domingo, 28 de febrero de 2016

LA TORRE. Alejandro. Cap. 9



9

 El Acueducto está acabado
  
   Todavía flotaba en un mar de nubes tras haber concluido el Acueducto. Lo colgó junto a su cama, resignado a que pasaría desapercibido en su pequeña ciudad y jamás lograría venderlo. Pero no le importaba, era su mejor obra, hasta ese momento. Pensaba seguir mejorando. Cuando tuviera unas cuantas obras como esta, iría a exponer a Madrid. Mientras, se recreaba en ella cada día y esperaba impaciente que su tío viniera a verla. Dejó la contemplación y se dirigió hacia el caballete.
   Le gustaba que llegara la tarde, era el mejor momento del día. En su estudio, frente a su caballete y sobre el lienzo o la tabla, dando vida a su obra. De una superficie vacía, hacía surgir formas que adquirían volumen y color, en un proceso de arrojo y meditación, avance y retroceso, desesperación y alegría. Merecía la pena, era feliz pintando, vivía para ello. Bocetos, dibujos y acuarelas, todo era un mero estudio que desembocaba en su pintura al óleo.
   Ahora se enfrentaba al retrato de Irene, todavía un tenue dibujo de carboncillo sobre un lienzo entonado en color ocre. El siguiente paso era reforzar el dibujo, resaltar las luces y dar profundidad a las sombras. Como los antiguos maestros, había aprendido que trabajando al temple, la obra conservaba la frescura para la fase final, el color.
   Se fue al estante para coger los ingredientes que necesitaba para preparar la pintura y los fue llevando a la mesa. Esa mañana se olvidó de comprarlo, así que le pidió un huevo a doña Adela, que no se lo quiso cobrar. Le preguntó para qué lo quería, que si se quedaba con hambre. Cuando le dijo que era para preparar pintura, se sonrió. No parecía muy convencida, a saber qué pensaba que iba a hacer con él, ¿engominarse el pelo? Cogió el huevo y se las arregló para verter sólo la yema en el tarro y se puso a batirla. Añadió aceite y siguió agitando. Sobre la loseta de mármol echó el pigmento blanco y añadió agua, mezclándolos con la espátula. Agregó después el huevo con aceite y siguió removiendo, hasta que adquirió una consistencia cremosa. Ya tenía el color blanco, ahora a por el siena tostada. Cuando los tuvo, puso los colores sobre la paleta pequeña y añadió agua en la poceta. Cubrió la paleta con un paño húmedo para que no se secaran, mientras esperaba la llegada de Irene.


   Con la melena lisa, estaba mucho mejor que con el peinado de su madre. Lo único que le había pedido fue que siguiera poniéndose la camisa azul que trajo el segundo día, ese color le sentaba muy bien.
   –Nunca pensé que me vería en un retrato –dijo mirando el lienzo.
   Destapó la paleta y la tomó en su mano izquierda. Cogió un pincel fino.
   –Sólo tienes el blanco y el siena tostada.
   –¡Si te los sabes! ¿Pensabas que te iba a pintar en color?
   –Me siento, que se nos va el tiempo sin hacer nada –se acomodó en su sitio, un poco contrariada.
   Alejandro la estudió unos instantes y empezó a repasar el dibujo del rostro con trazos finos en siena tostada.
   –Para que no se pierda el dibujo del carboncillo, lo repaso con pintura.
   –Pero para eso no me necesitabas, ¿no?
   –Todavía puede haber mejoras en el dibujo. Después me ocuparé de conseguir el volumen, trabajando las luces y las sombras.
   –¿Como en los dibujos? –preguntó un tanto apagada.
   –Eso es. El color vendrá después –de reojo vio que su sombría expresión cambiaba.
   –¡Me has vuelto a tomar el pelo! –volvía a estar alegre.
   Alejandro no contestó y siguió trabajando. Delineó las pupilas, perfiló los ojos y los sombreó. Bajó a la nariz, fosas nasales distendidas, respirando tranquilas y más sombras tenues. Los labios, una comisura amplia y dichosa, entreabierta y oscura. Cambió al blanco para dar ligeros toques sobre la córnea y destacar el iris, que recibió reflejos. Sacó luces en la nariz y la boca, mejillas y frente, sobre el pelo. Se alejó del caballete para ver el efecto del conjunto. Volvió y miró a Irene, profundizó en algunas sombras en el cuello y la camisa.
   –Ya está. Hemos acabado con el temple –se levantó para dejar la paleta y los pinceles.
   Irene movió el cuello y se levantó para ir a contemplar su retrato.
   –¡Qué bien, mañana empezamos con el óleo! –soltó emocionada.
   –Si piensas que te voy a dejar los pinceles estás muy equivocada  –estaba serio.
   –No, he querido decir… que tú… –trastabillando al hablar y lívida.
   –Ah, bueno. Entonces me dejas que siga yo… –no fue capaz de seguir serio.
   –¡No te rías de mí! –pasó del amarillo al rojo, al tiempo que afloraba la risa.
   –De todas maneras, mañana no pintamos –dijo con cara de guasa.
   –¿No puedes? ¡Qué pena!
   –¿Vas a echar de menos el aburrido trabajo de posar?
   –Me gusta verte pintar. Es fascinante ver cómo salen las formas donde no existía nada. Además he descubierto que mientras poso, se me ocurren cosas, que en otros momentos ni se me pasan por la cabeza.
   –Detenerse a pensar, ayuda a desarrollar las ideas.
   –Pero no me ocurre cuando ayudo a mi madre con la limpieza o con la cena. Y tampoco cuando estudio.
   –Estas pinturas –señaló en un amplio gesto a su alrededor–, no surgen solas. Ya has visto el trabajo que ha llevado preparar tu retrato. Y el tiempo que no me has visto echar pensando.
   –Es bueno pensar, me gusta –afirmó con gravedad.
   –Volviendo a lo de antes. Hay que dejar secar el temple antes de seguir con el óleo.  Esperaremos unos días. Por cierto –fue hacia la pared y descolgó un boceto–, toma.
   –¿Para mí? –dijo sorprendida–. ¡Pero si es el mejor dibujo que me  hiciste!
   –Para ti, por el trabajo que estás haciendo.
   –Si lo he hecho encantada y además, no hemos acabado –lo recogió con manos temblorosas.
   –Pensaba dártelo cuando acabáramos, pero para qué vamos a esperar.
   –Gracias, muchas gracias –dejó el retrato sobre la mesa y se abalanzó sobre Alejandro, abrazándole y dándole un beso en la mejilla.
   –No hay de qué –contestó algo turbado, sin saber qué hacer.
   –No me lo esperaba. Estoy tan… emocionada –le soltó y volvió a coger su retrato.
   –Me alegro mucho.
   El silencio se instaló en la habitación. Irene contemplaba, todavía sorprendida, su inesperado regalo. Mientras, Alejandro se alegraba de poder hacerla feliz. Irene se marchó, en una nube, con su retrato. Quedó Alejandro, nervioso, ¿quizás porque le había dado un beso?


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