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El
maestro y los libros
Menuda impresión le
había causado la novela. Cumbres Borrascosas, era una extraña historia de amor.
En realidad, una pasión salvaje y frustrada, que desembocaba en odio y muerte.
Terrible. Su problema con Enrique había sido una tontería. Menos mal que no le
clavó el cuchillo. Habría arruinado su vida y hubiera terminado sus días en la
cárcel.
Cumbres
borrascosas, lo había leído en el mejor momento posible, había sido proverbial.
Hacía dos días que lo había acabado y todavía lo tenía en casa, en la repisa de
su alcoba. Quería conservar un recuerdo de ese libro, así que se le ocurrió
coger el viejo cuaderno que aún conservaba del colegio y apuntó el título y la
autora. A continuación escribió un resumen de la historia. Por fin leía un
libro escrito por una mujer, era de una intensidad desconocida. A partir de
ahora, tomaría nota de lo que iba leyendo y quedaría archivado en su cuaderno.
Todavía lo estaba
asimilando. Sería bueno poder cambiar impresiones con el maestro, así que iría
a devolverle el libro. Sacó la chaqueta gris verdosa que usaba los días de
fiesta. Estaba contenta y le apetecía lucirla. Cogió el libro y fue a la sala,
donde su madre estaba cosiendo.
–Madre, me voy a
devolver el libro.
–Ay, el libro. Te
voy a dar yo a ti –dijo dejando la labor.
–¿Qué he hecho?
–¿Qué le pasó a
este calcetín? –le enseñó el agujero
–Es que… –Elena se
sonrojó.
–Es que nada.
Seguro que te aburría y lo dejaste sin hacer –siguió con el zurcido.
–La verdad es que
me llevó tanto tiempo arreglar el primero… No se me da bien. Al final me fui a
por este libro –se lo mostró.
–¿Ya lo has leído?
¿Pero no habías traído otro unos días antes? Poco te duran, a este paso
necesitarás una biblioteca para ti sola.
–El anterior sólo
lo tengo empezado, lo voy a leer ahora.
–Qué cosas más
raras haces, hija –movió la cabeza.
–No pude leerlo,
madre. Acuérdate que me pilló en un mal momento. Así que fui a pedirle éste a
Anselmo. Es un drama.
–Entiendo. Pero
procura no entretener al maestro, seguro que tiene otras cosas que hacer. Mira
que va a decir que eres una pesada.
–¡Qué va, si está
encantado!
–¿Estás segura?
–Claro. Siempre
charlamos sobre lo que he leído, cambiamos impresiones…
–Mírala, no lo
sabía yo…
–¿Saber qué?
–Nada, cosas mías.
Vas muy guapa.
–Me apetecía
ponérmela –giró sobre sí misma para que su madre la viera–. Bueno madre, me
voy. Adiós.
–Adiós hija.
Se marchó
intrigada. Cosas suyas, decía. ¿Qué cosas?
–Elena –se
sorprendió al abrir–, no te esperaba tan pronto.
–Hola –le enseñó el
libro y entró.
Pasó a la sala y se
quedó de pie con el libro entre las manos. Anselmo entró y se la quedó mirando.
–Te veo muy guapa.
–Gracias –dijo
risueña–. Una historia fascinante –dijo mirando el libro–. Justo lo que me
apetecía leer. Ahora ya puedo seguir con el de Dickens.
–Pero no nos
quedemos de pie. Siéntate –le indicó con la mano.
Elena dio dos pasos
hacia él y le tendió el libro.
–Toma –tuvo un
ligero sobresalto cuando sus dedos se rozaron.
Anselmo se quedó
observándola, pensativo, mientras ella retrocedía y se acomodaba en el asiento.
Colocó el libro en la estantería.
–Estaba tomando un
anís. ¿Te apetece?
–No bebo. Gracias
–se fijó entonces en la botella y la copa sobre la mesa.
