martes, 22 de marzo de 2016

LA TORRE. Alejandro. Cap. 12.



12

En Turégano

   Una brisa fría aleteaba en la umbría plaza. Era como si la conociera y eso le inquietaba, porque nunca había estado allí. Nadie a la vista. Echó a andar y sus pasos sonaron exagerados. Se dirigió hacia el sur, la carpeta bajo el brazo, tiritando de frío. La vista desde allí no aportaba ninguna novedad. Cambió el rumbo, hacia el oeste, dejando el pueblo atrás. Empezó a entrar en calor. De cuando en cuando se volvía en busca de una vista interesante. La encontró en un lugar alejado, junto a un bosquecillo.
   Un primer término arbóreo, la villa al fondo y el castillo asomando en la loma. Sacó el cuaderno e hizo un dibujo. La composición era mejor que las del día anterior, pero el castillo era un detalle minúsculo. Sacó las acuarelas y lo pintó. Después regresó por donde había venido. El castillo dejaba de ser un detalle insignificante, hizo un alto.
   Encontró una roca y se sentó, no quería pasarse el día de pie. Sacó el cuaderno y trazó unas líneas para situar la masa del pueblo. Dibujó el castillo, con detalle. Después miró el trabajo anterior y copió el bosquecillo. Ahora estaba mejor. Sacó las acuarelas. Pintó el cielo y dio unos colores de fondo sobre el pueblo y el castillo. Después volvió sobre ellos, dando los tonos más vivos y trabajando los detalles. El sol estaba alto y las sombras desaparecían, cuando dio por concluida la acuarela. Recogió y volvió a la villa.
   Era otra plaza distinta. Sus pasos habían enmudecido ahora, perdidos entre las voces de los vendedores y la algarabía de los animales. Llegó al mesón y se fue directo a la mesa junto a la ventana. El mesonero salió de la cocina.
   –Hola. ¿Desea usted comer?
   –Sí, si no es demasiado pronto.
   –Es buena hora –se acercó a la mesa–. No pasa usted inadvertido en el pueblo.
   –¿Por qué lo dice? –pensó en su temprana salida, en sus pasos resonando en la plaza.
   –Dicen que anda usted pintando por todo el pueblo –dijo bajando la voz.
   –Pues sí señor. Me dedico a ello –contestó en el mismo tono, apoyando la mejilla en la mano.
   –Menudo revuelo se ha armado –dijo sacudiendo la mano.
   –No creo que sea para tanto –dijo extrañado, apoyándose en la otra mano.
   El mesonero cogió una silla y se sentó frente a él.
   –Intentan averiguar por qué hace usted dibujos de todo lo que ve –siguió hablando en voz baja.
   –Es mi oficio –siguió en el mismo tono–. Simplemente busco un tema para pintar. No veo nada raro en ello –contestó con expresión divertida.
   –Ya… –se quedó mirando al techo.
   –En este caso el tema es el castillo, pero la gente ya lo sabe. Ayer noté cómo se arrimaban discretamente, para ver qué hacía.
   –Pues aún hay más… –bajó la voz hasta el susurro, acercándose más a Alejandro.
   –¿Más? –la sorpresa se reflejaba en su cara.
   –Dicen que en sus dibujos –hizo un pequeño alto–, cambia las casas de sitio. Figúrese. Tienen miedo de que sea cosa de brujería y luego ocurra de verdad.
   –No pensé que se armaría tanto revuelo –se sonrío. La gente tiene demasiada imaginación, ¿no cree usted?
   –Cierto, cierto. Fíjese, a la Atanasia le ha faltado tiempo para tejer una historia. Dijo que esta noche escuchó un ruido tremendo, salvaje, que la dejó medio sorda; bueno todos sabemos que ya lo estaba. En fin, que se asomó a la ventana y el aire la echó para atrás. Se tuvo que agarrar bien, y ¿sabe usted lo que vio?
   –No, ni idea –puso cara de asombro, aunque le entraba la risa.
   –A una extraña criatura, volando. Negra como la noche, tan grande, tan grande, que ocultó la luna…
   –Sólo le faltó decir que se fue a posar en la torre del castillo –intentaba permanecer serio.
   –Pues sí que lo dijo –se sorprendió–. ¿También se ha enterado usted?
   –Puestos a decir barbaridades, se me ha ocurrido esa… –rió. Seguro que era un dragón.
   –Ah, ¡tiene usted sentido del humor! –le palmeó en el hombro, soltando una carcajada.
   –Al final me buscan temas para pintar, un dragón. ¡Qué interesante! –siguió riéndose.
   –¡Y que lo diga! De ésta, todavía resucitan a la Santa Inquisición y le veo a usted saliendo por patas –dijo muerto de risa.
   –Dios nos libre –no podía parar de reír.
   El mesonero juntó las manos, en actitud piadosa, poniendo cara de santurrón. Lo cual sirvió de excusa para que las carcajadas de ambos prosiguieran durante un rato.
   –Pero usted había venido a comer y le estoy entreteniendo. Es que aquí, con los parroquianos se entera uno de todo.
   –Le agradezco a usted la conversación, ha sido muy entretenida. Divertida. Es interesante saber que anda toda la villa pendiente de mí.
   –Le voy a traer un cocido que está de rechupete. Aunque si lo prefiere, mi mujer puede prepararle otra cosa.
   –El cocido está bien.
   –Un cocido para el caballero, ahora mismo viene.
   Dicho esto se levantó y desapareció en la cocina. Al instante apareció con una bandeja. Dejó la jarra de vino sobre la mesa, el plato y la cuchara y empezó a servirle del pote. En esos momentos empezó a entrar gente en el mesón.
   –Si no desea nada más… llega la hora del jaleo.
   –Nada más, gracias.
   El lugar comenzó a animarse y se llenaron las pocas mesas que había. Pero parece que nadie se atrevió a compartir mesa con él, porque había uno tomándose el cocido sobre el mostrador. Despachó su comida. Observaba a la concurrencia, intentando imaginar qué pensarían de él.
   –¡Maríaaa, sal a la barra! –tronó la voz del mesonero.
   –¡Pesado, voooooy! –contestó la mujer desde la cocina–. ¡No puedo estar en todas partes!
   El mesonero se acercó a la mesa.
   –¿Quiere un poco más, quizás alguna otra cosa?
   –Estaba muy bueno, pero no quiero nada más. Gracias.
   –¿Puedo sentarme? –y sin esperar respuesta lo hizo.
   –Está usted en su casa…
   –Verá, no es que sea de esos que andan contando chismes y cotilleando por ahí… –había bajado la voz.
   –Lo sé, lo sé… –volvían al tono confidencial.
   –Pero es que me paso el día aquí dentro y aunque me entero de todos los chismes, voy a ser el único que no vea sus dibujos –respiró ruidosamente–. ¿Le importaría…
   –Eso lo vamos a solucionar ahora mismo –se agachó a coger su carpeta.
    La abrió y sacó el cuaderno. Puso cuidado en saltarse la primera hoja, el dibujo que tenía un dragón. El mesonero arrimó su silla.
   –Estos son los dibujos de ayer –fue pasando las hojas a medida que se lo pedía el mesonero–. Como puede ver, en unos aparece el castillo. Otros son detalles, puede que aparezcan en la pintura definitiva –el mesonero observaba asombrado los dibujos.
   –Es usted capaz de hacer que parezcan reales. Si pintara en color…
   –Un momento. Cerró el cuaderno y sacó dos papeles de la carpeta. Esto lo he pintado hoy –le mostró las acuarelas. El mesonero abrió la boca, asombrado.
   –Si es tan bueno como los cuadros de la iglesia…
   –Eso quiere decir que le gusta…
   –Mucho. Oiga, me gustaría tener uno de estos. Pero en el que saliera mi negocio. Y el castillo, que lo deja usted muy bien. ¿Costaría mucho?
   –Bastante. Entre el trabajo y los materiales, que son bastante caros… Se lo podría dejar en tres pesetas.
   –Tres pesetas… –se quedó pensativo–. Oiga… quizás podríamos llegar a un acuerdo.
   –Usted dirá…
   –Yo no le cobro el alojamiento…
   –Ni la comida…
   –Está bien, la comida tampoco. Pero si hubiera algún extra…
   –Lo pago. Tendrá usted una buena acuarela. ¿Ve usted éstas?
   –Sí.
   –Pues será mucho mejor. Hoy mismo me pongo manos a la obra.
   –¿La tendré esta noche? –preguntó emocionado.
   –Mañana lo más tardar.
   –De acuerdo –le tendió la mano, Alejandro se la estrechó–. Trato hecho. Por cierto, me llamo León.
   –Y yo Alejandro. Encantado.

