lunes, 8 de febrero de 2016

LA TORRE. Alejandro. Cap. 6.



6

El éxito de la flor

   Su flor había sido todo un éxito en la pensión y sus alrededores. Gracias a doña Adela, que orgullosa de la adquisición y de tener al artista hospedado en su casa, lo había pregonado a los cuatro vientos. A raíz de aquello, numerosos curiosos venían a verle trabajar al estudio. Tuvo que pedir a sus caseros que por favor, dejaran subir únicamente a los que creyeran interesados en hacerle un encargo.
   Llamaron a la puerta, pensó que sería algún curioso. Se encontró con dos mozos que le traían un par de muebles, de parte de su tío. Agradeció que le ayudaran a recoger las cosas que estorbaban para hacer un hueco a los muebles. Una vez colocados, se despidieron y él se dedicó a llenarlos. El mueble bajo con dos puertas y dos cajones, vino a sustituir a la incómoda silla junto al caballete, donde dejaba la paleta y colgaba los pinceles, le venía estupendamente. Ahora tendría todo más a mano. La estantería se llenó rápidamente, con tantas cosas como tenía: papeles, pinturas, pigmentos y otros productos para preparar los lienzos y las tablas. Cuando tuvo todo ordenado, se acercó al caballete.
   El Acueducto seguía igual. Era consciente de la dimensión que cobraba la obra, de la importancia que él le daba, y no quería fracasar. Así, un día tras otro lo iba posponiendo y sólo pintaba a su alrededor. Se asomó a la ventana para ver el original que ya se sabía de memoria, después se sentó en la cama a mirar la pintura y finalmente se acercó a los bocetos clavados en la pared, para intentar dejar de lado las dudas que todavía le asaltaban de vez en cuando. En estas cavilaciones andaba, cuando llamaron a la puerta otra vez. 
   –Adelante, está abierto.
   –Hola, ¿se puede? –era Irene la que asomó.
   –Por favor, pasa.
   Se alejó de los bocetos y fue hacia la mesa. Sacó la silla.
   –Siéntate, por favor.
   Se fue a por la otra, la que usaba de mesilla, la acercó a la mesa y se sentó.
   –Entonces, vienes a encargarme el cuadro, ¿no? –sonrió burlón.
   –No, todavía no –respondió muy seria–. Es que venía a contarte que hoy, la profesora de historia nos ha estado hablando de los romanos y del Acueducto. Le he contado que lo estabas pintando y me ha preguntado que cómo era –había dejado de estar seria–. Le dije que era una vista muy rara, que se veía como de refilón, y con los arcos torcidos, más grandes por arriba que por abajo…
   –¡Espera!, para un momento –le indicó levantando la mano extendida–. Te gustó la flor, pero no dijiste nada de este cuadro –lo señaló.
   Irene miró al suelo. Su locuacidad se había derrumbado. Se aferró fuertemente a los bordes del asiento.
   –Pues me gusta… más que el de la flor. Aunque sea raro –dijo sin levantar la mirada.
   No era posible, su obra más controvertida, todavía inacabada y le gustaba.
   –Por favor, cierra los ojos y ahora dime qué ves en el cuadro –ella los cerró.
   –El Acueducto de refilón, todavía sin pintar. La luz le viene de abajo. Yo creo –bajó la voz– que es porque la leyenda dice que lo construyó el diablo. Luego están las casas a los dos lados –volvió a su tono habitual–, a medio hacer. Se ve la ciudad antigua detrás de la muralla, con poco color y sin detalles, y el atardecer. Ya está –abrió los ojos.
   Alejandro miró el cuadro y después a Irene.
   –Sólo estuviste aquí un momento. ¿Cómo puedes recordar…
   –¡Es que me gustó!, y puedo recordarlo, aunque no lo vea.
   Se levantó del asiento y paseó por la habitación. Se detuvo delante de los bocetos y los señaló.
   –Es curioso. Creí que mi tío sería el único capaz de apreciar esta obra. Muchos adultos no sabrían valorarla como has hecho tú, es una obra difícil.
   –Tengo quince, casi dieciséis –interrumpió–, soy bastante mayor.
   –Oh, tienes razón. Y ya que te gusta, te voy a contar otra cosa.
   –¿Sí? –sus ojos brillaron.
   –Lo lógico parecería pintar el Acueducto tal y como es –señaló uno de los bocetos–. La piedra del Acueducto es fría –ella asintió–. Pero lo voy a pintar cálido –señaló el otro boceto–, y ganará como obra pictórica, aunque no se parezca demasiado al Acueducto. Ahora me gustaría que me dieras tu opinión.
   –¿Yo? –colocó la palma abierta sobre el pecho al tiempo que abría la boca.
   Alejandro volvió a su asiento y miró la pintura.
   –Si no tienes inconveniente. Tómate el tiempo que necesites.
   Tras unos momentos de indecisión, Irene se levantó, abrió la ventana y se asomó. Había mucha luz todavía, pero sobre el Acueducto, el contraste entre la luz y la penumbra era débil. Se volvió hacia Alejandro, quedando su rostro a contraluz.
   –Está soso de color, estará mejor anaranjado, como en el dibujo. Desde aquí no parece un gran monumento, está mejor en tu cuadro.
   Alejandro la contemplaba y ella se ruborizó.
   –Estaba viendo la luz sobre tu cara. ¿Te importaría girarte un poco hacia la ventana? No tanto, ahí. Increíble.
   –¿El qué?
   –Que tu rostro refleja exactamente la calidez que necesita el Acueducto.
   Irene sonrió y se le fue pasando el rubor.
   –Por cierto, me viniste a contar lo de tu profesora y te interrumpí.
  Inspiró y comenzó a hablar:
   –Pues cuando se lo conté, dijo que debías ser como esos pintores de París, que hacían mamarrachadas. Yo le dije que no, que eras muy bueno –se le colorearon las mejillas.
   –¿Eso crees?
   –Claro, ¿no lo eres? –y continuó sin esperar la respuesta–. Te llamó impresionista, ¿qué es eso?
   –Es una manera de pintar –sonrió–, pero no sigo esa técnica. Todavía no he visto ningún cuadro impresionista, tendría que ir a París –su mirada se perdió en el infinito.
   Irene miró hacia el exterior. La tarde iba declinando y los tonos dorados se asentaban sobre el Acueducto.
   –Se está haciendo tarde. Tengo que estudiar antes de la cena.
   –Me alegro haber hablado contigo.
   –¿Te… podría… pedir un favor?
   –Dime…
   –¿Podría subir… algún día… a ver cómo pintas?
   –Cuando quieras. Estás invitada.
   –Gracias –se levantó y fue hacia la puerta.
   –Hasta luego.
   –Adiós, Irene.

  

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