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Sábado: camino de Sevilla
Hacía poco que habíamos subido al tren y el
paisaje ya desfilaba a gran velocidad. Acomodada en una butaca ligeramente
reclinada y con el reposapiés avanzado, me sentía realmente cómoda. La
sensación de movimiento en el interior del vagón era mínima, hasta el punto de
que si cerraba los ojos, la impresión de velocidad desaparecía. Nada que ver
con los trenes rápidos de hacía no tantos años, que circulaban dando bandazos por
aquellos raíles prehistóricos.
Una vez viajé en uno de ellos. Debía tener
doce años. Tío Julián tuvo que venir a Madrid a resolver un negocio y nos pidió
que le acompañáramos. A mí me convenció fácilmente, dijo que me iba a comprar
unas pinturas y un papel especiales que no vendían en Sevilla; más adelante descubriría
que allí también los teníamos. Mi madre vino para protegerme de los peligros
que acechaban en la gran ciudad, de los cuales no quiso darme explicación. Ni
qué decir que regresamos sanos y salvos: mi tío con sus trámites resueltos, mi
madre con un vestido nuevo que le sentaba fenomenal, y yo con unas recién
descubiertas pinturas al pastel. Qué poco nos importaron entonces los bruscos
vaivenes del tren, era lo que había.
Tío Julián regresaba más emocionado por los
regalos que nos compró que por su asunto y eso que aseguró había sido un éxito.
Mientras esperábamos que lo resolviera, mamá y yo dimos una vuelta por los
alrededores de la Puerta del Sol. Entramos en una tienda de modas en la que vio
un precioso vestido esmeralda que le encantó. Estuvo mirándolo y remirándolo,
hasta que la dependienta logró convencerla para que se lo probara. Le sentaba
fenomenal y al verse en el espejo, se emocionó. El precio fue lo que la
disuadió. Le dije que se lo podía comprar el tío, que él tenía mucho dinero,
pero me dijo que ni se me ocurriera volver a mencionar el vestido. Fue más
tarde, durante la compra de mis pinturas, vi el verde esmeralda que traía la
caja y solté que era como el vestido que le gustaba a mamá. Salimos de la
tienda con mis fabulosas pinturas y el papel especial –en aquel tiempo me
vinieron de fábula para recrear una de mis visiones–, y con mamá enojada
conmigo por el chivatazo, protestando de camino a la tienda de modas. Tío
Julián le hizo probarse otra vez el vestido, dijo que le quedaba tan bien que tenía
que comprárselo; un vestido que mamá usó desde entonces en ocasiones
especiales.
No era el mismo viaje de antaño. No me daba
cabezazos por los traqueteos y si me levantara, no necesitaría echar mano al
primer asidero que encontrara para no caerme. Hasta el paisaje había cambiado. Los
páramos desolados, los árboles solitarios y las carreteras con diminutos coches
a los que a veces sobrepasábamos, se habían convertido en una sucesión de
bandas de colores. Velocidad. Me acordaba de cuando estudié el Futurismo, debió
de ser Marinetti el que dijo que era más bello un coche de carreras que la
Victoria de Samotracia. Estaba de acuerdo con él, las fotos que había visto de
la escultura, aunque los entendidos en Arte Clásico dijeran que era algo
sublime, a mí me dejaban un tanto indiferente. En cambio, algunos deportivos
como el Lotus que se había comprado Felipe, eran verdaderas preciosidades,
auténticas obras de Arte.
Un paisaje reducido a una sucesión de bandas
de colores cambiantes que desfilaban a toda velocidad. A los futuristas seguramente
les habría encantado, pero a mí me parecía demasiado rectilíneo, lo mismo que
le ocurriría a Zóbel; aunque abstraía todo paisaje que veía, entendía que la
naturaleza estaba llena de curvas. Como motivo artístico, sería preferible montar
en una montaña rusa y disfrutar de un sinfín de curvas enredadas. Curvas
ondulantes y concéntricas, como las que tuve en la última visión; tenía que
empezar a hacer bocetos antes de que se perdieran en algún recoveco de mi
memoria.
Cristina, risueña y ausente, también miraba
por la ventana. No sabía qué pensaría de aquellas bandas de color, pero seguro
que tampoco la seducían en exceso, porque todavía no había sacado su cuaderno
de dibujo.
Franja de color que el aerodinámico tren
devoraba a toda velocidad, al final de la cual, me aguardaba mi pasado. Sevilla,
la tierra que me vio nacer y en la que tuve las primeras visiones, que fueron
las causantes de mi afición a la pintura. Al otro extremo, se desvanecía Madrid,
la tierra que me veía crecer como artista y en la que las visiones se
transformaban en una obra artística que me llevaría a ocupar un lugar entre los
elegidos en el Olimpo del Arte.
