viernes, 27 de febrero de 2015

LA PERFORMANCE. Segunda parte. Capítulos 10 y 11.



-10-

 Lunes: los tres finalistas.



   El artista creaba su obra y una vez acabada, dejaba de interesarle, pues su pensamiento estaba inmerso en la siguiente. La máxima no era del todo cierta, al menos no en mi caso. Mi obra no había hecho más que comenzar, pero cada capítulo era una pequeña obra de arte y yo adoraba cada fragmento compuesto, me recreaba en él y me deleitaba viéndolo en televisión. De hecho, guardaba las grabaciones de todos los programas desde el comienzo, al igual que mi abuela conservó durante toda su vida la cartas de su noviazgo con mi abuelo. Me estaba haciendo mayor, debía ser la responsabilidad de crear y dirigir la Performance.

   Ese día me daba igual ver el fragmento de mi obra, y sin embargo fui hasta al salón y me senté delante del televisor; como una adicta, incapaz de revelarme, ni siquiera me planteé una alternativa y eso que había una muy sólida: la reunión con Interlocutor, el acostumbrado encuentro del lunes para rendirme cuentas de su quehacer. Insistió, pero me negué en redondo a acudir; cualquiera lo hacía tras el supuesto pálpito de mamá: he soñado con un joven galante y muy formal que te cortejaba. Sólo faltaba que fuera cierto y que fuera él.

   Cristina apareció por la puerta del salón, con una bandeja y en pijama. En ese momento, el Ford Fiesta subía el puerto.  

   –He pensado que podíamos cenar mientras vemos la Performance –dejó la bandeja sobre la mesa.

   No, no me apetecía cenar; en realidad no sabía lo que quería, pero no le iba a decir que no cuando había preparado un par de sándwiches y los acompañaba de un bote de aceitunas y un par de latas de coca cola.

   –Bien –fue mi lacónica contestación.

   El conductor ponía cara de bobo, debía disfrutar de la conducción.

   –Estoy cansada –Cristina se dejó caer en el sofá y apoyó la cabeza en mi hombro–. Creo que cuando acabe, me iré a la cama.

   –Por mí no hace falta que te quedes –le dije.

   Me empezaba a cansar el anuncio del coche, últimamente lo ponían antes de que comenzara la Performance. Por mí, se podía despeñar.

   –No me perdería tu Performance por nada del mundo –se inclinó hacia adelante y cogió una aceituna.

   A su manera, abusaba de ellas, eso quería decir que tomaba más de dos. Se había convertido en hábito desde aquella noche que tomó más de la cuenta y le comenté que le vendría bien coger unos kilitos para estar estupenda.

   –Te va a dar una publicidad tremenda –continuó Cristina–. Cuando te conozcan, todos querrán que hagas una para ellos. Tendrás el futuro asegurado en la televisión –cogió otra aceituna.

   Cuando me conocieran, cuando me reconocieran. Respiré hondo. La primera, sería mi madre.

   –Sólo quiero el reconocimiento. Después seguiré con lo mío. Pintura digital, quizás algo de video, pero principalmente pintura. Me pedirán que exponga en París y Nueva York, entre otros sitios.

   Cogió el tarro de las aceitunas y me lo acercó. Cogí una.

   –¿Seguirás con Interlocutor?

   –No, ¿por qué?

   –Como dices que es tan bueno, seguro que te buscaba unos contactos inmejorables. Expondrías en Japón, Berlín, Sao Paulo y por supuesto en Sevilla.

   –Mirado así…

   –¿Hoy no le has visto? –preguntó Cristina.

   –Calla, que me he librado. Le he dicho que me era imposible.

   –Tú te lo pierdes –se echó otra aceituna a la boca–. Adiós a la exposición en Sevilla. Con lo formal, responsable y competente que es… –se estaba burlando de mí y le eché una mirada… seguro que no tan gélida como la de él–. ¡Empieza! – se pegó a mí y me cogió del brazo. Estaba más cariñosa que de costumbre, desde que salía con el Capitán.

   La pantalla se volvió azul, un azul más pálido y agrisado que el usado anteriormente. Entrábamos en una nueva fase y el enfoque pretendía ser más actual: las imágenes eran más sencillas y los colores más planos; pero aún guardaba lo mejor para el final.

   La hembra de cisne emprendió un majestuoso descenso, tan lento que parecía flotar en el aire y tan preciso que se posó en el agua produciendo apenas una onda a su alrededor. Los machos dejaron de trabajar en sus nidos y se volvieron. Ella nadó sin prisas hacia el más cercano y dio una vuelta alrededor. El macho permaneció con la cabeza gacha, y no se atrevió a levantarla hasta que la vio sentarse en él, momento en que se alborotó.

