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Sevilla
El aroma a jazmín me envolvió. Esa fragancia
olvidada y largo tiempo añorada despertó mis sentidos, los abrió a la
ciudad y la ciudad entró en mí. Estaba
viva y la alegría formaba parte de ella,
se podía sentir en sus calles y plazas, en sus árboles, plantas y flores, en su
cielo. Esa alegría era contagiosa, por eso los sevillanos éramos gente sencilla
y alegre, expresiva y dicharachera, jaranera y cantaora. Aspiré profundamente,
queriendo absorberlo por todos los poros de mi piel. Entonces, los recuerdos de
toda una vida, que parecían tan lejanos, volvieron más intensos que nunca y fue
como si nunca hubiera estado en otro lugar.
Mi querida Sevilla, pobre olvidada a manos
de un Madrid incierto, triste y frío.
–¿Qué
ocurre, hija? ¿Por qué te detienes?
–Es el olor, que se prende en mí. Lo echaba
de menos.
–No me extraña, Violeta –dijo mi tío–. Allí
huele a contaminación.
El olor se me había metido hasta el alma.
Comprendí que para ser feliz, había que vivir en Sevilla. Me solté del brazo de
mi madre y me acerqué a la reja a la que asomaba aquella orquestación floral.
Arranqué una flor y me la prendí en el pelo. Después, cogí otra para mi madre y
se la puse.
–¿Eres feliz allí? –preguntó mi madre.
Me quedé pensativa. En el momento que el
olor del jazmín se apoderó de mí, volví a ser sevillana.
–Lo soy, porque llevo en mí la alegría de
esta tierra. Vamos –tiré de ella.
Desde que salimos del restaurante, paseábamos
sin rumbo fijo, haciendo tiempo hasta que abrieran la capilla. Iba cogida del
brazo de mi madre y ella del de Julián. Tras una comida en la que no me pude
resistir a pedir gazpacho y unos huevos a la flamenca, tuvimos una larga sobremesa
en la que nos pusimos al día sobre naderías: cómo iba la abaniquería, la casa,
o mi vida en Madrid. Prudentemente, no pregunté por su relación y ellos tampoco
ahondaron en mi trabajo. Les comenté que tenía la intención de acercarme a ver
a la Virgen de la Estrella en cuanto abrieran la capilla. Mamá se emocionó y dijo
que me acompañaba y el tío, que lo hacía hasta la puerta; él no era devoto.
Se acercaban las seis y cruzamos el puente.
A pleno sol, empezaba a notar el calor al que había dejado de estar
acostumbrada. Llegamos a la Capilla de la Hermandad de la Estrella, con su
fachada estrecha encajada entre dos viviendas, aunque de chica me pareciera
enorme. Seguía igual que siempre, de color albero con adornos en blanco, la
puerta doble de madera oscura tachonada de dorados, el balcón asomando sobre
ella, más arriba las tres ventanas de arcos y coronando el conjunto, la
campana.
Mi madre seguía emocionada. Por un lado
estaba su recién estrenada relación, por otro había vuelto yo y para más inri,
me venía a ver a la Santísima. Era el súmmum, para alguien tan religiosa como
ella. Si supiera que había dejado de ir a misa… pero el fervor a María
Santísima de la Estrella Coronada no me lo quitaba nadie. Era de la devoción de
mamá, y yo la había heredado.
Julián dijo que nos esperaba en la
cervecería de al lado y nosotras entramos en la Capilla de la Hermandad. Dejamos
al frente el altar del Jesús de las Penas y nos dirigimos a la capilla de
Nuestra Señora. Dos copas enormes repletas de flores delante del retablo dorado
en el que se encontraba la Virgen. El primer y el segundo banco estaban
ocupados. Nos quedamos en el tercero y nos arrodillamos. Me hubiera gustado
estar a solas con ella, pero había mucha gente que como yo, le tenía fervor.
De nuevo el olor, una mezcla de flores y
velas encendidas, olor a Iglesia. Mi querida Virgen de la Estrella estaba
preciosa con su cutis pálido bañado en lágrimas, esas lágrimas que parecían
perlas derramadas sobre su rostro. Me hubiera gustado ver su rostro feliz
cuando venía a darle las gracias. ¿Por qué lloraba mi Estrella? Nunca me paré a
pensar en el porqué de su tristeza, la había conocido así y nunca lo
cuestioné.
–Estrella mía –oré en silencio–. Vengo a
darte las gracias por todo lo que has hecho por mí. Gracias a ti, todo me ha ido
saliendo bien. Gracias de todo corazón. También quiero que bendigas el amor que
ha surgido entre mamá y el tío. Fue el recibimiento más bonito que pude tener
cuando bajé del tren, mamá con el vestido verde esmeralda, cogida del brazo del
tío. ¿No te parece enternecedor?
Recordé que en el tren vine pensando en el
vestido verde. ¿Habíamos tenido telepatía para que viniera con él? Aquel
vestido tan lejano, habrían pasado… ocho años. El tío dijo que estaba muy guapa
con él y que tenía que comprárselo. ¿No se enamoraría de ella en aquel momento?
