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Miércoles: el Guapo
Entré en la cocina a desayunar, aún envuelta
en la neblina de los sueños. Allí me encontré con el teléfono, el mismo que
abandoné la noche anterior. El efluvio de la madrugada se disipó al caer en la
realidad y recordar que mi madre no me había llamado. El dolor prendió en mi
corazón, agarré el teléfono y lo encendí con un resquicio de esperanza, pero no
había ninguna llamada suya. Lo más sorprendente era que tenía un mensaje de
Interlocutor, de hacía una hora. Mi madre no había dado señales de vida y no
iba a ser yo la que las diera, así que pasé al siguiente tema pendiente, que
era Interlocutor, el hombre de mis sueños, en el sentido literal, y eso que no
me gustaba ni una pizca. Le había evitado durante dos días y no podía continuar así, a no
ser que le despidiera, cosa que no iba a hacer; era buenísimo en su trabajo y
además intuía que sería muy útil cuando empezara la Performance de verdad. A
estas alturas resultaba imprescindible, como Pelos, había delegado en ellos parte
del trabajo que ahora me sería muy difícil asumir, por no decir imposible. Abrí el
mensaje: urge reunión. Sabiendo que había madrugado, marqué su número.
–Deberíamos vernos hoy mismo –soltó al
descolgar–. Tengo un informe sobre los tres finalistas.
–Está bien, ¿a la hora de siempre?
–De acuerdo –colgó.
Caminé por Claudio Coello hacia su despacho.
Me gustaba más subir por Serrano o Velázquez y entrar en su calle en las
inmediaciones de su portal, pero mi estado era un poco diferente, avanzaba
envuelta en la neblina de los sueños y cada paso que daba, me alejaba un poco
más de la realidad.
Al llamar al timbre del portal, sentí un
escalofrío al pensar que me estaba metiendo en la boca del lobo. No era así, volvía a estar
en el mundo real, lo demás eran sueños, incluido el de mi madre, no había
tenido un pálpito. Mi madre, que seguía sin llamar, pero eso debía olvidarlo si
no quería que la Señorita Hyde hiciera acto de presencia. La
Doctora Jekyll tendría que aguantar despierta un par de horas más, como mínimo
hasta que acabara la reunión. Pulsé el botón del ascensor. Llegó. Seguí el
ritual de abrir la puerta exterior, las interiores, entrar y cerrar la de fuera
y las de dentro, sentarme en mi querido y antiguo asiento y pulsar el botón. Cerré
los ojos. Si hubiera cien pisos, los hubiera subido hasta el último antes de
descender al quinto; caía de nuevo en el mundo de los sueños.
Sueños caprichosos e imprevisibles, que
comenzaron con la horrible visión de una telaraña gigante que iba tejiendo a
cámara lenta, pese al asco que me producía. Tendía el hilo de un extremo a otro
de la habitación, que se parecía a mi dormitorio de Sevilla, hasta que estuvo
acabada. Su textura áspera resultaba repelente, su color indefinido abominable,
el olor nauseabundo; pese a no soportarla, me descubría una y otra vez
acercándome al dormitorio y entrando con las pinturas y el caballete, intentando
imitar su color sin conseguirlo. En un rapto de furia, pese a que me daba
repelús acercarme y pese a las arcadas que me producía, intenté destruirla y acabé
enredada. Forcejeé y lo único que conseguí fue acabar envuelta en ella como un
vulgar insecto. Era tal el asco que sentía, que seguí devanándome hasta que la tela
se tensó tanto que se amorató y completamente violácea estalló en mil pedazos. Salí
despedida más allá de la tela, más allá de la pared que existía detrás y entre
jirones violados y rosáceos, llegué a otra habitación más luminosa, forrada de
madera de raíz y con una enorme cama ocupando su centro. Él estaba en ella y me
hacía señas con la mano. Dócil y emocionada, acudí al encuentro, trepé a la
cama de acariciadoras sábanas de madera de raíz suave y flexible, y me abracé a
él. Sus ojos eran azules y despedían un destello de ternura que nunca hubiera
imaginado. Giramos ingrávidos sobre la cama y sucedió lo que tenía que suceder,
lo que anhelé durante tanto tiempo, sólo que con la persona con la que nunca quise
que sucediera.
