jueves, 1 de octubre de 2015

LA TORRE. Elena, capítulo 4.



4

El maestro

   Había terminado la novela y llevaba un día sin leer. Estaba impaciente por comenzar un nuevo libro, pero hasta que no acabara la escuela no podía ir a ver al maestro. De puro aburrimiento, le pidió labor a su madre y ésta, le dio unos calcetines para remendar. Con lo poco que le gustaban el hilo y la aguja y ahí estaba, haciendo tiempo hasta que acabara la escuela.
   El reloj de la iglesia dio las cinco. Acabó el zurcido, no le había quedado mal. Se olvidó del otro calcetín, cogió la novela y se encaminó a casa del maestro. Guardaba muy buenos recuerdos. Su antiguo maestro, don Matías, le siguió prestando libros cuando ella acabó el colegio. Debió leer la mitad de su biblioteca, como él llamaba a la estantería repleta de libros. Pero un buen día se jubiló y mandaron un nuevo maestro. Don Matías tuvo a bien recomendarla para que éste siguiera proporcionándole lectura. La primera vez que acudió a su casa, creyó que le había recibido el hijo y preguntó por el maestro. Qué vergüenza cuando se enteró de que él era el nuevo maestro. Muy joven, quien lo hubiera imaginado. Y le siguió prestando libros. Pero él no tenía tantos y la mayoría de las veces se los traía de la biblioteca de Segovia. Iba allí el sábado al acabar la escuela y volvía el domingo por la noche.
   Llegó a la casa del maestro, estaba pegando a la escuela. Llamó a la puerta.
   –Hola, Elena, ¿qué tal?
   –Buenas tardes, don Anselmo. Ya lo he acabado –le mostró el libro.
   –Pasa, haz el favor.
   Entró en la casa y fue hasta la sala, como siempre.
   –Siéntate, por favor –le indicó muy cortésmente.
   Era como un ritual, ahora él se sentaría y hablarían de lo que había leído y después le dejaría otra novela probablemente traída de la biblioteca. Dejó el libro sobre la mesa.
   –¿Y bien? –dijo sentándose frente a ella.
   –Es distinto. Es fantasía, pero pretende hacernos creer que es real.
   –¿Y qué tiene de malo? –apoyó la mano en la mejilla.
   –Pues hay otro tipo de aventuras que aunque sean una fantasía, pueden ser ciertas. Por ejemplo Tom Sawyer: pudo haber existido y vivir como lo hizo. Pero esto parece imposible.
   –¿Y quién te dice que lo que cuenta Julio Verne no pueda suceder algún día?
   –¿Mandar un proyectil a la luna, con gente dentro?
   –Nunca se sabe. Quizás llegue a ocurrir, o quizás no –cambió de postura en la silla sin dejar de mirarla.
   –El libro me ha gustado. Pero esas ideas me resultan extrañas. Y tanta explicación técnica se me hace pesada.
   –Cierto, es muy científico. Pero dime, ¿es mejor un dragón?
   –Sí –dijo sin dudarlo–, me parece más ameno.
   Anselmo se levantó y paseó por la habitación, se acercó a la estantería y cogió un paquete y lo desenvolvió.
   –No más Julio Verne por el momento. Quizás más adelante, alguna de las aventuras orientales –se volvió hacia Elena–. El domingo, previendo que te debía quedar poco para acabar, traje estos dos –los dejó sobre la mesa–. Un escritor español, el otro inglés. Escoge.
   Elena tomó el de encima y leyó: “La vida del Buscón”, Quevedo. Se alegró, sabía de qué iba, don Matías les había hablado de él. Lo dejó y cogió el otro: “David Copperfield”, Charles Dickens. Miró en el interior. Hablaba del autor y de la novela.
   –Éste. Voy a probar suerte con el inglés, Dickens. No he leído nada de él.
   –Los dos son muy buenos –miró a la cocina–. Iba a preparar la merienda. ¿Te gustaría quedarte?  
   La pregunta la pilló por sorpresa. No estaba bien abusar, pero tampoco quería hacerle un feo.
   –Así hablamos un poco más de Julio Verne.
   –De acuerdo. Muchas gracias.
   Anselmo se fue y al poco volvió con una bandeja. La dejó sobre la mesa. Había galletas, un par de tazas de café y el azucarero. Ella se levantó y cogió el azucarero.
   –Una o dos cucharadas, Don Anselmo.
   –Dos, por favor. Y no me llames de usted, que hay confianza.
   Echó el azúcar y le acercó la taza.
   –Toma –le costó decir–. Echó una al suyo y se sentó.
   Entre sorbos de café, Anselmo empezó a hablar de Julio Verne. Entre mordiscos a la galleta ella asentía. El café se acabó y él seguía, explayándose sobre el escritor y su obra. Elena intervenía lo justo, sólo cuando le preguntaba. Pasó el tiempo y comenzó a ponerse nerviosa, no veía la hora de irse. En un momento en que él hizo una pausa le interrumpió:
   –Don  Anselmo, perdone. Es que está anocheciendo, y tengo que ir a ayudar a mi madre.
   –¡Oh, lo siento! Se me ha ido el santo al cielo.
   Elena se levantó y fue a recoger las tazas.
   –Déjalo, ya lo hago yo. Estoy acostumbrado –se encogió de hombros– Por aquí no es fácil encontrar a alguien con quien hablar, si no es de la tierra, los animales o el tiempo. Y tutéame, no lo olvides.
   –Si, don Anselmo. Perdón, Anselmo –cogió el libro.
   La acompañó hasta la puerta.
   –Espero que te guste, ya me contarás. Hasta pronto.
   –Adiós y muchas gracias, por el libro y la merienda.
   –Tu compañía ha sido un placer.


