jueves, 5 de noviembre de 2015

LA TORRE. Elena. Capítulo 9.



9



Venganza



   Cabalgando contra el viento, se adentró en el camino del bosque. Esquivó ramas, saltó sobre troncos caídos, zigzagueó entre matorrales y rocas; ningún obstáculo parecía capaz de detener su frenética carrera. Había descubierto el rastro, muy claro y bastante reciente, y no pararía hasta encontrarle. El viento seguía aullando, las ramas se agitaban peligrosas y la luz era escasa. Parecía difícil seguir un rastro en esas circunstancias y a tanta velocidad. Un relámpago iluminó el cielo y poco más tarde sonó el trueno, la tormenta se les echaba encima. La carrera continuó durante mucho tiempo por el profundo y espeso bosque. El caballo no daba síntomas de cansancio.

   La vegetación fue haciéndose menos opresiva hasta dar paso a un pequeño claro. El cielo se iluminó y el trueno sonó imponente sobre sus cabezas. Y en medio de aquella zona desnuda de vegetación, teñida por las luces espectrales de la tormenta, estaba el ignominioso ser al que buscaba, ajeno al peligro que se cernía sobre él. Detuvo su loca carrera y el caballo se irguió en toda su estatura. Soltó un grito de triunfo, que al fundirse con el relincho de su caballo resultó desgarrador. El hombre volvió la cabeza y se quedó lívido y paralizado. Avanzó hacia él, desenvainando la espada y gritó:

   –Yo te conmino por lo que sucedió, lo que se pude evitar y lo que no quiero que llegue a ocurrir. Vas a pagar por tus pecados pasados, presentes y futuros –el animal relinchó, confirmando la sentencia.

   Un nuevo relámpago iluminó la escena en amarillos desconcertantes y verdes siniestros.

   –Suplico vuestro perdón, sed indulgentes –imploró arrodillándose.

   –Demasiadas víctimas. Y no queremos que suceda nunca más –el caballo relinchó.

   La presa era un hombre apuesto y de aspecto inocente. Decían que detrás de sus ojos se ocultaban la maldad y el horror, pero para eso había que mirarle de cerca. Para las que lo descubrieron, fue demasiado tarde.

   Levantándose, echó a correr despavorido. Le siguió al trote, sin prisa. Comenzó a llover, al poco tiempo el camino se volvió escurridizo, ralentizando la huida. Para cuando abandonaron el bosque, la presa empezó a flaquear, con continuos tropiezos y resbalones, hasta que terminó cayendo. Esperó a que se levantara y continuó la persecución.

   –¡Siente el sufrimiento de tus víctimas! –de nuevo relinchó el animal.

   –¡Piedad! –jadeó.

   Sus movimientos resultaban torpes y erráticos. Volvió a caer y no fue capaz de levantarse. Se detuvo frente a él.

   –¿No he tenido ya bastante? –gimoteó poniéndose de rodillas y elevando los brazos.

   Un relámpago iluminó el cielo. Ella desmontó.

   –Levántate, un poco de dignidad siquiera para morir –le señaló con la espada.  

   –Piedad, por favor –dijo levantando la cabeza, mirándola con intensidad.

   –¿La tuviste con tus víctimas? –evitó mirarle a los ojos–. Reza por que el Todopoderoso quiera perdonarte.

   –¡No, no! –dejó caer la cabeza, llorando resignado.

   Pareció haber encogido bajo la pertinaz lluvia. Ella se acercó despacio, adelantando el pie y el brazo izquierdos. Lentamente arqueó el brazo contrario, con la espada firme en su mano y lo echó hacia atrás.

  Grito y relincho en perfecta sintonía, transformados en un sonido aterrador, sacaron de su mutismo al reo. Aterrorizado, levantó la cabeza. Sus ojos dejaron traslucir todo el mal encerrado en ellos, pero ya era tarde.

   Llegó un siseo metálico que apagó hasta la tormenta, cuando toda la tensión acumulada se disparó a través del brazo que dirigía la espada. La hoja se acercó, cercenó y salió del cuello de la presa. La cabeza rodó hasta detenerse en un charco. Los malignos ojos se cerraron para siempre.

   –Yo te envío al infierno –susurró. El caballo piafó.

   Un estampido sobrecogedor abrió el cielo, una luz blanca lo cubrió todo, el suelo tembló. Elevando la espada gritó:

   –Por las agraviadas y por las que ya no lo serán –el animal volvió a relinchar. Y clavó la espada en el suelo.





   El sueño fue reparador, la venganza la había reconfortado. Se levantó y sintió su cuerpo todavía dolorido. Dichosa espada, las agujetas continuaban. Salió a la cocina, su madre ya estaba allí.

   –Buenos días, Elena. Qué madrugadora. 

   –Buenos días, madre. La espada no está hecha para mí.

   –¿No te referirás al hacha?

   –Ah, sí. Claro, el hacha.

   –¡Quién te mandaría!, criatura.

   –Como hacía falta… Oí a padre.

   La madre meneó la cabeza.

   –Yo te veo radiante. Eso es que te va todo bien.

   –Claro, madre –contestó risueña.

   –¿Y el trabajo?

   –Bien, madre…

   –Como ya no me cuentas nada. ¿Ningún problema?

   –No, madre. No lo hay –y de pronto le entró la risa.

   –Parece divertido…

   –Es que creo que no va a haber ningún problema –siguió riendo.

   –Otra como su padre. Suéltalo de una vez…

   –Que zanjé el problema antes de que aconteciera –tenía la mirada traviesa.

   –Cuéntame, no me tengas en ascuas…

   –Sí, madre. El otro día no me reía, pero ahora sí. Pues que aprovechando que la cocina es muy estrecha...

   Le contó a su madre toda la historia, sin omitir detalles. Le explicó también cómo el sueño le había proporcionado la tranquilidad y el sosiego que tanto necesitaba.

   –Ahora te puedes imaginar por qué cortaba leña la otra tarde.

   –Estoy orgullosa de ti, hija. Muy orgullosa –le dio un beso en la frente.





   –¿Das tu permiso para entrar?

   Una sonrisa se dibujó en su boca cuando vio asomar a Enrique con la boina calada. Nunca la llevaba, pero al parecer tenía que disimular algunos chichones y heridas.  

   –Puede pasar, si no se acerca a mí.

   –Esto… yo… quería disculparme por lo del otro día. Es que… había bebido más de la cuenta y ya se sabe, el exceso te hace cometer algunas tonterías… 

   –Acepto sus disculpas.

   Se giró levemente y apoyó la mano en la cadera. Enrique vio el cuchillo en su cintura.

   –No volverá a suceder, puedes estar segura. Te lo juro –y salió de la cocina.



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