  
   Dedicaría la tarde a trabajar en el encargo. Salió a la plaza a buscar una buena vista del mesón y el castillo. La encontró y volvió al mesón a por una silla. La colocó en el lugar elegido y comenzó a dibujar. Aparecía parte de la plaza, con sus soportales de arcos y por supuesto el mesón. El castillo asomaba sobre las casas, con aquel campanario bajo el cual había un balcón. La gente intentaba mirar sin acercarse demasiado. Sólo un grupo de pequeñines se atrevió a formar corro a una prudente distancia. Esperaban pacientemente a ver si aparecía la bestia negra y peluda en su dibujo y luego en el castillo. En el balcón dibujó a una mujer, vestida de azul crearía un interesante contraste con la piedra rosada. La escena sería un atardecer. Empezó a pintar entonces las sombras, dejando las luces para cuando empezara a bajar la luz. El bullicio tras él crecía. Los chavales se habían alborotado.
   –Ahora aparecerá la bruja en el castillo –dijo uno de ellos.
   Se volvió y le señaló. Tenía cara de pillo.
   –El próximo eres tú. Te voy a poner allí arriba en el cielo –puso cara de malvado–. No podrás volver a bajar. A no ser que te estés callado –el muchacho se quedó paralizado y se hizo el silencio.
   La mujer del balcón. ¿De dónde había sacado la idea? Recordó vagamente haberlo soñado esa noche. El pillo había desaparecido sigilosamente. El resto tardó poco más en escabullirse sigilosamente.
   Aquella misma tarde acabó la acuarela y se la entregó al mesonero, que se deshizo en alabanzas y se empeñó en invitarle a unos vinos. Le comentó que debería enmarcarla protegida por un cristal, y colgarla donde no le diera el sol. León le aseguró que así sería. Le contó incluso –ahora que se tuteaban– dónde la iba a poner, para verla todos los días mientras trabajaba. A Alejandro le pareció que además quería presumir y que sus parroquianos vieran que el mesonero era alguien importante. Se podía permitir tener una pintura. Como en la iglesia.


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