Me gustó, pero no era eso lo peor, el
ascensor acababa de detenerse y un hormigueo profundo recorría mi cuerpo, como
hacía tiempo no me sucedía; en unos instantes la realidad sería palpable y me
enfrentaría a la persona real, de carne y hueso. Me quedaba el consuelo de que
había sido un sueño y no una visión, y que
sus ojos no eran azules y cálidos.
Salí del ascensor y caminé temblorosa hacia
la puerta. Abrí, atravesé el vestíbulo y entré en el despacho. Ahí estaba el
personaje, infinitamente menos seductor que en el sueño, lo cual era un alivio.
–Buenas tardes –dije más formal que de
costumbre.
Me senté con la silla bien recta, no quería
provocar, y evité mirarle a los ojos. Tenía miedo, porque estaba ante el hombre
de mi sueño.
–Me alegro de que haya podido venir –abrió
la carpeta y me tendió el informe–. El trabajo se multiplica ahora que se
acerca el final, o el principio, según se mire.
Cogí el informe y ni siquiera lo abrí. El
hormigueo aún no había remitido, el hambre de sexo había sido saciado en
sueños, más no colmado físicamente; pero él no era la persona adecuada para
satisfacer mis ansias, por mucho que éstas crecieran.
–El viernes llamé al señor Versari
interesándome por los informes sobre los finalistas. Me sorprendió que no los tuviera.
Espero que aún no sea tarde, porque hay cosas que necesita saber.
–Supongo que es cosa del Psicólogo, he
tenido problemas con él. Ha pretendido elegir a los seleccionados desde el
comienzo. Me quejé a Piero, pero quiere mantenerle en su puesto alegando que
puede aportar ideas. Creo que traerá problemas. ¿Podría hacer algo al respecto?
Estaba nerviosa, el sueño me hacía retraerme
en su presencia y hasta hacerle la pregunta, había rehuido su mirada; que en
ese momento me clavaba. Fue un alivio que se echara hacia atrás y elevara los
ojos al techo. La madera del sueño, era la de este despacho y estaba presente
hasta en las sábanas.
–Me
ocuparé de ello –contestó después de un rato que se me antojó largo–. Hablaré
con Piero y con el Psicólogo. Habré de recordarles su contrato, que tiene usted
la última palabra.
–Se lo agradezco –volví a enfrentarme a sus
ojos, no podía permanecer amedrentada. Su gélida mirada no iba a seducirme, sería
más bien al contrario.
–Volviendo al informe. He hecho mis
averiguaciones y creo que necesita conocer ciertos hechos. Alfredo Benito Cotos
–ese era el Guapo–. Contrató a un asesor de imagen dos semanas antes de acudir
al concurso. Sus proyectos de futuro pasan por montar una galería de arte, se
llamaría “El artista del siglo XXI”; una marca de condones, “La performance”; y
una colección de artículos para bebé, “El artista integral”.
–¡Pensaba utilizarme! –le interrumpí furiosa.
–Tiene tras de sí un largo historial de
negocios que han fracasado, aunque cuenta con el dinero de su padre para seguir
intentándolo.
–No conseguirá publicidad a mi costa. Acaba
de perder –estaba furiosa y me di cuenta de que le sostenía la mirada con toda
tranquilidad o más bien con toda mi furia.
–Pedro Galván Galván –era… Ni fu ni fa.
Hasta su nombre se me olvidaba–. Dejó los estudios y empezó a trabajar en un
gimnasio. Ahora es suyo. El fin de semana ha estado de compras. “Manual del
sexo” y “Kama Sutra ilustrado”, entre otros. Ahora viene lo más sorprendente. Ha
pagado a una profesional para que le de clases particulares durante una semana.
Tenga cuidado con él, parece que ha conseguido todo lo que se ha propuesto.