Anselmo se sentó y
cruzó los brazos.
–Así que te ha
gustado, me alegro. Pero cuéntame algo más de Cumbres Borrascosas.
–Es un drama
terrible. Empieza como una historia de amor, una pasión salvaje. Pero es
socialmente inaceptable y no tiene porvenir. Y lo que un día fue amor, se
transforma en odio y finalmente en venganza. Escalofriante, es como si lo
vivieras –se emocionaba al contarlo–. Cuesta tener que cerrar el libro y
dejarlo para el día siguiente. Eso debe significar que es muy bueno –hizo un
pequeño alto y respiró profundamente–. Otra cosa que me ha gustado es descubrir
cómo escribe una mujer.
–¿Encuentras alguna
diferencia? –alcanzó la copa y dio un sorbo sin dejar de mirarla.
–Sí, en los
sentimientos. Les da más importancia… –se detuvo a pensar–. Los describe de una
manera especial, muy real.
Anselmo se inclinó
hacia delante para dejar la copa en la mesa y se quedó en esa posición.
–He notado un
cambio en ti –ella se miró la chaqueta y sonrió– Aparte de que estés tan guapa
–Elena se ruborizó–. No es lo mismo elegir entre un par de novelas que te
ofrezca a que digas me apetece un drama. Y veo que empiezas a extraer la
esencia de lo que has leído. Eso está bien –apoyó la barbilla en la mano y
asintió con la cabeza.
–No he sido
consciente de ello.
–Dejemos de lado a
Emily Brontë y hablemos de literatura en general –cogió su copa.– A partir de
ahora, deberías –dio un sorbo a la bebida–, decidir el tipo de lectura. Si
quieres un drama, o prefieres el género de aventuras, la novela romántica… Yo
te confecciono una lista de libros y te los comento. Tú eliges después.
–Me parece bien
–acercó la mano a la mejilla–, sólo que…
–¿Sí?
–No sé si seré
capaz de decidirme por un tema concreto. Puede que cada vez me apetezca una
cosa –dijo seria.
–Yo creo que sí
–contestó a media voz, mirándola con intensidad.
Elena movió la mano
sobre su falda, llevó la izquierda hacia el cuello de la chaqueta y lo cogió.
Se giró hacia la ventana y respiró profundamente. Anselmo cogió su copa y dio
un trago largo.
–¿Sabes una cosa?
–dijo mirando la copa.
–No, dime –volvió
la cabeza, mirándose las manos.
–Estaría bien que
pudieras ir a la biblioteca –dejó la copa sobre la mesa.
–Nada me gustaría
más –puso una mano sobre otra.
–Hay tantos libros
allí, te entusiasmará –seguía mirando la copa.
–Libros para toda
la vida… –cerró los ojos.
–Ni te lo imaginas.
Las paredes llenas de estanterías repletas de libros, hasta el techo… –se frotó
las manos.
–Como en el castillo…
–susurró.
–Tendrías que hacer
una lista inmensa con lo que quisieras leer –continuó–. Yo te los iría
trayendo… –entrecruzó las manos.
–Sí –deslizó un
sonido suave a través de los labios entreabiertos.
Se imaginó la
biblioteca del castillo, con aquella mágica luz derramándose sobre el lugar,
ella estaba en el mostrador y de una estantería a su izquierda, él iba sacando
libros y se los traía. Un sonido la distrajo y abrió los ojos. Anselmo estaba
echando anís en la copa. Y seguía hablando. Sus miradas se cruzaron y ella la
apartó.
–…de pequeño fui
mucho a la biblioteca… –cogió la copa y dio un trago. Y sus ojos continuaban
fijos en ella.
Bajó la cabeza y
miró sus manos, presionando sobre la falda. Alisó las arrugas, mientras
escuchaba cómo dejaba la copa sobre la mesa. Él disfrutaba hablando de los
libros, pero había algo más. Igual estaba exagerando y eran figuraciones suyas.
