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El
retrato está acabado
Se empeñaron en celebrarlo dando una comida, a la que
invitaron a los inquilinos y a algunos amigos. El retrato presidía el comedor,
colgado en la pared. Irene estaba fuera de sí, y eso que lo había visto
progresar día a día. En cuanto estuvo acabado, hizo subir a sus padres. Y de
ser por ella, hubieran desfilado por el estudio todas sus amigas y conocidas.
Entonces fue cuando a él se le ocurrió que la obra se podía exponer en el
comedor. Se cercioró de que nadie pudiera acercarse a tocarla, pues la pintura
estaba fresca. Y a ellos se les ocurrió lo de la comida. Su fama en la pensión
alcanzó cotas inimaginables, lástima que las economías de los alojados no
alcanzaran a situarlos como posibles clientes. El cuadro permaneció expuesto
unos cuantos días, periodo en el cual, pasaron por allí todas las amistades de
Irene y de sus padres.
Luego se lo llevó a
la droguería, donde quedó expuesto en el escaparate, entre brochas y pinturas.
Sus caseros quedaron apenados por la pérdida. A Irene no le importó que su
imagen quedara a la vista de todos, es más, estaba encantada. Y los drogueros,
ilusionados. Decían que todos saldríamos beneficiados: que a él le saldrían
encargos y ellos le quitarían algunos clientes a la droguería de la ciudad vieja.
Y así debió de ser, pues empezaron a hacerle descuento en sus compras.
Pero eso ya
pertenecía al pasado. Parecía que tras el Acueducto y el retrato se había
cerrado un ciclo, y ahora comenzaba otro, al parecer no tan bueno. En este
periodo, fueron frecuentes los sueños del castillo y el dragón, si bien los
dibujos que de ellos realizaba no le llevaban a ninguna parte. Desde entonces,
ninguna obra nueva había surgido de sus manos. Así llevaba más de una semana.
Lo único que tenía
era aquel castillo que le obsesionaba y empezó a acariciar la idea de ir a
visitarlo. Su tío lo había situado en Turégano y como ya le había pagado la
pintura, podría permitirse el viaje y pernoctar un par de noches en la villa.
Esperaba no toparse con el dragón, hubiera sido el colmo de la mala suerte. Su
ocurrencia ni siquiera le pareció graciosa. Estaba decidido. Empezó a preparar
la maleta, con el material de dibujo y lo necesario para pasar unos días fuera.
Se lo comunicaría a sus caseros a la noche.
Adormilado por el
ronroneo del motor y acunado por las sacudidas del camino, se dirigía hacia el
norte, al parecer la fuente de sus sueños. Pese al incómodo asiento de madera,
iba claudicando ante el sueño.
Un terreno
escarpado, cuyas rocas crecieron hasta formar un alto recinto cerrado. Los
muros se abombaron en las esquinas, formando torres cilíndricas. En la
lontananza, una diminuta mota fue creciendo y se convirtió en un ave. Vino a
posarse en un saliente de la roca. El muro captó su atención y se elevó en el
aire, yendo hacia él. Dio un picotazo a las piedras, dejando un agujero alto y
estrecho. Siguió volando y dando picotazos, y cada vez que lo hacía, crecía.
Pero no era un ave, ahora que había aumentado su tamaño se veía perfectamente,
era un dragón. Y no picaba las piedras, ¡se las comía! Después de dejar las
paredes agujereadas a intervalos, se encaramó a lo alto del muro y se posó. Fue
recorriendo el perímetro, devorando piedras, alternas. Cuando hubo dado la
vuelta completa, quedó almenado el recinto. Cómo había crecido, de tanto comer.
Saltó al exterior y se plantó ante el muro, retumbó el suelo. Soltó una
llamarada y dejó la piedra medio derretida. La empujó con la zarpa, entró en el
recinto y se encerró. Se convirtió en el dueño y señor del castillo.
Un bache, su cabeza
golpeó contra la ventanilla y surgió del plácido sueño. Abrió los ojos. Las
primeras luces le revelaron una amplia llanura que desaparecía en la serranía.
Todavía quedaba nieve en las cumbres. Cerró los ojos. Se vio envuelto en el pesimismo
de días anteriores, regresaron las preocupaciones. Irene le tenía turbado,
desde aquel beso, un beso inocente. Sospechaba que empezaba a sentir algo más
que admiración por el pintor y su arte. No es que no le gustara, pero la veía
muy joven. Si hubiera tenido un par de años más… Era madura e inteligente, le
gustaba el arte… pero él no acababa de verlo claro. Sintió que se escurría y
tuvo que agarrarse al asiento de delante. El autobús se había detenido.
–Señores pasajeros,
estamos en Turégano –dijo el conductor, cantarín.
El viaje se le
había hecho corto. Tomó la maleta y descendió del autobús. Estaba en la plaza,
era enorme, muy larga. Y le resultaba familiar.
Lo descubrió al
fondo, sobre las casas. Ahí estaba el castillo, tal y como le dijo su tío. Una
impresionante muralla y en su interior, el castillo. Pesadas torres cuadradas a
la derecha, cilíndricas y esbeltas a la izquierda y en el medio. Éstas,
ligeramente descentradas, con un balcón entre ellas. Y asomando por detrás, la
espadaña de un iglesia, pero no una cualquiera: tres alturas de arcos
decrecientes. Aunque no todos tenían campana. Y la piedra, era lo mejor: el castillo
presentaba tonos rosados. Cómo adoraba aquel tono cálido en la piedra…
Pues sí que tenía
un aire a sus dibujos. No pudo reprimirse, sacó el cuaderno de dibujo. Cogió el
lápiz y comenzó a dibujar. Al acabar, garabateó sobre la torre del homenaje un
enorme y simpático dragón. Un aldeano curioso se asomó a ver lo que hacía, se
fue meneando la cabeza. Debió de pensar que estaba loco. Guardó el cuaderno.
Lo primero que
debía hacer era buscar alojamiento, seguramente habría alguno en la misma
plaza. Agarró su maleta y se puso en marcha. Cuando llegó al final de la plaza
sin encontrar nada, se acordó de la racha de mala suerte. Entonces se topó con
un mesón escondido en la esquina. Entró rápidamente, sin muchas esperanzas y
preguntó si daban alojamiento. Hubo suerte, quedaba una habitación, que tendría
que compartir si venía alguien más. Dejó la maleta y volvió a salir a dibujar.
Recorrió todo el
pueblo, buscando diferentes vistas del castillo. Aparte de la plaza, la fachada
de un palacio y la iglesia no había más edificios interesantes. Así que después
de un montón de dibujos, y aunque desde la iglesia no se viera el castillo,
acabó haciendo una composición con ambos. Resultaba interesante el contraste de
la torre de la iglesia y la espadaña del castillo.
El anochecer
interrumpió su actividad. Recogió y se fue al mesón a cenar. Mientras esperaba
que le sirvieran, estuvo revisando los dibujos. Había hecho unos cuantos y en
casi todos aparecía el castillo. El mejor era el de la iglesia, pero no le
convencía totalmente. Debería alejarse de la villa, quizás hubiera vistas
mejores desde el oeste.
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