Alejandro
1
El
dragón
Se despertó sin una
razón aparente, con la sensación de que algo andaba mal. En la oscuridad de su
habitación, le pareció percibir un ruido. Apenas era audible, pero se hacía
notar de vez en cuando; pensó que sería algún insecto. Intentó olvidarlo y volver
a dormir. Se tapó hasta la cabeza para no oírlo, pero fue en vano, el sonido se
había vuelto continuo y acabó desvelándose. El bicho se estaba poniendo muy
pesado. Se levantó de la cama y con el zapato en la mano se dispuso a
encontrarlo y cargárselo, pero no sólo no lo descubrió, sino que le pareció que
hacía más ruido, aunque a estas horas de la noche, no estaba seguro de nada. En
la habitación no estaba, eso era seguro, el ruido venía de fuera. Empezó a oír
voces y movimiento en la casa y también en el exterior. El sonido era ahora,
claramente, una especie de gorgoteo estridente y venía del exterior. No le
apetecía salir, así que se asomó a la ventana para ver qué era lo que ocurría
realmente.
Supuso que les
había pasado igual que a él. La calle estaba llena de gente, yendo de un lado
para otro, agrupándose en corros y hablando a gritos. Algunos estaban en
camisón y gorro de dormir, otros se habían echado otra prenda sobre los
hombros, y en las ventanas había más curiosos como él. La preocupación se veía
reflejada en los rostros, apenas iluminados por una luna en cuarto menguante.
El barrio entero andaba alborotado.
Tembló el suelo
delante de la casa, al tiempo que el sonido desaparecía y la multitud
enmudecía. Volvió el gorgoteo, suave e interrumpido cada cierto tiempo por
nuevos temblores. Le siguieron fuertes sacudidas y el gorgoteo acabó cesando.
El temblor se hizo continuo y empezaron unos crujidos espantosos. La gente
empezó a arrimarse a las fachadas, llorando y gritando, pero sus voces resultaban
inaudibles.
Un gran estallido,
mil veces más potente que un cañonazo y fue proyectado hasta el otro extremo de
la habitación. Se levantó con todo el cuerpo dolorido y fue hacia la ventana;
ahora se oía un fuerte silbido. Un gran chorro de agua se elevaba hacia las
alturas, surgiendo a borbotones de la grieta aparecida en el medio de la calle.
Se formó un arroyo que corrió calle abajo hasta remansarse en la plaza,
formando una laguna. Una muchedumbre sorda, histérica y confusa se fue
levantando y empezó a correr hacia sus casas. Pero nadie fue capaz de
encerrarse, asomados a puertas y ventanas se quedaron a contemplar el dantesco
espectáculo.
Volvió el gorgoteo,
y entre el chorro del agua comenzaron a surgir enormes burbujas que se elevaban
al cielo y descendían lentamente. Cayó la primera al suelo y al estallar, se
incendió. El pequeño fuego no duró mucho tiempo, pero olía mal, como a huevos
podridos. Surgieron más burbujas, que provocaban nuevos fuegos. Se fue apagando
el silbido y dejó de manar el agua. Las llamas no se apagaban y empezaron a
crecer: danzaron hacia el cielo, ondulándose, retorciéndose y estirándose,
dividiéndose y volviéndose a unir. El calor empezaba a ser sofocante y aquello
se convirtió en un auténtico incendio que descendía calle abajo, por donde
antes corriera el agua, hasta el mismo borde de la laguna en la plaza. Cada vez
más altas, las llamas se asemejaban a un cuadrúpedo que corría sin lograr
avanzar, oscilando, subiendo y bajando. Le creció la cola, se le estiraron las
orejas y se le afiló el hocico. A estas alturas, la mayoría de la gente olvidó
su curiosidad y se encerró en casa, presa del pánico, atrancando puertas y
ventanas. Mientras, el animal seguía moviéndose sin parar; parecía un inmenso
dragón, con la cabeza apuntando hacia la ciudad vieja. De su boca surgió una
llamarada que traspasó la muralla, la quemaría.
Otro gorgoteo más
profundo se impuso sobre los demás sonidos, y de la grieta surgió una figura
que parecía humana y se puso en pie. Estaba desnudo, y su piel era de un rojo
intenso y brillante, pero tenía una enorme cornamenta enroscada, como la de los
carneros, y también una larga cola. Encogió los brazos cerrando los puños y los
extendió con parsimonia, abriendo las manos con las palmas dirigidas hacia el
dragón. Un chorro de luz de un color amarillo muy desagradable surgió de ellas,
transformándose en charcos líquidos que flotaban en el aire. Crecían y se
dividían, cubriendo el cielo, subiendo y subiendo. Bajó los brazos de golpe,
con las palmas hacia delante. Las acuosidades amarillas descendieron igual de
rápidas, cayendo sobre el dragón, cubriéndolo totalmente. Soltó éste un
desgarrador graznido dirigido a la luna y quedó inmóvil, resoplando. Poco a
poco, el vivo rojo de su cuerpo ardiente fue apagándose, como las ascuas, hasta
quedar calcinado. Sus ojos soltaron un último destello. Un enorme esqueleto
gris, fue todo lo que quedó de la fabulosa bestia que allí naciera y muriera en
aquella funesta noche.
Saltó de la cama y atravesó rápidamente la habitación hasta
la ventana. La abrió y se asomó. La fría brisa nocturna le hizo temblar, lo que
no le impidió seguir asomado, buscando en la oscuridad. Se rascó la cabeza
antes de retirarse. Iba a cerrar, pero se arrepintió y volvió a asomarse,
mirando a derecha e izquierda. Meneó la cabeza y cerró. Volvió a la cama y se
sentó. Tenía la respiración acelerada y la garganta seca. Buscó a tientas la
jarra de agua que había sobre la silla y bebió hasta dejarla casi vacía. Se
tumbó. Parecía tan real, pensó que todavía podría verlo. No podía quitárselo de
la cabeza y eso le impidió volver a conciliar el sueño. Al rato, volvió a
levantarse y encendió una vela. La puso en la esquina de la mesa y fue a por un
papel. Cogió el lápiz y se puso a dibujar. Con trazos rápidos y nerviosos
comenzó a llenar el papel, hasta convertirlo en un absoluto caos de líneas.
Cuando no pudo seguir, buscó otra hoja y comenzó de nuevo.
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