6
La
bodega del castillo
–Por favor señora,
déjelo. Ya lo hago yo. Como se entere su señor padre, me mata.
–Ha sido
precisamente él quien me ha dicho que tenía que trabajar. Me ha mandado aquí
–mientras hablaba, siguió fregando el suelo de la cocina.
–Perdone que se lo
diga, pero este no es sitio para una dama. Por mucho que lo diga su señor
padre. En cualquier caso, le ayudo.
–Las órdenes de mi
padre son incuestionables. Sube a mis aposentos y encárgate de que los
arreglen.
–Sí señora, como
usted desee –hizo una reverencia y se retiró.
Cuando hubo
terminado con el suelo, comenzó a limpiar los taburetes y las mesas.
–¿Es que nadie me
va a atender? –sonó una voz grave.
Se sobresaltó, y al
echarse hacia atrás tropezó con un taburete, volcándolo. Volvió la cabeza
mientras lo levantaba. Un soldado apostado junto a la barra la observaba.
–¡Ay, disculpe! No
le había oído, perdone usted –echó a correr hasta la barra–. Le pido excusas,
capitán…
–Está bien, sírvame
una jarra de vino –al decirlo se le iluminó la cara–. Que sea del bueno –dio un
manotazo en el mostrador–. Y que sea grande –extendió los brazos con las palmas
abiertas.
–No faltaba más
–buscó la jarra más grande y la llenó–. Aquí tiene, espero que sea de su
agrado.
Sin contestar, se
llevó la jarra a los labios y dio un largo trago. Parece que le gustó, así que
volvió a lo suyo. Cuando terminó se puso a cocinar. Pronto se llenó el lugar de
gente, lo cual la puso nerviosa. No iba a poder atenderlos y cocinar a la vez.
Entonces una figura asomó por la esquina.
–Padre, ¿Qué hace
usted aquí, en las cocinas? No debería bajar. ¿Además, no había salido a pasear
a caballo por sus tierras?
–He vuelto antes
para ayudarte. Sigue en la cocina. Ya me ocupo yo de servir a toda esta gente.
–Pero usted no
debe…
–Hija, obedece.
–Como usted mande, padre –inclinó la cabeza.
Trabajaron sin
descanso durante horas. La gente comía y bebía sin parar. Afortunadamente,
llegó un momento en que el lugar empezó a vaciarse. Entonces pudo empezar a
recoger. Vio a su padre despejando las mesas.
–Padre, déjelo. Ya
acabo yo…
Siempre soñando con
el mismo lugar. Se levantó alegre y sin pereza por tener que acudir a la
taberna. Tras el desayuno y la tertulia con su madre, se dirigió hacia allí.
Las primeras horas transcurrieron en soledad, limpiando y adecentando el lugar,
mientras pensaba en el castillo de sus sueños. Después se metió a la cocina.
Era un espacio estrecho y minúsculo. A un lado estaba el fogón, una repisa y un
estante. De la pared colgaban unos pocos cacharros y perolas, los ajos y el
tomillo. Se puso a pelar patatas y sintió la puerta abrirse. Dejó el cuchillo y
salió.
–Buenos días, señor
Tomás. ¿Lo de siempre? –le dirigió una sonrisa.
–Sí, hija. Para qué
vamos a cambiar a nuestra edad.
–Aquí tiene –le
sirvió un vino–. Si no desea nada más, vuelvo ahí dentro, tengo que hacer la
comida –él movió la mano, dando a entender que podía retirarse.
Se volvió a la
cocina. Puso a calentar manteca en la sartén, cuando estuvieron listas añadió
las patatas. Cogió unos huevos, los abría y los echaba a la fuente. A continuación
se puso a batirlos. Entornó los ojos para recordar su sueño y sonrió.
Llegó el mediodía,
y con él, el bullicio. Después de haber estado trabajando desde el amanecer,
buscaban un poco de distracción, entraban alegres y locuaces, impacientes por
echar un buen trago de vino. Algunos también querían calmar el estómago. A esa
hora venía el tabernero para hacerse cargo de la barra. Ella no hubiera podido
atender la cocina y servir a los parroquianos.
Enrique asomó a la
cocina y se agarró al marco de la entrada.
–¿Están ya los
pimientos? –sus palabras resultaron un poco atropelladas.
–Espere a que eche
los huevos. Ahora se los paso.
Echó los huevos a
la sartén, removiendo para que se mezclaran bien con la patata. Cogió los
pimientos, les puso un poco de sal y se los pasó.
–Tenga.
–Vale, date prisa
con la tortilla, que vienen hambrientos –dijo con dificultad.
–Todavía falta un
poco.
Enrique desapareció
con el plato de pimientos.
Estaba a punto de
darle la vuelta a la tortilla, cuando sintió algo tras ella y se volvió. Se
sobresaltó, al ver al tabernero.