En cualquier caso, mamá volvía a vivir. Cuando les vi en la estación,
esperándome al pie del tren, cogidos del brazo, lo que sentí, fue una sensación
de alegre placidez… Dejar a Cristina en su casa, llegar a la nuestra, todo se
difuminó tras ellos. Estaba emocionada de volver a estar entre ellos y más,
intentando desvelar esos pequeños detalles que les acercaban. Durante la comida
quise sentarme frente a ellos para contemplar lo buena pareja que hacían. Después
de haber visto a mamá tan desenvuelta con Julián en mi presencia, sin ninguna
vergüenza, comprendí que el futuro era de los dos.
–Estrella mía, que me perdone papá que en el
cielo esté, pero él se fue hace mucho y mamá necesitaba volver a ser feliz.
Me distrajo la voz de alguien que rezaba en
voz alta. Una segunda le replicó. Eso no era un rezo, estaban hablando. Las del
primer banco estaban vueltas hacia mí. Al verme, se giraron hacia adelante,
pero siguieron cuchicheando. ¿Por qué miraron así y por qué se persignaron? Debieron
reconocerme. ¿Tanto rezo, tanta beatería y veían la Performance? Viejas
meapilas… Las ignoré, aquello no iba conmigo.
–No me extraña que llores. Nos alivias y a
cambio te cargas con nuestros pesares y sufrimientos.
Cerré los ojos. No quería que volvieran a
interrumpirme las viejas beatas.
–Solas tú y yo, Estrella mía. Ilumíname,
todavía me queda mucho camino por recorrer. Ilumíname con el fulgor de tu
corona, esa estrella dorada que guía mi camino; ilumíname con el resplandor de
los adornos del manto que te cubre. Tenía tantas ganas de hablar contigo y
estaba tan lejos… ahora te veo, y te siento tan cerca…
Los murmullos habían desaparecido. Sólo
estábamos ella y yo, podía sentir su presencia como una brisa de aire fresco
envolviéndome.
–Quería hablarte de mi futuro, todavía me
queda tanto por hacer y es todo tan difícil… Sólo con tu ayuda seré capaz de
salir adelante, más ahora que llega lo más difícil. Voy a concebir un hijo y no
sé si mi pareja será un padre para él, o por el contrario deberé criarlo sola… Estoy
desvariando. Estrella mía, sólo te pido que sigas cuidando de mí en el futuro,
para que mi Performance siga adelante y me lleve a un futuro pleno. Esa es la
esencia de las cosas, los detalles se irán solucionando en su momento. Estrella
mía, un hijo es algo tan bonito…, tendré que aprender a quererle. Sólo quiero
pedirte que cuides de mí, con eso me basta…
Sentía la brisa fresca en la penumbra
luminosa, como el perfume de miles de jazmines entrando a borbotones por mi
nariz. Mis rodillas dejaron de sentir el reclinatorio, olvidé el peso de mis
brazos y floté ingrávida en su seno protector, en una dimensión ajena a este
mundo, en un estadio de felicidad inmensa. Con los ojos cerrados, la veía en
todo su esplendor, bajo una corona refulgente, envuelta en un manto de
terciopelo azulísimo repleto de adornos luminosos.
–Estrella Mía… Las lágrimas barridas por la
brisa abandonan tu rostro transformadas en perlas purísimas y se posan en tu
corona haciéndola refulgir. Tu rostro olvida esa expresión de infinita tristeza
y se muestra dulce conmigo. Me miras con tanta intensidad, con tanto amor…
Por momentos, sus ojos cálidos se volvieron
grises y un escalofrío recorrió mi espalda cuando creí ver el rostro de
Interlocutor en vez del suyo.
–¡Estrella mía! No dejes que mi mente me
juegue malas pasadas.
El resplandor de su corona se iba apagando,
su manto dejaba de refulgir y lo único que seguía viendo era aquel par de ojos
grises, unos ojos grises, dulces. No podía soportar que él intentara ocupar su
lugar. Abrí los ojos a la luz real y la alucinación desapareció.
Mi Estrella
volvía a estar triste. Había sido el desvarío de una mente cansada que necesitaba
reposo. Y un bisbiseo de rezos llegaba hasta mí. Sentí el banco bajo mis
rodillas y a mi madre que me miraba de soslayo. Desde que llegara esa mañana,
estaba pendiente de mí. Es como si todavía no acabara de creerse que estaba con
ella. Pobrecita mía, al día siguiente me volvería para Madrid.
–Hija, ¿estás bien?
–Sí.
–Te veía tan ausente…
–Hablaba con Ella –se emocionó y me dio un
beso–. Nos vamos cuando quieras.
Salimos de la capilla, entre el murmullo de
las falsas beatas, que habían vuelto a alterarse.
Julián nos esperaba sentado en la terraza
con una cervecita. Nos sentamos con él. A nuestro alrededor, la gente pasaba,
conversaba, reía, paseaba sin prisas; era la alegría de vivir, algo que Madrid
había olvidado, donde casi todo el mundo parecía apático, triste o
apesadumbrado. ¿Por qué no podía tener lo mejor de los dos mundos?
