domingo, 1 de mayo de 2016

LA TORRE. TERCERA PARTE: Alejandro y Elena. Cap. 1



Alejandro y Elena











                                                                         







1



 La desconocida



   Se paseaba nervioso. Del mostrador a la puerta, de allí a la ventana, se acercaba a las escaleras, miraba hacia arriba y vuelta a empezar. Los parroquianos empezaban a mirarle, así que se quedó quieto, mirando al suelo. Se puso a contar las baldosas y perdió la cuenta cuando el ruido de la puerta llamó su atención. Acababa de entrar el mesonero.

   –Enseguida viene el doctor –fue a la barra, llenó una jarra de agua y se la bebió–. ¿Qué es lo que le ha pasado a tu amiga? –los parroquianos pegaron el oído.

   –Si no la conozco. La encontré desvanecida, en la puerta del castillo. Precisamente cuando había acabado de dibujar y venía para acá.

   –Pues del pueblo no me parece. ¿A alguien le suena su cara? –dijo dirigiéndose a la congregación.

   –No –dijo uno sin sacarse el pitillo de la boca.

   –Yo creí que venía con él –argumentó otro.

   –A mí como que me recuerda a mi parienta cuando era joven… –soltó un tercero.

   –Ya hubieras querido –le dijo el del pitillo.

   –Cómo se va a parecer. Si tu Marta tenía bigote –dijo uno que estaba bebido.   

   –Dejadlo estar. Ya nos enteraremos –dijo León mirando a la ventana–. Mira, ahí viene.

   León se acercó a abrir la puerta y entró el doctor. Iba vestido de negro y llevaba un maletín de cuero bastante gastado. Rondaría los cincuenta y no parecía estar de buen humor. Se quitó el sombrero y lo dejó colgado de su mano, como si esperara que alguien lo quitase de allí. Y en efecto, León lo tomó para depositarlo sobre una mesa. Acto seguido se deshizo del maletín endosándoselo a él, que se quedó sin saber si debía dejarlo sobre la mesa o no. El doctor se había desabrochado el abrigo y León se lo quitó, lo dobló y lo puso sobre una silla.

   –¿Dónde está la paciente? –dijo muy seco.

   –Sígame, por favor –contestó León en un tono afable.

   El doctor siguió a León escaleras arriba y él les siguió con el maletín, que parecía tan antiguo como el doctor. Llegaron a la habitación y León llamó a la puerta. Abrió María, su mujer. El doctor miró a Alejandro y dio un tirón del maletín. Vaya fuerza que tenía, casi le desencajó la mano. Entró en la habitación y cerró tras de sí. Se miraron y León se encogió de hombros. Dentro se oyó al médico hablar con María.

   Le reconcomía la espera, pero no podía hacer otra cosa. Esperaron en silencio. Pasado un rato, salió el doctor y sin prestarles atención, bajó las escaleras a toda prisa, llevando él mismo su maletín. Para cuando quisieron alcanzarle, estaba sentado a la mesa y había sacado la libreta, la pluma y el tintero. Los parroquianos parecían estar a lo suyo.

   –A la muchacha no le ocurre nada grave –abrió la libreta.

   –Pero si la encontré desmayada y no pude despertarla…

   –¡No me interrumpa, jovencito! –destapó el tintero–. Ha sido un simple vahído. Le he dado unas sales de frutas. Puede que haya sufrido una fuerte impresión. ¿Podría alguno de ustedes aclararme algo al respecto?

   Los dos negaron con la cabeza.

   –La encontré desmayada en la puerta del castillo.

   –Por cierto, ¿es usted el responsable de la joven? –le señaló el doctor con la pluma.  

   –No, no la conozco.

   –¡Entonces es usted! –señaló al mesonero.

   –Yo tampoco –se encogió de hombros.

   –¡Ustedes me han llamado! –dijo enfurecido–, y alguien habrá de hacerse cargo de mis honorarios. ¡Díganme quién! –mojó la pluma y se puso a escribir.

   León y Alejandro se miraron.

   –Yo me haré cargo de sus honorarios –saltó Alejandro.

