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Irene
Salió a la calle,
con su enorme carpeta bajo el brazo. No se había levantado muy optimista y
seguía pensando en la falta de encargos. La noche anterior había decidido
volver a bajar al entorno del Alcázar, a ver si de una vez vendía alguna obra a
los turistas. Pero tras bajar su calle y llegar a la plaza, sintió la necesidad
de cambiar de planes. Se fue hacia la izquierda, caminando por el centro de la
ancha y polvorienta calle, esquivando a los carros, mientras buscaba un motivo
para dibujar. Miraba a un lado y a otro, pero aquella mañana sólo veía casas
antiguas, viejas y retorcidas o edificios altos y modernos en un entorno
equivocado.
Siguió caminando y
vio asomar por la esquina a un par de mozos, inclinados bajo el peso de los
sacos que cargaban a la espalda. Aún así, estaban muertos de risa, hablando de
la loca y lo que decía. Sintió curiosidad y tomó esa calleja, llegando a las
inmediaciones de la iglesia de San Millán. En efecto, allí estaba la chiflada,
pregonando a los cuatro vientos, hablando de pecado y condenación. Se detuvo a
escuchar, ¿cómo podía haber todavía gente así? Claro que, con los sermones que
soltaban algunos curas, no era de extrañar. Se fijó en la pedigüeña situada a
la puerta del templo, ajena al alboroto de la otra. El azul deslucido de su
vestido contrastaba con el dorado envejecido de la piedra. Se le iluminó la
cara y de inmediato buscó un lugar desde el cual ponerse a trabajar. Sacó
cuaderno y lápiz y se puso manos a la obra. De sus manos surgió un primer
dibujo, poco convincente para lo que él quería. Cambió de emplazamiento y
volvió a empezar. El segundo dibujo fue más de su agrado y decidió hacer una
acuarela. Sacó de la carpeta un papel tensado sobre un liviano tablero de
madera.
Había trazado las
primeras líneas, cuando se acabó la tranquilidad en la plaza. Primero fueron
voces, no las de la loca que hacía rato desapareció en el interior de la
iglesia. Y a continuación comenzó el desfile de niños y adolescentes, que
cargados con los libros, volvían a sus casas. Un grupo de chicas se detuvo
junto a la iglesia, dejaron los libros y las carteras amontonados junto a la
pared y continuaron su alegre y alborotada charla. Podía incorporarlas a la
composición, el grupo quedaría bien bajo el árbol. Pasó un joven llevando una carretilla:
hubo risas nerviosas, un tímido hasta luego y después cuchicheos. Era
entretenido escucharlas, qué facilidad para cambiar de tema sin parar, cuántas
cosas que contar, parecía que no se hubieran visto en años. Él, desde luego,
sería incapaz de hablar tanto y tan seguido. Pronto olvidaron al chico y él, el
pintor, pasó a ser su siguiente motivo de conversación. Sin inmutarse, siguió
dibujando. Estaba acostumbrado a que a la gente le llamara la atención lo que
hacía. Pero no tardaron en olvidarle, y poco a poco la conversación fue
languideciendo. Dieron comienzo las despedidas y cada cual siguió su camino.
Una de las muchachas avanzó hacia donde él estaba. Con la vista puesta en su
dibujo, sintió unos pasos acercarse y cómo se detenían junto a él. Levantó la
cabeza.
–Hola –dijo la
chica.
–Hola. Eh… no te
había reconocido. ¿Vienes del colegio?
–Del instituto.
–No recuerdo tu
nombre…
–Irene –miraba el
dibujo con disimulo.
–¿Te gusta? –dejó
de dibujar y lo giró para que pudiera verlo mejor.
–Sí –se acercó–.
Qué bonito. ¿Esas de ahí somos mis amigas y yo?
–Sí, sois vosotras.
–¡Qué suerte he tenido! salir en un cuadro. ¡Esa
soy yo! –señaló contenta su figura sobre el papel.
–Entonces, me das
tu permiso para dejarte ahí –señaló con el lápiz.
–Sí, sí –dijo toda
emocionada.
–Me alegro, porque
hay a quien no le gusta que le retraten. Deben tener miedo a que les robe el
espíritu o algo parecido.
Siguió dibujando,
mientras ella observaba con asombro cómo su mano iba creando formas allí donde
momentos antes no había más que unas líneas sueltas. Creó unas nubes y se quedó
mirando la obra.
–Ya está. Mañana lo
pintaré a la acuarela –empezó a recoger–. ¿Vas para casa?
–Sí…
–Yo también. Me
está entrando hambre, ¿a ti no?
–Un poco.
–Pues vamos –se
puso la carpeta bajo el brazo y echó a andar.
–Es usted un
artista famoso –empezó a caminar junto a él.
–Por favor, nada de
usted, Alejandro –sonrió–. Y no soy famoso, quizás algún día llegue a serlo.
–Pues mi madre dice
que la flor que le ha… le has pintado parece de verdad.
–Además de pintar
bien, te tiene que comprar la gente que tiene mucho dinero, incluidos los
extranjeros. Entonces puede que te hagas famoso.
–¿Y tú vendes
cuadros a los ricos?
–Todavía no.
Estaban cerca del
Acueducto e iban a enfilar la calle de la pensión, cuando ella se detuvo.
–Tengo que coger el
pan para la comida. Adiós –echó a correr.
–Adiós…
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