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Martes: la
primera cita
–Adiós, mamá. Un beso –colgué.
Tenía la boca seca después de haber pasado
más de veinte minutos al teléfono. Di un trago a la coca cola. Me costaba
creerlo, pero estaba más ilusionada que yo y fue incapaz de esperar a la noche
para saber cómo me había ido la cita con mi novio. Bendita mentira piadosa, había
evitado que siguiera sufriendo por una hija descarriada, le había devuelto la calma.
Sólo estando así, permitiría a mi tío Julián entrar en su corazón y eso era más
auténtico que la Performance. Si fuera necesario, volvería a mentirle.
Amelia
avanzaba entre las mesas con su bandeja de comida y al verme, se alejó en otra
dirección. Envidia era lo que tenía, porque ella no era de las que se
escandalizaran. No había sido la única que me había evitado, comenzaba a notar
un vacío en el entorno. Giré mi silla hacia el ventanal y apoyé los pies en la
repisa. No iba a afectarme una nimiedad así, había pasado por cosas mucho más
graves y había sobrevivido a todas ellas. Las nubes pasaban, mientras yo,
permanecía incólume disfrutando del solecillo.
Cristina aún tardaría un poco en llegar,
estaba en clase de fotografía. Me la había saltado porque la tenía perdida, las
prácticas del aula eran irrecuperables. Sabía que era una locura, pero intentaría
salvar las asignaturas que pudiera; aunque el silencio que me rodeaba gritara: márchate,
no queremos a los que son como tú. Sabía que en el fondo era pura envidia:
Violeta Vera, en el ecuador de sus estudios, protagonizaba una Performance. Eso
lo podrían haber hecho algunos de ellos, pero a nivel nacional, difundido vía
televisiva a todos los hogares españoles, sólo lo había conseguido yo. Ninguno
de ellos estaba a mi nivel, ninguno se desenvolvía en el terreno profesional, salvo
Agustín Fontiveros, un compañero de cuarto que iba por su segunda exposición
individual en una galería seria y vendía alguna que otra obra. Decía que no
ganaba dinero, pero que tampoco perdía. Yo me permitía trabajar en la
Performance, tenía un sueldo estupendo y todavía lograba sacar tiempo para
venir a la facultad.
Me volví para coger la botella de la mesa y
di un trago. Más aún, después del trabajo y alguna clase, me permitía momentos
de relax como éste, disfrutando del calorcito que se filtraba a través de los
cristales. Había tenido la primera cita oficial con Carlos y todo transcurrió
con la mayor naturalidad, sin que tuviera que recurrir a las pautas que me
había marcado para que todo saliera bien. La espontaneidad hizo que aflorara la
inocencia de un primer encuentro. La primera cita, en la que todo era nuevo, en
la que no sabías qué iba a suceder, en la que tenías depositadas todas tus
esperanzas.
El encuentro
me hizo recordar mis primeros escarceos amorosos, cuando el simple hecho de
salir con un chico me hacía sentir un revoloteo en el estómago, cuando el roce fortuito
de nuestras manos se convertía en algo excitante, cuando tenía miedo de que no
hubiera una próxima vez, cuando la espera hasta la siguiente cita se hacía
eterna…
Tiempos de inocencia, y de ignorancia.
Todavía recordaba a mi primer amor, aunque no recordara su nombre. Le llamaba Virtuoso,
porque además de ser monaguillo, decía que si nos besábamos antes de casarnos, cometeríamos
un terrible pecado. Por eso le dejé, quería algo menos platónico.
La
historia se repetía, había tenido una primera cita inocente, sin necesidad de
fingir. No me estaba volviendo una mojigata, yo quería más, pero no con la
intensidad y el deseo de hacía no tanto tiempo. Una vez dejé el escenario y
monté en el coche camino de la facultad, comencé a analizar lo ocurrido desde
un punto de vista técnico y antes de llegar a mi destino estaba telefoneando a
Pelos para decirle lo que quería: la ilusión y la inocencia de la primera vez.
