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Venganza
Cabalgando contra
el viento, se adentró en el camino del bosque. Esquivó ramas, saltó sobre
troncos caídos, zigzagueó entre matorrales y rocas; ningún obstáculo parecía
capaz de detener su frenética carrera. Había descubierto el rastro, muy claro y
bastante reciente, y no pararía hasta encontrarle. El viento seguía aullando,
las ramas se agitaban peligrosas y la luz era escasa. Parecía difícil seguir un
rastro en esas circunstancias y a tanta velocidad. Un relámpago iluminó el
cielo y poco más tarde sonó el trueno, la tormenta se les echaba encima. La
carrera continuó durante mucho tiempo por el profundo y espeso bosque. El
caballo no daba síntomas de cansancio.
La vegetación fue
haciéndose menos opresiva hasta dar paso a un pequeño claro. El cielo se iluminó
y el trueno sonó imponente sobre sus cabezas. Y en medio de aquella zona
desnuda de vegetación, teñida por las luces espectrales de la tormenta, estaba
el ignominioso ser al que buscaba, ajeno al peligro que se cernía sobre él.
Detuvo su loca carrera y el caballo se irguió en toda su estatura. Soltó un
grito de triunfo, que al fundirse con el relincho de su caballo resultó
desgarrador. El hombre volvió la cabeza y se quedó lívido y paralizado. Avanzó
hacia él, desenvainando la espada y gritó:
–Yo te conmino por
lo que sucedió, lo que se pude evitar y lo que no quiero que llegue a ocurrir.
Vas a pagar por tus pecados pasados, presentes y futuros –el animal relinchó,
confirmando la sentencia.
Un nuevo relámpago
iluminó la escena en amarillos desconcertantes y verdes siniestros.
–Suplico vuestro
perdón, sed indulgentes –imploró arrodillándose.
–Demasiadas
víctimas. Y no queremos que suceda nunca más –el caballo relinchó.
La presa era un
hombre apuesto y de aspecto inocente. Decían que detrás de sus ojos se
ocultaban la maldad y el horror, pero para eso había que mirarle de cerca. Para
las que lo descubrieron, fue demasiado tarde.
Levantándose, echó
a correr despavorido. Le siguió al trote, sin prisa. Comenzó a llover, al poco
tiempo el camino se volvió escurridizo, ralentizando la huida. Para cuando
abandonaron el bosque, la presa empezó a flaquear, con continuos tropiezos y
resbalones, hasta que terminó cayendo. Esperó a que se levantara y continuó la
persecución.
–¡Siente el sufrimiento
de tus víctimas! –de nuevo relinchó el animal.
–¡Piedad! –jadeó.
Sus movimientos
resultaban torpes y erráticos. Volvió a caer y no fue capaz de levantarse. Se
detuvo frente a él.
–¿No he tenido ya
bastante? –gimoteó poniéndose de rodillas y elevando los brazos.
Un relámpago
iluminó el cielo. Ella desmontó.
–Levántate, un poco
de dignidad siquiera para morir –le señaló con la espada.
–Piedad, por favor
–dijo levantando la cabeza, mirándola con intensidad.
–¿La tuviste con
tus víctimas? –evitó mirarle a los ojos–. Reza por que el Todopoderoso quiera
perdonarte.
–¡No, no! –dejó caer la cabeza, llorando resignado.
Pareció haber
encogido bajo la pertinaz lluvia. Ella se acercó despacio, adelantando el pie y
el brazo izquierdos. Lentamente arqueó el brazo contrario, con la espada firme
en su mano y lo echó hacia atrás.
Grito y relincho en
perfecta sintonía, transformados en un sonido aterrador, sacaron de su mutismo
al reo. Aterrorizado, levantó la cabeza. Sus ojos dejaron traslucir todo el mal
encerrado en ellos, pero ya era tarde.
Llegó un siseo
metálico que apagó hasta la tormenta, cuando toda la tensión acumulada se
disparó a través del brazo que dirigía la espada. La hoja se acercó, cercenó y
salió del cuello de la presa. La cabeza rodó hasta detenerse en un charco. Los
malignos ojos se cerraron para siempre.
–Yo te envío al
infierno –susurró. El caballo piafó.
Un estampido
sobrecogedor abrió el cielo, una luz blanca lo cubrió todo, el suelo tembló.
Elevando la espada gritó:
–Por las agraviadas
y por las que ya no lo serán –el animal volvió a relinchar. Y clavó la espada
en el suelo.
El sueño fue
reparador, la venganza la había reconfortado. Se levantó y sintió su cuerpo
todavía dolorido. Dichosa espada, las agujetas continuaban. Salió a la cocina,
su madre ya estaba allí.
–Buenos días,
Elena. Qué madrugadora.
–Buenos días,
madre. La espada no está hecha para mí.
–¿No te referirás
al hacha?
–Ah, sí. Claro, el
hacha.
–¡Quién te
mandaría!, criatura.
–Como hacía falta…
Oí a padre.
La madre meneó la
cabeza.
–Yo te veo
radiante. Eso es que te va todo bien.
–Claro, madre
–contestó risueña.
–¿Y el trabajo?
–Bien, madre…
–Como ya no me
cuentas nada. ¿Ningún problema?
–No, madre. No lo
hay –y de pronto le entró la risa.
–Parece divertido…
–Es que creo que no
va a haber ningún problema –siguió riendo.
–Otra como su
padre. Suéltalo de una vez…
–Que zanjé el
problema antes de que aconteciera –tenía la mirada traviesa.
–Cuéntame, no me
tengas en ascuas…
–Sí, madre. El otro
día no me reía, pero ahora sí. Pues que aprovechando que la cocina es muy
estrecha...
Le contó a su madre
toda la historia, sin omitir detalles. Le explicó también cómo el sueño le
había proporcionado la tranquilidad y el sosiego que tanto necesitaba.
–Ahora te puedes
imaginar por qué cortaba leña la otra tarde.
–Estoy orgullosa de
ti, hija. Muy orgullosa –le dio un beso en la frente.
–¿Das tu permiso
para entrar?
Una sonrisa se
dibujó en su boca cuando vio asomar a Enrique con la boina calada. Nunca la
llevaba, pero al parecer tenía que disimular algunos chichones y heridas.
–Puede pasar, si no
se acerca a mí.
–Esto… yo… quería
disculparme por lo del otro día. Es que… había bebido más de la cuenta y ya se
sabe, el exceso te hace cometer algunas tonterías…
–Acepto sus
disculpas.
Se giró levemente y
apoyó la mano en la cadera. Enrique vio el cuchillo en su cintura.
–No volverá a
suceder, puedes estar segura. Te lo juro –y salió de la cocina.
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