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Fernando
Llevaba varias
mañanas yendo al Alcázar. Tenía hechos varios dibujos a lápiz y un par de
acuarelas. Acabarían colgados en la pared de su habitación, nadie se había
interesado por ellas. Recogió sus
bártulos y emprendió el camino de vuelta. Atravesaba la plaza Mayor, sumido en
sus tristes pensamientos.
–¡Alejandro!
Al oír su nombre se
volvió.
–Tío Fernando. ¡Qué
alegría verte! –se dieron un abrazo.
–Hacía mucho que no
nos veíamos. Tienes que venir más por casa.
–El trabajo, que no
descanso –se encogió de hombros.
–Eso es que te va
bien. Me alegro ¿Tienes tiempo para tomar el vermut? Así me cuentas.
–Claro que sí,
vamos.
Fueron hacia el
mesón y entraron, sentándose a una mesa junto a la ventana.
–A los artistas nos
va la luz –le guiñó un ojo–. Cuéntame de tu maravillosa vida de artista.
–Acabo de vender
una pintura a mi casera, pero no tengo ningún encargo más de momento.
–Estarás pintando
algo nuevo, ¿no? No serás de esos artistas que se tumban a esperar que venga la
musa de la inspiración…
–No, tío –rió.
Vengo del Alcázar –abrió la carpeta y sacó sus trabajos–. Aunque no tenga
encargos, no dejo de trabajar.
Fernando los
estudió con detenimiento, parecía satisfecho de lo que veía.
–Recuerdo aquel
bodegón de la facultad que tenías colgado en casa de tus padres. Has mejorado
mucho desde entonces. Eres bueno, realmente bueno –dio un trago a su vermut.
–Eso espero, me
gustaría llegar a ser un buen pintor –dijo intentando poner cara seria, pero se
le escapó una sonrisa.
–Lo eres. Ahora
hace falta que la fama y la fortuna llamen a tu puerta.
–Eso es más
difícil, y más, en una ciudad pequeña.
–¿Y qué es lo que
haces ahora?
–He comenzado una
vista del Acueducto, nada convencional. A ti que entiendes de perspectivas,
seguro que te gusta.
–Me gustaría verlo.
¿Cuándo podría ser?
–Cuando quieras.
Por las tardes estoy en el estudio.
¿Sabes dónde es?
–Más o menos, pero…
¿qué te parece si vamos ahora? Si te viene bien, claro.
–Por mí encantado,
iba para allá cuando nos hemos encontrado. El que tiene un trabajo serio eres
tú. Si tú puedes, yo también.
–Pues vamos –Fernando pagó la consumición y se fueron–. De
paso nos acercamos por un edificio que me han encargado. Ya verás cuando esté
acabado, creará polémica: gustará o lo odiarán, sin medias tintas. Nada de
adornos, ni esgrafiados. Cemento y pintura ocre, sólo enmarcaré las ventanas,
puede que con un toque rojo. Ya veremos.
–Me gusta la idea
de que lo pintes, el gris me parece demasiado serio.
–Mira los romanos
–dijo señalando el Acueducto–, eran ingenieros. De haber tenido algo de
artistas, lo hubieran pintado.
–En naranja –ambos
rieron la ocurrencia.
Llegaron a la
pensión, subieron los tres pisos. Alejandro abrió la puerta de la habitación.
–¿No cierras con
llave? –dijo con la respiración acelerada.
–Pero quién va a
subir aquí, se cansarían –dijo mirando a su tío.
–En poca estima
tienes tu arte. Se cansarían… –le dio una cachete en el cogote.
–Pasa tío –se rascó la nuca.
Fernando se detuvo
nada más entrar y echó un vistazo nada disimulado a toda la habitación. A su
izquierda estaba la cama, contra la pared y con una silla haciendo de mesilla.
A los pies, un pequeño armario ropero. A continuación una mesa y una silla,
cerca de la ventana. Más allá, el caballete con un gran lienzo y una silla
haciendo de mueble para la paleta y los pinceles. Por detrás del caballete, en
el suelo, se amontonaban en aparente orden tarros de pigmentos, lienzos, tablas,
y otros materiales relacionados con su oficio. La pared estaba cubierta de
dibujos. Soltó una carcajada.
–Igual que en
París. Estás hecho todo un bohemio –sonrió abriendo los brazos.
–¡Has estado en
París! –dijo asombrado.
–Sí, cuando acabé
la carrera, me fui con unos amigos. Nos alojamos precisamente en la buhardilla
que tenía alquilada un conocido, estudiante de bellas artes, por cierto.
–Cómo me gustaría
ir allí y ver la pintura impresionista –dijo Alejandro.
–Te encantaría
–Fernando se quedó mirando el cuadro del caballete–. Una vista del Acueducto,
entre las casas, la ciudad vieja al fondo.
–Tenías razón. No
es nada convencional. Tres puntos de fuga, seguro que eso no te lo han enseñado
en la escuela de Bellas Artes.
–Si me lo enseñaste
tú.
–Me acuerdo. Una
perspectiva muy forzada, sí. Una obra difícil de vender, sin duda, por lo menos
aquí en Segovia. Pero cuéntame, esa luz que parece brotar del suelo, ¿es
imaginación mía o es porque el cuadro está en sus comienzos?
–Me alegro que me
lo digas –no cabía en sí de gozo–. Al forzar la perspectiva le estoy dando
excesivo peso a la parte superior y parecerá que es imposible que la estructura
se sostenga por sí misma. Irradiando luz desde su base, consigo aliviarlo y
volverlo más etéreo.
Fernando se quedó
pensativo mirando el cuadro, luego se sentó junto a la ventana.
–Alejandro, me
parece que la idea es buena. Créeme, será una buena obra.
–Tío, queda mucho
para que pueda llegar a serlo, si llega.
–Quiero verlo
acabado, antes de que lo vendas.
–Ya quisiera yo
venderlo.
–Prométeme que me
avisarás.
–Prometido.
–Y ahora enséñame
más cosas.
Le sacó carpetas
con dibujos y acuarelas. Luego pasó a mostrarle los óleos que se amontonaban
contra la pared y bajo la cama. Estuvieron comentándolos. Luego siguieron con
los dibujos que colgaban de la pared. Fernando sacó su reloj del bolsillo del
chaleco, abrió la tapa y dijo:
–Creo que se acerca
la hora de comer. Me han hablado de un sitio donde preparan un cochinillo que
está de rechupete. Es justo aquí abajo, al final de tu calle. Venga, te invito.
–De mil amores.
Vamos.
Cuando salían,
Fernando se volvió y señalando la habitación dijo:
–Por cierto, andas
un poco escaso de mobiliario.
–Es lo que había en
la habitación cuando llegué.
–Tengo alguna cosa
que puedo darte.
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