  No supo muy bien por qué lo había hecho, la muchacha no era responsabilidad suya. El doctor arrancó la hoja y se la tendió. Al leer su contenido, le mudó el color. León se acercó a mirar y dio un silbido.

   –Un poco… altos me parecen sus honorarios –dijo León algo serio.

   –Uno, me han llamado por una urgencia que no era tal. Dos, no estoy en mi horario de trabajo. Tres, han interrumpido mi comida. Teniendo en cuenta todo eso, me parece que debería cobrarles más –contestó malhumorado.

   León se acercó al doctor y le habló al oído. Éste enarcó las cejas y asintió.

   –Está bien, joven, acérquese –se acercó y le habló en susurros–. Sin que sirva de precedente, le perdono su deuda para conmigo. Si alguien le preguntase –miró a los parroquianos, que andaban la mar de atentos–, usted va a ir a pagarme esta tarde a mi casa.

   –Entiendo –musitó. Le voy a pagar sus honorarios.

   El doctor se levantó y miró su abrigo. Alejandro lo cogió y le ayudó a ponérselo. Después le dio el sombrero y el maletín.

   –Buenas tardes, caballeros –dijo dirigiéndose a toda la concurrencia del mesón y señalando a Alejandro continuó–. Luego se pasa usted por mi casa a pagarme.

   León le abrió la puerta y salió. Respiraron aliviados tras su marcha. Los parroquianos volvieron a estar bulliciosos. Debían haber estado más atentos de lo que parecía.

   –Pero, ¿qué es lo que le has dicho? –preguntó en voz baja a León.

   –Le he refrescado la memoria sobre cierto asuntillo –le respondió en el mismo tono–. A veces bebe y bueno, no voy a entrar en detalles.

   –Pues me alegro de que lo haga.

   –Subamos a ver cómo está la enferma –dijo León volviendo a su tono de voz habitual.   Se volvió a su concurrencia y extendió los brazos.

   –Ahora mismo estoy con vosotros, que os vais a quedar secos. Una ronda por cuenta de la casa, por la espera –hubo un estallido de comentarios vitoreando a su patrón.

   El murmullo de alegría les acompañó en la subida. Entraron a la habitación y la mujer del mesonero les indicó que no hicieran ruido.

   –Despertó al poco de darle las sales –susurró. Dijo algo de ir a la biblioteca y luego volvió a caer dormida. El doctor ha dicho que guarde reposo absoluto durante veinticuatro horas.

   –Puedo quedarme a cuidarla. Ya ha hecho usted bastante.

   –No sé si será apropiado –dijo la mujer.

   –Anda, María. Que este joven es de fiar. Yo respondo por él.

   –Está bien…

   –Gracias. Bajo por mis cosas y vuelvo.

  

   Alejandro colocó la silla junto a la ventana. Durante un rato estuvo observándola. Todo en ese día resultaba insólito. Se le había ocurrido dibujar una figura femenina en el balcón del castillo, ¿por qué lo había hecho? Parecía un capricho sin importancia, pero poco después ella aparecía en la puerta. No era de extrañar que al encontrarla creyera estar soñando o viendo visiones. Y mucho más con aquella música surgida de ninguna parte. Abrió su carpeta para ver el dibujo. Efectivamente, era ella.

   Abrió la contraventana del todo, dejando que la luz alcanzara el lecho e iluminara su cara. Se giró hacia la luz y siguió durmiendo. No parecía una visión. ¿Qué le habría sucedido?

   Ahora que la tenía delante le apetecía retratarla. Se puso a ello. Con los primeros trazos encajó el rostro. A partir de ahí fue trazando líneas cada vez más precisas, que dieron forma a ojos, cejas, nariz y boca. Sombreó ojos y párpados, siguió con la nariz y los labios. Alejó el papel para ver mejor el conjunto y detectar posibles errores. Iba bien. Trabajó los contornos, insinuó el pelo y algunas sombras. Continuó añadiendo detalles hasta que lo dio por  acabado y puso la fecha. No tenía la costumbre de hacerlo en los dibujos, pero aquel era algo especial. Todavía tenía la sensación de que la joven pudiera evaporarse en el aire.