–Hasta ahora. Habría que vigilarle, no sea
que se cargue a sus rivales.
Acababan de desaparecer dos de los tres
finalistas. ¿Qué sorpresa me depararía Artista? ¿Tendría que dar un paso atrás
y recoger a algunos de los eliminados?
–Carlos Gallego Ortiz. Pintor de brocha
gorda con aspiraciones a artista, las tiene desde hace un año. Parece que está
limpio.
Al final, todo se arreglaba, me quedaba
Artista. La Virgen de la Estrella todavía se acordaba de mí.
–Menos mal, me veía sin candidatos.
Interlocutor casi sonrió, vano intento. Nunca
podría seducirme, estaba a años luz de ser alguien que pudiera interesarme.
–Habrá empezado a sufrir el acoso de la
prensa –volvía a su seriedad innata.
¿Cómo había podido soñar con él? ¿Cómo podía
haberme alterado hasta sufrir un hormigueo? Había desaparecido, menos mal.
–Sí. Ayer vino uno. Estaba muy solo el
pobrecito, sólo le acompañaba la fotógrafa –bromeé–. Hoy estaba la colección al
completo.
Había decidido no sufrir con la intromisión
y me había preparado
para ese primer envite. La
Doctora Jekyll era fuerte y tenía iniciativa, y ¡cómo había disfrutado
adelantándose a la invasión. En la Cadena no lo tenían pero lo consiguieron en una tienda de
disfraces cercana a la Plaza Mayor: un vestido y un sombrero años cincuenta, ambos
amarillos, un color que nunca me pondría, salvo en una actuación. Como colofón
el antifaz a juego que me tapaba media cara.
–Personalmente, me ha gustado su
intervención amarilla –dijo Interlocutor.
–Gracias –últimamente asomaba su humanidad.
Fue una buena actuación. Menudo revuelo se
armó en cuanto salí del portal: pasos apresurados, voces, revoloteo de los
flases y el sonido de los disparos de las cámaras; todavía me parecía oírlo:
–¿Es ella? –dijo uno de ellos.
–¿Es usted Violeta? –las cámaras disparaban.
–¿Su performance es real?
Y les respondí con otra pregunta.
–¿Todo esto por mí? Soy Amarilla, pero seré
Violeta si os hace ilusión –y posé para ellos. Alguno se quedó con la duda, ¿era
o no era la que esperaban? Por si acaso siguieron preguntando y disparando sus
cámaras.
Fui hacia el taxi que había pedido y abrí la
boca, con una mueca de asombro. Miré el taxi y miré mi atuendo.
–Lástima que no estemos en Nueva York
–algunos lo pillaron.
Lancé unos besos con la mano y partí rumbo
al encuentro con mi primer pretendiente.
–De todos modos –intervino Interlocutor–, y
en eso estoy de acuerdo con Piero, tendrá que ponerse a salvo de la prensa. Hablemos
de su invisibilidad.
–Tampoco ha sido para tanto –había
disfrutado y respecto a la invisibilidad, llevaba la careta.
–¿Tiene garaje su casa? –Interlocutor estaba
muy serio.
–Sí, tengo una plaza, vacía.
–Un coche bajará a buscarla allí todas las
mañanas y luego la devolverá a su casa –serio y algo más–, eso esta semana; la
próxima, necesitará mayor protección. Hemos buscado un hotel discreto, sólo para
las primeras semanas, luego podrá volver a su casa u optar por la discreción del
chalet que Cadena 13 pondría a su disposición.
–Me
parecen medidas muy drásticas. ¿Piensa que son necesarias? –se le notaba preocupado.
–Absolutamente.
–Al menos deje que piense lo del chalet.
Algo le preocupaba, ¿mi seguridad o era
alguna otra cosa? Era una persona tan poco comunicativa…
–Violeta –clavó su mirada con más intensidad
de la habitual–, ¿está segura de querer seguir?
