lunes, 7 de diciembre de 2015

LA TORRE. Elena. Cap. 14.




14

Desolación

   Era incapaz de leer. Por eso salía a pasear después del trabajo. Sola. Sus amigas habían desaparecido, engullidas por el remolino del matrimonio. Caminaba deprisa, como si al hacerlo pudiera quemar su pasado.
   ¿Qué sentido tenía pasarse la vida sirviendo en la taberna? Si trabajara en la ciudad por lo menos tendría un aliciente: ir a la biblioteca y leer, cuanto quisiera, para siempre. A lo mejor no era tan sencillo. Aquí tenía parte de la tarde para ella. Trabajando en la ciudad, igual no disponía de ese tiempo.
   Quizás debería casarse, con alguien de posición, con mucho dinero. Tendría criadas que le harían el trabajo, y todo el tiempo del mundo para leer. Pero qué rico iba a querer casarse con ella, si ni siquiera se atrevía a ir a la ciudad. Allí hacía falta el dinero, se pagaba hasta por comer y dormir. Además no conocía la ciudad ni a nadie de allí. Bueno, sí, a Anselmo.
   Leer. Los libros eran su vida. Había tardado años en llegar a comprenderlo. Y de los pocos caminos que se le ocurrían para llegar a ellos, Anselmo parecía el menos malo.
   Llegó al bosque. Su pueblo estaba en la meseta, rodeado de cultivos, hasta donde alcanzaba la vista. La monotonía del paisaje quedaba rota por la chopera y mucho más lejos, al norte, por la mancha oscura del bosque. Se sentía vulnerable en campo abierto y prefería buscar cobijo en la espesura. Se adentró en él por la sinuosa vereda.
   No era un lugar muy frecuentado, corrían extraños rumores acerca del lugar. Se sobresaltó al escuchar un ruido por encima de su cabeza. No vio nada, pero éste persistía y no sabía quién lo hacía. Se fue moviendo despacio, hasta que lo localizó. Era una ardilla, en una rama alta. Se había delatado ella sola. Pero el ruido continuó, no estaba sola. Descubrió a su amiguita en la rama contigua. Sería su pareja.
   Una pareja. El rumor se había extendido por el pueblo. Parecía ser que los ancianos del bastón estaban al tanto de sus idas y venidas a casa del maestro y lo habían ido pregonando por ahí. ¡Malditos cotillas sin otra cosa mejor que hacer! Seguro que era culpa del zurdo. Las vecinas le dieron la enhorabuena. Su amiga Lidia dijo que hacían buena pareja. Y sus ya olvidadas amigas se fueron haciendo las encontradizas, querían saber y hasta parecían envidiarla. Pero lo más increíble fue que el cura la mandara llamar, para decirle que nada de ir a su casa, que a pasear a la vista de todo el mundo, e insinuarle la necesidad de confesarse. Todos lo daban por hecho, Anselmo y ella, eran pareja. De nada sirvió intentar desmentirlo. Los odiaba, a todos. Malditos.
   El camino se bifurcaba. Le daba igual, tomaría el sendero de la derecha. Sabía orientarse, hacia el este debían estar las tierras de su padre. Padre, seguro que hasta él lo veía con buenos ojos, pero por lo menos no había dicho nada. Sólo su madre la apoyaba, cuando estés preparada, había dicho, lo sabrás, sea él u otro.
   Andaba entre pinos y de vez en cuando aparecía algún enebro. Salió a un claro, allí dominaban las jaras. Cantaban los pájaros, dichosos ellos que podían ser felices. Entró de nuevo en la espesura, ahora también se veían robles. Parecía que había un pájaro carpintero agujereando algún árbol. Y ese otro ruido era… parecían campanadas, ¿las del reloj de la iglesia? ¿Tan lejos se escuchaban? Se detuvo a mirar, a través de las ramas del roble, hacia donde sabía que estaba el pueblo. Allí estaban sus problemas. ¿No había algo que mereciera la pena? Aparte de los libros…
   Si creían que debía ser así… puede que tuvieran algo de razón… ella sola contra todos, no tenía sentido… claudicaría. Iría a ver al maestro, a decirle que sí, que serían… La mención de la palabra se le atragantaba…, novios. Todo fuera por los libros. Si tenía que hacerlo, lo haría. Cuanto antes, mejor. Ya conocía la espera y era desquiciante. Echó a andar, en dirección al pueblo. Abandonó el sendero, atajando para llegar lo antes posible. Avanzaba deprisa, intentando calcinar el presente.
