sábado, 21 de noviembre de 2015

LA TORRE. Elena. Capítulo 11.



11



Desesperación



   Dos caballos, retenidos por sus jinetes, relinchaban nerviosos, impacientes por entrar en acción. La tensión se palpaba en el ambiente denso y acre del reducido espacio entre las murallas y el castillo. La muchedumbre se apretujaba tras la improvisada barrera. Los caballos piafaron impacientes, esperando la señal de un inicio cuya demora se prolongaba dolorosamente. Arriba, en el balcón enmarcado por las dos torrecillas, su padre levantó el cetro muy despacio. Se hizo el silencio y hasta los caballos se calmaron, a la espera de ser espoleados. Y muy a su pesar, lo bajó. El jinete negro y su montura partieron de inmediato al encuentro de su oponente, los vítores y gritos no se hicieron esperar. El contrincante no reaccionó y fue sorprendido por su caballo, que partió al galope sin su consentimiento, provocando un estallido de risas. El pobre bibliotecario, nunca se había visto en otra igual.

   Era doloroso que tuviera que ser así. Estaban enamorados y él vino a pedir su mano. En mala hora, sin una dote que ofrecer. Aún así su padre se la habría concedido. Pero entonces hizo su aparición el capitán, el caballero negro. Aportaba una dote, obtenida en saqueos y pillajes, según decían. Y pidió su mano, quería entrar en la nobleza a toda costa. Dos pretendientes, una contienda, lo dictaba la ley. Su padre no pudo negarse. El pobre bibliotecario, nunca se vio en otra igual, pero por su amor no quiso arredrarse. Era un suicidio.

   El público exaltado gritó al ver al caballero negro a punto de caer sobre su adversario. En el balcón reinaba el silencio. Lanzó su primera estocada y el infeliz paró el golpe como pudo. El público aplaudió entusiasmado. En el balcón, caras lívidas. El capitán siguió atacando, sin mucho ímpetu, jugando con su adversario. Hizo retroceder a su montura, dando un respiro al apabullado y ya agotado contrincante. Levantó la espada y se volvió hacia el público, enardeciéndolo.

   Soltó un grito al sentir el acero del bibliotecario en sus carnes. Sorprendido por el ataque, espoleó a su caballo, alejándose de su enemigo y provocando la hilaridad entre el público que veía cómo huía el gran guerrero. En el balcón hubo suspiros de alivio, pero el pesimismo seguía pintado en sus rostros. Miró su brazo, la herida era superficial. Soltó una carcajada y volvió a conseguir la complicidad del público.

   Volvió a atacar, lanzándose contra su oponente y propinando un golpe que el infeliz a duras penas logró parar. Nuevos vítores para el campeón. Se acercó por su izquierda y descargó un golpe contundente sobre el escudo, desestabilizando al bibliotecario. Hizo retroceder a su montura y atacó por el otro flanco, asestando un nuevo golpe contra el escudo. Con saña y sin prisa, fue agotando a su oponente, arrinconándole contra el muro. Alzó el arma y el público empezó a gritar su nombre. Lanzó un grito que se escuchó por encima del vocerío y volvió a atacar. De un brutal golpe le partió el escudo y alcanzó el peto de la armadura, saltaron chispas. La multitud rugía su nombre. Arriba en el balcón, ella se aferró a la barandilla y lanzó un grito. Su madre la agarró, temiendo que pudiera caer.

   A punto de caer del caballo, el bibliotecario se sujetó a las riendas. Su montura se encabritó al sentirse frenada de manera tan brutal. El caballero negro se preparó para dar la estocada final…





    Como si cayera al vacío. Así se despertó, con el corazón latiendo con fuerza, rebotando en sus sienes. Tenía la sensación de haber gritado, pero no estaba segura. Se incorporó en la cama y la imagen del bibliotecario se le vino a la cabeza.