Sentía ganas de improvisar cualquier excusa y salir de allí, pero no lo iba a
hacer, si algo había aprendido era a controlar la situación. Esto era mucho más
sencillo que lo de Enrique y una nimiedad al lado del drama de Cumbres
Borrascosas. No estaba interesada en él, se lo diría y Santas Pascuas.
–… Elena, ¿me
escuchas?
–Sí, sí. –se
sobresaltó.
–Parecías ausente…
–Me estaba
imaginando cómo sería la biblioteca y se me ha ido el santo al cielo –acertó a
excusarse. Notaba los latidos de su corazón. Esperaba que él no lo notara.
–Guardo muy buenos
recuerdos de mis andanzas por la biblioteca –continuó, con expresión resignada.
–¿Vivías en la
ciudad? –le interrumpió.
–Sí, nací en
Segovia. Ahora voy allí todos los fines de semana, a ver a mis padres.
A ella le
enterneció aquello y sonrió. Notó que él se relajaba, y sonreía. Pero tras un
corto silencio la seriedad se fue adueñando de su rostro. Había dejado de
mirarla.
–Se me está
ocurriendo –comenzó a decir y tosió–… la biblioteca –parecía nervioso–… que
podías venir este fin de semana a Segovia. Te encantaría, disfrutarías entre
tanto libro –enrojeció ligeramente. Seguía sin mirarla.
Elena no podía
creer lo que estaba oyendo. La respiración se le aceleró. Tenía que
tranquilizarse, era capaz de enfrentarse a la situación.
Anselmo dio otro
trago.
–Pero, ¿cómo voy a
ir allí? En mi casa no hay dinero.
–No te preocupes
–dijo mirando al suelo, todavía con el vaso en la mano–. Yo te pago el coche de
línea –dio un sorbo–. Además puedes quedarte a dormir en casa de mis padres.
Hay sitio de sobra –fue perdiendo la voz.
–¿Pero cómo voy a
ir a casa de tus padres? –dijo mirando al suelo– ¡Qué pensarían de mí! Si no me
conocen –tenía la voz ronca.
–Les he hablado de
ti –dijo en voz baja, mirando su copa–. Saben que te traigo libros.
–¿Y qué van a decir
en mi casa? No, no puede ser –miró hacia la ventana. Se le acababan los
argumentos. Pudo ver que Anselmo estaba colorado. Y ella estaba muy nerviosa,
intentando manejar el tema con sutileza. No estaba tratando con Enrique.
–Yo… podría hablar
con ellos –siguió mirando su copa casi
vacía.
–Me parece un tema
delicado.
–Te enseñaría
Segovia. El Acueducto, el Alcázar, hay tantas cosa que ver…
–Anselmo, escucha
un momento –se atrevió a mirarle. Él seguía mirando su anís–. Déjame que lo
piense tranquilamente. Ya te diré.
Se quedó callado,
levantó la vista y volvió a bajarla. Dejó el vaso sobre la mesa y se quedó
mirándolo.
–Anselmo, se me
hace tarde. No me acompañes a la puerta. Adiós.
Se levantó y salió
de la casa. Estaba muy nerviosa. La verdad es que le apetecía muchísimo lo de
ir a Segovia, por la biblioteca. Le daba igual lo que pensara la gente. Pero
ese interés repentino de Anselmo hacia ella… Ya se lo avisó Lidia y no quiso
creerla.
Ya en su casa,
corrió a ayudar a preparar la cena. No hizo más que poner el pie en la cocina
cuando su madre le preguntó.
–¿Has estado hasta
ahora con el maestro?
–Sí madre. Hasta
ahora.
–¿Y todo el tiempo
en su casa?
–Pues sí, charlando
de libros. Como siempre.
–No sé si será muy
correcto. Podíais haber salido a dar una vuelta.
–Seguramente, pero
no se nos ocurrió a ninguno.
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