–Totalmente segura –así que era eso…
–He localizado a una joven que por una
cantidad razonable estaría dispuesta a sustituirla. Entre el maquillaje y la
tecnología de la imagen actual, pasaría por usted sin ningún problema.
Sí, estaba preocupado por mí, pero su
interés trascendía el celo profesional. Me emocionaba que alguien tan frío como
él, estuviera preocupado por mí. Y también me daba pavor. El sueño…
–¿Se refiere a hacer de madre sustituta?
–Sí. Lo digo, porque va a ser muy duro lo
que está por venir. Mire cómo están las cosas –sacó un informe y empezó a leer–.
Manifestación de la iglesia de San Blas contra la Performance: me preocupa que
el obispado no se haya manifestado. ¿Todo se a quedar en unos dibujos animados
descafeinados? ¿Se atreverá a dar el paso decisivo? Los televidentes tienen
derecho a conocerla. ¿Estamos ante un fraude? –se detuvo y levantó la cabeza
del papel.
Estaba preocupado, y eso, me hizo recordar
al hombre de mis sueños, el Interlocutor tierno de ojos amables, hasta que su
voz me devolvió a la realidad de su despacho de madera de raíz…
–¿Le parece que pasemos a ver la Performance?
Había
momentos en que, sencillamente, me dejaba llevar por la corriente y después me sentía
molesta por no haber sido más reflexiva. Pero mi intuición era buena y esta
situación, estaba controlada. Le había dicho que sí, había consentido en
plegarme a la rutina que Interlocutor había impuesto, y me encontraba sentada a
su lado en el sofá del salón, con una copa de fino en la mano y sin ningún
tentempié de acompañamiento. Extraño que se le hubiera olvidado y permaneciera
tan tranquilo paladeando su copa.
La cita con Alfredo. Resultaba extraño
revivir la experiencia, hacía tan pocas horas… Eran las diez de la mañana y le
esperaba sentada en la zona más tranquila del Starbucks del Paseo del Prado,
sentada en el enorme butacón morado de altos hombros, de espaldas a la entrada
y observada por unas cuantas cámaras operadas a distancia desde una furgoneta
aparcada a la vuelta de la esquina. Violeta, vestida de violeta, sentada en el
sillón morado, contrastando con el fondo virado a naranjas amarillentos.
Cuando escuché los pasos tras de mí, fuertes
y decididos, mis hombros temblaron por la emoción. Cómo cambiaban las cosas, después
de los informes de Interlocutor ya no me hacía ilusión este chico, por guapo
que fuera. Llegó ante mí hecho un primor, vestido con ropa cara y maquillado;
una presentación impecable. La cadena no tenía nada que ver. Me regaló una rosa
cuyo tallo iba envuelto en un helecho enroscado y preguntó si podía sentarse.
Se me hacía raro ver la cita con mi primer
pretendiente junto a Interlocutor. Con Cristina, habría sido diferente, habría
habido comentarios, nos habríamos reído juntas, habría sido todo más
distendido; aunque la coca cola no estuviera tan buena como este fino. Con él era
impensable, no surgía. Le observé de reojillo y entrelazaba sus manos de un
modo que dejaba su aparente tranquilidad en entredicho. ¿Era por lo que estaba
viendo o por lo que se avecinaba? Y pensar que me había propuesto que empleara
una sustituta. Sabía lo que había, lo sabía como yo, desde el principio.
Se
iniciaba el juego de la seducción que tan bien conocía, aunque pensaba ser
prudente y retenerme como si fuera una novata. Me encontraba tranquila y
despreocupada frente a las discretas cámaras desplegadas a nuestro alrededor. Y Guapo me habló de que venía
del gimnasio, que se había escapado para venir a verme, de lo bien que nos
íbamos a llevar. Además de guapo, resultaba agradable al trato y además
actuaba, sabedor de la presencia de la cámara.
–No sabes lo bien que nos vamos a llevar, lo
veo en tus ojos –me dijo. Ahí pedí en el estudio que metieran un primer plano
de mis ojos castaños y un fondo inquietante.
