jueves, 5 de marzo de 2015

LA PERFORMANCE. Segunda parte. Capítulo 12.



-12-
Miércoles: el Guapo
  
   Entré en la cocina a desayunar, aún envuelta en la neblina de los sueños. Allí me encontré con el teléfono, el mismo que abandoné la noche anterior. El efluvio de la madrugada se disipó al caer en la realidad y recordar que mi madre no me había llamado. El dolor prendió en mi corazón, agarré el teléfono y lo encendí con un resquicio de esperanza, pero no había ninguna llamada suya. Lo más sorprendente era que tenía un mensaje de Interlocutor, de hacía una hora. Mi madre no había dado señales de vida y no iba a ser yo la que las diera, así que pasé al siguiente tema pendiente, que era Interlocutor, el hombre de mis sueños, en el sentido literal, y eso que no me gustaba ni una pizca. Le había evitado durante dos días y no podía continuar así, a no ser que le despidiera, cosa que no iba a hacer; era buenísimo en su trabajo y además intuía que sería muy útil cuando empezara la Performance de verdad. A estas alturas resultaba imprescindible, como Pelos, había delegado en ellos parte del trabajo que ahora me sería muy difícil asumir, por no decir imposible. Abrí el mensaje: urge reunión. Sabiendo que había madrugado, marqué su número.
   –Deberíamos vernos hoy mismo –soltó al descolgar–. Tengo un informe sobre los tres finalistas.
   –Está bien, ¿a la hora de siempre?
   –De acuerdo –colgó.



   Caminé por Claudio Coello hacia su despacho. Me gustaba más subir por Serrano o Velázquez y entrar en su calle en las inmediaciones de su portal, pero mi estado era un poco diferente, avanzaba envuelta en la neblina de los sueños y cada paso que daba, me alejaba un poco más de la realidad.
   Al llamar al timbre del portal, sentí un escalofrío al pensar que me estaba metiendo en la boca del lobo. No era así, volvía a estar en el mundo real, lo demás eran sueños, incluido el de mi madre, no había tenido un pálpito. Mi madre, que seguía sin llamar, pero eso debía olvidarlo si no quería que la Señorita Hyde hiciera acto de presencia. La Doctora Jekyll tendría que aguantar despierta un par de horas más, como mínimo hasta que acabara la reunión. Pulsé el botón del ascensor. Llegó. Seguí el ritual de abrir la puerta exterior, las interiores, entrar y cerrar la de fuera y las de dentro, sentarme en mi querido y antiguo asiento y pulsar el botón. Cerré los ojos. Si hubiera cien pisos, los hubiera subido hasta el último antes de descender al quinto; caía de nuevo en el mundo de los sueños.
   Sueños caprichosos e imprevisibles, que comenzaron con la horrible visión de una telaraña gigante que iba tejiendo a cámara lenta, pese al asco que me producía. Tendía el hilo de un extremo a otro de la habitación, que se parecía a mi dormitorio de Sevilla, hasta que estuvo acabada. Su textura áspera resultaba repelente, su color indefinido abominable, el olor nauseabundo; pese a no soportarla, me descubría una y otra vez acercándome al dormitorio y entrando con las pinturas y el caballete, intentando imitar su color sin conseguirlo. En un rapto de furia, pese a que me daba repelús acercarme y pese a las arcadas que me producía, intenté destruirla y acabé enredada. Forcejeé y lo único que conseguí fue acabar envuelta en ella como un vulgar insecto. Era tal el asco que sentía, que seguí devanándome hasta que la tela se tensó tanto que se amorató y completamente violácea estalló en mil pedazos. Salí despedida más allá de la tela, más allá de la pared que existía detrás y entre jirones violados y rosáceos, llegué a otra habitación más luminosa, forrada de madera de raíz y con una enorme cama ocupando su centro. Él estaba en ella y me hacía señas con la mano. Dócil y emocionada, acudí al encuentro, trepé a la cama de acariciadoras sábanas de madera de raíz suave y flexible, y me abracé a él. Sus ojos eran azules y despedían un destello de ternura que nunca hubiera imaginado. Giramos ingrávidos sobre la cama y sucedió lo que tenía que suceder, lo que anhelé durante tanto tiempo, sólo que con la persona con la que nunca quise que sucediera.
