viernes, 11 de diciembre de 2015

LA TORRE. Elena. Capítulo 15.



15

Viaje al castillo

   El silencio de la noche se vio truncado por unos ladridos insistentes. El alboroto continuó durante un rato. Chirriaron unos goznes y alguien soltó una maldición. Se oyeron unos pasos, sonó un golpe y unos aullidos lastimeros se perdieron en la distancia. El silencio volvió a reinar en el pueblo.
   Lejos de sentirse molesta por la interrupción, estaba feliz. Todavía se sentía inmersa en el agradable sueño, contemplando un sol blanco que danzaba para ella, desde la ventana de la biblioteca.
   ¿Cuánto tiempo llevaba soñando con el castillo? No lo sabía. Pero sí recordaba cómo empezaron los sueños. Al comienzo, fueron escenas borrosas, indecisas, mágicas. Colores aquí y allá, luces cambiantes, difícil intentar describirlo. Con el tiempo, las imágenes empezaron a ser más nítidas, todavía se diluían y desdibujaban, pero de cuando en cuando se podía intuir un árbol, una nube o un arroyuelo. Pudo empezar a distinguir el paisaje, unas veces los días soleados de la primavera lo inundaba todo, otras la lluvia o el viento estaban presentes y arrastraban todo a su paso; pero siempre eran los mismos lugares y aprendió a quererlos. Un día apareció un detalle a lo lejos, no sabía qué era, no podía distinguirlo; una masa de color sobre el bosque, delante de las montañas. Con el tiempo, sus paseos oníricos le permitieron acercarse un poco más y pudo distinguirlo. Era una construcción y a medida que pasaban los días, la fue conociendo mejor, hasta que pudo contemplar un castillo. Finalmente llegó hasta él, un día entró y empezó a vivir historias, en las que ella era la protagonista.
   El castillo. ¿Por qué? Su madre la hizo recordar, que estuvo una vez en aquel pueblo, el del castillo, hace unos años, cuando todavía era una chiquilla. Las horas que allí pasara, en la plaza, viendo el alegre gentío, correteando entre los puestos de la feria, deteniéndose aquí y allá para sorprenderse con cosas nuevas para ella. Y danzando ensimismada en la plaza, al son de dulzainas y tamboriles. Sin embargo no conseguía recordar que hubiera visto el castillo, aquel que ahora revivía en sus sueños.
   Se levantó. No conseguía dormirse y empezaba a encontrarse incómoda en la cama. Paseó por la alcoba, pero se le quedaba pequeña. Se puso el vestido y se calzó las botas, cogió el abrigo y salió de la casa. A pasear, sin rumbo fijo. Daría una vuelta por el pueblo. Sería mejor alejarse, no empezaran otra vez los ladridos y se despertara todo el pueblo. Tomó el camino del este y dejó atrás las últimas casas. La noche estaba despejada y había luna llena. Se alegraba de haber salido. Se parecía al sol de su sueño y al que vio en el bosque. Un perro aulló a lo lejos.
   Caminó, no supo durante cuánto tiempo. Al comienzo de su paseo, una pequeña musaraña se había cruzado en su camino. Se agachó a verla, y ésta, sintiéndose observada, dio un grito y emprendió veloz huida. Más tarde fue el ulular de una lechuza posada en un árbol, que ignoró a aquella criatura grande que cruzaba sus dominios. Después no hubo nada más. Todo quedó reducido al camino que se extendía ante ella, iluminada por la luna, una luna llena maravillosamente blanca. Y ella lo siguió, perdiendo la noción del tiempo.
   Empezó a sonar música. Un extraño tambor, acariciado suavemente con las yemas de los dedos. Una percusión lenta, envolvente. Una flauta sonó a lo lejos. Los acordes de un órgano recogieron la melodía. Y la pausada y acogedora música lo envolvió todo. Al fondo, una porción de oscuridad se volvía azulada. Ésta fue creciendo y dio paso al verde. Luego amarilleó hasta que fue visible la silueta de unas montañas azules. Los objetos se fueron haciendo reconocibles: un oscuro bosquecillo a su derecha, campos de cultivo verdes y rojizos a ambos lados del camino. La luz crecía al ritmo de la dulce melodía. Al fondo asomó la masa de otro bosque y cuando aclaraban las copas de sus árboles, surgió mimetizada entre ellos una mancha de tonalidades grises y violáceas.
   Se detuvo sin poder creer lo que estaba viendo, una forma borrosa que le recordaba a las de sus primeros sueños. Poco a poco sus contornos se volvieron más nítidos y destacaron sobre el suave azul de las montañas. Emergiendo del bosque, apareció el castillo. Soltó un grito y extendió los brazos hacia él. Permaneció inmóvil cual estatua, contemplando la imagen de sus sueños.



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