–¿Lo has captado, en el matiz de color?
–cerré los ojos–. Dime qué color veías –le acababa de meter en un apuro.
–Profundos como el mar –salió al paso.
–¿En un día de calma? –los abrí y él se
sobrepuso rápidamente al castaño.
Sí, también podía ser traviesa en la
seducción. Me hubiera gustado tenerle a mi lado y no enfrente, que nuestras
manos se hubieran rozado y juguetearan, sintiendo el tacto cálido; que nos
hiciéramos confidencias, sintiendo las cosquillas de su aliento sobre mi oído,
envuelta en el aroma de su persona… Ansias de tanto tiempo esperando sin que
llegara a culminarse, y que se habían esfumado con un informe.
Y mientras, a mí, se me había
subido ligeramente el fino, por tomarlo sólo. Interlocutor no estaba en su
mejor momento, seguía inquieto y no quise molestarle pidiéndole algo de comer.
Salimos de la quietud del café al ensordecedor
ruido del tráfico. Desde ese momento, sentiríamos la presencia física de las
cámaras y yo busqué el contacto de su brazo y me agarré a él.
–Podíamos ir al Museo Reina Sofía.
–Tal vez otro día –contesté–, hoy vamos al
Retiro.
Dejamos los museos a un lado, pasamos junto
Prado y el Casón del Buen Retiro y entramos en el parque del Retiro. La
conversación de ese trayecto la habíamos eliminado, el sonido no era bueno.
Entrábamos
en los jardines cuando le hice una preguntan indiscreta, que si se acostaría
conmigo por dinero. Se detuvo en seco y se volvió hacia la cámara más cercana.
Después me miró y seguimos paseando como si tal cosa. Me dijo al oído que no
fuera mala con él y luego prosiguió en voz alta. Naturalmente, eliminamos ese
trozo de conversación. Tenía sus negocios y si se apuntó al concurso fue porque
sintió la necesidad de conocerme y que cuando me vio pensó que podíamos estar
hechos el uno para el otro, que el futuro podría ser nuestro. Al decir esto me
tomó de las manos en un gesto muy teatral. Qué me iba a decir él a mí, si yo
era la que tenía las visiones y de momento, no había tenido ninguna con él. Sin
embargo, el que yo agachara la cabeza evitando la sonrisa que se formaba en mis
labios, debió ser tomada como un asentimiento.
Subimos las escaleras y nos sentamos en el
banco, a nuestros pies quedaban los parterres geométricos que acabábamos de
atravesar.
–Estos jardines, hoy en día están fuera de
lugar, hay un exceso de simetría –dijo Guapo–. Necesitan una renovación.
–Quizás algo como lo que tenemos a nuestras
espaldas, arbolado en parcelas irregulares –me puse en pie y le llevé a pasear
entre los árboles.
–No exactamente, necesitarían una
distribución nueva con especies combinadas de diferentes colores y tamaños.
Era la segunda vez que hacía un comentario
así. Ya había hablado de la decoración del local, que él lo haría de otra
manera. Sentía la necesidad de demostrar que entendía de arte, que era un
artista. Se acercó el cámara, buscando un primer plano poco discreto. Era
difícil mantener una conversación bajo esa invasión de la intimidad tan
flagrante, pero para eso estábamos. Prefería que metieran el zoom, pues ya
íbamos provistos de micrófonos.
–Háblame de ti –me pidió.
–Soy artista, aunque todavía esté en la
facultad –una pista para el enemigo, ya sabían dónde buscarme–, en busca del
artista del siglo XXI. Creo que estamos necesitados de una dirección, saber qué
es arte y que no, cuándo el artista es sincero y cuándo nos están tomando el
pelo. Aunque todo esto ya lo sabrás por lo que he contado en la Performance… y
a todo esto, yo tampoco sé nada de ti.
–Mi deseo es volver más humanos los lugares
de trabajo. Por ejemplo, el Starbucks en el que hemos estado. Si fuera mío, no
me dedicaría sólo a ganar dinero, revertiría parte de las ganancias en ofrecer
en él un espacio de exposición para los jóvenes artistas.