   Se levantó y nadó hasta el siguiente nido, echó un vistazo y pasó de largo, estaba mal construido. Su constructor se alejó compungido, mientras el primero no cabía en sí de gozo viendo fracasar a la competencia.

   Llegó al tercero, se sentó ante la mirada expectante de su hacedor y se levantó rápidamente, no debió resultarle cómodo. El cisne, avergonzado, ocultó la cabeza bajo el ala. El primero batió las alas, sabiéndose el ganador y sin embargo, la hembra, levantó el vuelo, dejándole desconcertado. Aún no había llegado el momento.

   –¡Qué bonito! –Cristina aplaudió.

   Apareció una silueta azulada, la de la artista que todavía no se daba a conocer. Piero había dicho que tensáramos un poco más la espera, para no robar protagonismo a los tres seleccionados. Un día más, pero al próximo, mi madre, que aún seguía en la inopia, se caería del guindo. Ella había descubierto mis ojos y el tío Julián mi figura, aunque aún no pudieran creer que fuera yo. Un programa más y se les caería la venda de los ojos. Sospecharlo, descubrirlo poco a poco, puede que lo hiciera menos traumático para ellos. Y para mí.

   –Hay muchos artistas entre vosotros y la elección ha sido muy difícil –la aún desconocida hizo una pausa–. Aquí está nuestro primer seleccionado –un gesto de su mano dio paso a la imagen del aspirante posando junto a su obra–. Alfredo Benito Cotos, de Santander.

   –El Guapo.

   –Me gusta –Cristina cogió las latas de coca cola y me pasó una–. ¿Ya le has puesto apodo? –abrió la suya y dio un trago–. Eres incorregible.

   –Qué le voy a hacer –dije cogiendo el sándwich y dándole un mordisco.

   La cámara enfocó el rostro de Guapo. Preciosos ojos oscuros enmarcados por unas pestañas larguísimas, nariz ligeramente aguileña que le daba un toque especial y barba de un par de días que le sentaba bien; su presencia era avasalladora, era un bombón. Eso sí, se habían empeñado en maquillarle, por las cámaras dijeron, pero se notaba. En la imagen aparecía posando junto a su escultura, una abstracción ondulante.

   –Os presento al segundo. Pedro Galván Galván, de Madrid.

   En la imagen aparecía junto a la pizarra, que no había usado para dibujar, sino para escribir. ¿Era un rebelde? Todavía no lo tenía claro. Había escrito un poema dedicado a la maternidad. ¿Un oportunista? La cámara lo enfocó para que pudiéramos leerlo.

   –Quiere ganar. ¿Cómo llamas a éste?

   –Todavía no le he bautizado. Bien parecido, musculado, presumido, mira cómo destaca sus bíceps y pectorales en la foto. No acabo de encasillarlo.

   – A falta de algo mejor… Indefinido –dijo Cristina.

   –Eso no es un apodo…  

   –El tercer y último seleccionado. Carlos Gallego Ortiz.

   El Artista, posaba junto a su edificio futurista. Ojos azules y pelo claro, casi rubio. Me gustaban más los morenos, pero bajo la piel de ese artista, y aunque no fuera un Adonis, había descubierto a un joven que me subyugaba…

   –Este es más normalito.

   –Sí, pero mira su escultura. ¿No te parece fabulosa?

   –Es… una arquitectura.

   –No es una arquitectura cualquiera, mira esos volúmenes. Son escultóricos. La he visto al natural  y créeme, es fantástica.

   –Supongo que tienes razón.

   –Uno a uno, cada uno de ellos –de nuevo me veía en la pantalla–, tendrá un encuentro conmigo. Tendremos tiempo de conocernos… –esa sonrisa la conocía mi madre–, pero no adelantemos acontecimientos –guiñó un ojo.

   Un encuentro con cada uno de ellos y elegiría a mi pareja. Un escalofrío de placer recorrió mi cuerpo de la cabeza a los pies.

   –¿Tienes frío?

   Negué con la cabeza. Esperaba que fuera tan fácil como lo fue seleccionar a estos tres entre veinticinco. Los había estudiado a conciencia, encerrada en la soledad de mi despacho, del que tuve que echar al Loquero, empeñado en que debía aconsejarme. Le odiaba. El programa acababa, había aparecido el logotipo.

   –¿Con cuál te quedarás? –Cristina se giró hacia mí.

   –El que más me gusta es el último, Artista, pero todavía no lo sé.

   –A mí me gusta más el primero. Me lo pido –levantó el dedo.

