viernes, 22 de enero de 2016

LA TORRE. Alejandro. Cap. 4.



4

Irene

   Salió a la calle, con su enorme carpeta bajo el brazo. No se había levantado muy optimista y seguía pensando en la falta de encargos. La noche anterior había decidido volver a bajar al entorno del Alcázar, a ver si de una vez vendía alguna obra a los turistas. Pero tras bajar su calle y llegar a la plaza, sintió la necesidad de cambiar de planes. Se fue hacia la izquierda, caminando por el centro de la ancha y polvorienta calle, esquivando a los carros, mientras buscaba un motivo para dibujar. Miraba a un lado y a otro, pero aquella mañana sólo veía casas antiguas, viejas y retorcidas o edificios altos y modernos en un entorno equivocado.
   Siguió caminando y vio asomar por la esquina a un par de mozos, inclinados bajo el peso de los sacos que cargaban a la espalda. Aún así, estaban muertos de risa, hablando de la loca y lo que decía. Sintió curiosidad y tomó esa calleja, llegando a las inmediaciones de la iglesia de San Millán. En efecto, allí estaba la chiflada, pregonando a los cuatro vientos, hablando de pecado y condenación. Se detuvo a escuchar, ¿cómo podía haber todavía gente así? Claro que, con los sermones que soltaban algunos curas, no era de extrañar. Se fijó en la pedigüeña situada a la puerta del templo, ajena al alboroto de la otra. El azul deslucido de su vestido contrastaba con el dorado envejecido de la piedra. Se le iluminó la cara y de inmediato buscó un lugar desde el cual ponerse a trabajar. Sacó cuaderno y lápiz y se puso manos a la obra. De sus manos surgió un primer dibujo, poco convincente para lo que él quería. Cambió de emplazamiento y volvió a empezar. El segundo dibujo fue más de su agrado y decidió hacer una acuarela. Sacó de la carpeta un papel tensado sobre un liviano tablero de madera.
   Había trazado las primeras líneas, cuando se acabó la tranquilidad en la plaza. Primero fueron voces, no las de la loca que hacía rato desapareció en el interior de la iglesia. Y a continuación comenzó el desfile de niños y adolescentes, que cargados con los libros, volvían a sus casas. Un grupo de chicas se detuvo junto a la iglesia, dejaron los libros y las carteras amontonados junto a la pared y continuaron su alegre y alborotada charla. Podía incorporarlas a la composición, el grupo quedaría bien bajo el árbol. Pasó un joven llevando una carretilla: hubo risas nerviosas, un tímido hasta luego y después cuchicheos. Era entretenido escucharlas, qué facilidad para cambiar de tema sin parar, cuántas cosas que contar, parecía que no se hubieran visto en años. Él, desde luego, sería incapaz de hablar tanto y tan seguido. Pronto olvidaron al chico y él, el pintor, pasó a ser su siguiente motivo de conversación. Sin inmutarse, siguió dibujando. Estaba acostumbrado a que a la gente le llamara la atención lo que hacía. Pero no tardaron en olvidarle, y poco a poco la conversación fue languideciendo. Dieron comienzo las despedidas y cada cual siguió su camino. Una de las muchachas avanzó hacia donde él estaba. Con la vista puesta en su dibujo, sintió unos pasos acercarse y cómo se detenían junto a él. Levantó la cabeza.
   –Hola –dijo la chica.
   –Hola. Eh… no te había reconocido. ¿Vienes del colegio?
   –Del instituto.
   –No recuerdo tu nombre…
   –Irene –miraba el dibujo con disimulo.
   –¿Te gusta? –dejó de dibujar y lo giró para que pudiera verlo mejor.
   –Sí –se acercó–. Qué bonito. ¿Esas de ahí somos mis amigas y yo?
   –Sí, sois vosotras.
   –¡Qué  suerte he tenido! salir en un cuadro. ¡Esa soy yo! –señaló contenta su figura sobre el papel.
   –Entonces, me das tu permiso para dejarte ahí –señaló con el lápiz.
   –Sí, sí –dijo toda emocionada.
   –Me alegro, porque hay a quien no le gusta que le retraten. Deben tener miedo a que les robe el espíritu o algo parecido.
   Siguió dibujando, mientras ella observaba con asombro cómo su mano iba creando formas allí donde momentos antes no había más que unas líneas sueltas. Creó unas nubes y se quedó mirando la obra.
   –Ya está. Mañana lo pintaré a la acuarela –empezó a recoger–. ¿Vas para casa?
   –Sí…
   –Yo también. Me está entrando hambre, ¿a ti no?
   –Un poco.
   –Pues vamos –se puso la carpeta bajo el brazo y echó a andar.
   –Es usted un artista famoso –empezó a caminar junto a él.
   –Por favor, nada de usted, Alejandro –sonrió–. Y no soy famoso, quizás algún día llegue a serlo.
   –Pues mi madre dice que la flor que le ha… le has pintado parece de verdad.
   –Además de pintar bien, te tiene que comprar la gente que tiene mucho dinero, incluidos los extranjeros. Entonces puede que te hagas famoso.
   –¿Y tú vendes cuadros a los ricos?
   –Todavía no.
   Estaban cerca del Acueducto e iban a enfilar la calle de la pensión, cuando ella se detuvo.
   –Tengo que coger el pan para la comida. Adiós –echó a correr.
   –Adiós…   


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