4
El regreso al pueblo
Subió al carro con ella. Hizo el viaje entre la mercancía, sufriendo los
vaivenes del camino, pero no le importó. Ella al menos fue en el asiento, junto
al carretero. No les podía llevar hasta el pueblo de Elena y habría que
caminar, por lo menos un par de horas. Los caminos no estaban para que una
mujer anduviera sola, por mucho que dijera que había llegado hasta el castillo
sin problemas. No la dejaría sola.
Y más después de aquella noche mágica, en la que compartieron la música
del castillo. Una bellísima y suave melodía interpretada por la flauta, surgida
de algún lugar más allá de la puerta, del mismo corazón del castillo… No
acababa de creérselo, pensó que era fruto de su imaginación, en exceso exaltada
por la música. Le pareció que la música evocaba unas palabras, pero eso era
imposible. La flauta no podía hablar… pero hubiera jurado que le decía:
… no te
preocupes…
…espera…
…todo
llegará…
…a su debido tiempo.
Aquella noche durmió poco. No sabía qué querían decir esas palabras.
Igual se referían a que en algún momento conseguiría pintar el castillo. Y las
palabras le decían que esperara. Tenía que dejar que los acontecimientos
pasaran a su alrededor, le envolvieran y jugaran con él. Pero en el caso de
Elena, él había alterado los hechos, había intervenido. Si hubiera esperado, a
lo mejor ella misma o León o María, le habrían pedido que la acompañara. ¿Había
obrado mal?
Esperó ansioso la llegada del amanecer, para encontrarse con ella en la
sala del mesón y salir a la plaza, a despedirse del castillo. Ella se lo había
pedido la noche anterior, cuando bajaron hechizados por la música y la visión
de la luna llena sobre la torre. Le ofreció el brazo para subir y ella lo
aceptó, no se soltó más que para ir a la puerta e intentar empujarla. Era una
tontería, pero tenía que intentarlo, dijo. Volvió junto a él y tomando su
brazo, dieron la vuelta y bajaron al mesón.
Después de desayunar con sus anfitriones, recibieron un hatillo con
comida y bebida para el camino. León y María dijeron que habían disfrutado de
su compañía y no quisieron saber nada de pagos ni de deudas.
El carretero les dejó en un cruce de caminos
y les indicó cómo ir hasta el pueblo de Elena. Sentía no poder llevarles, pero
ya se había apartado bastante de su ruta y aún le quedaba un largo trecho para
llegar a su destino. Le dieron las gracias y se dijeron adiós. Era el día de
las despedidas: habían dejado atrás el castillo de sus sueños, en el que Elena
deseaba entrar, el que él quería pintar; a sus amigos León y María, una pareja
encantadora; y ahora al carretero, al que estaba agradecido por el favor que
les había hecho, aunque no les echaría de menos ni a él ni la incomodidad de su
carro. Y al llegar al pueblo, tendría que despedirse de Elena.
Había amanecido nublado y el cielo
continuaba igual de triste. Soplaba una ligera brisa que venía del oeste.
Resultaba agradable sentirla, fresca y ligera, acariciando su rostro, o verla
jugando con los cabellos de Elena. De vez en cuando se llevaba la mano a la
cabeza, e intentaba colocarlos. La veía feliz, camino de su casa. Como si la
brisa les animara, o quizás porque las piernas se hubieran recuperado del
entumecimiento de ir en el carro, el caso es que empezaron a caminar más
deprisa.
Y su paso debió animar a la brisa, porque
empezó a soplar más fuerte. La carpeta oscilaba en su costado y no había manera
de mantenerla quieta, así que se la puso sobre el pecho y la sujetó con ambos
brazos. Elena se olvidó de sus cabellos y dejó que se alborotaran danzarines,
mientras sus ropajes se mecían, revolvían y ondulaban formando pliegues de lo
más barroco. Le gustaría poder dibujarla así.
El cielo estaba cada vez más oscuro y el
viento soplaba con más fuerza, dificultando su avance. Un relámpago iluminó el
cielo y se extendió por los campos, inundándolo todo. La impresión les hizo
detenerse.
–Amarillo de Nápoles, muy pálido –afloró su
vena pictórica.
–Qué luz tan maravillosa.
El trueno no se hizo esperar y estalló
atronador, reverberando, expandiéndose como el eco, llenándolo todo.
–No me gusta nada esto –comentó Elena
llevándose la mano a la cabeza.
–Esperemos que no nos llueva, no veo ningún
sitio donde guarecernos.
En un ambiente cargado de humedad, tan
oscuro que parecía de noche, volvieron a caminar, sin descanso. Fue un alivio
que el viento amainase y volviera a ser la brisa suave de antes. Un rayo quebró
el cielo y descargó en la lontananza. Como por arte de magia, la brisa
desapareció y todo quedó en calma. Oscuridad y silencio. Los elementos les
daban una tregua.
Pero la tregua duró muy poco. Comenzó a
llover de forma ligera. Así, de repente.
–¡Mis dibujos! –se detuvo a quitarse la
chaqueta y envolvió con ella la carpeta.
