viernes, 9 de octubre de 2015

LA TORRE. Elena. Capítulo 5.



5

El trabajo

   Salió de la taberna, contenta de haber acabado la jornada de trabajo. No había sido tan duro después de todo. Los sueños tuvieron que ver, influyeron en su estado de ánimo. Seguía soñando con el castillo. Largos paseos con su dama de compañía, no bajaban al patio, ni daban vueltas por el interior de la muralla. Salían del castillo, tomaban cualquier camino al azar y lo seguían, hasta que el castillo era un detalle minúsculo en el horizonte. La primavera estaba en todo su esplendor y por todas partes habían brotado flores. Le encantaban los trigales verdes llenos de amapolas, las malvas del borde del camino, las flores azules, amarillas… Pero lo mejor era el regreso, tras aquellos campos multicolores divisaba su hogar, vivía en un castillo precioso. Era bonito desde todas partes: tras las amapolas, desde el robledal,  tras las altas hierbas junto al río.
   Eso la hacía levantarse feliz y no le daba pereza tener que ir a la taberna. Sólo tenía que recordar sus sueños. Le costó un poquito los dos primeros días. Un trabajo nuevo, en la taberna, donde ella jamás había pisado. Y el dueño, con la mala fama que tenía. Pero estuvo correcto en todo momento, seguramente su padre le había dejado las cosas muy claras, no la hubiera mandado en caso contrario. El trabajo no era diferente al que podía hacer en casa ayudando a su madre, nada nuevo para ella. Enrique le explicó su cometido el primer día. Después, sólo se dirigía a ella para pedirle que al día siguiente hiciera tal o cual comida, nada más. Por las mañanas, limpiaba. De vez en cuando, alguien se dejaba caer por allí, le ponía la bebida y seguía a sus quehaceres.
   Después empezaba a cocinar, porque al mediodía había gente que comía allí, nunca se lo hubiera imaginado. ¿Es que no les gustaba la comida de su casa? Debían tener mucho dinero para poder hacerlo, porque algunos eran clientes habituales, como Gervasio. Pero él era viudo y no tenía a nadie. Otros eran gente de paso, vendedores ambulantes y otros sin oficio conocido. Por qué paraban en un pueblo tan pequeño, no lo sabía. Al mediodía llegaba el dueño y se ocupaba de atender a los clientes. Ella comía en la cocina, a trompicones y cuando podía.
   Y después de recoger y limpiar todo, se podía ir a casa. Esos primeros días, su madre no la dejaba ayudar y le mandaba a leer, lo cual agradecía infinito. Lo mal que lo había pasado aquella noche cuando supo que tenía que ir a la taberna, ahora se reía. Tenía que contárselo a su amiga Lidia, hacía muchos días que no se veían. Cambió de rumbo, a casa de su amiga. Igual no le daba tiempo a leer, anochecería y después de la cena su padre le tenía prohibido gastar velas en sus caprichos. No estaban para despilfarros. Un día era un día, por su amiga. Igual le daba tiempo a leer un par de páginas al llegar a casa.


