domingo, 6 de marzo de 2016

LA TORRE. Alejandro. Cap. 10.



10

La venta del Acueducto

   Levantó la fachada y las torres centrales, una de ellas era la deformada por el dragón. Había perdido la curvatura, tenía dos agujeros que parecían arcos, en cada uno de los cuales había una protuberancia. Era un encargo y le habían pedido que fuera fiel al original, y eso pensaba hacer. Así que le tocó dibujar también al dragón, que seguía allí, entretenido en voltear aquellas protocampanas, lo cierto es que sonaban bien.
   Continuó su dibujo en la torre de la derecha. Voló el dragón y de una bocanada  derritió el tejado cónico de pizarra. Le tocó borrarlo y dejar la torre desnuda. Intentó darse prisa con las otras, pero el dragón se adelantaba a sus pensamientos y le quemaba los conos, deshaciéndolos como si fueran hielo expuesto al sol en un mediodía de verano.


   Llevaba un rato entretenido en una hoja de papel, haciendo pequeños dibujos de castillos y dragones. Le andaba rondando la idea de pintar algo de aquello, mas no sabía cómo enfocarlo. El Alcázar no le valía, tenía que buscar un castillo diferente. Se oyeron unos golpes en la puerta que le sacaron de su ensimismamiento.
   –¿Sí? Adelante.
   –Hola, Alejandro –dijo Fernando al entrar.
   –Hola, tío –se levantó y fue a su encuentro.  
   –He venido en cuanto he podido –se abrazaron efusivamente.
   –Me alegro de verte, estaba impaciente.
   Fernando miró al caballete y lo señaló, al tiempo que dirigía una mirada a su sobrino.
   –¿Quién es esa beldad?
   –La hija de mis caseros.
   –No me habías dicho que tuvieras un encargo.
   –No es un encargo. Voy a anunciarme como retratista. Lo pondré en la droguería donde compro las pinturas.
   –Una buena idea… –se quedó mirando el retrato.
   Alejandro cogió el tablero con los bocetos para el retrato y se los mostró.
   –¡Diablo de muchacho! –movió la cabeza. Eres bueno, muy bueno. Te auguro un gran porvenir.
   –Gracias tío, eso espero.
   –Pero ten cuidado. Parece muy joven…
   –Quince años. Le dije que pidiera permiso a sus padres.
   –Si no lo digo por ti…
   –Está encantada posando para mí. Le he regalado un carboncillo mucho más acabado que estos…
   –…es por los demás. Te pueden meter en un lío. Ve con cuidado.
   –No te preocupes. Lo tendré.
   Fernando echó un vistazo a su alrededor y se detuvo sobre la pintura del Acueducto.
   –¡Ah, ahí está! Tráelo para acá.
   Alejandro se apresuró a quitar el retrato del caballete. Fue a por  el Acueducto y lo puso en su lugar. Se apartó y muy ceremonioso, extendió el brazo.
   –Tío, te presento mi mejor obra: el Acueducto.
   Fernando se alejó y entornó los ojos. Siguió alejándose hasta tropezar con la cama. Volvió la cabeza y se sentó. Continuó observando el cuadro, concentrado y risueño. Alejandro estaba nervioso, miraba alternativamente al cuadro y a su tío.
   –Ha perdido su carácter –comenzó en voz baja, sin apartar la vista de la pintura–. Ha perdido la frialdad del granito. Parece arenisca, eso lo habría destruido hace siglos.
   –¿Cómo dices? –preguntó alarmado. Se puso lívido.
   –La perspectiva lo ha destrozado, está irreconocible. El vano intento de un artista que quiere parecer novedoso y original. Moderno –siguió impertérrito.
   –Pero si…
   –Es lo que oirás sobre tu obra. Puede que lo diga un marchante de arte, un arquitecto, qué más da –su tono de voz no delataba emoción alguna.
   –Me dejas… –estaba pálido.
   –Pero aún no te he dado mi opinión –dijo animando su voz.
   –Entonces… –cogió la silla y se sentó mirando hacia su tío, todavía lívido.