   Me gustó, pero no era eso lo peor, el ascensor acababa de detenerse y un hormigueo profundo recorría mi cuerpo, como hacía tiempo no me sucedía; en unos instantes la realidad sería palpable y me enfrentaría a la persona real, de carne y hueso. Me quedaba el consuelo de que había sido un sueño y  no una visión, y que sus ojos no eran azules y cálidos.
   Salí del ascensor y caminé temblorosa hacia la puerta. Abrí, atravesé el vestíbulo y entré en el despacho. Ahí estaba el personaje, infinitamente menos seductor que en el sueño, lo cual era un alivio.
   –Buenas tardes –dije más formal que de costumbre.
   Me senté con la silla bien recta, no quería provocar, y evité mirarle a los ojos. Tenía miedo, porque estaba ante el hombre de mi sueño.
   –Me alegro de que haya podido venir –abrió la carpeta y me tendió el informe–. El trabajo se multiplica ahora que se acerca el final, o el principio, según se mire.
   Cogí el informe y ni siquiera lo abrí. El hormigueo aún no había remitido, el hambre de sexo había sido saciado en sueños, más no colmado físicamente; pero él no era la persona adecuada para satisfacer mis ansias, por mucho que éstas crecieran.
   –El viernes llamé al señor Versari interesándome por los informes sobre los finalistas. Me sorprendió que no los tuviera. Espero que aún no sea tarde, porque hay cosas que necesita saber.
   –Supongo que es cosa del Psicólogo, he tenido problemas con él. Ha pretendido elegir a los seleccionados desde el comienzo. Me quejé a Piero, pero quiere mantenerle en su puesto alegando que puede aportar ideas. Creo que traerá problemas. ¿Podría hacer algo al respecto?
   Estaba nerviosa, el sueño me hacía retraerme en su presencia y hasta hacerle la pregunta, había rehuido su mirada; que en ese momento me clavaba. Fue un alivio que se echara hacia atrás y elevara los ojos al techo. La madera del sueño, era la de este despacho y estaba presente hasta en las sábanas.  
   –Me ocuparé de ello –contestó después de un rato que se me antojó largo–. Hablaré con Piero y con el Psicólogo. Habré de recordarles su contrato, que tiene usted la última palabra.
   –Se lo agradezco –volví a enfrentarme a sus ojos, no podía permanecer amedrentada. Su gélida mirada no iba a seducirme, sería más bien al contrario.
   –Volviendo al informe. He hecho mis averiguaciones y creo que necesita conocer ciertos hechos. Alfredo Benito Cotos –ese era el Guapo–. Contrató a un asesor de imagen dos semanas antes de acudir al concurso. Sus proyectos de futuro pasan por montar una galería de arte, se llamaría “El artista del siglo XXI”; una marca de condones, “La performance”; y una colección de artículos para bebé, “El artista integral”.
   –¡Pensaba utilizarme! –le interrumpí furiosa.
   –Tiene tras de sí un largo historial de negocios que han fracasado, aunque cuenta con el dinero de su padre para seguir intentándolo.
   –No conseguirá publicidad a mi costa. Acaba de perder –estaba furiosa y me di cuenta de que le sostenía la mirada con toda tranquilidad o más bien con toda mi furia.
   –Pedro Galván Galván –era… Ni fu ni fa. Hasta su nombre se me olvidaba–. Dejó los estudios y empezó a trabajar en un gimnasio. Ahora es suyo. El fin de semana ha estado de compras. “Manual del sexo” y “Kama Sutra ilustrado”, entre otros. Ahora viene lo más sorprendente. Ha pagado a una profesional para que le de clases particulares durante una semana. Tenga cuidado con él, parece que ha conseguido todo lo que se ha propuesto.