   La hoja superior de la puerta estaba abierta, así que metió la mano y abrió la inferior. A punto estuvo de tropezar con una manta tirada en medio. La recogió y la depositó sobre el banco. Su amiga se había vuelto descuidada. Sintió ruido en la cocina y fue hacia allí. Lo primero que vio fue al pequeño, intentando alcanzar el asa de la cántara. Le hizo gracia y se quedó mirando. Se puso de puntillas y logró asirse a ella, perdió el equilibrio y quedó colgado de ella. Estaba a punto de reírse cuando vio cómo cántara, cantarera y niño iban a ir al suelo. Llegó a tiempo de sujetar el cacharro mientras con la otra mano cogió al niño del brazo. Nada más dejarlo en el suelo corrió hacia su madre gritando. Lidia, ocupada en planchar, se dio la vuelta y la vio.
   –Hola Elena, no te había oído.
   –He llegado justo a tiempo de salvar la cántara.
   Lidia miró al niño y le plantó un bofetón en la cara. Comenzó a llorar y corrió a refugiarse en el rincón más alejado, entre el cajón de las patatas y la pared. Su hermana se movió en el capacho y empezó a berrear.
   –¿Qué le pasa a la pequeñina? –dijo Elena, destapando a la criatura y cogiéndola en brazos–. No llores, bonita.
   –Es su hora, tiene hambre. Si no te importa ocuparte de esto…
   –Claro que no, ya sigo yo –no es que le apeteciera, pero no se lo iba a decir.
Cogió a la pequeña de manos de Elena y se sentó. En cuanto la acercó al pecho cesó el llanto. Por imitación, su hermano pareció calmarse. Elena cogió la plancha.
   –Venía a contarte. He empezado a trabajar.
   –No me digas. ¿Dónde?
   –En la taberna. Ya llevo unos días.
   –Ah. Menudo sitio. ¿Qué tal con Enrique?
   –Bien. Estoy a gusto en el trabajo.
   –Ten cuidado, ya sabrás lo que cuentan…
   –Conmigo se porta bien. Imagino que mi padre ha hablado con él.
   –De todas maneras, no te fíes de él.
   –Lo tendré en cuenta.
   Notó que las arrugas no desaparecían. Levantó la plancha y acercó la mano, se había enfriado. La puso sobre el fuego. Se sentó al lado de Lidia y acarició la cabeza de la niña.
   –Mucho trabajo tienes con estos dos…
   –No, esto no es nada, ¿verdad pequeña? Da más guerra su padre, es peor que los niños. Cuando entra por esa puerta ya quiere tener la comida sobre el plato. Da igual que venga a la una que a las doce. Y luego va dejando por ahí todo tirado.
   –No me veo en tu lugar…
   –Si lo llevo bien. Todo tiene sus compensaciones…
   –Me dirás cuales, ya casi no nos vemos. Y no será por mi culpa.
   –Si te hubieras casado, coincidiríamos en los quehaceres: que si te dejo los niños, que si vamos juntas al lavadero…
   –No me atrae la idea. Por lo que me cuentas, cuidar de los niños y el marido…
   –Ay, Elena. Tú lo que necesitas precisamente, es casarte y sentar la cabeza. Así no tendrías que trabajar donde Enrique.
   –Lidia, para eso hace falta un hombre –contestó con desgana.
   –Me dirás que ha sido por falta de oportunidades.
   –No sé cuales…
   –Te refrescaré la memoria: aquel amigo del colegio, el que se fue a la capital a estudiar con una beca. Le gustabas.
   –Esa beca tenía que haber sido para mí –dijo malhumorada.
   –Cómo te la iban a dar. ¿Una mujer estudiando? 
   –Pues a mí me habría gustado.
   –¿Y para qué querías hacer el bachillerato?
   –Para seguir estudiando literatura.
   –¡Ah! ¿Y eso para qué sirve?
   –Para saber de libros, conocer a los escritores y…
   –Vamos, que con eso no se come.
   –Pero a mí me gusta.
   Por la mueca que hizo Lidia, no quedó muy convencida. Cambió a la niña al otro pecho. Elena escuchó un ruido y se volvió. El pequeño la había tomado con la cantarera y estaba empeñado en tirar el cacharro. Corrió hacia allí, esta vez le agarró de la oreja y le dio una torta. El niño puso cara de enfado y salió corriendo de la estancia.
   –Volviendo al tema. Tuviste otro pretendiente, el carpintero.
   –¡Ese! Lo único que quería era llevarme a las eras…
   –¡A ver si te crees que mi marido no me cató antes de casarnos! –miró a Elena.
   –Yo no hago esas cosas –dijo ofendida.
   –¡Oye, ahora que caigo! –hizo caso omiso a su comentario–. ¿Qué hay del maestro? Seguro que le gustas. Si no, de qué va a estar prestándote libros…
   –Pues porque sabe que me gusta leer –contestó enojada por la insinuación. Retiró la plancha del fuego y siguió planchando la sábana.
   –Nadie da nada gratis.
   –Pues él sí –le defendió.
   –Si no se te ha insinuado todavía, ya lo hará –sonrió burlona.
   –Estás equivocada –respondió seria.
   Lidia terminó de dar de comer a la criatura y la apoyó en su hombro. Elena terminó con la sábana y la dobló. Miró por la ventana, anochecía.
   –Lo siento, pero voy a tener que dejarte. Tengo que ayudar a mi madre con la cena.
   –Me alegro de haberte visto. Saluda a tus padres de mi parte.
   –Gracias, Lidia. Hasta otro día.
   Se encaminó hacia su casa. Era deprimente, no cambiaría su vida por nada del mundo. Total, para acabar como Lidia, prefería trabajar en la taberna. Además, qué cosas tenía, mira que decir que el maestro le tiraría los tejos. Era una mal pensada. 



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