   –¡Es una obra maestra! Te costará superarla. Y no te voy a hablar de la composición con una diagonal tan poderosa, la perspectiva forzada, la ligereza de la construcción, el empleo de la luz… Eso ya lo sabes tú. Algo magnífico.
   –Me habías asustado. Creí que no te había gustado.
   –¡Tenías que haberte visto! Parecías un muerto –se carcajeó–. Mejor así, estarás preparado para cuando lleguen las críticas.
   –Tu opinión es muy importante para mí.
   –Confía en ti, sabías que era una buena obra.
   Fernando se levantó y fue hacia el cuadro. Se volvió hacia la ventana y buscó la escena real.
   –Has realizado un gran trabajo. Creo que nadie más habría logrado sacar partido a esta vista.
   Volvió a mirar el cuadro. Se dio una vuelta por la habitación, deteniéndose en el retrato, en los dibujos colgados en la pared y regresó ante el caballete.
   –Veladuras…
   –¡Eres un entendido! Los antiguos sabían lo que hacían. Se consiguen colores que no obtienes en la pintura directa.
   –¿Le has puesto precio?
   –Pues no, no lo había pensado –se encogió de hombros.
   –Deberías hacerlo. Tienes que estar preparado para cuando surja un comprador.
   –Tú mismo dijiste que sería difícil venderlo.
   –Aquí en Segovia sí, pero no en Madrid. Venga, dime –le puso la mano en el hombro.
   –Pues por los días trabajados…
   –Esta obra vale más que otras. Es una obra magnífica, irrepetible. Eso también cuenta.
   –¿Veinticinco pesetas? –dijo dudando. 
   –Un precio bastante razonable. Deberías pedir más.
   –No, ya sería una suerte venderlo a ese precio. Nunca he pedido tanto.
   –¿Seguro?
   –Sí.
   –No se hable más entonces. Ya lo tienes vendido.
   –¡Tío, a ti no puedo vendértelo! No te puedo cobrar tanto.
   –Me gusta el cuadro y puedo pagarlo. Además, ¿tú no vives de esto?
   –Sí… –dudó un momento–. Me alegro que sea para ti, así podré verlo de vez en cuando. Me va a dar pena deshacerme de él.
   –Queda en la familia. Si alguna vez quieres exponerlo, me lo pides.
   Fernando se volvió hacia la mesa y curioseó los dibujos de castillos y dragones. Tomó una hoja y la estudió.  La devolvió a la mesa.
   –Esto hay que celebrarlo, no todos los días compro un cuadro, y menos tan bueno. Vayámonos hasta la plaza a tomar algo.
   –Ni yo vendo todos los días. ¡Ni me pagan tan bien!
   Salieron al pasillo y Alejandro cerró la puerta.
   –Con llave, por favor. Por lo menos hasta que me lleve mi obra.
   –Está bien, voy por la llave... –volvió a entrar y salió con ella.
   Descendieron la calle junto a la intimidante presencia del cercano Acueducto. Llegados al llano, Fernando giró a la izquierda y Alejandro le siguió. Caminaron un trecho antes de detenerse y dar la vuelta. Desde allí la imagen era mucho más plácida y sosegada, quizás la que todo el mundo recordara.
   –Algún día puede que te apetezca hacer esta vista. Y serás capaz de ver lo que nadie ha pintado antes.
   –Pasará un tiempo antes de que me enfrente de nuevo a él. Pero quién sabe…
   Volvieron sobre sus pasos y tomaron la siempre atestada calle de subida hacia la plaza.
   –Esos dibujos de castillos que tenías en la mesa, ¿estás trabajando ahora en ellos?
   –Más bien pierdo el tiempo en ellos. Busco nuevas ideas, pero no se me ocurre nada.
   –¿Estás pensando en algo fantástico?, ¿medieval?
   –Ni lo sé. Últimamente tengo sueños con un dragón y el Alcázar, que cada vez se parece menos a lo que es.
   –A mí me ha recordado más a un castillo que conozco. No está lejos de aquí. Al norte, en Turégano. Tiene una iglesia en su interior y se ve la espadaña desde fuera.
   Alejandro se detuvo perplejo.
   –¿Cómo dices?        


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