   –Hasta ahora. Habría que vigilarle, no sea que se cargue a sus rivales.
   Acababan de desaparecer dos de los tres finalistas. ¿Qué sorpresa me depararía Artista? ¿Tendría que dar un paso atrás y recoger a algunos de los eliminados?
   –Carlos Gallego Ortiz. Pintor de brocha gorda con aspiraciones a artista, las tiene desde hace un año. Parece que está limpio.
   Al final, todo se arreglaba, me quedaba Artista. La Virgen de la Estrella todavía se acordaba de mí.
   –Menos mal, me veía sin candidatos.
   Interlocutor casi sonrió, vano intento. Nunca podría seducirme, estaba a años luz de ser alguien que pudiera interesarme.
   –Habrá empezado a sufrir el acoso de la prensa –volvía a su seriedad innata.
   ¿Cómo había podido soñar con él? ¿Cómo podía haberme alterado hasta sufrir un hormigueo? Había desaparecido, menos mal.
   –Sí. Ayer vino uno. Estaba muy solo el pobrecito, sólo le acompañaba la fotógrafa –bromeé–. Hoy estaba la colección al completo.
   Había decidido no sufrir con la intromisión y me había preparado para ese primer envite. La Doctora Jekyll era fuerte y tenía iniciativa, y ¡cómo había disfrutado adelantándose a la invasión. En la Cadena no lo tenían pero lo consiguieron en una tienda de disfraces cercana a la Plaza Mayor: un vestido y un sombrero años cincuenta, ambos amarillos, un color que nunca me pondría, salvo en una actuación. Como colofón el antifaz a juego que me tapaba media cara.
   –Personalmente, me ha gustado su intervención amarilla –dijo Interlocutor.
   –Gracias –últimamente asomaba su humanidad.
   Fue una buena actuación. Menudo revuelo se armó en cuanto salí del portal: pasos apresurados, voces, revoloteo de los flases y el sonido de los disparos de las cámaras; todavía me parecía oírlo:
   –¿Es ella? –dijo uno de ellos.
   –¿Es usted Violeta? –las cámaras disparaban.
   –¿Su performance es real?
   Y les respondí con otra pregunta.
   –¿Todo esto por mí? Soy Amarilla, pero seré Violeta si os hace ilusión –y posé para ellos. Alguno se quedó con la duda, ¿era o no era la que esperaban? Por si acaso siguieron preguntando y disparando sus cámaras.
   Fui hacia el taxi que había pedido y abrí la boca, con una mueca de asombro. Miré el taxi y miré mi atuendo.
   –Lástima que no estemos en Nueva York –algunos lo pillaron.
   Lancé unos besos con la mano y partí rumbo al encuentro con mi primer pretendiente.
   –De todos modos –intervino Interlocutor–, y en eso estoy de acuerdo con Piero, tendrá que ponerse a salvo de la prensa. Hablemos de su invisibilidad.
   –Tampoco ha sido para tanto –había disfrutado y respecto a la invisibilidad, llevaba la careta.
   –¿Tiene garaje su casa? –Interlocutor estaba muy serio.
   –Sí, tengo una plaza, vacía.
   –Un coche bajará a buscarla allí todas las mañanas y luego la devolverá a su casa –serio y algo más–, eso esta semana; la próxima, necesitará mayor protección. Hemos buscado un hotel discreto, sólo para las primeras semanas, luego podrá volver a su casa u optar por la discreción del chalet que Cadena 13 pondría a su disposición.
   –Me parecen medidas muy drásticas. ¿Piensa que son necesarias? –se le notaba preocupado.
   –Absolutamente.
   –Al menos deje que piense lo del chalet.
   Algo le preocupaba, ¿mi seguridad o era alguna otra cosa? Era una persona tan poco comunicativa…
   –Violeta –clavó su mirada con más intensidad de la habitual–, ¿está segura de querer seguir?