   Se asustó al escuchar pasos en la escalera y guardó rápidamente el dibujo. En su lugar puso uno del castillo. Se abrió la puerta y entró el mesonero. Echó un vistazo a la enferma y se acercó hasta donde estaba sentado.

   –Hola –susurró–. ¿Cómo está nuestra dama?

   –No ha despertado.

   –Un buen dibujo, ¿lo vas a pintar también?

   –Todavía no lo sé –se encogió de hombros.

   –Tenemos un gran castillo. Lástima que sea de los curas.

   –¿Por qué lo dices?

   –No lo usan. Una misa en fiestas señaladas y vuelven a cerrarlo.

   –¿Entonces no vive nadie allí? –se asombró.

   –No. Dicen que es una ruina, y no se quieren gastar un real en él.

   –Lástima, a mí me parece que no está tan mal. Me lo imagino: un noble que tuviera mucha gente a su servicio. Gente entrando y saliendo todo el día. Las trompetas sonarían anunciando que salía a dar una batida. Luego nos mandarían llamar, a ti para que le prepararas el jabalí, a mí para que le pintara con la presa cobrada. Y finalmente el banquete en la sala más grande del castillo, al cual estaríamos invitados.

   –Es una bonita historia.

   Miraron el dibujo, como si realmente vieran la escena.

   –Oye, cuando quieras bajar a tomar algo, subimos María o yo.

   –Quizás más tarde. Ahora estoy entretenido con los dibujos.

   –Como quieras. Hasta luego entonces –miró a la joven y salió de la habitación.

   Alejandro miró el dibujo. No estaba mal, había acercado el bosquecillo al pueblo y añadido la masa de nubes. Sin saber porqué se imaginó a la muchacha sentada en la escena, mirando hacia el castillo. Entonces cogió el lápiz y esbozó una figura sentada.

   La miró. Se sentía un intruso, espiándola mientras dormía. Cerró los ojos. Se sentía… no sabía cómo definirlo, era como… como si todo ocurriera a su alrededor, sin que él pudiera intervenir o tomar parte. Él no había inventado la música, estaba allí… había entrado en su cabeza… le había gustado, le había molestado… le había puesto nervioso… le había tranquilizado. La  encontró… creía estar soñando… era demasiado real… su dibujo… la había materializado. Fue hacia ella… pensó que se desvanecería al acercarse… pero un escalofrío recorrió su cuerpo al tocar su mano… Era real.

   Ahora todo eso le parecía lejano… como si no hubiera tenido lugar ese mismo día… Una pesadilla. Un Alcázar que no era tal, porque era el castillo de Turégano, y no se dejaba alcanzar. Los elementos habían jugado con él, no había sido dueño de su voluntad. El sueño acababa tras la puerta del castillo… aunque no sabía qué había allí detrás… y en esa puerta precisamente, había encontrado a la joven…

   No le molestaba, no buscaba otra cosa, más que seguir esperando. Esperando ver cómo se desarrollaban los sucesos a su alrededor. Ver cómo le envolvían, cómo jugaban con él… Hasta la intervención del doctor había sido tan grotesca… No, él no debía elegir… tenía que dejar que los acontecimientos pasaran a su alrededor… le envolvieran… jugaran con él… Escuchó un ruido y sintió la necesidad de abrir los ojos.

   Estaba despierta, con la mano sobre la frente para evitar el sol. Dejó la carpeta y entornó la contraventana.

   –Hola –la oyó decir.

   –Hola. ¿Cómo se encuentra?

   –Estoy bien –contestó sonriente. Como si no le sorprendiera encontrarse allí.

   –No sabe cuánto me alegro –se acercó hasta la cama.

   –La puerta estaba cerrada. Estaba tan cansada que me debí quedar dormida –hablaba de su desvanecimiento como la cosa más natural.

   –Me asusté mucho al verla allí desvanecida.

   –¿Llevo mucho tiempo durmiendo?