–Te veo hecho un mecenas…
–Podría hasta dar oportunidad a jóvenes
compositores y grupos musicales, que tocarían por las noches…
Poco más estuvimos, antes de volver a
tomarle del brazo y acompañarle hasta las puertas del Retiro, donde me despedí
de él con un beso en la mejilla. Pese a las dudas, aún tenía posibilidades de ser elegido, pero después
de lo que me había contado Interlocutor, estaba fuera de juego.
Interlocutor apagó la televisión y un vacío
se apoderó de la estancia. Me hubiera sentido mejor si hubiéramos hablado algo. Sentí que la Señorita Hyde quería
tomar el control. Era el momento de marcharme.
–He preparado cena para dos, si quisiera
acompañarme…
Sus palabras me sorprendieron. No era de
esas personas que dejaban una frase en el aire. Dudaba si me quedaría y no lo
hubiera hecho de no estar hambrienta, después del fino a palo seco que se me
había subido.
–Está bien, me quedo a cenar.
Sin decir más, se levantó y fue hacia la
puerta. Supuse que debía seguirle. No iba a ser una buena compañía, pero, ¿en qué
estaba pensando?, él tampoco.
No me sorprendió que la mesa fuera de madera
pálida de raíz, sí el que fuera tan larga y estrecha, y todavía más que hubiera
colocado los platos en el centro, uno frente a otro, donde las copas no cabían
y debían permanecer a los lados. La presentación era increíble. Platos
metálicos de color mate entre cobrizo y plateado sobre los que colocó sendos
platos de cristal azul traslúcido con dos tostas de paté con tomatitos cortados
encima. Las copas eran del color de los platos y tenían un tallo ancho que no
se podía agarrar sólo con dos dedos.
Sirvió el agua, de Lanjarón, y se sentó. Era
la primera vez que la veía en Madrid. Era todo un detalle. Me coloqué la
servilleta, también azul, y me llevé a la boca la primera tosta. Tenía un
hambre atroz después de haber tomado el fino y me hubiera sabido a gloria
aunque no hubiera estado tan buena. La cena comenzó en silencio, como si
fuéramos dos viejos conocidos que no tienen nada que decirse. Cuando nuestras
miradas se cruzaron, sin saber por qué, me entró la risa. Debió ser el efecto
del vino, no había comido nada desde el mediodía. Me miró intrigado. Necesitaba
urgentemente una excusa: la mesa.
–La mesa me recuerda a esas películas donde
los nobles se sientan uno en cada extremo.
–Tiene usted razón, esta mesa está diseñada
para que los comensales se sienten de forma alterna. Ha sido un error mío. Perdone
–se dispuso a correr su plato.
–Déjelo así. Es un efecto curioso –no quería
estropearle sus planes. Ya lo había hecho el otro día sentándome torcida.
Cogí el último tomatito con los dedos, se
había escapado de la tosta y no me atreví a pincharlo.
Se levantó a retirar los platos y cuando
salió de la habitación me dediqué a fisgar. Aparte de la mesa, la ventana a
través de la que no se veía y las paredes forradas de madera, no había nada.
Salvo la mancha sobre la pared de mi derecha. Qué raro que hubieran puesto esa
plancha defectuosa. No, no era una mancha o un defecto, era un clavo. ¿Qué
tendría colgado allí que no quería que viera? La Doctora Jekill todavía estaba al
quite, aguantando más de lo acostumbrado.
Todavía
estaba mirando hacia el clavo cuando apareció con la sopera. No hizo el más
mínimo comentario y sirvió un par de cazos a cada uno. Ese olor, me resultaba
familiar. En cuanto se sentó, metí la cuchara en mi plato y lo probé.
–¡Es salmorejo!
–busqué su mirada, esperé el contacto de sus ojos fríos y le mostré una sonrisa
de agradecimiento.
–Es la primera vez que lo preparo –sus ojos
volvieron al plato.