   –Totalmente segura –así que era eso…
   –He localizado a una joven que por una cantidad razonable estaría dispuesta a  sustituirla. Entre el maquillaje y la tecnología de la imagen actual, pasaría por usted sin ningún problema.
   Sí, estaba preocupado por mí, pero su interés trascendía el celo profesional. Me emocionaba que alguien tan frío como él, estuviera preocupado por mí. Y también me daba pavor. El sueño…
   –¿Se refiere a hacer de madre sustituta?
   –Sí. Lo digo, porque va a ser muy duro lo que está por venir. Mire cómo están las cosas –sacó un informe y empezó a leer–. Manifestación de la iglesia de San Blas contra la Performance: me preocupa que el obispado no se haya manifestado. ¿Todo se a quedar en unos dibujos animados descafeinados? ¿Se atreverá a dar el paso decisivo? Los televidentes tienen derecho a conocerla. ¿Estamos ante un fraude? –se detuvo y levantó la cabeza del papel.
   Estaba preocupado, y eso, me hizo recordar al hombre de mis sueños, el Interlocutor tierno de ojos amables, hasta que su voz me devolvió a la realidad de su despacho de madera de raíz…
   –¿Le parece que pasemos a ver la Performance?
  


   Había momentos en que, sencillamente, me dejaba llevar por la corriente y después me sentía molesta por no haber sido más reflexiva. Pero mi intuición era buena y esta situación, estaba controlada. Le había dicho que sí, había consentido en plegarme a la rutina que Interlocutor había impuesto, y me encontraba sentada a su lado en el sofá del salón, con una copa de fino en la mano y sin ningún tentempié de acompañamiento. Extraño que se le hubiera olvidado y permaneciera tan tranquilo paladeando su copa.
   La cita con Alfredo. Resultaba extraño revivir la experiencia, hacía tan pocas horas… Eran las diez de la mañana y le esperaba sentada en la zona más tranquila del Starbucks del Paseo del Prado, sentada en el enorme butacón morado de altos hombros, de espaldas a la entrada y observada por unas cuantas cámaras operadas a distancia desde una furgoneta aparcada a la vuelta de la esquina. Violeta, vestida de violeta, sentada en el sillón morado, contrastando con el fondo virado a naranjas amarillentos.
   Cuando escuché los pasos tras de mí, fuertes y decididos, mis hombros temblaron por la emoción. Cómo cambiaban las cosas, después de los informes de Interlocutor ya no me hacía ilusión este chico, por guapo que fuera. Llegó ante mí hecho un primor, vestido con ropa cara y maquillado; una presentación impecable. La cadena no tenía nada que ver. Me regaló una rosa cuyo tallo iba envuelto en un helecho enroscado y preguntó si podía sentarse.
   Se me hacía raro ver la cita con mi primer pretendiente junto a Interlocutor. Con Cristina, habría sido diferente, habría habido comentarios, nos habríamos reído juntas, habría sido todo más distendido; aunque la coca cola no estuviera tan buena como este fino. Con él era impensable, no surgía. Le observé de reojillo y entrelazaba sus manos de un modo que dejaba su aparente tranquilidad en entredicho. ¿Era por lo que estaba viendo o por lo que se avecinaba? Y pensar que me había propuesto que empleara una sustituta. Sabía lo que había, lo sabía como yo, desde el principio.
   Se iniciaba el juego de la seducción que tan bien conocía, aunque pensaba ser prudente y retenerme como si fuera una novata. Me encontraba tranquila y despreocupada frente a las discretas cámaras desplegadas a nuestro alrededor. Y Guapo me habló de que venía del gimnasio, que se había escapado para venir a verme, de lo bien que nos íbamos a llevar. Además de guapo, resultaba agradable al trato y además actuaba, sabedor de la presencia de la cámara.
   –No sabes lo bien que nos vamos a llevar, lo veo en tus ojos –me dijo. Ahí pedí en el estudio que metieran un primer plano de mis ojos castaños y un fondo inquietante.