   –Mírala, el Guapo. Si tú ya tienes al Capitán –se puso colorada como un tomate–. Sé que sales con él, no lo niegues.

–No sé si salgo… Quedamos de vez en cuando… –sonó mi móvil y Cristina se calló.

   Su sonido me recordó lo que se me avecinaba y me puso de mal humor. Mi familia disgustada, la prensa acosándome. Sólo el pensar que ocuparía mi lugar en el mundo del Arte lograba calmarme. Debía repetírmelo cada poco. El teléfono seguía sonando.

   Hice un esfuerzo y lo cogí. Era ella. Aún lo miré un rato antes de presionar la tecla.

   –Hola hija –escuché–. Está emocionante, cada vez mejor. Tengo unas ganas de que elija pareja…

   –Hola mamá. Sí, hoy me ha ido muy bien en la facultad. Y no lo he visto­ –al instante me arrepentí de haberle hablado así.

   –Pero hija, ¿qué te pasa?

   –Nada, mamá. Quería recordarte que tienes una hija artista.

   –Qué cosas me dices –no había logrado que pareciera una broma–. Ya sé que vas a ser la mejor artista de Sevilla y de toda España –¿habría tenido un pálpito?–. Y por eso mismo deberías ver un programa de Arte Moderno como éste.

   –Ya que no lo hecho, cuéntame qué ha pasado.

   La oí respirar.

   –Salió la presentadora, esa que se te parece. Debo estar obsesionándome, pero es que hasta sus gestos me parecen los tuyos. Se ha reído igual que cuando tú hacías alguna picia.

   –Sí. Se parece mucho a mí –tanteé el terreno.

   –Ya somos tres, tu tío también opina lo mismo… –era la oportunidad que estaba esperando, poder decirle: mamá, soy yo… pero la garganta se negaba a pronunciar las palabras adecuadas.

   –Bueno, y qué más –es lo único que se me ocurrió, desviar la conversación.

   Era una cobarde, no me había atrevido, acababa de perder una oportunidad preciosa. Y ella, empezó a describirme a los seleccionados, con una emoción creciente, como si también se hubiera alejado del terreno resbaladizo.

   –…ha sido una pena lo del coplero –acabó.

   –Demasiado folclórico.

   –Una pena. Y no deberías perdértelo de ahora en adelante. El último, el que hizo el edificio raro, me parece un sol. Si le eligiera… ¡Ay, qué bonito sería!

   –Sí.

   –Supongo que se casarán…

   –No lo sé. Hoy en día la gente no lo hace.

   –Me gustaría. Bueno, Violeta, te voy a dejar, que tendrás que cenar. Adiós, cuídate mucho.

   –Adiós, mamá.

   Lo sabía, no lo sabía, intuía, quería que se lo contara… estaba en un mar de dudas.


-11-

Martes: presentación de Violeta.



   “El extraño caso del Doctor Jekyll y Mr. Hyde”. La memoria era caprichosa. Lo leí hace unos cuantos años y había desaparecido de mis recuerdos hasta el momento en que vi la novela en manos de Nina. Estuvimos comentándola y los recuerdos de la historia volvieron a mí, aflorando a la menor ocasión, hasta el punto de que empecé a ver un parecido cada vez más acusado entre el protagonista y yo. Acabé convencida de que debía padecer un desdoblamiento parecido, pues de mañana afrontaba los retos con entusiasmo y energía, y al volver a casa por la noche, me encontraba atenazada por la pereza y el desánimo.

   Esa misma mañana, al salir del portal me topé con un periodista. Era de esperar que antes o después sucediera y había tenido la enorme suerte de tener un comienzo suave; sólo era uno, dos si contaba a la fotógrafa. Fui amable con ellos, aunque aparte de corroborar que era Violeta Vera y dejarme fotografiar por su compañera, no les di más información. Me habían localizado, sabían quién era y dónde vivía, ¿qué más querían? Ellos tenían su primicia y yo salía indemne de la confrontación. Era de suponer que al día siguiente no tuviera tanta suerte cuando apareciera una jauría de periodistas. Me despedí amablemente y tomé un taxi con destino a la Cadena 13. En esos momentos, era la doctora Jekyll.

   Pasé el día entregada al trabajo, supervisando la grabación, asistiendo a una reunión y  programando los días venideros; todo ello iba mermando mis fuerzas. No era extraño que al llegar la noche, estuviera tan agotada que me convertía en la pesimista, negativa y apagada Señorita Hyde. Así, la noche anterior, me fui a la cama llena de inquietudes: mi madre a punto de enterarse de lo que hacía si es que no lo sabía ya, un Interlocutor de Arte con el que no quería quedar por si lo de mi madre había sido un pálpito, y los mil y un detalles que debía tener en cuenta en el trabajo.

