domingo, 29 de noviembre de 2015

LA TORRE. Elena. Capítulo 12.



12

Los sótanos del castillo

   El pequeño llevaba un rato berreando desesperadamente en brazos de la niña. Tenía hambre. Dejó la comida y cogió al pequeño de los brazos de su hija. La dejó al cargo, removiendo el puchero, sólo faltaba que se le pegara la comida. Intentó leer mientras le daba el pecho. No llevaba ni dos líneas cuando la niña se le quejó, su hermano le estaba tirando de la falda. Siempre tenía que estar preparando alguna, no paraba. Le mandó a un rincón, amenazándole con dejarle sin comer, eso siempre funcionaba. Allí se quedó, jugando con una patata que sacó del cesto, por lo menos no molestaría. Volvió a reanudar la lectura. Llevaba una página cuando tuvo que dejarlo, el pequeño volvía a llorar. Dejó el libro en el borde de la mesa y le cambió de pecho. Escuchó un chapoteo y vio a la pequeña, se había despertado, se había salido del canasto y la pilló metiendo la mano en el cubo de agua de fregar que había junto a la mesa, encima estaba sucia. Llamó al niño para que la devolviera al canasto y éste dejó de mala gana su media patata, gastada de frotarla contra el suelo. La devolvió al canasto y ésta empezó a llorar. La niña era la única que le ayudaba, en ese momento la descubrió ocupada hurgando en su nariz y echando su hallazgo a la cazuela. Se levantó con el niño en el pecho y la dio un azote en el culo.
   ­­−Remueve ­−le dijo−, que se va a pegar la comida.
   La niña empezó a llorar y removió de mala gana, salpicando. Volvió a sentarse. Oyó un portazo, vaya, qué fastidio, llegaba pronto. Entró Enrique y preguntó que por qué no estaba la comida en la mesa. Le contestó que cuidara él de los niños. El otro le levantó la mano, pero al final se contuvo y salió dando un portazo.
   ¿De qué se quejaba Enrique, si él por lo menos salía al exterior, donde olía a retama y a brezo, donde el sol daba luz y calor, donde el aire era  seco y limpio? Si al menos se hubiera casado con un campesino no tendría que vivir en los malditos sótanos del castillo. Acarició a su pequeño, éste por lo menos, todavía era un bendito. Escuchó un ruido y levantó la vista. ¡No, no podía ser! El libro había caído de la mesa e iba directo al cubo de agua sucia… y el maldito hijo de su padre medio encaramado a la mesa…

  
   Se levantó de mal humor. Vaya pesadilla, era como lo de Lidia, pero en los insalubres sótanos del castillo y casada con Enrique. Corrió a la cocina, no quería estar más tiempo en la alcoba. Su madre había madrugado más que ella.  
   –Buenos días, madre.
   –Buenos días, hija. Qué seria te veo tan de mañana.
   –No he dormido bien –puso en tensión el cuerpo y lo relajó.
   –No estarás preocupada por algo.
   –Madre, la vida es más complicada de lo que parece.
   –Ya lo sé, Elena. No todo es de color de rosas.
   –Yo creí haber encontrado a alguien con quien hablar de igual a igual, alguien a quien pudiera considerar un amigo.
   –¿Y no ha sido así?
   –¡Yo que sé! Parece que tiene más interés en mí que en los libros.
   La madre cerró los ojos, su rostro reflejaba dulzura.
   –Eso es de lo más normal, Elena. Vamos a sentarnos a desayunar.
   –Sí madre.
   Llevaron los tazones de leche y el pan a la mesa y se sentaron. Fueron migando el pan. Elena estaba seria y su madre le tiró un trozo de pan al tazón. Levantó la cabeza sorprendida y se rió.
   –Ves, eres una buena chica, con un carácter dulce y alegre. Y además muy, pero que muy guapa. 
   –¿Tú crees, madre? –dijo al tiempo que se ruborizaba.
   –Por supuesto, lo digo de verdad. ¿Cómo no va a querer cortejarte el maestro?, porque supongo que hablamos de él.
   –Sí –suspiró–, de quién si no.
   –Vas a visitarle, charláis de libros. Tenéis cosas en común. ¿Qué querías?
   –No, si llevas razón. Pero es que yo no…
   –Tranquila, hija. Todo a su tiempo. Cuando estés preparada, lo sabrás, sea él u otro.
   Empezaron a comer. Su madre hacía todo más fácil. Cómo sabía de la vida. Comió despacio y su madre aguardó a que acabara.
   –Gracias, madre. Creo que ya estoy mejor. ¿Sabes por qué lo siento?
   –Te da miedo decirle que no…
   –No, eso no me resulta tan difícil. Pero me da miedo perder mi único acceso a la lectura, él era el vínculo. Te parecerá egoísta…
   –Todo se andará, no te preocupes. Anda, prepárate para ir a la taberna. También eso te parecía un mundo y mira ahora.