   –¿Lo has captado, en el matiz de color? –cerré los ojos–. Dime qué color veías –le acababa de meter en un apuro.
   –Profundos como el mar –salió al paso.
   –¿En un día de calma? –los abrí y él se sobrepuso rápidamente al castaño.
   Sí, también podía ser traviesa en la seducción. Me hubiera gustado tenerle a mi lado y no enfrente, que nuestras manos se hubieran rozado y juguetearan, sintiendo el tacto cálido; que nos hiciéramos confidencias, sintiendo las cosquillas de su aliento sobre mi oído, envuelta en el aroma de su persona… Ansias de tanto tiempo esperando sin que llegara a culminarse, y que se habían esfumado con un informe.
   Y mientras, a mí, se me había subido ligeramente el fino, por tomarlo sólo. Interlocutor no estaba en su mejor momento, seguía inquieto y no quise molestarle pidiéndole algo de comer.
   Salimos de la quietud del café al ensordecedor ruido del tráfico. Desde ese momento, sentiríamos la presencia física de las cámaras y yo busqué el contacto de su brazo y me agarré a él.
   –Podíamos ir al Museo Reina Sofía.
   –Tal vez otro día –contesté–, hoy vamos al Retiro.
   Dejamos los museos a un lado, pasamos junto Prado y el Casón del Buen Retiro y entramos en el parque del Retiro. La conversación de ese trayecto la habíamos eliminado, el sonido no era bueno.
   Entrábamos en los jardines cuando le hice una preguntan indiscreta, que si se acostaría conmigo por dinero. Se detuvo en seco y se volvió hacia la cámara más cercana. Después me miró y seguimos paseando como si tal cosa. Me dijo al oído que no fuera mala con él y luego prosiguió en voz alta. Naturalmente, eliminamos ese trozo de conversación. Tenía sus negocios y si se apuntó al concurso fue porque sintió la necesidad de conocerme y que cuando me vio pensó que podíamos estar hechos el uno para el otro, que el futuro podría ser nuestro. Al decir esto me tomó de las manos en un gesto muy teatral. Qué me iba a decir él a mí, si yo era la que tenía las visiones y de momento, no había tenido ninguna con él. Sin embargo, el que yo agachara la cabeza evitando la sonrisa que se formaba en mis labios, debió ser tomada como un asentimiento.
   Subimos las escaleras y nos sentamos en el banco, a nuestros pies quedaban los parterres geométricos que acabábamos de atravesar.
   –Estos jardines, hoy en día están fuera de lugar, hay un exceso de simetría –dijo Guapo–. Necesitan una renovación.
   –Quizás algo como lo que tenemos a nuestras espaldas, arbolado en parcelas irregulares –me puse en pie y le llevé a pasear entre los árboles.
   –No exactamente, necesitarían una distribución nueva con especies combinadas de diferentes colores y tamaños.
   Era la segunda vez que hacía un comentario así. Ya había hablado de la decoración del local, que él lo haría de otra manera. Sentía la necesidad de demostrar que entendía de arte, que era un artista. Se acercó el cámara, buscando un primer plano poco discreto. Era difícil mantener una conversación bajo esa invasión de la intimidad tan flagrante, pero para eso estábamos. Prefería que metieran el zoom, pues ya íbamos provistos de micrófonos.
   –Háblame de ti –me pidió.
   –Soy artista, aunque todavía esté en la facultad –una pista para el enemigo, ya sabían dónde buscarme–, en busca del artista del siglo XXI. Creo que estamos necesitados de una dirección, saber qué es arte y que no, cuándo el artista es sincero y cuándo nos están tomando el pelo. Aunque todo esto ya lo sabrás por lo que he contado en la Performance… y a todo esto, yo tampoco sé nada de ti.
   –Mi deseo es volver más humanos los lugares de trabajo. Por ejemplo, el Starbucks en el que hemos estado. Si fuera mío, no me dedicaría sólo a ganar dinero, revertiría parte de las ganancias en ofrecer en él un espacio de exposición para los jóvenes artistas.
