5
El
trabajo
Salió de la
taberna, contenta de haber acabado la jornada de trabajo. No había sido tan
duro después de todo. Los sueños tuvieron que ver, influyeron en su estado de
ánimo. Seguía soñando con el castillo. Largos paseos con su dama de compañía,
no bajaban al patio, ni daban vueltas por el interior de la muralla. Salían del
castillo, tomaban cualquier camino al azar y lo seguían, hasta que el castillo
era un detalle minúsculo en el horizonte. La primavera estaba en todo su
esplendor y por todas partes habían brotado flores. Le encantaban los trigales
verdes llenos de amapolas, las malvas del borde del camino, las flores azules,
amarillas… Pero lo mejor era el regreso, tras aquellos campos multicolores
divisaba su hogar, vivía en un castillo precioso. Era bonito desde todas
partes: tras las amapolas, desde el robledal,
tras las altas hierbas junto al río.
Eso la hacía
levantarse feliz y no le daba pereza tener que ir a la taberna. Sólo tenía que
recordar sus sueños. Le costó un poquito los dos primeros días. Un trabajo
nuevo, en la taberna, donde ella jamás había pisado. Y el dueño, con la mala
fama que tenía. Pero estuvo correcto en todo momento, seguramente su padre le
había dejado las cosas muy claras, no la hubiera mandado en caso contrario. El
trabajo no era diferente al que podía hacer en casa ayudando a su madre, nada
nuevo para ella. Enrique le explicó su cometido el primer día. Después, sólo se
dirigía a ella para pedirle que al día siguiente hiciera tal o cual comida,
nada más. Por las mañanas, limpiaba. De vez en cuando, alguien se dejaba caer
por allí, le ponía la bebida y seguía a sus quehaceres.
Después empezaba a
cocinar, porque al mediodía había gente que comía allí, nunca se lo hubiera
imaginado. ¿Es que no les gustaba la comida de su casa? Debían tener mucho
dinero para poder hacerlo, porque algunos eran clientes habituales, como
Gervasio. Pero él era viudo y no tenía a nadie. Otros eran gente de paso,
vendedores ambulantes y otros sin oficio conocido. Por qué paraban en un pueblo
tan pequeño, no lo sabía. Al mediodía llegaba el dueño y se ocupaba de atender
a los clientes. Ella comía en la cocina, a trompicones y cuando podía.
Y después de
recoger y limpiar todo, se podía ir a casa. Esos primeros días, su madre no la
dejaba ayudar y le mandaba a leer, lo cual agradecía infinito. Lo mal que lo
había pasado aquella noche cuando supo que tenía que ir a la taberna, ahora se
reía. Tenía que contárselo a su amiga Lidia, hacía muchos días que no se veían.
Cambió de rumbo, a casa de su amiga. Igual no le daba tiempo a leer,
anochecería y después de la cena su padre le tenía prohibido gastar velas en
sus caprichos. No estaban para despilfarros. Un día era un día, por su amiga.
Igual le daba tiempo a leer un par de páginas al llegar a casa.
La hoja superior de la puerta estaba abierta,
así que metió la mano y abrió la inferior. A punto estuvo de tropezar con una
manta tirada en medio. La recogió y la depositó sobre el banco. Su amiga se
había vuelto descuidada. Sintió ruido en la cocina y fue hacia allí. Lo primero
que vio fue al pequeño, intentando alcanzar el asa de la cántara. Le hizo
gracia y se quedó mirando. Se puso de puntillas y logró asirse a ella, perdió
el equilibrio y quedó colgado de ella. Estaba a punto de reírse cuando vio cómo
cántara, cantarera y niño iban a ir al suelo. Llegó a tiempo de sujetar el
cacharro mientras con la otra mano cogió al niño del brazo. Nada más dejarlo en
el suelo corrió hacia su madre gritando. Lidia, ocupada en planchar, se dio la
vuelta y la vio.
–Hola Elena, no te
había oído.
–He llegado justo a
tiempo de salvar la cántara.
Lidia miró al niño
y le plantó un bofetón en la cara. Comenzó a llorar y corrió a refugiarse en el
rincón más alejado, entre el cajón de las patatas y la pared. Su hermana se
movió en el capacho y empezó a berrear.
–¿Qué le pasa a la
pequeñina? –dijo Elena, destapando a la criatura y cogiéndola en brazos–. No
llores, bonita.
–Es su hora, tiene
hambre. Si no te importa ocuparte de esto…
–Claro que no, ya
sigo yo –no es que le apeteciera, pero no se lo iba a decir.