–¡Qué susto me ha
dado!
–Vengo por la sal
–apestaba a vino–, Pedrote dice que los pimientos están sosos.
–Un momento, que se
me quema –dijo mientras cogía un cacharro para darle la vuelta a la tortilla–.
Ahora se la paso.
–Ya la cojo yo –y
se arrimó más a ella con la intención de pasar al fondo de la cocina.
–Espere un momento,
que me tira la tortilla –se removió incómoda, con la sartén en una mano y el
cacharro en la otra.
–No te preocupes,
ya me las arreglo –dijo Enrique, pegándose a su trasero.
–¡Enrique! –gritó
El bullicio en la
taberna disminuyó. Algunas cabezas se volvieron hacia el hueco que conducía a
la cocina.
Sonó un golpe
metálico.
–¡Aaaaayyyy! –se
oyó gritar al tabernero.
–¡No vuelva a
entrar aquí mientras esté yo, cerdo! –se oyó gritar a Elena.
Reinó el silencio
entre los parroquianos, todos vueltos hacia la cocina.
–Eres unaaa…–sonó
otro golpe más fuerte que el anterior.
–¡Aaaaaarrr!
–¡Fuera!
–¡Aaaaaay, aaaaayyyy! –salió dando traspiés hasta el
mostrador.
Con una mano en la
cabeza y la mirada perdida, Enrique se dejó caer sobre el mostrador. Derramó
una jarra de vino que cayó al suelo, haciéndose añicos. Elena, con la sartén en
la mano, estaba apoyada en la repisa. Tenía la respiración acelerada.
Los parroquianos
prorrumpieron en carcajadas, su atención centrada en el agredido tabernero.
Tenía la cabeza pringada de huevo y patata, que empezaba a escurrir por el
rostro. Él, todavía anonadado, permanecía inmóvil.
–Ya nos hemos
quedado sin comida –dijo un gracioso, señalando su cabeza. Los demás le rieron
la gracia.
–Habrá que
enseñarle a comer, tan mayor y se la tira encima –volvieron a reír.
–Se ha resistido a
tus encantos –soltó un anciano–. Te vas haciendo viejo –no podían parar de
reír.
–Está guapo…
–Ésta te ha salido
brava...
–Le debe sobrar el
dinero para tirar así la comida y el vino…
–Esto te pasa por
beber…
Los comentarios siguieron
durante un rato, apagados por el estruendo de las risotadas. El huevo le empezó
a escurrir hacia el ojo. Se pasó la mano para limpiarse. En ese momento empezó
a ser consciente de que era el centro de atención de todos sus parroquianos.
Con el rostro desencajado, Enrique se dirigió ruidosamente a la cocina.
–¡Nunca más! ¿Me
oye? –gritó Elena con voz desgarrada. Se vio salir a Enrique andando hacia
atrás. Un cuchillo apuntando hacia su pecho, firme en la mano que lo sostenía,
asomaba por el hueco de la cocina. Enrique siguió reculando despacio, sin dejar
de mirar la punta del arma. Una vez alejado del peligro, se volvió despacio y
salió de la taberna. El cuchillo desapareció en la cocina.
El ambiente era
tenso, nadie se atrevía a romperlo. Al rato, un anciano que no estaba muy en
sus cabales, volvió a reír. Fue el detonante para que poco a poco, el resto se
contagiara. Y tuvieron tema para rato.
El hacha se hundió
en el tronco, saltaron astillas. Un golpe más, otro y otro, hasta que se partió.
Y cada vez que hendía la madera repetía un nombre, Enrique. Sudaba, estaba
cansada, le dolían las manos, los brazos, los hombros. Pero el trabajo físico
le vino bien. Necesitaba descargar su furia. En el patio de su casa había
suficiente leña para cortar hasta aburrirse o caer exhausta. Se detuvo a coger
los últimos trozos cortados. Le costaba agacharse, le dolían también la cintura
y los riñones. Ahora se sentía bien.
Antes, en su
habitación, había intentado leer y le resultó imposible. Entonces recordó que
su padre había mencionado que tenía que cortar leña. Lo había pasado realmente
mal, como si ella fuera la culpable.
Al salir del
trabajo, había pensado en ir hasta la laguna, pero no quería que nadie pensara
que huía y se encontraba mal. Al fin y al cabo, el único culpable era el
maldito tabernero, no quería ni pronunciar su nombre. Tenía que seguir con su
vida, así que volvió a casa.
Así que pese a que
el primer impulso cuando se le pasó el llanto fue dejar la taberna, se
convenció a sí misma de que no era lo mejor. Acabó en la cocina y salió, estuvo
recogiendo los vasos y platos. Quedaban pocos clientes que fueron yéndose, a
sabiendas de que la normalidad había vuelto al lugar. Cuando acabó la faena,
cerró y se fue.
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