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La
venta del Acueducto
Levantó la fachada
y las torres centrales, una de ellas era la deformada por el dragón. Había
perdido la curvatura, tenía dos agujeros que parecían arcos, en cada uno de los
cuales había una protuberancia. Era un encargo y le habían pedido que fuera
fiel al original, y eso pensaba hacer. Así que le tocó dibujar también al
dragón, que seguía allí, entretenido en voltear aquellas protocampanas, lo
cierto es que sonaban bien.
Continuó su dibujo
en la torre de la derecha. Voló el dragón y de una bocanada derritió el tejado cónico de pizarra. Le tocó
borrarlo y dejar la torre desnuda. Intentó darse prisa con las otras, pero el
dragón se adelantaba a sus pensamientos y le quemaba los conos, deshaciéndolos
como si fueran hielo expuesto al sol en un mediodía de verano.
Llevaba un rato
entretenido en una hoja de papel, haciendo pequeños dibujos de castillos y
dragones. Le andaba rondando la idea de pintar algo de aquello, mas no sabía cómo
enfocarlo. El Alcázar no le valía, tenía que buscar un castillo diferente. Se
oyeron unos golpes en la puerta que le sacaron de su ensimismamiento.
–¿Sí? Adelante.
–Hola, Alejandro
–dijo Fernando al entrar.
–Hola, tío –se
levantó y fue a su encuentro.
–He venido en
cuanto he podido –se abrazaron efusivamente.
–Me alegro de
verte, estaba impaciente.
Fernando miró al
caballete y lo señaló, al tiempo que dirigía una mirada a su sobrino.
–¿Quién es esa
beldad?
–La hija de mis
caseros.
–No me habías dicho
que tuvieras un encargo.
–No es un encargo.
Voy a anunciarme como retratista. Lo pondré en la droguería donde compro las
pinturas.
–Una buena idea…
–se quedó mirando el retrato.
Alejandro cogió el
tablero con los bocetos para el retrato y se los mostró.
–¡Diablo de
muchacho! –movió la cabeza. Eres bueno, muy bueno. Te auguro un gran porvenir.
–Gracias tío, eso
espero.
–Pero ten cuidado.
Parece muy joven…
–Quince años. Le
dije que pidiera permiso a sus padres.
–Si no lo digo por
ti…
–Está encantada
posando para mí. Le he regalado un carboncillo mucho más acabado que estos…
–…es por los demás.
Te pueden meter en un lío. Ve con cuidado.
–No te preocupes.
Lo tendré.
Fernando echó un
vistazo a su alrededor y se detuvo sobre la pintura del Acueducto.
–¡Ah, ahí está!
Tráelo para acá.
Alejandro se
apresuró a quitar el retrato del caballete. Fue a por el Acueducto y lo puso en su lugar. Se apartó
y muy ceremonioso, extendió el brazo.
–Tío, te presento
mi mejor obra: el Acueducto.
Fernando se alejó y
entornó los ojos. Siguió alejándose hasta tropezar con la cama. Volvió la
cabeza y se sentó. Continuó observando el cuadro, concentrado y risueño.
Alejandro estaba nervioso, miraba alternativamente al cuadro y a su tío.
–Ha perdido su
carácter –comenzó en voz baja, sin apartar la vista de la pintura–. Ha perdido
la frialdad del granito. Parece arenisca, eso lo habría destruido hace siglos.
–¿Cómo dices?
–preguntó alarmado. Se puso lívido.
–La perspectiva lo
ha destrozado, está irreconocible. El vano intento de un artista que quiere
parecer novedoso y original. Moderno –siguió impertérrito.
–Pero si…
–Es lo que oirás
sobre tu obra. Puede que lo diga un marchante de arte, un arquitecto, qué más
da –su tono de voz no delataba emoción alguna.
–Me dejas… –estaba
pálido.
–Pero aún no te he
dado mi opinión –dijo animando su voz.
–Entonces… –cogió
la silla y se sentó mirando hacia su tío, todavía lívido.