Me dijo que se pondría a ello en cuanto le llegara el material y que no me
preocupara. Le había dejado una responsabilidad enorme, era más fácil pedirlo
que hacerlo. Por cierto, tenía que hablar con él, iba a hacerlo cuando llamó mi
madre.
Había sido una mañana muy completa. En la clase
de dibujo disfruté como hacía tiempo no me sucedía, ejecutando rápidos trazos
para captar el movimiento del modelo que evolucionaba hacia una alumna situada
en primera fila, igual que si le hiciera la corte, lo cual despertó en mí pensamientos
de ñoñería romántica, películas de enamoramientos fáciles y predecibles. Los aparté
rápidamente, pues no eran propios de mí, pero no la antigua canción que empecé
a tararear sin más: Forever Young, la cantaba Diana Ross. Comprendí lo que me
estaba sucediendo, sin pretenderlo, estaba trabajando en el problema que había planteado
a Pelos y que al parecer tenía una solución. Esperaba que no tuviera el trabajo
hecho y fuera demasiado tarde. El móvil se estaba calentando inútilmente en mi
mano. Lo encendí y llamé a Pelos.
–¿Qué tal lo llevas, Ben? –me costaba recordar
su nombre.
–¡Qué quieres que te diga! El montaje no
acaba de convencerme.
No era demasiado tarde.
–¿Conoces la canción Forever Young…
–¿Diana Ross? ¡Me encanta su voz!
–Pues la canción me hado una idea.
–¡Qué ilusión! Cuéntame.
–Música romántica que soporte las imágenes
del encuentro, pero sin pasarse, habrá tiempo para almibararse en los próximos
encuentros. Éste ha de ser tímido.
–Creo que te capto. Esa canción le va a
venir que ni pintada, ¿you know?
–Yes, I know.
–¡Vaya, ya van dos! Esta mañana estaba con
Marcos, ya sabes, el de sonido, y él con la cara a cuadros. Le estaba hablando
en inglés y no me entendió nada. Le volveré a llamar –hablaba a toda velocidad–.
Creo que con el nuevo sonido quedará perfecto, you know, y no hará falta tocar nada
más.
–Relájate, que te va a dar algo.
–Es que estaba preocupado, creí que hoy te
iba a fallar. Me has salvado la vida.
–Seguro que no estaba tan mal. ¿Dará tiempo?
–De sobra. Nos vemos luego en la revisión. See
you.
–See you later –colgué antes de que se
disculpara por hablar en inglés.
La
clase de dibujo era una delicia y además me ayudaba a desconectar del trabajo,
aunque alguna vez surgieran ideas como la de esa mañana. Me volví loca de alegría
cuando supe que había dado con la solución. Mi mano voló sobre el papel y en
poco tiempo tenía acabado el dibujo. Cambié de lugar mi taburete y empecé un
nuevo dibujo, superponiendo parcialmente la nueva imagen a la primera. Tardé
poco en acabarlo y volví a cambiar de lugar. Esta vez se quejó un compañero de
que no le dejaba ver y añadió que si también allí me tenía que hacer notar. Le
contesté que le cedía el protagonismo y me coloqué por detrás de él.
Cuando el profesor pasó por mi lado, se
detuvo y tras observar con detenimiento mi obra, dijo: acabas de representar el
movimiento del artista en torno al modelo. No fui consciente de ello, pero la alegría
de haber encontrado una idea para la Performance, unida al placer de dibujar y a
la rapidez de mi mano junto a una cierta improvisación, habían dado sus frutos.
Algo ciertamente particular, un experimento más propio de una cámara de vídeo, había
dicho el profesor, sabedor de mi Performance.