Se la puso bajo el brazo y continuaron. El
cielo se oscureció más todavía y la lluvia arreció. Acabarían empapados y sus
dibujos deshechos. Los elementos les envolvían y jugaban con ellos y no podían
hacer nada por evitarlo. Ganas le daban de pararse y abrir la carpeta, acabar
con todo aquello…
–¡Alejandro! Mire, allí –señaló.
Entonces lo vio. Un poco más adelante y algo
apartado del camino.
–¡Vayamos para allá!
Corrieron hacia el bosque y no pararon hasta
encontrarse bajo los árboles. La lluvia todavía se dejaba notar. Elena se alejó
y le hizo señas de que la siguiera. Fue adentrándose en la espesura, siguiendo
un sendero apenas visible y cuando parecía que no podían continuar, se agachó y
pasó bajo unas ramas. Entró tras ella y la encontró sentada.
–Está seco. Aquí no nos mojaremos.
Se sentó con la carpeta envuelta sobre sus
rodillas. Elena se acercó y le ayudó a desenvolverla con cuidado. Quitó la
chaqueta y la extendió en el suelo.
–¿Cómo están los dibujos?
–No lo sé.
Se secó las manos en la zona de la camisa
que había permanecido casi seca bajo la carpeta. Se temía lo peor, así que
cerró los ojos antes de abrir la carpeta.
–No se ve muy bien, pero parece que están
secos –dijo Elena.
Se sintió aliviado y echó un vistazo. Para
cerciorarse, pasó la mano por el papel.
–Ha habido suerte. La carpeta sólo está
mojada por fuera –la cerró y la dejó en el suelo a su lado.
–En cambio, yo estoy calada hasta los
huesos.
–Yo también.
Elena miró el hatillo de la comida y lo
abrió.
–¿Quiere?
–Sí, por favor.
Debían estar hambrientos, porque acabaron en
un santiamén. El bueno de León, hasta para el viaje les había surtido. Y pensar
que en su día le cobró la acuarela… Debería regalarle otra obra, cuando
volviera a verle.
Escuchando la lluvia que repiqueteaba sobre
las copas de los árboles, el tedio se apoderó de él. Bajo una penumbra
uniforme, si fueron una o varias horas las que pasaron, no lo sabía. Elena
parecía ausente, mirando a través de la espesura. Tenía el pelo aplastado y la
ropa pegada al cuerpo, realzando sus formas. Cuando volvió la cabeza hacia él,
sus miradas se encontraron. Sonreía.
–Escuche –le dijo–, ya no llueve.
Era cierto, ahora que lo decía, había cesado
el golpeteo del agua y él no se había enterado.
–Salgamos a ver. Creo que sus dibujos ya no
corren peligro.
Había algo
más de luz, aunque el cielo siguiera gris. Y sí, había dejado de llover.
–Qué frío –Elena cruzó los brazos.
–Con la chaqueta tengo más frío que antes.
–Si vamos deprisa igual se nos pasa.
Y el ritmo que impuso Elena les hizo olvidarse
del frío. Menos mal que habían descansado.
–Dentro de lo malo –dijo Elena–, me alegro
de llegar tan tarde. No me apetecía encontrarme con la gente y que me empezaran
a hacer preguntas.
–La entiendo perfectamente.
Llegaron a casa de Elena. Había anochecido,
o lo parecía, y probablemente volvería a llover. No quiso entrar, era mejor que
estuviesen solos. Él podía esperar. Pasaron dos mujeres que se le quedaron
mirando. Hubiera debido saludar, pero apartó la vista. Igual eran capaces de acercarse
a cotillear.
Pasado un buen rato, salió Elena. Estaba
radiante. Todavía empapada, pero radiante.
–Venga, pase a conocer a mis padres.
La siguió al interior y le hizo entrar a una
sala. Era como salón y cocina a la vez. Le sorprendió, porque en la ciudad, las
cocinas estaban aparte. Allí estaban sus padres y parecían muy contentos.
–Padre, madre, os presento a Alejandro.
–Encantado, caballero –dijo el padre
tendiéndole la mano–. Muchas gracias por todo lo que ha hecho por nuestra hija.
–No se merecen. El gusto es mío.
–Me alegro de conocerle, Alejandro –dijo la
madre agarrando sus manos.
–Encantado de conocerla –se parecía a Elena,
aunque era algo más delgada.
–Está usted empapado. Tiene que quitarse esa
ropa o cogerá una pulmonía. Y tú también, Elena.
–No se preocupe por mí. Tengo que marcharme,
ya es bastante tarde.
–¡Pero adónde va a ir, Alejandro! –intervino
Elena–. No diga tonterías. Se queda a dormir aquí.
–Mi hija tiene razón –dijo la madre.
–No quiero molestar. Iré a la fonda.
–Perdone, pero aquí no tenemos nada de eso
–intervino la madre–, y aunque lo hubiera…, usted cena aquí. Luego hablaremos.
–Acompáñeme –dijo el padre.