–¡Es una obra
maestra! Te costará superarla. Y no te voy a hablar de la composición con una
diagonal tan poderosa, la perspectiva forzada, la ligereza de la construcción,
el empleo de la luz… Eso ya lo sabes tú. Algo magnífico.
–Me habías
asustado. Creí que no te había gustado.
–¡Tenías que
haberte visto! Parecías un muerto –se carcajeó–. Mejor así, estarás preparado
para cuando lleguen las críticas.
–Tu opinión es muy
importante para mí.
–Confía en ti,
sabías que era una buena obra.
Fernando se levantó
y fue hacia el cuadro. Se volvió hacia la ventana y buscó la escena real.
–Has realizado un
gran trabajo. Creo que nadie más habría logrado sacar partido a esta vista.
Volvió a mirar el
cuadro. Se dio una vuelta por la habitación, deteniéndose en el retrato, en los
dibujos colgados en la pared y regresó ante el caballete.
–Veladuras…
–¡Eres un
entendido! Los antiguos sabían lo que hacían. Se consiguen colores que no
obtienes en la pintura directa.
–¿Le has puesto
precio?
–Pues no, no lo
había pensado –se encogió de hombros.
–Deberías hacerlo.
Tienes que estar preparado para cuando surja un comprador.
–Tú mismo dijiste
que sería difícil venderlo.
–Aquí en Segovia
sí, pero no en Madrid. Venga, dime –le puso la mano en el hombro.
–Pues por los días
trabajados…
–Esta obra vale más
que otras. Es una obra magnífica, irrepetible. Eso también cuenta.
–¿Veinticinco
pesetas? –dijo dudando.
–Un precio bastante
razonable. Deberías pedir más.
–No, ya sería una
suerte venderlo a ese precio. Nunca he pedido tanto.
–¿Seguro?
–Sí.
–No se hable más
entonces. Ya lo tienes vendido.
–¡Tío, a ti no
puedo vendértelo! No te puedo cobrar tanto.
–Me gusta el cuadro
y puedo pagarlo. Además, ¿tú no vives de esto?
–Sí… –dudó un
momento–. Me alegro que sea para ti, así podré verlo de vez en cuando. Me va a
dar pena deshacerme de él.
–Queda en la
familia. Si alguna vez quieres exponerlo, me lo pides.
Fernando se volvió
hacia la mesa y curioseó los dibujos de castillos y dragones. Tomó una hoja y
la estudió. La devolvió a la mesa.
–Esto hay que
celebrarlo, no todos los días compro un cuadro, y menos tan bueno. Vayámonos
hasta la plaza a tomar algo.
–Ni yo vendo todos
los días. ¡Ni me pagan tan bien!
Salieron al pasillo
y Alejandro cerró la puerta.
–Con llave, por
favor. Por lo menos hasta que me lleve mi obra.
–Está bien, voy por
la llave... –volvió a entrar y salió con ella.
Descendieron la
calle junto a la intimidante presencia del cercano Acueducto. Llegados al
llano, Fernando giró a la izquierda y Alejandro le siguió. Caminaron un trecho
antes de detenerse y dar la vuelta. Desde allí la imagen era mucho más plácida
y sosegada, quizás la que todo el mundo recordara.
–Algún día puede
que te apetezca hacer esta vista. Y serás capaz de ver lo que nadie ha pintado
antes.
–Pasará un tiempo
antes de que me enfrente de nuevo a él. Pero quién sabe…
Volvieron sobre sus
pasos y tomaron la siempre atestada calle de subida hacia la plaza.
–Esos dibujos de castillos
que tenías en la mesa, ¿estás trabajando ahora en ellos?
–Más bien pierdo el
tiempo en ellos. Busco nuevas ideas, pero no se me ocurre nada.
–¿Estás pensando en
algo fantástico?, ¿medieval?
–Ni lo sé.
Últimamente tengo sueños con un dragón y el Alcázar, que cada vez se parece
menos a lo que es.
–A mí me ha
recordado más a un castillo que conozco. No está lejos de aquí. Al norte, en
Turégano. Tiene una iglesia en su interior y se ve la espadaña desde fuera.
Alejandro se detuvo
perplejo.
–¿Cómo dices?
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