El agua de Lanjarón, el salmorejo… estaba
claro que había dado por hecho que me iba a quedar. Era una cena preparada para
mí, con todo el esmero por halagarme y sin embargo, la ausencia de su mirada…
No tenía la seguridad y la desenvoltura que mostraba en su trabajo. ¿Qué
hubiera hecho si hubiera dicho que no? Y a medio salmorejo, me vino el recuerdo
del sueño.
¿Había
sido una visión? Aquellos colores en medio del sueño… Además estaba el probable
pálpito de mi madre. Estaba casi segura de que había sido una visión, una
visión fuera de lugar y de toda lógica. No era posible, tenía que ser tan sólo
un sueño, pero en el fondo sabía lo que era, una visión, las conocía muy bien. Una
visión en la cual la telaraña que había ido tejiendo se rompía y pasaba al otro
lado para esta con él. ¿Rompía con la Performance que había creado para estar
con él? ¡No, imposible! Una visión en el momento más inoportuno y no me era
posible plegarme a ella. Cuando las ignoré, mal me fue. ¿Fracasaría? Hiciera lo
que hiciera: si me atenía a ella, sí y si no lo hacía, echaba mi futuro por la
borda. No podía ser una visión. Decidí apartar el pensamiento.
Se llevó los platos y en la soledad deprimente
del comedor minimalista volví a fijarme en el clavo. Me moría de ganas de saber
qué había colgado allí, pero no debía preguntar, no era de mi incumbencia y más
si lo había retirado para que no lo viera. ¿Algún desnudo erótico o era algo
diferente? Era una persona tan extraña, que cualquier cosa era posible.
Trajo el segundo, pescados fritos y una
botella de vino blanco abierta. No pude ver la etiqueta, pero no me
sorprendería que también fuera andaluz. Me llenó la copa y luego se sirvió él
antes de sentarse.
¿No iba a hablar en toda la cena? Cogí mi
copa y la levanté.
–Por
nuestra Performance –dije intentando animar la fiesta.
Tomó su copa y la acercó a la mía, hasta
rozarla.
–Por usted –me mantuvo la mirada breves
segundos, una mirada fría e insegura.
Bebimos y ahí acabó la conversación. Necesitado,
estaba necesitado de afecto, lo pedía a gritos, aunque no supiera pedirlo,
aunque lo evitara a toda costa, por eso estaba descolocado, perdido. Si él no
hubiera sido tan frío, le habría dado un abrazo por haber tenido el detalle de prepararme
una cena andaluza. ¿Por qué lo había hecho?, ¿por qué había tenido el detalle? ¿Le
gustaba? Pues bien que lo disimulaba.
Acabamos de tomar el pescado entre sorbos de
vino y volví a notar su efecto, era extraño, porque un par de copas nunca me
habían dejado fuera de circulación. Y así, llegamos al postre y lo único que
tenía eran ganas de acabar y marcharme.
¿Por qué había tenido que soñar con él? ¿Habría
soñado él conmigo? La Virgen de la Estrella tenía que sacarme de tanto
embrollo, estaba ofuscada. Antes era todo tan sencillo, cuando me metí en la Performance
todo se complicó. Esforzarme, debía esforzarme más todavía, todo esfuerzo tenía
su recompensa.
–¿Se encuentra bien? –escuché su voz entre
calores que me subían a la cabeza.
–Sí. Creo que se me ha subido el vino.
–Es culpa mía, no debí servirle el fino sin
acompañamiento, pero como íbamos a cenar…
Sí, íbamos a cenar, lo sabía de antemano. Me
estaba entrando un calor, que iba a arrancar a sudar. Pues sí que me había
hecho efecto.
–Si quiere refrescarse, el lavabo…
–Se lo
agradezco –me levanté y de inmediato noté mi inestabilidad.
Me acompañó hasta el baño. Cerré y me dieron
ganas de sentarme en el taburete y olvidarme de todo, pero él estaba al otro
lado. Abrí el grifo del agua fría y estuve un rato, mojándome la cara y
bebiendo agua. Después de secarme, me miré en el espejo. No estaba roja ni nada
y me sentía mejor.