   De poco le sirvieron las prisas. La vegetación se volvió opresiva. Tenía que levantar mucho los pies para salvar la maleza, sujetar ramas para evitar los pinchos de los espinos y agacharse para esquivar las ramas secas de los árboles. Tuvo que dar amplios rodeos y aún así, enganchaba la falda en las zarzas y enredaba el pelo en las ramas de los pinos. Acabó desorientada, sin saber de dónde venía o hacia dónde tenía que dirigirse. Se detuvo, agotada de tanta contorsión. Inspiró profundamente y expiró de golpe, hasta que la respiración volvió a la normalidad. Intentó orientarse. Estaba nublado y no había sombras. Imposible ver a través de la espesura. Intentó estudiar los troncos, los líquenes eran más abundantes mirando hacia el norte. Pero en los troncos a su alrededor, no parecían menguar en ninguna dirección. El bosque parecía retenerla. Su madre le había dicho que esperara, que cuando llegara el momento lo sabría. La duda la asaltó.
   Miró a su alrededor, desorientada, en el bosque y en su vida. Tendría que buscar un lugar menos frondoso, quizás entonces averiguara el rumbo a seguir. Empezó a caminar con calma, buscando el paso menos complicado. Deambuló por la espesa maleza, hasta que se hizo menos densa y pudo avanzar con más facilidad. Se detuvo junto a un tronco, por fin se distinguía claramente cuál era el norte. No sabía si alegrarse o no. Volvió a atajar, hacia el sur. Seguía sin haber camino, pero no le importaba, había pocos matorrales. El suelo se volvió arenoso y blando. Caminar se hizo tan pesado como atravesar un terreno recién arado. Acabó con el calzado lleno de tierra. Se paró a quitársela. Encogió la pierna, se sacó un zapato y lo sacudió violentamente. Perdió el equilibrio y cayó al suelo, con él en la mano. Se sintió una inútil. Lo soltó y se quedó allí, con los brazos sobre las rodillas y la cabeza apoyada sobre ellos. Asomó una lágrima. Hasta el bosque se volvía contra ella. Rompió a llorar.
   Una inesperada luminosidad la envolvió, sacándola de su recogimiento. Levantó la cabeza. A través de los huecos de las copas de los árboles, entre las nubes oscuras, el sol asomaba. Y finas cortinas de nubes, cual velos, pasaban por delante de él, modulando la intensidad del blanco. Era un espectáculo sorprendente. Parecía la luna. Era lo más bonito que había visto en su vida. Después de un rato observándolo, empezó a desdoblarse y multiplicarse. Y danzó ante sus ojos, danzó para ella. Blancos, blancos luminosos y blancos azulados. Rodeado de azules, azules agrisados y azules de tormenta. Y en el centro del círculo blanco, surgió una mota naranja. No se movía, no era un pájaro. Cerró los ojos y volvió a abrirlos. Todo seguía igual, salvo la mota naranja, más crecida, con sus torres y almenas. Los cerró de nuevo, no podía ser cierto. Al abrirlos, había desaparecido el castillo y sólo vio los danzantes azules y blancos. Habían sido imaginaciones suyas. Empezó a marease. Escondió la cabeza entre los brazos y estuvo así un rato. Después se puso en pie, se sacó la arena de los zapatos y se limpió la falda. No se atrevía a mirar al cielo. Echó a andar y sintió que la luz menguaba. Las nubes habían vuelto a ocultarlo. Se detuvo pensativa.
   El sol, un sol blanco cual luna había danzado para ella, mostrándole el castillo. Había sido una señal. De pronto lo comprendió. No le necesitaba. No necesitaba a Anselmo. Tenía el castillo. Y en el castillo, una biblioteca. Danzó de alegría. Echó a correr. Corrió hasta encontrar un camino. Corrió por el camino hasta salir del bosque. Divisó el pueblo a lo lejos y siguió corriendo. Cualquier lugar era bueno para entrar, cualquiera menos el entorno de la escuela. Acababa de quemar un futuro muy negro.
   Y esa tarde, volvió a leer, poco es cierto, pero lo hizo. Y lloró de felicidad. 

 

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