sábado, 20 de febrero de 2016

LA TORRE. Alejandro. Cap. 8.



8



El retrato

  

   Se sobresaltó cuando Irene irrumpió en la habitación sin tan siquiera llamar, toda agitada y nerviosa.

   –¡Alejandro, que  me dejan! –articuló fatigosamente.

   –Tranquilízate y respira. Luego me  lo cuentas.

   –Mis padres han dicho que sí –soltó todavía sin resuello–. Puedo venir después de las clases de la tarde. Pero me dicen que sólo una hora, que luego tengo que estudiar.

   –Me parece bien.

   –Pero es sólo una hora. Podría estudiar después de la cena y así…

   –No te preocupes, está bien.

   –Hasta luego –salió como un huracán.

   Estuvo pintando el Acueducto, orgulloso de los últimos progresos. Acercándose la hora del retrato, dejó el óleo y se apresuró a sustituirlo por el carboncillo. Desenrolló un papel grande y  lo sujetó sobre el tablero. Estaba impaciente, y le parecía que no llegaba la hora de empezar. Cogió papel y lápiz y se entretuvo en hacer pequeños dibujos de un castillo con un dragón que lo rondaba. Llamaron a la puerta y se sobresaltó.

   –¿Sí?

   Se abrió la puerta y entró una joven ataviada con un vestido rojo con lazos. Sobre sus hombros descendía una cabellera castaña llena de tirabuzones, rematados con un par de lazos granates.

   –Hola. Me he retrasado. Mi madre se ha empeñado en peinarme.

   –Me ha costado reconocerte…

   –¿Te gusta así? –dijo insegura.

   –Sí… Bueno… Verás, me gustaría más pintar a la Irene que yo conozco.

   –Ya le dije a mi madre que me peinaba yo… –dijo enfadada–. Hace años que no dejo que lo haga. Ya sabía yo que no era buena idea.

   –Bien. Siéntate ahí, junto a la ventana.

   –Me lo soltaré –levantó la mano para deshacer el peinado.

   –Espera, un momento. Te diré  lo que vamos a hacer. Hoy empezaremos con lo más importante, vamos a centrarnos en tu rostro. Dejaremos el pelo para mañana.

   –¿Cómo quieres que me ponga? –irradiaba alegría. 

   –Así –puso la mano izquierda en su mentón y le giró levemente la cara–, que entre la luz en tu rostro. Inclínalo hacia atrás. No tanto, ahí.

   Se quedó como le indicó, totalmente rígida y con las manos aferradas a los bordes del asiento.

   –No tienes que estar quieta todo el rato. Cuando te canses, te mueves y luego vuelves a colocarte. Fíjate dónde estás mirando, coge un punto de referencia.

   –La acuarela del Acueducto, la del cielo morado.

   Alejandro estudió su rostro y comenzó a trazar líneas tenues sobre el papel. Irene apretaba los labios.

   –El Acueducto va bastante avanzado –comentó intentando que se relajara.

   –Ni me he fijado.

   –Puedes mirarlo –ella se volvió hacia el cuadro sobre el caballete.

   –Está fabuloso. No sé cómo se puede hacer con esas formas tan difíciles y que encima quede bien. En los libros siempre está de frente.

   –Podría hablarte de un dragón, que nació y murió para darle vida…

   –¿Ese que aparece en alguno de tus últimos dibujos? –su rostro se relajó.

   –Ese precisamente –sonrió.

   –¿Cómo puedes dibujar seres que no existen?

   –Existen, en mis sueños…

   El parecido se hizo palpable, en cuanto sus ojos color miel tomaron forma. El pelo quedó simplemente esbozado, con unas pocas líneas delimitándolo.

   –Esto va bien.

   –¿Puedo verlo? –adelantó la cabeza, mostrándose risueña.

   –Espera, pequeña impaciente. Esa sonrisa es estupenda.

   Se removió en el asiento, aunque su cabeza seguía inmóvil.

   –No soy pequeña.

   –Ya lo sé, casi tienes… ¿doce?

   –¡Dieciséis! No te burles.

   –Bueno, ya está.

   Irene se levantó de su asiento y se acercó a ver el retrato.

   –Soy yo… –dijo tomándose el rostro entre las manos.

   –¿Y quién querías que fuera?

   –Es que estoy tan…tan, guapa…

   –Es que lo eres. Voy a hacer más dibujos y de entre todos, seleccionaré el que me guste más para pintar el óleo. Mira ahora más a tu derecha, y hacia abajo. Bien… ladea un poco la cabeza… perfecto.

   Siguió dándola conversación mientras hacía un segundo dibujo, en el mismo pliego de papel. Luego cambió de sitio para empezar el tercero. Manejó el carboncillo con soltura y al poco tiempo, estaba trabajando las sombras y dando blanco en las luces. Echó la cabeza hacia atrás.

   –Por hoy es suficiente –dijo dejando el tablero sobre la mesa.

   Irene se levantó para mirar los dibujos, con una sonrisa amplia en su rostro. Él también los miraba, concentrado.  

   –Mañana, a la misma hora.

   –Mañana, le dices a tu madre que ya te he dibujado el pelo y que no te peine, ¿de acuerdo?

   –Sí, sí. Mañana vendré normal. ¿Y el vestido?

   –Tampoco me importará que no vengas de domingo –dijo echándose a reír.

   –He sido una tonta.

   –No lo creo. Te agradezco que intentaras arreglarte, pero me parece que estás mejor al natural. ¿Hasta mañana, pues?

   –Hasta mañana –y se dirigió hacia la puerta. Se dio la vuelta y volvió a la mesa a mirar sus retratos–. Para que no se me olviden. Adiós –echó a correr hacia la puerta.

   –Adiós.

   Alejandro se quedó mirando hacia la puerta, con expresión divertida. Colocó el tablero con los retratos apoyado en la pared y se sentó a estudiarlos.

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