   El sueño, era un drama. Todo lo que la rodeaba parecía convertirse en un drama. Había muy poca luz. Se asomó a la ventana y descubrió que había amanecido nublado, sólo faltaban los rayos y los truenos. Recorrió la pared, deslizando la mano por ella hasta llegar a la repisa. La novela de Dickens, acarició la portada, lo que llevaba leído también era un drama. David Copperfield, era un buen muchacho, pero las cosas se le torcían, como a ella. Un drama más. Su vida era un drama, desde el encontronazo con Enrique. El mundo era cruel, injusto, un drama. ¿Por qué le había sucedido a ella? Primero el tabernero y ahora el maestro. El daño del primero había sido una mala experiencia, pero del maestro, quién lo iba a decir. Se lo había insinuado Lidia y no quiso creerla. ¿Tan metida estaba en el mundo de los libros que no se daba cuenta de la realidad? Anselmo, su daño era más sutil, y no lo había visto venir. Justo cuando se sentía más a gusto con él, cuando tenía a alguien para hablar de igual a igual del mundo de los libros.

   Se sentó en la cama, abatida. Le daban ganas de volverse a acostar y olvidar, pero ¿y si llegaba un mal sueño? Sería mejor ponerse a hacer algo. Se vistió para ir a la cocina.





   Mientras desayunaba siguió dándole vueltas al asunto. Estaba dolida y se sentía como la protagonista de Cumbres Borrascosas, Catherine. Había estado ciega, todo el mundo se lo había dicho, Heathcliff no es bueno para ti, pero ella no quiso verlo; eso sí que fue un drama. Y lo suyo una tontería. Lidia y su madre habían intuido lo del maestro, ella no. Miró a su madre, sentada frente a ella. Se levantó de la mesa y recogió los cacharros. Miró por la ventana y puso cara de fastidio.

   –Bueno, madre, me voy a la taberna.

   –El cielo está plomizo, pero la lluvia podría ser buena para la cosecha y evitar la sequía durante  el verano.

   –Tienes razón, madre. Como siempre.

   –Disfruta del día, Elena –dijo tomando su mano.

   –Adiós, madre –la dio un beso y partió más animada.

   Empezó a llover por el camino, pero ya no le importaba. Intentó olvidar al maestro y al bibliotecario. Empezó una jornada tranquila, en la que sus pensamientos giraron en torno a los libros.

   A ella le importaban los libros. Bien, pues tendría que luchar por ellos, como todos los héroes de las novelas. Podía emigrar, irse a la ciudad. Trabajaría y su recompensa sería poder acudir por las tardes a la biblioteca. Aunque a lo mejor no era tan sencillo, ¿cuánto tiempo para leer le quedaría? También podría ir al castillo. Entraría a trabajar allí, no le importaba fregar los suelos, acarrear el agua, lo que fuera. Al final del día conseguiría tener acceso a la biblioteca. A partir de ahí intentaría progresar en su trabajo,  pasaría a limpiar los suelos de la biblioteca, el polvo de los libros y quién sabe si algún día acabaría siendo la bibliotecaria.

   –Elena –se dijo a sí misma en voz alta–, vuelve a la realidad, estás soñando un cuento muy bonito. Y se acordó del cuento de la lechera, lo había leído en el colegio.

   La tranquilidad desapareció con la llegada de los parroquianos. Se encontró trabajado sin descanso para poder servirles. Hubo una pequeña pausa y se descubrió a sí misma dichosa y feliz. Se había olvidado de pensar en sus cosas, no le daba tiempo. Luego vino la tranquilidad de la tarde y se dio cuenta que el sosiego le venía con el trabajo físico intenso, no leyendo. Aunque el placer seguía estando en la lectura.

   –Por los libros –alzó la jarra vacía, en un brindis imaginario–. Si mi destino ha de ser, al maestro no rechazaré. Junto a él, la biblioteca a mi alcance tendré. Prometerme ha, tiempo de leer, por el resto de mis días.

   Se sorprendió de oír semejantes palabras saliendo de su boca, ni siquiera lo había pensado. Ya no leía poesía, había dejado de gustarle.  


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