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El
maestro
Había terminado la
novela y llevaba un día sin leer. Estaba impaciente por comenzar un nuevo
libro, pero hasta que no acabara la escuela no podía ir a ver al maestro. De
puro aburrimiento, le pidió labor a su madre y ésta, le dio unos calcetines
para remendar. Con lo poco que le gustaban el hilo y la aguja y ahí estaba,
haciendo tiempo hasta que acabara la escuela.
El reloj de la
iglesia dio las cinco. Acabó el zurcido, no le había quedado mal. Se olvidó del
otro calcetín, cogió la novela y se encaminó a casa del maestro. Guardaba muy
buenos recuerdos. Su antiguo maestro, don Matías, le siguió prestando libros
cuando ella acabó el colegio. Debió leer la mitad de su biblioteca, como él
llamaba a la estantería repleta de libros. Pero un buen día se jubiló y
mandaron un nuevo maestro. Don Matías tuvo a bien recomendarla para que éste
siguiera proporcionándole lectura. La primera vez que acudió a su casa, creyó
que le había recibido el hijo y preguntó por el maestro. Qué vergüenza cuando
se enteró de que él era el nuevo maestro. Muy joven, quien lo hubiera
imaginado. Y le siguió prestando libros. Pero él no tenía tantos y la mayoría
de las veces se los traía de la biblioteca de Segovia. Iba allí el sábado al
acabar la escuela y volvía el domingo por la noche.
Llegó a la casa del
maestro, estaba pegando a la escuela. Llamó a la puerta.
–Hola, Elena, ¿qué
tal?
–Buenas tardes, don
Anselmo. Ya lo he acabado –le mostró el libro.
–Pasa, haz el
favor.
Entró en la casa y
fue hasta la sala, como siempre.
–Siéntate, por
favor –le indicó muy cortésmente.
Era como un ritual,
ahora él se sentaría y hablarían de lo que había leído y después le dejaría
otra novela probablemente traída de la biblioteca. Dejó el libro sobre la mesa.
–¿Y bien? –dijo sentándose
frente a ella.
–Es distinto. Es
fantasía, pero pretende hacernos creer que es real.
–¿Y qué tiene de
malo? –apoyó la mano en la mejilla.
–Pues hay otro tipo
de aventuras que aunque sean una fantasía, pueden ser ciertas. Por ejemplo Tom
Sawyer: pudo haber existido y vivir como lo hizo. Pero esto parece imposible.
–¿Y quién te dice
que lo que cuenta Julio Verne no pueda suceder algún día?
–¿Mandar un
proyectil a la luna, con gente dentro?
–Nunca se sabe.
Quizás llegue a ocurrir, o quizás no –cambió de postura en la silla sin dejar
de mirarla.
–El libro me ha
gustado. Pero esas ideas me resultan extrañas. Y tanta explicación técnica se
me hace pesada.
–Cierto, es muy
científico. Pero dime, ¿es mejor un dragón?
–Sí –dijo sin
dudarlo–, me parece más ameno.
Anselmo se levantó
y paseó por la habitación, se acercó a la estantería y cogió un paquete y lo
desenvolvió.
–No más Julio Verne
por el momento. Quizás más adelante, alguna de las aventuras orientales –se
volvió hacia Elena–. El domingo, previendo que te debía quedar poco para
acabar, traje estos dos –los dejó sobre la mesa–. Un escritor español, el otro
inglés. Escoge.
Elena tomó el de
encima y leyó: “La vida del Buscón”, Quevedo. Se alegró, sabía de qué iba, don
Matías les había hablado de él. Lo dejó y cogió el otro: “David Copperfield”,
Charles Dickens. Miró en el interior. Hablaba del autor y de la novela.
–Éste. Voy a probar
suerte con el inglés, Dickens. No he leído nada de él.
–Los dos son muy
buenos –miró a la cocina–. Iba a preparar la merienda. ¿Te gustaría
quedarte?
La pregunta la
pilló por sorpresa. No estaba bien abusar, pero tampoco quería hacerle un feo.
–Así hablamos un
poco más de Julio Verne.
–De acuerdo. Muchas
gracias.
Anselmo se fue y al
poco volvió con una bandeja. La dejó sobre la mesa. Había galletas, un par de
tazas de café y el azucarero. Ella se levantó y cogió el azucarero.
–Una o dos
cucharadas, Don Anselmo.
–Dos, por favor. Y
no me llames de usted, que hay confianza.
Echó el azúcar y le
acercó la taza.
–Toma –le costó
decir–. Echó una al suyo y se sentó.
Entre sorbos de
café, Anselmo empezó a hablar de Julio Verne. Entre mordiscos a la galleta ella
asentía. El café se acabó y él seguía, explayándose sobre el escritor y su
obra. Elena intervenía lo justo, sólo cuando le preguntaba. Pasó el tiempo y
comenzó a ponerse nerviosa, no veía la hora de irse. En un momento en que él
hizo una pausa le interrumpió:
–Don Anselmo, perdone. Es que está anocheciendo, y
tengo que ir a ayudar a mi madre.
–¡Oh, lo siento! Se
me ha ido el santo al cielo.
Elena se levantó y
fue a recoger las tazas.
–Déjalo, ya lo hago
yo. Estoy acostumbrado –se encogió de hombros– Por aquí no es fácil encontrar a
alguien con quien hablar, si no es de la tierra, los animales o el tiempo. Y
tutéame, no lo olvides.