Avanzaba
hacia el pasado y dejaba atrás el futuro, aunque sonara un tanto incongruente. El
AVE se había convertido en un túnel del tiempo que me llevaba a toda velocidad
hacia un pasado en el que me invadiría la nostalgia y me envolvería en los recuerdos.
Al día siguiente, ese mismo túnel del tiempo, debería devolverme al futuro.
El débil sonido de un timbre, de sobra
conocido, me importunó. Deberían estar prohibidas las comunicaciones a través
del tiempo.
–¿No
lo coges? –dijo Cristina volviéndose hacia mí.
Hacía tiempo que ella debía estar en Sevilla
y el sonido la había hecho regresar.
–Anoche comenzó mi periodo de descanso.
Debí haber apagado el móvil, o mejor haberlo
dejado en casa.
–A lo mejor es tu madre.
–Podría ser.
Una llamada del pasado. Hice un esfuerzo y saqué
el teléfono del bolso. Había momentos en que odiaba el dichoso cacharro. Mi
pulgar hizo un esfuerzo y lo activó.
–Es Interlocutor. Se lo dije, igual que a
los de la Cadena; no estoy para nadie.
–Espera –Cristina puso la mano sobre el
teléfono–, no lo apagues. Es una llamada romántica –se sonrojó ligeramente.
Le había
contado lo sucedido y aunque le aseguré que sólo se trataba de una aventura, ella
pensaba que había algo más profundo.
–Como sea algo del trabajo, le cuelgo.
Con cierta reticencia, pulsé el botón.
–Hola Jaime –su nombre, aún sonaba extraño
en mis labios. Nunca dejó de ser Interlocutor,
–Hola Violeta. He soñado contigo.
–Algo bonito, espero.
–Paseábamos por una vereda en el bosque
–tardó en contestar.
–Es curioso, siempre nos hemos visto en tu
despacho. Y qué más pasó…
–No te cuento más. Es demasiado…
–¿Atrevido? –le interrumpí.
–Íntimo.
–¿Más íntimo que lo de anoche? –había
despertado mi curiosidad.
–Sí.
–Lástima que sólo fuera un sueño.
–No me hubiera atrevido…
–Pues ya ve que de un modo u otro, esas
cosas siempre acaban muy, pero que muy húmedas…
Sabía que estaba siendo mala, pero no pude
reprimirme. Cristina me miró con los ojos como platos.
–Sólo quería que supieras que he soñado
contigo. Adiós.
–Un beso.
Aunque estuviera fuera de circulación,
seguía provocando pasiones desatadas, en este caso poluciones, porque estaba segura
de que eso era lo que había ocurrido.
–No deberías asustarle de esa manera. Jaime
está loco por ti.
–Lo sé, pero es mejor así. Sólo ha sido una
aventura y ya ha terminado.
Cristina se volvió hacia la ventana. Era una
romántica.
Había sucedido porque estaba eufórica, porque
todo me iba muy bien, porque al fin y al cabo nadie se iba a enterar. Y no
acabamos en la cama porque él era la segunda vez que se enamoraba, la primera
que era correspondido y no necesitaba llegar tan lejos. Debí haberlo intentado,
seguía llevando preservativos en el bolso, pese a que hubiera tenido que dejar
mis aventuras. Me estaba volviendo una chica buena, tanto que hasta me daba
pena de Interlocutor. Era su primera vez y me perdía. ¿Por qué tenía que
preocuparme eso? Él no entraba en mis planes y para corroborarlo, había dicho:
lástima que nos hayamos conocido cuando tu destino está sellado. Él lo había
asumido el día anterior, aunque me saliera con que había soñado conmigo, aunque
le costara olvidarme. Y para mí, ¿qué fue? Una aventura dichosa que remató un
día feliz con una visión maravillosa, que corroboró la armonía que reinaba en
mi vida y que me lanzaba hacia un futuro esperanzador…, porque era eso, ¿no?
¿Por qué había tenido entonces una visión
tan feliz cuando estaba con él? Era como si dijera que Interlocutor y yo… y eso
no podía ser. ¿Qué significaba? ¿Era o no era una visión? Estaba confundida,
debió ser una ilusión, una fantasía, el cúmulo de trabajo de los últimos días
reflejado en la euforia de acabar una fase y estar lista para la siguiente.
Maldición, la dichosa llamada me había
retraído al furgón de cola, devolviéndome al futuro. ¿Por qué habría cogido el
teléfono?
Tenía que olvidar, Interlocutor pertenecía a
Madrid y yo me alejaba de allí a velocidad supersónica. Olvidaría todo lo
referente a la capital y al futuro, mientras volaba a Sevilla, a encontrarme
con mi pasado.
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