   Violeta Hyde no conseguía dormirse y daba vueltas en la cama. Pasó mucho tiempo antes de que su imaginación recreara la imagen de un joven, al que fue colocando sucesivamente los rostros de los tres finalistas, Artista, Guapo, Ni Fu ni Fa. Llevaba tanto tiempo esperando por uno de ellos, quedaba tan poco… Una llama de esperanza prendió en su corazón, la doctora Jekyll tomaba el relevo. Las preocupaciones quedaron atrás y la doctora se durmió como una adolescente, pensando que al día siguiente había quedado con el más Guapo, lo que le provocó sueños húmedos. Qué suerte tenía la condenada.

   Sí, qué suerte, porque al regresar a casa por la tarde, la Señorita Hyde había vuelto a tomar posesión de mi cuerpo y atrajo sobre sí todos los pensamientos negativos: una madre que iba a descubrir a qué se dedicaba su hija en la capital, que se llevaría el mayor disgusto de su vida y que probablemente no volvería a hablarla. Supondría la ruptura con la familia, y a partir de ese momento estaría sola.

   Debía intentar pensar en el porvenir, quizás de ese modo regresara Violeta Jekill. Quedaban catorce horas para la cita y no sentía nada. Nada, porque estaba colapsaba por el futuro más inmediato. Faltaba media hora para que empezara el programa y algunos minutos más para que mamá tuviera la revelación, sufriera un colapso y renegara de su hija.

   Así llevaba mucho tiempo sentada delante del televisor, como una maruja idiotizada, viendo desfilar imágenes sin sonido, al tiempo que sentía la cercana presencia del teléfono móvil sobre la mesa y me predisponía a entregarme a la fatídica llamada que sonaría indefectiblemente tras el programa de la Performance. Estaba resignada a recibir la mayor reprimenda de mi vida y mi madre a su vez, también habría de resignarse a que su hija siguiera adelante con su vida y con su Performance, le gustara o no.

   Estaba tan hundida que ni siquiera me preocupaba que desde el día anterior Interlocutor intentara concertar una reunión. Decía que era urgente, pero no había nada más urgente que lo de mi madre, después vendría lo demás. No estaba yo para informes, por nefastos que fueran y además después del posible pálpito de mi madre, no quería líos con él, no era mi tipo.







   Llegó la hora. El Ford Fiesta emprendía la subida y su conductor volvía a poner cara de bobo. Cristina entró en el salón y se acomodó junto a mí sin decir una palabra, sabía cómo me encontraba. Me encomendé a la Virgen de la Estrella para que me ayudara a seguir adelante. Estaba muy mal y no quería necesitar un loquero.

   La Performance, por fin dio comienzo. El paisaje resultaba más abstracto que en entregas anteriores. Les había mostrado algunas obras de Zóbel para que vieran lo que quería. Pelos, se llamaba Ben y algún día se me iba a escapar el mote, qué bueno era en su trabajo de animación. Decía que era fácil, porque trabajaba a partir de imágenes reales y con programas muy avanzados, pero lo cierto es que intenté hacerlo y los resultados fueron deplorables. Ya quisiera parecerme a la muñequita tierna y seductora, con ese cuerpecito tan sensual que había creado a partir de mi imagen.

   Todo aparecía vívido y brillante tras la lluvia y había salido el arco iris. Al fondo  asomó un cisne, volando en dirección a la preciosa cascada de color. La alcanzó y se sumergió en ella, asomando y volviendo a desaparecer, empapándose de color y dejándose arrastrar. Su plumaje había dejado de ser blanco, tiñéndose de arco iris. Llegando al suelo usó sus alas como freno y aterrizó suavemente. Era una hembra y en ese preciso momento, un rayo de sol la alcanzó. Los colores que la cubrían fueron mezclándose mientras su cuerpo se transformaba en mi persona.

   Un sonido conocido le hizo volver la cabeza, un batir de alas lejano. Tres cisnes volaban directos hacia ella y corrió a ocultarse tras los juncos. Aprovecharon el mismo arco iris para aterrizar y como ella, fueron transformados en humanos. Tras reponerse de la sorpresa, admiraron sus nuevos cuerpos, probaron el movimiento de sus miembros y echaron a correr hacia el lugar en que la vieron desaparecer. Uno de ellos se detuvo, la había visto pasar entre unos juncos y desaparecer, era Guapo y se fue tras sus pasos. Luego fue ella la que descubrió a ni Fu ni Fa y se ocultó. Desde su escondite vio pasar a Artista y salió corriendo. Enseguida estuvieron los tres tras ella, intentando alcanzarla, pero los fue dejando atrás. Se detuvo y se volvió, sus perseguidores habían desaparecido. Se volvió hacia la cámara:

    –Hola, soy Violeta–, y echó a andar hacia el pedestal que se erguía en medio del prado.