–La carpeta, todavía está húmeda… –Elena se
acercó a cogérsela y la colocó a una cierta distancia de la chimenea.
–¿Está bien así? –le preguntó.
–Sí, gracias.
El padre le llevó al dormitorio y le dejó
una toalla y ropa para que se cambiara. Se sintió mucho mejor cuando se quitó
aquellas prendas empapadas y frías pegadas a su piel. Se frotó enérgicamente
con la toalla, intentando entrar el calor. Después se vistió con las ropas del
padre. Le quedaban holgadas y aún así le resultaban ásperas. Volvió a la sala,
llevando consigo su ropa mojada. Sólo estaba el padre, sentado a la mesa.
–Vamos a colgar esa ropa para que se vaya
secando. Y ahora a arrimarse al fuego, le hará falta entrar en calor.
–Ya lo creo. Menuda nos ha caído
encima.
Colgaron la ropa en un tendido improvisado
con una cuerda sobre dos enormes clavos que había en la pared. Luego se sentó
en una silla delante del fuego. Agradeció el exceso de calor. Al poco llegaron
Elena y la madre. Cogió otra silla y se sentó junto a él.
–¡Qué frío! Necesito achicharrarme un poco.
–Voy a ir preparando la cena. Vosotros
quedaos ahí al calorcito todo el tiempo que necesitéis.
Elena se levantó y se colocó de espaldas a
la chimenea.
–Vuelta y vuelta, como en la parrilla.
Pruébelo, Alejandro.
Él se levantó y le dio la vuelta a la
carpeta para que perdiera la humedad por el otro lado antes de imitarla.
Cuando se sintieron reconfortados, o más bien
cuando el calor empezó a resultar insoportable, estuvieron en condiciones de
apartarse de la chimenea y sentarse a la mesa.
–Vosotros sentaos a ese lado –dijo la
madre–, que os dé el calorcito en la espalda.
–Si ya nos hemos achicharrado bastante,
madre.
–Mejor así a que mañana estéis enfermos.
La madre se encargó de servir la cena. Se
habló poco, del tiempo, del campo, trivialidades. Tras la cena volvieron sobre
el tema de su vuelta a Segovia. Había un coche que iba hacia allí. Al día siguiente
se ocuparían de ello, porque de momento se quedaba a dormir allí. En eso,
fueron tajantes los tres.
Los padres se retiraron, dejando que fuera
Elena la que acomodara a su huésped. Tendría que dormir sobre el banco.
Afortunadamente, era profundo. De hecho, para sentarse, usaban cojines para
poder apoyar la espalda. Elena le explicó que se hacían así precisamente para
esos casos en que aparecía algún invitado. Se fue por mantas y le dejó sólo.
Alejandro fue a por su carpeta. La cogió y
acarició el cartón. Se habían salvado y allí dentro estaba su futura obra.
Quería enseñarle a Elena los dibujos. La puso sobre la mesa, la abrió y
escondió su retrato debajo de las hojas en blanco. No quería que supiera que la
había dibujado mientras dormía.
Elena apareció con un fardo de mantas que
apoyó sobre el banco.
–Espero que con todo esto consigamos
preparar una cama medianamente decente –vio la carpeta abierta–. ¡Los dibujos!
–corrió a descolgar el candil de la pared y lo puso sobre la mesa.
Y sentada junto a él, fue viendo uno tras
otro, los dibujos del castillo. Elena no salía de su asombro al contemplarlos.
A veces se inclinaba sobre ellos para ver los detalles y él podía percibir el
olor de sus cabellos.
–Son fabulosos –comentó.
Llegaron al del balcón entre las dos torres,
al principio lo vio como los demás, pero al rato ahogó un grito de sorpresa y
se volvió hacia él.
–Alejandro, ¿esa soy yo?
–A mí me lo parece.
–¿No está seguro?
–Ni siquiera la conocía cuando dibujé la
figura del balcón.
–¿Había alguien allí?
–No. De pronto se me ocurrió. Pensé que
debía colocar una figura.
–Alejandro, me da miedo…
–No sé lo que está ocurriendo. Todo lo que
se refiere al castillo se sale de lo razonable.
–Yo…
Alejandro tomó el dibujo y lo apartó de los
otros.
–Me gustaría que se lo quedara.
Elena se quedó mirándole con ojos de
asombro, abrió la boca, pero al parecer no sabía qué decir. Miró el dibujo,
acercó sus manos a él y lo cogió.
–Nunca me habían hecho un regalo tan, tan…
especial –lo dejó sobre la mesa–. Gracias –se acercó a él y le dio un beso en
la mejilla.
Volvió a coger el dibujo. Él no se atrevió
ni a moverse y quedó con la vista fija en los dibujos.
Le costó dormirse pensando en ella. Un
dibujo y parecía haberla hecho la mujer más feliz sobre la faz de la Tierra.
Acababa de conocerla y desde ese momento su vida había girado en torno a ella.
Al día siguiente se marcharía, dejaría de verla, quién sabe si para siempre.
Tenía un motivo para quedarse, pero no una excusa. Y muy a su pesar, se iría.
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