Cogió a la pequeña de manos de Elena y se sentó. En cuanto
la acercó al pecho cesó el llanto. Por imitación, su hermano pareció calmarse.
Elena cogió la plancha.
–Venía a contarte.
He empezado a trabajar.
–No me digas.
¿Dónde?
–En la taberna. Ya
llevo unos días.
–Ah. Menudo sitio.
¿Qué tal con Enrique?
–Bien. Estoy a
gusto en el trabajo.
–Ten cuidado, ya
sabrás lo que cuentan…
–Conmigo se porta
bien. Imagino que mi padre ha hablado con él.
–De todas maneras,
no te fíes de él.
–Lo tendré en
cuenta.
Notó que las
arrugas no desaparecían. Levantó la plancha y acercó la mano, se había
enfriado. La puso sobre el fuego. Se sentó al lado de Lidia y acarició la
cabeza de la niña.
–Mucho trabajo
tienes con estos dos…
–No, esto no es
nada, ¿verdad pequeña? Da más guerra su padre, es peor que los niños. Cuando
entra por esa puerta ya quiere tener la comida sobre el plato. Da igual que
venga a la una que a las doce. Y luego va dejando por ahí todo tirado.
–No me veo en tu
lugar…
–Si lo llevo bien.
Todo tiene sus compensaciones…
–Me dirás cuales,
ya casi no nos vemos. Y no será por mi culpa.
–Si te hubieras
casado, coincidiríamos en los quehaceres: que si te dejo los niños, que si
vamos juntas al lavadero…
–No me atrae la
idea. Por lo que me cuentas, cuidar de los niños y el marido…
–Ay, Elena. Tú lo
que necesitas precisamente, es casarte y sentar la cabeza. Así no tendrías que
trabajar donde Enrique.
–Lidia, para eso
hace falta un hombre –contestó con desgana.
–Me dirás que ha
sido por falta de oportunidades.
–No sé cuales…
–Te refrescaré la
memoria: aquel amigo del colegio, el que se fue a la capital a estudiar con una
beca. Le gustabas.
–Esa beca tenía que
haber sido para mí –dijo malhumorada.
–Cómo te la iban a
dar. ¿Una mujer estudiando?
–Pues a mí me
habría gustado.
–¿Y para qué
querías hacer el bachillerato?
–Para seguir
estudiando literatura.
–¡Ah! ¿Y eso para
qué sirve?
–Para saber de
libros, conocer a los escritores y…
–Vamos, que con eso
no se come.
–Pero a mí me
gusta.
Por la mueca que
hizo Lidia, no quedó muy convencida. Cambió a la niña al otro pecho. Elena
escuchó un ruido y se volvió. El pequeño la había tomado con la cantarera y
estaba empeñado en tirar el cacharro. Corrió hacia allí, esta vez le agarró de
la oreja y le dio una torta. El niño puso cara de enfado y salió corriendo de
la estancia.
–Volviendo al tema.
Tuviste otro pretendiente, el carpintero.
–¡Ese! Lo único que
quería era llevarme a las eras…
–¡A ver si te crees
que mi marido no me cató antes de casarnos! –miró a Elena.
–Yo no hago esas
cosas –dijo ofendida.
–¡Oye, ahora que
caigo! –hizo caso omiso a su comentario–. ¿Qué hay del maestro? Seguro que le
gustas. Si no, de qué va a estar prestándote libros…
–Pues porque sabe
que me gusta leer –contestó enojada por la insinuación. Retiró la plancha del
fuego y siguió planchando la sábana.
–Nadie da nada
gratis.
–Pues él sí –le
defendió.
–Si no se te ha
insinuado todavía, ya lo hará –sonrió burlona.
–Estás equivocada
–respondió seria.
Lidia terminó de
dar de comer a la criatura y la apoyó en su hombro. Elena terminó con la sábana
y la dobló. Miró por la ventana, anochecía.
–Lo siento, pero
voy a tener que dejarte. Tengo que ayudar a mi madre con la cena.
–Me alegro de
haberte visto. Saluda a tus padres de mi parte.
–Gracias, Lidia.
Hasta otro día.
Se encaminó hacia
su casa. Era deprimente, no cambiaría su vida por nada del mundo. Total, para
acabar como Lidia, prefería trabajar en la taberna. Además, qué cosas tenía,
mira que decir que el maestro le tiraría los tejos. Era una mal pensada.
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