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El
éxito de la flor
Su flor había sido
todo un éxito en la pensión y sus alrededores. Gracias a doña Adela, que
orgullosa de la adquisición y de tener al artista hospedado en su casa, lo
había pregonado a los cuatro vientos. A raíz de aquello, numerosos curiosos
venían a verle trabajar al estudio. Tuvo que pedir a sus caseros que por favor,
dejaran subir únicamente a los que creyeran interesados en hacerle un encargo.
Llamaron a la
puerta, pensó que sería algún curioso. Se encontró con dos mozos que le traían
un par de muebles, de parte de su tío. Agradeció que le ayudaran a recoger las
cosas que estorbaban para hacer un hueco a los muebles. Una vez colocados, se
despidieron y él se dedicó a llenarlos. El mueble bajo con dos puertas y dos
cajones, vino a sustituir a la incómoda silla junto al caballete, donde dejaba
la paleta y colgaba los pinceles, le venía estupendamente. Ahora tendría todo
más a mano. La estantería se llenó rápidamente, con tantas cosas como tenía:
papeles, pinturas, pigmentos y otros productos para preparar los lienzos y las
tablas. Cuando tuvo todo ordenado, se acercó al caballete.
El Acueducto seguía
igual. Era consciente de la dimensión que cobraba la obra, de la importancia
que él le daba, y no quería fracasar. Así, un día tras otro lo iba posponiendo
y sólo pintaba a su alrededor. Se asomó a la ventana para ver el original que
ya se sabía de memoria, después se sentó en la cama a mirar la pintura y
finalmente se acercó a los bocetos clavados en la pared, para intentar dejar de
lado las dudas que todavía le asaltaban de vez en cuando. En estas cavilaciones
andaba, cuando llamaron a la puerta otra vez.
–Adelante, está
abierto.
–Hola, ¿se puede?
–era Irene la que asomó.
–Por favor, pasa.
Se alejó de los
bocetos y fue hacia la mesa. Sacó la silla.
–Siéntate, por
favor.
Se fue a por la
otra, la que usaba de mesilla, la acercó a la mesa y se sentó.
–Entonces, vienes a
encargarme el cuadro, ¿no? –sonrió burlón.
–No, todavía no
–respondió muy seria–. Es que venía a contarte que hoy, la profesora de
historia nos ha estado hablando de los romanos y del Acueducto. Le he contado
que lo estabas pintando y me ha preguntado que cómo era –había dejado de estar
seria–. Le dije que era una vista muy rara, que se veía como de refilón, y con
los arcos torcidos, más grandes por arriba que por abajo…
–¡Espera!, para un
momento –le indicó levantando la mano extendida–. Te gustó la flor, pero no
dijiste nada de este cuadro –lo señaló.
Irene miró al
suelo. Su locuacidad se había derrumbado. Se aferró fuertemente a los bordes
del asiento.
–Pues me gusta… más
que el de la flor. Aunque sea raro –dijo sin levantar la mirada.
No era posible, su
obra más controvertida, todavía inacabada y le gustaba.
–Por favor, cierra
los ojos y ahora dime qué ves en el cuadro –ella los cerró.
–El Acueducto de
refilón, todavía sin pintar. La luz le viene de abajo. Yo creo –bajó la voz–
que es porque la leyenda dice que lo construyó el diablo. Luego están las casas
a los dos lados –volvió a su tono habitual–, a medio hacer. Se ve la ciudad
antigua detrás de la muralla, con poco color y sin detalles, y el atardecer. Ya
está –abrió los ojos.
Alejandro miró el
cuadro y después a Irene.
–Sólo estuviste
aquí un momento. ¿Cómo puedes recordar…
–¡Es que me gustó!,
y puedo recordarlo, aunque no lo vea.
Se levantó del
asiento y paseó por la habitación. Se detuvo delante de los bocetos y los
señaló.
–Es curioso. Creí
que mi tío sería el único capaz de apreciar esta obra. Muchos adultos no
sabrían valorarla como has hecho tú, es una obra difícil.
–Tengo quince, casi
dieciséis –interrumpió–, soy bastante mayor.
–Oh, tienes razón.
Y ya que te gusta, te voy a contar otra cosa.
–¿Sí? –sus ojos
brillaron.
–Lo lógico
parecería pintar el Acueducto tal y como es –señaló uno de los bocetos–. La
piedra del Acueducto es fría –ella asintió–. Pero lo voy a pintar cálido
–señaló el otro boceto–, y ganará como obra pictórica, aunque no se parezca
demasiado al Acueducto. Ahora me gustaría que me dieras tu opinión.
–¿Yo? –colocó la
palma abierta sobre el pecho al tiempo que abría la boca.
Alejandro volvió a
su asiento y miró la pintura.
–Si no tienes
inconveniente. Tómate el tiempo que necesites.
Tras unos momentos
de indecisión, Irene se levantó, abrió la ventana y se asomó. Había mucha luz
todavía, pero sobre el Acueducto, el contraste entre la luz y la penumbra era
débil. Se volvió hacia Alejandro, quedando su rostro a contraluz.
–Está soso de
color, estará mejor anaranjado, como en el dibujo. Desde aquí no parece un gran
monumento, está mejor en tu cuadro.
Alejandro la
contemplaba y ella se ruborizó.
–Estaba viendo la
luz sobre tu cara. ¿Te importaría girarte un poco hacia la ventana? No tanto,
ahí. Increíble.
–¿El qué?
–Que tu rostro
refleja exactamente la calidez que necesita el Acueducto.
Irene sonrió y se
le fue pasando el rubor.
–Por cierto, me
viniste a contar lo de tu profesora y te interrumpí.
Inspiró y comenzó a
hablar:
–Pues cuando se lo
conté, dijo que debías ser como esos pintores de París, que hacían
mamarrachadas. Yo le dije que no, que eras muy bueno –se le colorearon las
mejillas.
–¿Eso crees?
–Claro, ¿no lo
eres? –y continuó sin esperar la respuesta–. Te llamó impresionista, ¿qué es
eso?
–Es una manera de
pintar –sonrió–, pero no sigo esa técnica. Todavía no he visto ningún cuadro
impresionista, tendría que ir a París –su mirada se perdió en el infinito.
Irene miró hacia el
exterior. La tarde iba declinando y los tonos dorados se asentaban sobre el
Acueducto.
–Se está haciendo
tarde. Tengo que estudiar antes de la cena.
–Me alegro haber
hablado contigo.
–¿Te… podría… pedir
un favor?
–Dime…
–¿Podría subir…
algún día… a ver cómo pintas?
–Cuando quieras.
Estás invitada.
–Gracias –se
levantó y fue hacia la puerta.
–Hasta luego.
–Adiós, Irene.
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