–Si, don Anselmo.
Perdón, Anselmo –cogió el libro.
La acompañó hasta
la puerta.
–Espero que te
guste, ya me contarás. Hasta pronto.
–Adiós y muchas
gracias, por el libro y la merienda.
–Tu compañía ha
sido un placer.
Anochecía cuando
Elena llegó a casa. Entró en la sala, sus padres cenaban.
–Buenas noches
–saludó apurada–, perdón, es que se me ha hecho tarde –dejó el libro en la
mesa.
La madre se
levantó, fue al puchero y sirvió un par de cazos en un plato. Lo trajo a la
mesa y lo puso delante de su hija. Elena se sirvió agua en la jarra. La cena
transcurrió en silencio, sólo interrumpido por el ruido de las cucharas contra
el plato. Al terminar, Elena se levantó para retirar la mesa.
–Déjalo Elena, ya
lo hago yo. Creo que tu padre tiene algo que decirte.
Se quedó lívida,
agachó la cabeza y juntó las manos en el regazo, apretando. Aquello no tenía
buena pinta. No se atrevía a mirarle.
–¿Te ha dicho algo
tu madre? –intervino su padre, con voz serena y pausada.
–No –contestó en
voz baja.
–Así que no sabes
nada del asunto –dio un trago de vino y volvió a dejar la jarra sobre la mesa–.
Hija, tienes casi dieciocho años –sus ojos se encontraron y Elena los apartó–.
Sabes que la última cosecha no fue buena. Este año sólo podremos engordar dos
marranos, el resto de las crías habrá que venderlas. De momento aguantamos,
pero lo pasaremos mal. ¿Sabes que significa eso?
–Sí, padre. Pasar
hambre –le salió un hilo de voz.
–A no ser que… ¿se
te ocurre algo, hija?
Elena se agarró con
fuerza al borde de la mesa. Las últimas luces del día perfilaban su rostro
lívido. Se estaba imaginando lo peor.
–¿Quiere que me
case? –soltó con voz desgarrada mientras sus dedos se arqueaban rígidos sobre
la mesa.
–Espera hija –dijo
tomando las manos de Elena entre las suyas–, no voy a casarte.
Su rostro se
relajó, recobrando el color. Una lágrima asomó a sus mejillas.
–Sólo te pido que
nos ayudes, y no me refiero a echar una mano a tu madre en casa, que ya sé que
lo haces. Hasta ahora has disfrutado de mucho tiempo para ti, te has pasado las
tardes leyendo… –miró la novela.
–Sólo cuando no hay
nada que hacer… –interrumpió.
–¡Elena! ¿Qué
modales son esos? –intervino la madre.
–No pasa nada,
mujer. Hija, he hablado con Enrique. Necesita una persona en la taberna…
–¡Padre, no! ¡Allí
no! –gritó.
–No me interrumpas,
hija –dijo sin alterarse–. Ya he hablado con él y ha quedado todo muy claro.
Irás allí a trabajar.
–Sí, padre…
–manifestó resignada, otra lágrima hizo aparición.
–Puedes empezar
mañana mismo, cuanto antes mejor –la miró a los ojos–. Nos hace falta el dinero
y no he encontrado a nadie más que te pueda ofrecer trabajo. No son buenos
tiempos…
–Así lo haré,
padre. Mañana a primera hora estaré allí.
Un silencio
incómodo llenó la sala. La madre recogía, el padre daba sorbos de su jarra y
ella se miraba las manos.
–¿Me puedo retirar?
Estoy cansada –sin esperar la respuesta, se levantó de la mesa y fue hacia la
puerta–. Buenas noches, madre. Buenas noches, padre –salió de la sala y cerró
la puerta.
–Se le va a hacer
duro, muy duro.
–Yo en su lugar,
estaría igual. Ya se le pasará. Siento no haber podido encontrarle otro trabajo
mejor.
–Es que
precisamente en la taberna…
–Tu hija es más fuerte
de lo que te imaginas…
–Pero su despertar
va a ser muy brusco…
Elena se fue
directa a la alcoba. Comenzó a desvestirse, colocando con violencia la ropa en
el perchero. Acabó escurriéndose y fue a parar al suelo. Al cogerla se dio
cuenta de que le temblaban las manos. Ya con el camisón puesto, se tendió en la
cama y apagó la vela. Permaneció largo rato despierta, pensando en el giro que
iba a dar su vida. Aunque le diera rabia, sabía que su padre no estaba siendo
injusto. Tenía razón, pero en la taberna de Enrique, con la fama que tenía.
Decían que la última muchacha se le fue por andar todo el día tocándola, y que
a la anterior la había dejado embarazada. Ya podía andarse con cuidado. Lo
rajaría como intentara propasarse.
Mientras, en la sala,
el padre observaba la oscuridad a través de la ventana, con el ceño fruncido.
Su mujer terminó de recoger, se acercó a él y se apoyó en su hombro.
–Creo que deberías
frecuentar más la taberna, ahora que nuestra hija va a trabajar allí.
–No sé por qué
habría… –comenzó a contestar.
–Sí que lo sabes.
Para recordarle a Enrique que nuestra hija no es como las otras…
–¿Lo sabes? –se
volvió hacia ella.
–Es un pueblo
pequeño, todo se sabe. ¿Por qué crees que enfermó su mujer?
–Le he dejado las cosas
muy claras. No intentará nada con Elena.
–Esperemos que así
sea.
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