Fue la guinda del pastel y la gota que colmó
el vaso. Si algunos compañeros me ignoraban, al final de la clase sentí cómo una
ola de odio recorría la clase en dirección a mi persona. Más les valdría
intentar ponerse a mi altura, pero era más fácil odiar y criticar sin ninguna
razón; eso calmaba sus mentes primarias.
La noche anterior no era tan optimista y tras
el incidente del beso dudé de mi cordura, llegando a pensar que necesitaría un
psicólogo, pero cualquiera se fiaba de ellos. Por eso, decidí quedarme a dormir
en casa, Cristina era un remanso de paz y consiguió transmitirme el sosiego que
necesitaba. Dormir con ella se estaba convirtiendo en una costumbre y me dio por
pensar si no tendríamos inclinaciones lésbicas. De todos modos, fue mi mejor
bálsamo, porque Violeta Hyde no volvió.
Divino calor que me amodorraba. Era un gusto
que la primavera comenzara a notarse. Echaba de menos el buen tiempo de mi
Sevilla, los patios floridos, el olor a jazmín y ese azul celeste que inundaba
el firmamento. Por eso había llevado a Artista a pasear a los jardines, aunque
el cielo madrileño fuera más gris que azul.
–Hola.
Me giré y allí estaba Cristina.
–Hola.
–Vengo hambrienta.
–Pues vamos a comer.
Cogimos las bandejas y nos pusimos a la cola. El
plato del día era cocido y no me gustaba cómo lo preparaban, así que pedí
judías verdes y de segundo merluza. Cristina prefirió ensalada y pechuga de
pollo. Cogimos una botella grande de agua para las dos y continuamos hasta la
caja. El de delante estaba pagando y al verme hizo una mueca despectiva y
volvió la cabeza. Ni me inmuté.
Volvimos junto a la cristalera. Abrió la
botella y dio un trago.
–¿Qué tal te ha ido la primera cita?
Me pasó la botella y bebí.
–Hubo destellos, lo típico de una primera
cita, bastante auténtico para ser parte de una Performance. Fue… como volver a
la adolescencia. No creas que me he enamorado ni nada por el estilo, pero
después de tanto tiempo en paro… me hizo ilusión.
–No te quejes, que yo lo estuve hasta… –se
llevó una aceituna a la boca.
–Lo
sé. Hasta que conociste a tu Capitán. Para ti es la primera vez, cuando le
dejes ya verás cómo enseguida quieres tener a otro.
–No
pienso dejarle, le quiero –y al decirlo se sonrojó–. ¿Cómo estuvo él?
–Algo reservado, las cámaras, todavía le intimidan.
–Y tú, ¿cómo te encuentras?
–En una nube. La Performance va viento en
popa y ya has visto en clase. Además, mientras dibujaba me ha venido una idea
para la emisión de hoy.
–Eso está muy bien.
–Me sentó bien quedarme contigo. Hasta ayer
pasaba de la euforia al pesimismo con una facilidad pasmosa.
–Estabas cansada –se sonrojó de nuevo.
–Creo que era más bien el agobio de pensar
si voy a poder con ello, añadido a los problemillas que van surgiendo y hay que
solucionar.
–Estaré contigo siempre que me necesites
–dejó el tenedor y me cogió la mano–. Igual no deberías quedarte sola. ¿Por qué
no vienes a dormir a casa?
Me había
trasladado para evitar en lo posible a los periodistas, si me seguían,
chafarían la cita del día siguiente. Obligaría al chofer a madrugar más de la
cuenta, traer un vehículo diferente y que se asegurara de que nadie nos seguía.
Por otro lado me apetecía. Sonó mi teléfono y aplacé la respuesta.
–¿Sí?
–Soy Piero. Se retrasa media hora la
entrevista. ¿Algún inconveniente?
–Ninguno.
–A las seis y media entonces. Ciao, bambina.
–Ciao, Piero.
Colgué.
–Se retrasa la entrevista con los
periodistas. En cuanto acabe, voy para casa.
–Estupendo.
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