   –Te veo hecho un mecenas…
   –Podría hasta dar oportunidad a jóvenes compositores y grupos musicales, que tocarían por las noches…
   Poco más estuvimos, antes de volver a tomarle del brazo y acompañarle hasta las puertas del Retiro, donde me despedí de él con un beso en la mejilla. Pese a las dudas,  aún tenía posibilidades de ser elegido, pero después de lo que me había contado Interlocutor, estaba fuera de juego.
   Interlocutor apagó la televisión y un vacío se apoderó de la estancia. Me hubiera sentido mejor si hubiéramos  hablado algo. Sentí que la Señorita Hyde quería tomar el control. Era el momento de marcharme.
   –He preparado cena para dos, si quisiera acompañarme…
   Sus palabras me sorprendieron. No era de esas personas que dejaban una frase en el aire. Dudaba si me quedaría y no lo hubiera hecho de no estar hambrienta, después del fino a palo seco que se me había subido.
   –Está bien, me quedo a cenar.
   Sin decir más, se levantó y fue hacia la puerta. Supuse que debía seguirle. No iba a ser una buena compañía, pero, ¿en qué estaba pensando?, él tampoco.
  


   No me sorprendió que la mesa fuera de madera pálida de raíz, sí el que fuera tan larga y estrecha, y todavía más que hubiera colocado los platos en el centro, uno frente a otro, donde las copas no cabían y debían permanecer a los lados. La presentación era increíble. Platos metálicos de color mate entre cobrizo y plateado sobre los que colocó sendos platos de cristal azul traslúcido con dos tostas de paté con tomatitos cortados encima. Las copas eran del color de los platos y tenían un tallo ancho que no se podía agarrar sólo con dos dedos.
   Sirvió el agua, de Lanjarón, y se sentó. Era la primera vez que la veía en Madrid. Era todo un detalle. Me coloqué la servilleta, también azul, y me llevé a la boca la primera tosta. Tenía un hambre atroz después de haber tomado el fino y me hubiera sabido a gloria aunque no hubiera estado tan buena. La cena comenzó en silencio, como si fuéramos dos viejos conocidos que no tienen nada que decirse. Cuando nuestras miradas se cruzaron, sin saber por qué, me entró la risa. Debió ser el efecto del vino, no había comido nada desde el mediodía. Me miró intrigado. Necesitaba urgentemente una excusa: la mesa.
   –La mesa me recuerda a esas películas donde los nobles se sientan uno en cada extremo.
   –Tiene usted razón, esta mesa está diseñada para que los comensales se sienten de forma alterna. Ha sido un error mío. Perdone –se dispuso a correr su plato.
   –Déjelo así. Es un efecto curioso –no quería estropearle sus planes. Ya lo había hecho el otro día sentándome torcida.
   Cogí el último tomatito con los dedos, se había escapado de la tosta y no me atreví a pincharlo.
   Se levantó a retirar los platos y cuando salió de la habitación me dediqué a fisgar. Aparte de la mesa, la ventana a través de la que no se veía y las paredes forradas de madera, no había nada. Salvo la mancha sobre la pared de mi derecha. Qué raro que hubieran puesto esa plancha defectuosa. No, no era una mancha o un defecto, era un clavo. ¿Qué tendría colgado allí que no quería que viera? La Doctora Jekill todavía estaba al quite, aguantando más de lo acostumbrado.
   Todavía estaba mirando hacia el clavo cuando apareció con la sopera. No hizo el más mínimo comentario y sirvió un par de cazos a cada uno. Ese olor, me resultaba familiar. En cuanto se sentó, metí la cuchara en mi plato y lo probé.
   –¡Es salmorejo! –busqué su mirada, esperé el contacto de sus ojos fríos y le mostré una sonrisa de agradecimiento.
   –Es la primera vez que lo preparo –sus ojos volvieron al plato.