   –Unas cuantas horas. Vino el doctor, pero dijo que no tenía nada.

   –Estoy bien. Sólo un poco cansada –continuó risueña.

   –Lo que hace falta es que se recupere.

   –Sólo necesitaba descansar un poco –bostezó–. Ya estoy en el castillo –volvió a caer dormida.

   La arropó y se quedó contemplándola extrañado. Pensaba que estaba en el castillo. Volvió junto a la ventana y se sentó. Era una joven preciosa. Era la mujer del balcón. ¿Cómo podía haberla dibujado sin conocerla? A no ser que en sus sueños… No, aquello era imposible. ¿Imposible? Ya nada lo era. Siguió contemplándola, mientras la luz menguaba.



   –¿Así la cuida, quedándose dormido? –se despertó sobresaltado y vio a María con un candil encendido–. ¿Ha habido alguna novedad?

   –Se… se despertó. Pero enseguida volvió a caer dormida.

   –¿Ha averiguado usted algo?

   –¿De qué?

   –¿De qué va a ser? Quién es, de dónde viene…

   –Pues… no… –se sintió avergonzado y notó cómo el calor le subía al rostro.

   –Igual podríamos haber mandado recado a su casa. Estarán preocupados. Ande, baje a tomar algo. Ya me quedo yo –salía de la habitación cuando la oyó de nuevo–. ¡Hombres! ¡No sé para qué sirven! –le pareció que se reía.

   Bajó abochornado por su ineptitud. Pero él era un simple espectador de los acontecimientos, no debía intervenir ni alterarlos. Al pensar en ello se le pasó enseguida el sofoco.



   –Y qué, ¿hiciste ese cuadro del castillo? –dijo León, volviendo a llenarle la jarra de vino.

   –Todavía no. Por eso he vuelto, a buscar ideas.

   –¿Más todavía? –movió la cabeza–. Con todos los dibujos que tenías. Mira –le indicó la pared del fondo, donde colgaba la acuarela–. Ahí no le da el sol.

   –Cuídala, te durará toda la vida. Me encanta volver a ver mis obras.

   –Ahora es mía, recuérdalo –soltó una carcajada.

   Le reclamaron para servir unas copas y se fue para allá. No tardó mucho en volver.

   –Está claro que esta noche, te quedas a dormir –intervino León tras dar un trago antes de ingerir el siguiente bocado.

   –Este mes ando escaso de dinero. No voy a poder pagarte todo, las dos habitaciones, las comidas… –dijo con cierta preocupación–. Me tendrás que fiar.

   –¿Acaso te he preguntado si querías cenar?

   –No.

   –¿Y tú conocías a esa chica?

   –No…

   –Pues entonces, ¿a qué viene el que tengas que hacerte cargo de ella y de todos sus gastos?

   –No lo sé. La encontré… –parecía que se movía, como en su sueño, mecido por las olas.

   –¿Acaso te la vas a quedar? –se echó a reír y los parroquianos les miraron–. ¡Déjate de tonterías! Cuando se aclare todo –bajó la voz–, ya nos dirá quién es y de dónde viene. Y ella misma, su marido o su padre, me pagarán los gastos que ocasione.

   –Visto así… De todas maneras yo te pagaré lo mío.

   –Alejandro, no me hagas enfadar. Para una vez que vienes… estaría bueno. ¿Hace otro vino? –y antes de que pudiera decir que no, tenía la jarra llena. No debía intentar contravenir los sucesos que le envolvían.

   Agradeció que León se excusara por tener que jugar la partida de dominó con unos parroquianos. Subió como pudo las escaleras y llegó hasta la habitación de la joven. Se asomó sin soltarse del manillar de la puerta.

   –¿Cómo sigue?

   –Dormida y tranquila.

   –Me quedo…

   –Ni hablar. Veo que ha estado alternando con mi marido. Además, no quiero habladurías en mi casa. Pase a la otra habitación, aquí a la izquierda. Si necesita algo, me avisa.

   Obedeció. Él era un simple espectador, no quería ni debía alterar el devenir de los hechos.





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