Había sido una cena curiosa e inesperada,
pero totalmente aburrida; sin un atisbo de conversación, salvo cuando me reí o
cuando levanté la copa. Si al menos hubiéramos dejado la reunión para la cena,
hubiera sido más entretenida, pero era yo la que tenía que iniciar la
conversación, o no existía. Debería haberle preguntado qué había retirado de la
pared, aunque con lo reservado que era, igual le parecía mal. No era de mi incumbencia,
sería mejor que me fuera a casa. Y la visión, no quería ni pensar en ella.
Salí del baño y allí seguía él en el
pasillo.
–¿Se encuentra mejor? –preguntó un
Interlocutor nervioso.
–Creo que sí. Sólo ha sido el vino. Nunca me
había pasado.
Volvimos al comedor y no pude por menos que
fijarme en el clavo solitario sobre la pared. Me quedé clavada al suelo
mirándolo, sabiendo que no era cosa mía, pero tenía que preguntarlo.
–¿Qué es lo que falta ahí –señalé.
Se fue hacia el clavo y pasó la mano cerca
de la pared, como si acariciara el objeto ausente.
–Nada, no falta nada.
–¿Nada? –estaba hurgando en alguna llaga…
–Sólo es un recordatorio.
Se alejó hasta el extremo opuesto de la
habitación. Sí que le costaba hablar.
–Un recordatorio –continuó cuando creí que
no lo iba a hacer, cuando no iba a insistir más–. Me recuerda que yo pintaba…
Su mirada seguía fija en la pared, no
recordaba que nunca se hubiera dirigido a mí sin clavarme sus pupilas.
–Sí…
–Me recuerda que además de “La Primavera”,
me gustaba “El nacimiento de Venus” –su voz se fue apagando.
Entendía que le gustara Botticelli, o parte
de su pintura, pero seguía sin comprender y su discurso podía acabar así.
Necesitaba un empujón.
–No acabo de entenderle.
Respiró profundo y entreabrió los labios.
–Si hubiera seguido pintando, ahora estaría
ahí colgado.
Entendí, o intenté comprenderle, mientras él
continuaba mirando el vacío del cuadro que nunca existió. De pronto sentí
curiosidad por conocer el resto de su casa, saber si había más clavos, más
heridas abiertas, saber por qué dejó realmente de pintar; pero junto a la
curiosidad se encendía una lucecita de alarma, la visión, diciéndome que no
debía hurgar en los entresijos de su vida.
–Me tengo que ir –fue mi lacónica respuesta.
–La acompaño.
Sonó el clic de la puerta y volvimos al
despacho donde él era realmente él. Otro clic y salimos al vestíbulo. Me
acompañaba, suponía que a la puerta, porque era capaz de querer hacerlo hasta
casa, como un caballero, porque yo había estado un poco… indispuesta. No
acababa de estar segura de nada. Últimamente era todo muy complejo y deseaba
olvidar, caer en el olvido del sueño, o en el sueño del olvido, qué más daba. Y
no quedaba tan lejano el último sueño, él…
Cogió el abrigo del colgador y me ayudó a ponérmelo.
Un caballero en toda regla, viviendo en el siglo equivocado. Había sido muy
agradable…
–Adiós –me dijo, todavía a mi espalda.
Me volví. Estaba muy cerca, sus ojos eran tan
cálidos en el sueño… Llevé la mano a su hombro, acerqué mi cara y rocé sus
labios.
–Adiós –le dije, todavía sobre ellos.
Me volví y la puerta se abrió con el clic. Salí
y llamé al ascensor. Sentía sus ojos fijos en mí. No quería volverme, no
quería… era una locura. El ruido del ascensor al llegar me salvó. Me metí en el
ascensor y pulsé el botón antes de sentarme.
¿Qué había hecho? Estaba obedeciendo a la
visión…
Interlocutor, ¿por qué tuviste que entrar en
mis sueños?
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