llamó la atención, pero no sabía qué era.
   –Sí, tiene razón tu madre –dijo al ver mi trabajo–, estás hecha una artista. De eso precisamente quería hablarte.
   Se sentó frente a mí. Sus pequeños ojos reflejaban alegría, como siempre. Resultaba una persona de lo más agradable. Nunca entendí por qué no se casó.
   –Tú dirás.
   –Necesito que me des tu opinión de artista sobre unos nuevos abanicos. Si tienes un rato libre esta mañana…
   Pensaba ir a la capilla, a rezar a la Virgen de la Estrella. Quería darle las gracias y encomendarme a ella para que me diera fuerzas para el futuro que me aguardaba. Tenía tiempo de sobra para hacer las dos cosas.
   –Claro. Me voy a la tienda con vosotros.
   Acabé el dibujo y le puse fecha y firma. Acabaría enmarcado, como todo lo que hacía allí y colgado en la galería de arte de la casa, o sea, el salón.



   Después de observar a mi madre en la abaniquería, creí comprender qué era lo que había cambiado en ella. Su tono de voz cuando hablaba con el tío sonaba diferente, menos servil. Quizás hubiera dejado de sentirse cohibida ante él, cuando antes ni siquiera se atrevía a pedirle dinero para ir a la compra. Era capaz de pagarlo de su sueldo aunque luego no le alcanzara para comprarse un vestido.
   Respecto a la consulta, no supe quién de los dos lo tramó, el caso fue que resultó ser un encargo. Iba a lanzar una línea de abanicos para la gente joven y quería que yo decidiera la decoración que debían llevar. Esa era la excusa, en realidad me estaban ofreciendo un trabajo por el que sería remunerada. Acepté, no podía negarme. El tío se había desvivido por nosotras y especialmente conmigo, enviándome a estudiar a Madrid como yo quería.
   Tenía que hacerlo, aunque estuviera cargada de trabajo. La Performance estaba a punto de comenzar y me dolía no poder contarles nada, pero quería conservar su cariño todo el tiempo posible; antes de que me repudiaran por lo que iba a hacer.
  

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