   Anochecía cuando Elena llegó a casa. Entró en la sala, sus padres cenaban.
   –Buenas noches –saludó apurada–, perdón, es que se me ha hecho tarde –dejó el libro en la mesa.
   La madre se levantó, fue al puchero y sirvió un par de cazos en un plato. Lo trajo a la mesa y lo puso delante de su hija. Elena se sirvió agua en la jarra. La cena transcurrió en silencio, sólo interrumpido por el ruido de las cucharas contra el plato. Al terminar, Elena se levantó para retirar la mesa.
   –Déjalo Elena, ya lo hago yo. Creo que tu padre tiene algo que decirte.
   Se quedó lívida, agachó la cabeza y juntó las manos en el regazo, apretando. Aquello no tenía buena pinta. No se atrevía a mirarle.
   –¿Te ha dicho algo tu madre? –intervino su padre, con voz serena y pausada.
   –No –contestó en voz baja.
   –Así que no sabes nada del asunto –dio un trago de vino y volvió a dejar la jarra sobre la mesa–. Hija, tienes casi dieciocho años –sus ojos se encontraron y Elena los apartó–. Sabes que la última cosecha no fue buena. Este año sólo podremos engordar dos marranos, el resto de las crías habrá que venderlas. De momento aguantamos, pero lo pasaremos mal. ¿Sabes que significa eso?
   –Sí, padre. Pasar hambre –le salió un hilo de voz.
   –A no ser que… ¿se te ocurre algo, hija?
   Elena se agarró con fuerza al borde de la mesa. Las últimas luces del día perfilaban su rostro lívido. Se estaba imaginando lo peor.
   –¿Quiere que me case? –soltó con voz desgarrada mientras sus dedos se arqueaban rígidos sobre la mesa.
   –Espera hija –dijo tomando las manos de Elena entre las suyas–, no voy a casarte.
   Su rostro se relajó, recobrando el color. Una lágrima asomó a sus mejillas.
   –Sólo te pido que nos ayudes, y no me refiero a echar una mano a tu madre en casa, que ya sé que lo haces. Hasta ahora has disfrutado de mucho tiempo para ti, te has pasado las tardes leyendo… –miró la novela.
   –Sólo cuando no hay nada que hacer… –interrumpió.
   –¡Elena! ¿Qué modales son esos? –intervino la madre.
   –No pasa nada, mujer. Hija, he hablado con Enrique. Necesita una persona en la taberna…
   –¡Padre, no! ¡Allí no! –gritó.
   –No me interrumpas, hija –dijo sin alterarse–. Ya he hablado con él y ha quedado todo muy claro. Irás allí a trabajar.
   –Sí, padre… –manifestó resignada, otra lágrima hizo aparición.
   –Puedes empezar mañana mismo, cuanto antes mejor –la miró a los ojos–. Nos hace falta el dinero y no he encontrado a nadie más que te pueda ofrecer trabajo. No son buenos tiempos…
   –Así lo haré, padre. Mañana a primera hora estaré allí.
   Un silencio incómodo llenó la sala. La madre recogía, el padre daba sorbos de su jarra y ella se miraba las manos.
   –¿Me puedo retirar? Estoy cansada –sin esperar la respuesta, se levantó de la mesa y fue hacia la puerta–. Buenas noches, madre. Buenas noches, padre –salió de la sala y cerró la puerta.
   –Se le va a hacer duro, muy duro.
   –Yo en su lugar, estaría igual. Ya se le pasará. Siento no haber podido encontrarle otro trabajo mejor.
   –Es que precisamente en la taberna…
   –Tu hija es más fuerte de lo que te imaginas…
   –Pero su despertar va a ser muy brusco…
   Elena se fue directa a la alcoba. Comenzó a desvestirse, colocando con violencia la ropa en el perchero. Acabó escurriéndose y fue a parar al suelo. Al cogerla se dio cuenta de que le temblaban las manos. Ya con el camisón puesto, se tendió en la cama y apagó la vela. Permaneció largo rato despierta, pensando en el giro que iba a dar su vida. Aunque le diera rabia, sabía que su padre no estaba siendo injusto. Tenía razón, pero en la taberna de Enrique, con la fama que tenía. Decían que la última muchacha se le fue por andar todo el día tocándola, y que a la anterior la había dejado embarazada. Ya podía andarse con cuidado. Lo rajaría como intentara propasarse.
   Mientras, en la sala, el padre observaba la oscuridad a través de la ventana, con el ceño fruncido. Su mujer terminó de recoger, se acercó a él y se apoyó en su hombro.
   –Creo que deberías frecuentar más la taberna, ahora que nuestra hija va a trabajar allí.
   –No sé por qué habría… –comenzó a contestar.
   –Sí que lo sabes. Para recordarle a Enrique que nuestra hija no es como las otras…
   –¿Lo sabes? –se volvió hacia ella.
   –Es un pueblo pequeño, todo se sabe. ¿Por qué crees que enfermó su mujer?
   –Le he dejado las cosas muy claras. No intentará nada con Elena.
   –Esperemos que así sea.



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