   Un pedestal azul ultramar tras el cual se situó. Su vestido era del mismo color, pero algo más pálido. Sobre un cielo turquesa, destacaba su melena castaña y su tez morena. Comenzó a hablar.

   –Soy la que esperabais, Violeta Vera, la artista responsable de la Performance “El artista del siglo XXI”. Tengo veinte años, estudio Bellas Artes y soy sevillana. Quizás os estéis preguntando por qué hago esto –miró a un lado y a otro–. Quiero obtener la respuesta a una pregunta aparentemente muy simple: ¿qué es el Arte? –“El lago de los cisnes” comenzó a sonar–. Llevamos todo un siglo vagando de una vanguardia a otra, intentando decidir cuál es el camino correcto y la incertidumbre nos hace dudar entre lanzarnos al futuro desconocido o aferrarnos al seguro pasado. Entretanto, manejamos el Arte como una mercancía sobre la cual especular para obtener el valor comercial más desorbitado posible.

   Estaba contando más o menos lo mismo que le dije en su día a Piero. La muñequita se desplazó por el escenario, enfundada en un vestido azul ultramar con ribetes de bermellón en las mangas, cuello y cintura, hecho expreso para la ocasión y que yo esperaba seguir usando. Volvió al pedestal y se colocó a un lado.

   –Me gustaría pensar que alguien puede encontrar la respuesta. Ese alguien será hijo de artistas y educado como tal desde el mismo momento de su concepción: conocerá el Arte, desde sus comienzos hasta nuestros días y estará preparado para comprender, preparado para mostrarnos el camino –puso la mano sobre el pedestal–. Nos descubrirá cual es el verdadero Arte y se convertirá en el Artista del siglo XXI –dejó que la melodía se extinguiera–. Yo voy a concebirlo.

   El periodista de esta mañana me había preguntado si iba en serio. Ahí tenía la respuesta, ésta era la única entrevista que pensaba conceder por el momento.

   Fue entonces cuando la muñequita sufrió una transformación sutil, que la acercó al mundo real y poco a poco su rostro se pareció al mío, fue el mío. No había duda, todo aquel que me conociera, sabría que era yo. Mi madre. Mi madre y mi tío. Mi madre, mi tío y el resto de la familia… y amigos y compañeros…

   El programa terminó.

   –Ha estado fenomenal –susurró Cristina.

   Me dio una palmada en el brazo y acto seguido se levantó, dejándome a solas con mi móvil. Apagué el televisor y miré el teléfono. Podía empezar a sonar en cualquier momento.

   Se acercaba el momento en que mi madre levantaría el auricular para reprenderme. Sus palabras me dolerían, pero yo también le había infligido daño a ella. A pesar de todo, era mi vida y seguiría con ella. Dolor y más dolor, habría que aprender a soportarlo. La doctora Jekyll me ayudaría, no siempre iba a estar poseída por la Señorita Hyde.

   Pasaban los minutos y me reconcomía la angustia de la espera. Todavía estaría llorando, y sería incapaz de coger el teléfono, por eso tardaba. Si el tío lo había estado viéndolo con ella, ¿habría salido en mi defensa, habría intentado suavizar las cosas? Igual esta vez no.

   Seguí esperando. El teléfono continuaba mudo. Debía estar tomando aliento para enfrentarse a su díscola hija cuyo pecado era el más horrible que pudiera cometerse. Cristina asomó para preguntarme si quería cenar y le contesté que no. Tenía ganas de mear, pero ni por esas me moví. Seguí con la mirada puesta en el móvil que no sonaba.

   Pasaba el tiempo sin que nada sucediera. Nada, no, mi angustia y mi terror crecían. Alargué el brazo, cogí el teléfono con cierta aprensión y comprobé que tenía batería. No aguantaba más, me levanté y me fui al baño con él. Seguía mudo. Allí me entró hambre y lo trasladé a la cocina, donde me tomé un vaso de agua y un par de galletas mientras lo vigilaba y él seguía obcecado en no sonar.

   Eran las once. No podía soportar la espera y en mi desesperación, cogí el móvil y lo  apagué, abandonándolo a su suerte en la cocina, mientras yo me retiraba a la cama. Mi madre me había castigado con algo peor que un sermón, me había ignorado.
 



No hay comentarios:

Publicar un comentario