   A medida que avanzaba el día, se encontraba más incómoda. Pensar que tenía que acercarse a ver a Anselmo. Se había imaginado muchas formas de decirle que no sentía nada especial por él, pero no se decidía por ninguna. Al final, hubiera sido más fácil que intentara propasarse y entonces haberle dado una torta. Seguro que lo habría entendido a la perfección.
   Cuando salió de la taberna el colegio aún no había terminado. No le apetecía ir a casa, iba a ser incapaz de concentrarse en la lectura. Así que se fue a dar un paseo. Se cruzó con tres ancianos, vestidos de negro, con la boina calada y caminando con bastón. Había algo extraño en el grupo y cuando los sobrepasó se detuvo curiosa a averiguarlo. Uno de ellos era zurdo y claro, haciendo las cosas al revés, llevaba el paso desacompasado. Esperaba que no le diera mala suerte. Sólo le faltaba que al hablar, en vez de rechazar al maestro le alentara.
   Salió del pueblo por el camino de la chopera. Parecía mentira, ¿se le iba a hacer más difícil hablar con Anselmo, que haberle dado con la sartén a Enrique? La espera la ponía nerviosa, y agradeció escuchar las cinco campanadas en la iglesia. Dio media vuelta y fue a la casa del maestro. Le temblaba la mano cuando llamó a la puerta.
   –Elena, me alegro de verte. Pasa, no te quedes ahí.
   –Preferiría que diésemos una vuelta.
   –Bien. Espera, me pongo los zapatos.
   Anselmo dejó la puerta abierta y se retiró. Ella se alejó hacia la vereda de la chopera. No quería que la vieran esperándole. Cuando salió Anselmo se quedó perplejo y miró a su alrededor. La descubrió y fue hacia ella.
   –Supongo que lo convencional es que te hubiera invitado yo a pasear. Pero a mí no me importa que lo hayas propuesto tú –dijo con aplomo.
   –Es que yo… quería aclarar lo de ayer.
   Él no contestó y se limitó a caminar a su lado.
   Elena observó que Anselmo, aunque intrigado parecía contento. Igual pensaba que las cosas pintaban bien para él. Transcurrió un buen rato antes de que ella se decidiera a hablar, no sin antes asegurarse de que no había nadie por los alrededores. Llegaron a la chopera.
   –Te veo un poco nerviosa.
   –Es que me resulta difícil decírtelo.
   Elena se adentró en la chopera, se acercó a un tronco y lo rodeó con un brazo. Anselmo se quedó a  unos pasos, con expresión de felicidad.
   –Mira Anselmo –al encontrarse con sus ojos, bajó la cabeza. Creo que no eres un desconocido para mí. Me atrevería a decir que somos amigos…
  Él dio un paso hacia delante y entonces ella se escabulló tras el tronco.
   –No, por favor, déjame seguir. Me ha parecido que buscabas algo más. Algo que ahora mismo ni siento, ni estoy dispuesta a dar –ya estaba dicho, no había sido tan difícil.
   Anselmo se sentó en el suelo, con las piernas encogidas. Las rodeó con los brazos y apoyó la barbilla. Se quedó serio y tardó en responder.
   –Cuando llegué al pueblo intenté hacer amigos. Con la gente del campo no coincidía en nada, no teníamos de qué hablar. Anduve con el boticario y el alcalde, parecían personas cultas, pero quitando las partidas de cartas y tomar vinos, no les interesaba otra cosa. Del cura, mejor no hablar. Todo era pecado y si por él fuera estaríamos a confesión, misa y comunión diarios –se tomó un respiro y continuó–. Al principio me hizo gracia que mi antecesor en el cargo, me pidiera que le dejara libros a una antigua alumna suya. Te conocí, una chica guapa pensé. Luego, hablando contigo, me caíste bien. Ahora estoy encantado de que vengas de vez en cuando a charlar conmigo. Aunque me gustaría que fueran más veces, no sólo cuando vienes a por novelas. Eres mi única amiga aquí.
   –Verás –dijo bajito–, te considero un amigo desde hace poco. Y nunca me he atrevido a ir a tu casa si no era a por un libro.
   –Yo quiero ser tu amigo. Pero compréndeme, entre un hombre y una mujer, los sentimientos pueden surgir…
   –Anselmo, es que yo no tengo esos sentimientos…
   –¡Pero yo sí! Estoy enamorado de ti –abrió los brazos.
   –No, Anselmo. ¡Yo no siento nada de eso!
   –Deja al menos que sigamos como hasta ahora. Quizás con el tiempo…
   –No sé… Ahora no sé.
   Ninguno se atrevía a levantar la vista no fuera a encontrarse con la del otro. Elena tenía la respiración alterada. No quería permanecer más tiempo allí. Estaba todo dicho.   
   –Por favor, deja que me vuelva sola. Lo necesito.
   –Está bien. Pero no dejes de ir a por libros.
   –Sí…
   Elena se alejó de la chopera en dirección al pueblo. No sabía si volvería alguna vez a su casa. De momento, sólo quería alejarse. Le daba pena de Anselmo, pero no podía hacer otra cosa.
  

   Se fue pronto a la cama, pero no se dormía. No hacía más que darle vueltas, ¿habría hecho bien en rechazar al maestro? Ya tenía diecisiete años. Nunca había tenido novio. Se convertiría en una solterona, aunque eso nunca le había preocupado. Seguramente era el mejor partido que podía encontrar en el pueblo y le había rechazado. Pero él le había dejado una puerta abierta. ¿Sería capaz de enamorarse de él? La incertidumbre la reconcomía. ¿Cómo sería su vida con el maestro? Porque ella había imaginado fines de semana de biblioteca, tener muchos libros y poder leer todos los días. Pero no se imaginaba lo que querría Anselmo. Era maestro, le encantaría tener sus propios niños, quizás media docena. Había visto a su amiga Lidia, todo el día colgada de ellos, atenta a sus necesidades y travesuras. Y luego cuidar del marido, como si no supiera hacer nada. Ella veía a su padre, también hacía cosas en casa y nunca recriminó a su madre si volvía antes y no estaba aún la comida.
   ¿Cómo sería? En realidad no le conocía bien. El miedo la atenazó. Su vida era un drama. Después de volver de la chopera, había sido incapaz de leer, no se concentraba.
   Finalmente el sueño vino a rescatarla.


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