   El agua de Lanjarón, el salmorejo… estaba claro que había dado por hecho que me iba a quedar. Era una cena preparada para mí, con todo el esmero por halagarme y sin embargo, la ausencia de su mirada… No tenía la seguridad y la desenvoltura que mostraba en su trabajo. ¿Qué hubiera hecho si hubiera dicho que no? Y a medio salmorejo, me vino el recuerdo del sueño.
   ¿Había sido una visión? Aquellos colores en medio del sueño… Además estaba el probable pálpito de mi madre. Estaba casi segura de que había sido una visión, una visión fuera de lugar y de toda lógica. No era posible, tenía que ser tan sólo un sueño, pero en el fondo sabía lo que era, una visión, las conocía muy bien. Una visión en la cual la telaraña que había ido tejiendo se rompía y pasaba al otro lado para esta con él. ¿Rompía con la Performance que había creado para estar con él? ¡No, imposible! Una visión en el momento más inoportuno y no me era posible plegarme a ella. Cuando las ignoré, mal me fue. ¿Fracasaría? Hiciera lo que hiciera: si me atenía a ella, sí y si no lo hacía, echaba mi futuro por la borda. No podía ser una visión. Decidí apartar el pensamiento.
   Se llevó los platos y en la soledad deprimente del comedor minimalista volví a fijarme en el clavo. Me moría de ganas de saber qué había colgado allí, pero no debía preguntar, no era de mi incumbencia y más si lo había retirado para que no lo viera. ¿Algún desnudo erótico o era algo diferente? Era una persona tan extraña, que cualquier cosa era posible.
   Trajo el segundo, pescados fritos y una botella de vino blanco abierta. No pude ver la etiqueta, pero no me sorprendería que también fuera andaluz. Me llenó la copa y luego se sirvió él antes de sentarse.
   ¿No iba a hablar en toda la cena? Cogí mi copa y la levanté.
   –Por nuestra Performance –dije intentando animar la fiesta.
   Tomó su copa y la acercó a la mía, hasta rozarla.
   –Por usted –me mantuvo la mirada breves segundos, una mirada fría e insegura.
   Bebimos y ahí acabó la conversación. Necesitado, estaba necesitado de afecto, lo pedía a gritos, aunque no supiera pedirlo, aunque lo evitara a toda costa, por eso estaba descolocado, perdido. Si él no hubiera sido tan frío, le habría dado un abrazo por haber tenido el detalle de prepararme una cena andaluza. ¿Por qué lo había hecho?, ¿por qué había tenido el detalle? ¿Le gustaba? Pues bien que lo disimulaba.
   Acabamos de tomar el pescado entre sorbos de vino y volví a notar su efecto, era extraño, porque un par de copas nunca me habían dejado fuera de circulación. Y así, llegamos al postre y lo único que tenía eran ganas de acabar y marcharme.
   ¿Por qué había tenido que soñar con él? ¿Habría soñado él conmigo? La Virgen de la Estrella tenía que sacarme de tanto embrollo, estaba ofuscada. Antes era todo tan sencillo, cuando me metí en la Performance todo se complicó. Esforzarme, debía esforzarme más todavía, todo esfuerzo tenía su recompensa.
   –¿Se encuentra bien? –escuché su voz entre calores que me subían a la cabeza.
   –Sí. Creo que se me ha subido el vino.
  –Es culpa mía, no debí servirle el fino sin acompañamiento, pero como íbamos a cenar…
   Sí, íbamos a cenar, lo sabía de antemano. Me estaba entrando un calor, que iba a arrancar a sudar. Pues sí que me había hecho efecto.
   –Si quiere refrescarse, el lavabo…
   –Se lo agradezco –me levanté y de inmediato noté mi inestabilidad.
   Me acompañó hasta el baño. Cerré y me dieron ganas de sentarme en el taburete y olvidarme de todo, pero él estaba al otro lado. Abrí el grifo del agua fría y estuve un rato, mojándome la cara y bebiendo agua. Después de secarme, me miré en el espejo. No estaba roja ni nada y me sentía mejor.