Me desperté temprano y lo primero que pensé
fue en dibujar. Saqué el lápiz y el cuaderno de la bolsa y bajé corriendo al
patio. Quería dibujar la luz, pero para ello era importante que llegara a
comprenderla. Tenía que absorber el espíritu del patio, el flujo de la luz tomando
posesión de las hojas y las flores; entonces mi obra sería buena.
El primer intento fue muy realista. La luz,
el color y la fragancia traducidos a unos trazos grises, pero eso no sería nada
si no lograba captar la esencia de todas esas plantas que daban vida al patio
una vez que la luz las tocaba con su halo de magia. El segundo intento comenzó
de manera un tanto impresionista, intentando captar esa esencia que se me
escapaba; eso era lo que hacía Cristina. Ella era mejor dibujante que yo, aunque
anoche, fui yo la que sacó el cuaderno…
Habíamos quedado para salir y estuvo
desenvuelta como nunca la había visto. Se habían invertido los papeles, ella
era yo y yo era como ella, comedida y tímida… Yo estaba en otro mundo, captando
la esencia del lugar… y saqué la libreta del bolso y empecé a dibujar mi visión,
mientras ella tonteaba con los chicos y se enrollaba con uno de ellos. Me
alegré por ella y a la vez, sentí un poco de envidia.
Sentí una mano sobre mi hombro. Era mamá,
era su mirada dulce y era su amor. Se agachó a darme un beso en la mejilla.
–Es precioso –dijo mirando el dibujo–. ¿Te
apetece desayunar?
–Estoy hambrienta.
Fuimos a la cocina y mientras preparaba el
café y calentaba la leche, colgué el dibujo de una alcayata libre. Tenía nueva
cocina, una vitrocerámica. Había pasado de la prehistoria al futuro, sin duda
era la influencia del tío Julián.
–Ahí se va a ahumar.
–Así tendré que volver pronto para hacerte
otro y será mejor que éste –corté el pan y lo puse en la sartén.
Era lo que deseaba, venir más a menudo,
disfrutar de la vida. Me podía permitir venir todos los fines de semana que
quisiera.
–Creo que lo enmarcaré. Es muy especial para
dejar que se estropee –peló los tomates y los puso en un plato.
–¿Por qué es tan especial?
–Pronto te casarás y puede que tus dibujos
sean diferentes –sus ojos se entristecieron.
Ahora era ella la que me recordaba el futuro
y sonaba a que supiera algo.
–No te preocupes. Seré la misma. Oye, ¿no
habrás tenido uno de tus pálpitos?
–No –apartó la mirada.
Su respuesta no me convenció, pero no quería
indagar en el futuro, no ese día. Saqué el pan, le eché aceite y mi madre
empezó a untarle el tomate. Me levanté a por la leche, ya debía estar caliente.
–Cómo me gustaría ir a tu boda.
–Ay, mamá –me volví–, este fin de semana es
para nosotras. No quiero hablar del futuro.
Vertí la leche, eché café y azúcar y llevé
las tazas a la mesa.
–Si
por lo menos le hubieras traído, me hubiera gustado conocerle personalmente.
–Mamá, déjalo.
–Hija, comprende que me gustaría acudir a tu
boda.
–Irás a la auténtica. Esta te sonaría a
fiasco –mi mentira piadosa se prolongaba, ¿hasta cuándo sería así?
Empezar a comer evitó prolongar una
conversación agónica. Aquella paz que había venido buscando a casa se resistía
a permanecer inalterada. Una falsa visión en la capilla y al parecer mamá
también había tenido una. ¿Habría tenido ella también falsos pálpitos? ¿Tendría
que ver con esos ojos grises también? De cualquier modo, no quería saber.
Después de desayunar volví al patio con ganas
de olvidar el futuro y deseos de dibujar, con el ansia y la desesperación de
quien no pudiera hacerlo nunca más. Esta vez mi madre salió conmigo. Sacó un
taburete y permaneció en silencio junto a mí, mientras retomaba la idea de esa
mañana e intentaba de nuevo captar la esencia de aquel patio que no podía tener
en Madrid.
Se estaba tan bien allí, con ella… Quise
quedar varada para siempre en un sempiterno estado de olvido y felicidad.
Dibujando allí en el patio. Ese era mi sueño.
No me dolió partir. No me dolió ver las
caras apenadas de mi madre y mi tío, al fin y al cabo se tenían el uno al otro.
No me dolió ver la lágrima que apareció en la mejilla de Cristina cuando el
tren se puso en marcha. Estaba como anestesiada. Mi mundo era otro y diferente,
no estaba aquí, tampoco allí; lo comprendí al ver todo lo que había dejado en
Sevilla y lo que me faltaba en Madrid. No sabía dónde estaba mi mundo, pero sí estaba
segura de estar luchando por alcanzarlo y que muy pronto, éste vendría a mí. Esperaba
que me ofreciera lo mejor de mis dos ciudades, ¿por qué no iba a ser así?
–Virgencita, Estrella Mía, que así sea.
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