domingo, 14 de febrero de 2016

LA TORRE. Alejandro. Cap. 7.




7

Petición de posar

   Sumergió la brocha en el bote y dio los últimos toques. Le daba tanta pena verlo calcinado y gris, que lo había pintado en un ocre anaranjado. Ahora estaba mucho mejor, el color le había insuflado nueva vida. Tanta, que empezó a moverse, desentumeciendo su cuerpo tanto tiempo paralizado. Se irguió sobre las patas traseras y se miró, emitiendo un gruñido de satisfacción. A continuación volvió la mirada hacia su benefactor, le estaba agradecido. El dragón se sentía contento y así se lo hacía saber. Tan contento, que se puso a danzar, dio vueltas, hizo cabriolas y corrió calle arriba y abajo hasta cansarse. Entonces movió las alas, las batió con fuerza y se elevó en el aire. Lanzó un gritito al tiempo que le dirigía una mirada de despedida y partió veloz, adentrándose en la ciudad. Trazó figuras en el cielo, subió y bajó hasta que finalmente se posó en el Alcázar y trepó a una torre. Soltó una bocanada de fuego sobre la techumbre y con sus garras moldeó y aplanó el cucurucho, como si fuera de arcilla. Siguiendo con su entretenimiento le hizo un par de agujeros. Parecían no gustarle y soltó una llamarada en cada uno de ellos, de modo que hizo derretirse la zona superior de los agujeros. Movió una de las protuberancias creadas con la uña y tintineó, le hizo gracia. Movió la otra y también sonó. Se entretuvo en el nuevo juego de hacerlas sonar alternativamente…
       …la gente se empezó a arremolinar en la explanada frente al Alcázar, alarmadas por el sonido de unas campanas.
   De pronto el dragón sobre el deformado Alcázar, estaba en un enorme lienzo pintado que era transportado a la sala de exposiciones. Fue colgado en el lugar de honor y dio comienzo la fiesta. Se hablaba en francés y brindaban con champagne, a la salud del gran artista. Oleadas de gente se acercaban a contemplar su obra, mientras él era agasajado y atendido. Damas uniformadas con un vestido azul ultramar y un gorro ceñido de color naranja, entregaban sus bocetos a un público que se moría de ganas por tener algo suyo y daban montones de billetes a cambio. El gentío hubo de abrir un hueco, pues se acercaba el gran sultán, seguido de un numeroso séquito. Sin bajar del palanquín señaló el enorme lienzo y sus lacayos lo retiraron. Mientras, unos porteadores depositaban un gran cofre en su lugar. Lo abrieron y estaba lleno de joyas, monedas de oro…

  
   El Acueducto empezaba a progresar. Seguía aplicando veladuras de color transparente para reforzar las luces, volviéndolas más tenues a medida que ascendían. De vez en cuando se asomaba a la ventana para verlo y cotejar algún detalle. Dejadas atrás las recurrentes dudas, había desaparecido de la pared el boceto que lo mostraba en color gris. Sonaron golpes y antes de que pudiera contestar, se abrió la puerta.
   –Hola, soy yo. ¿Puedo pasar?
   –Adelante. Coge la silla y acomódate.
   Pasó y fue hasta la mesa, cogió la silla y la puso en el rincón entre la pared y el armario. Se quedó muy quieta, con las manos sobre el regazo y la mirada fija en el cuadro. El silencio reinaba en la habitación y el tiempo fue pasando. Él siguió pintando, haciendo avanzar su obra en un proceso lento y concienzudo. Ella seguía ávida las pinceladas sobre la superficie del lienzo. Llegó un momento en que dejó de trabajar sobre el Alcázar y siguió con las casas. Ella arrugó levemente el entrecejo, entornó los ojos.
   –¿Puedo hacerte una pregunta?
   –Dime.
   –¿Por qué no sigues con el Acueducto?
   –Una buena pregunta –dejó de pintar y se volvió–. Debería ser lo primero que acabara, es el protagonista. Pero como tuve dudas al principio, sobre su color, va con retraso. Y hoy, por más que quiera, no puedo seguir en él. Si pinto sobre las veladuras recientes, quedará sucio y perderá frescura.
   –Ah.
   Dejó la paleta sobre el recién estrenado mueble de su tío y puso los pinceles al lado. Irene se levantó y fue hacia el caballete.
   –Ayer, aquí había un amarillo pálido, ahora hay un marrón pálido encima..
   –Se llama ocre.
   –Pero el color de abajo se transparenta, se ven los dos.
   –Aléjate un poco. Ahora, ¿qué ves?
   –Un ocre amarillento.
   –Estás viendo la mezcla óptica. Si hubiera pintado ayer sin esperar a que secara, o si los hubiera mezclado en la paleta, estarían sucios. Como si le hubiera añadido un poco de gris.
   –¡Es fascinante! ¡Todo lo que sabes!
   –Muchos años de aprendizaje. Primero en Artes y Oficios y luego en Bellas Artes.
   Alejandro acabó de limpiar la paleta. Se fijó en Irene, recortada a contraluz frente a la ventana.
   –Te quería pedir un favor.
   –¿A mí? –preguntó con cara de asombro.
   Fue por la silla y se sentó. Ella hizo lo mismo.
   –Quiero hacer un retrato. La gente de por aquí ni se imagina que podría tener uno en su casa, siempre que puedan pagarlo, claro. Así que voy a poner uno en el escaparate de la droguería donde compro mis pinturas. Necesito una modelo, ¿te importaría que te pintara?
   Irene se emocionó, medio incorporándose entreabrió los labios, pero no surgió ninguna palabra.
   –No tienes que contestarme ahora –fue a la estantería y volvió con un dibujo–. Será algo parecido a esto, la cabeza y el comienzo de los hombros.
   Irene miró el dibujo, era un rostro poco trabajado y aún así se parecía ligeramente a ella.
   –Sí, quiero que me pintes.
   –No te precipites, piénsalo tranquilamente. Ten en cuenta que tendrás que venir muchas tardes a posar, puede llegar a ser pesado y aburrido.
   –¡Sí!
   –Pero hay una condición…
   –¿Una condición?
   –Tienes que decírselo a tus padres, te tienen que dar permiso. Toma –le dio el dibujo–, se lo enseñas, para que sepan cómo va a ser.
   –Lo haré.

 

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