8
El
retrato
Se sobresaltó
cuando Irene irrumpió en la habitación sin tan siquiera llamar, toda agitada y
nerviosa.
–¡Alejandro,
que me dejan! –articuló fatigosamente.
–Tranquilízate y
respira. Luego me lo cuentas.
–Mis padres han
dicho que sí –soltó todavía sin resuello–. Puedo venir después de las clases de
la tarde. Pero me dicen que sólo una hora, que luego tengo que estudiar.
–Me parece bien.
–Pero es sólo una
hora. Podría estudiar después de la cena y así…
–No te preocupes,
está bien.
–Hasta luego –salió
como un huracán.
Estuvo pintando el
Acueducto, orgulloso de los últimos progresos. Acercándose la hora del retrato,
dejó el óleo y se apresuró a sustituirlo por el carboncillo. Desenrolló un
papel grande y lo sujetó sobre el
tablero. Estaba impaciente, y le parecía que no llegaba la hora de empezar. Cogió
papel y lápiz y se entretuvo en hacer pequeños dibujos de un castillo con un
dragón que lo rondaba. Llamaron a la puerta y se sobresaltó.
–¿Sí?
Se abrió la puerta
y entró una joven ataviada con un vestido rojo con lazos. Sobre sus hombros
descendía una cabellera castaña llena de tirabuzones, rematados con un par de
lazos granates.
–Hola. Me he
retrasado. Mi madre se ha empeñado en peinarme.
–Me ha costado
reconocerte…
–¿Te gusta así?
–dijo insegura.
–Sí… Bueno… Verás,
me gustaría más pintar a la Irene que yo conozco.
–Ya le dije a mi
madre que me peinaba yo… –dijo enfadada–. Hace años que no dejo que lo haga. Ya
sabía yo que no era buena idea.
–Bien. Siéntate
ahí, junto a la ventana.
–Me lo soltaré
–levantó la mano para deshacer el peinado.
–Espera, un
momento. Te diré lo que vamos a hacer.
Hoy empezaremos con lo más importante, vamos a centrarnos en tu rostro.
Dejaremos el pelo para mañana.
–¿Cómo quieres que
me ponga? –irradiaba alegría.
–Así –puso la mano
izquierda en su mentón y le giró levemente la cara–, que entre la luz en tu
rostro. Inclínalo hacia atrás. No tanto, ahí.
Se quedó como le
indicó, totalmente rígida y con las manos aferradas a los bordes del asiento.
–No tienes que
estar quieta todo el rato. Cuando te canses, te mueves y luego vuelves a
colocarte. Fíjate dónde estás mirando, coge un punto de referencia.
–La acuarela del
Acueducto, la del cielo morado.
Alejandro estudió
su rostro y comenzó a trazar líneas tenues sobre el papel. Irene apretaba los
labios.
–El Acueducto va
bastante avanzado –comentó intentando que se relajara.
–Ni me he fijado.
–Puedes mirarlo
–ella se volvió hacia el cuadro sobre el caballete.
–Está fabuloso. No
sé cómo se puede hacer con esas formas tan difíciles y que encima quede bien.
En los libros siempre está de frente.
–Podría hablarte de
un dragón, que nació y murió para darle vida…
–¿Ese que aparece
en alguno de tus últimos dibujos? –su rostro se relajó.
–Ese precisamente
–sonrió.
–¿Cómo puedes
dibujar seres que no existen?
–Existen, en mis
sueños…
El parecido se hizo
palpable, en cuanto sus ojos color miel tomaron forma. El pelo quedó
simplemente esbozado, con unas pocas líneas delimitándolo.
–Esto va bien.
–¿Puedo verlo?
–adelantó la cabeza, mostrándose risueña.
–Espera, pequeña
impaciente. Esa sonrisa es estupenda.
Se removió en el
asiento, aunque su cabeza seguía inmóvil.
–No soy pequeña.
–Ya lo sé, casi
tienes… ¿doce?
–¡Dieciséis! No te burles.
–Bueno, ya está.
Irene se levantó de
su asiento y se acercó a ver el retrato.
–Soy yo… –dijo
tomándose el rostro entre las manos.
–¿Y quién querías
que fuera?
–Es que estoy
tan…tan, guapa…
–Es que lo eres.
Voy a hacer más dibujos y de entre todos, seleccionaré el que me guste más para
pintar el óleo. Mira ahora más a tu derecha, y hacia abajo. Bien… ladea un poco
la cabeza… perfecto.
Siguió dándola
conversación mientras hacía un segundo dibujo, en el mismo pliego de papel.
Luego cambió de sitio para empezar el tercero. Manejó el carboncillo con
soltura y al poco tiempo, estaba trabajando las sombras y dando blanco en las
luces. Echó la cabeza hacia atrás.
–Por hoy es
suficiente –dijo dejando el tablero sobre la mesa.
Irene se levantó
para mirar los dibujos, con una sonrisa amplia en su rostro. Él también los
miraba, concentrado.
–Mañana, a la misma
hora.
–Mañana, le dices a
tu madre que ya te he dibujado el pelo y que no te peine, ¿de acuerdo?
–Sí, sí. Mañana
vendré normal. ¿Y el vestido?
–Tampoco me
importará que no vengas de domingo –dijo echándose a reír.
–He sido una tonta.
–No lo creo. Te
agradezco que intentaras arreglarte, pero me parece que estás mejor al natural.
¿Hasta mañana, pues?
–Hasta mañana –y se
dirigió hacia la puerta. Se dio la vuelta y volvió a la mesa a mirar sus
retratos–. Para que no se me olviden. Adiós –echó a correr hacia la puerta.
–Adiós.
Alejandro se quedó
mirando hacia la puerta, con expresión divertida. Colocó el tablero con los
retratos apoyado en la pared y se sentó a estudiarlos.
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