   Había sido una cena curiosa e inesperada, pero totalmente aburrida; sin un atisbo de conversación, salvo cuando me reí o cuando levanté la copa. Si al menos hubiéramos dejado la reunión para la cena, hubiera sido más entretenida, pero era yo la que tenía que iniciar la conversación, o no existía. Debería haberle preguntado qué había retirado de la pared, aunque con lo reservado que era, igual le parecía mal. No era de mi incumbencia, sería mejor que me fuera a casa. Y la visión, no quería ni pensar en ella.
   Salí del baño y allí seguía él en el pasillo.
   –¿Se encuentra mejor? –preguntó un Interlocutor nervioso.
   –Creo que sí. Sólo ha sido el vino. Nunca me había pasado.
   Volvimos al comedor y no pude por menos que fijarme en el clavo solitario sobre la pared. Me quedé clavada al suelo mirándolo, sabiendo que no era cosa mía, pero tenía que preguntarlo.
   –¿Qué es lo que falta ahí –señalé.
   Se fue hacia el clavo y pasó la mano cerca de la pared, como si acariciara el objeto ausente.
   –Nada, no falta nada.
   –¿Nada? –estaba hurgando en alguna llaga…
   –Sólo es un recordatorio.
   Se alejó hasta el extremo opuesto de la habitación. Sí que le costaba hablar.
   –Un recordatorio –continuó cuando creí que no lo iba a hacer, cuando no iba a insistir más–. Me recuerda que yo pintaba…
   Su mirada seguía fija en la pared, no recordaba que nunca se hubiera dirigido a mí sin clavarme sus pupilas.
   –Sí…
   –Me recuerda que además de “La Primavera”, me gustaba “El nacimiento de Venus” –su voz se fue apagando.
   Entendía que le gustara Botticelli, o parte de su pintura, pero seguía sin comprender y su discurso podía acabar así. Necesitaba un empujón.
   –No acabo de entenderle.
   Respiró profundo y entreabrió los labios.
   –Si hubiera seguido pintando, ahora estaría ahí colgado.
   Entendí, o intenté comprenderle, mientras él continuaba mirando el vacío del cuadro que nunca existió. De pronto sentí curiosidad por conocer el resto de su casa, saber si había más clavos, más heridas abiertas, saber por qué dejó realmente de pintar; pero junto a la curiosidad se encendía una lucecita de alarma, la visión, diciéndome que no debía hurgar en los entresijos de su vida.
   –Me tengo que ir –fue mi lacónica respuesta.
   –La acompaño.
   Sonó el clic de la puerta y volvimos al despacho donde él era realmente él. Otro clic y salimos al vestíbulo. Me acompañaba, suponía que a la puerta, porque era capaz de querer hacerlo hasta casa, como un caballero, porque yo había estado un poco… indispuesta. No acababa de estar segura de nada. Últimamente era todo muy complejo y deseaba olvidar, caer en el olvido del sueño, o en el sueño del olvido, qué más daba. Y no quedaba tan lejano el último sueño, él…
   Cogió el abrigo del colgador y me ayudó a ponérmelo. Un caballero en toda regla, viviendo en el siglo equivocado. Había sido muy agradable…
   –Adiós –me dijo, todavía a mi espalda.
   Me volví. Estaba muy cerca, sus ojos eran tan cálidos en el sueño… Llevé la mano a su hombro, acerqué mi cara y rocé sus labios.
  –Adiós –le dije, todavía sobre ellos.
   Me volví y la puerta se abrió con el clic. Salí y llamé al ascensor. Sentía sus ojos fijos en mí. No quería volverme, no quería… era una locura. El ruido del ascensor al llegar me salvó. Me metí en el ascensor y pulsé el botón antes de sentarme.
   ¿Qué había hecho? Estaba obedeciendo a la visión…
   Interlocutor, ¿por qué tuviste que entrar en mis sueños? 

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