viernes, 20 de mayo de 2016

LA TORRE. Alejandro y Elena. Cap. 4.



4

El regreso al pueblo

   Subió al carro con ella. Hizo el viaje entre la mercancía, sufriendo los vaivenes del camino, pero no le importó. Ella al menos fue en el asiento, junto al carretero. No les podía llevar hasta el pueblo de Elena y habría que caminar, por lo menos un par de horas. Los caminos no estaban para que una mujer anduviera sola, por mucho que dijera que había llegado hasta el castillo sin problemas. No la dejaría sola.
   Y más después de aquella noche mágica, en la que compartieron la música del castillo. Una bellísima y suave melodía interpretada por la flauta, surgida de algún lugar más allá de la puerta, del mismo corazón del castillo… No acababa de creérselo, pensó que era fruto de su imaginación, en exceso exaltada por la música. Le pareció que la música evocaba unas palabras, pero eso era imposible. La flauta no podía hablar… pero hubiera jurado que le decía:
                                  … no te preocupes…
                                                         …espera…
                                                                  …todo llegará…
                                                                           …a su debido tiempo.
   Aquella noche durmió poco. No sabía qué querían decir esas palabras. Igual se referían a que en algún momento conseguiría pintar el castillo. Y las palabras le decían que esperara. Tenía que dejar que los acontecimientos pasaran a su alrededor, le envolvieran y jugaran con él. Pero en el caso de Elena, él había alterado los hechos, había intervenido. Si hubiera esperado, a lo mejor ella misma o León o María, le habrían pedido que la acompañara. ¿Había obrado mal?
   Esperó ansioso la llegada del amanecer, para encontrarse con ella en la sala del mesón y salir a la plaza, a despedirse del castillo. Ella se lo había pedido la noche anterior, cuando bajaron hechizados por la música y la visión de la luna llena sobre la torre. Le ofreció el brazo para subir y ella lo aceptó, no se soltó más que para ir a la puerta e intentar empujarla. Era una tontería, pero tenía que intentarlo, dijo. Volvió junto a él y tomando su brazo, dieron la vuelta y bajaron al mesón.
   Después de desayunar con sus anfitriones, recibieron un hatillo con comida y bebida para el camino. León y María dijeron que habían disfrutado de su compañía y no quisieron saber nada de pagos ni de deudas.


   El carretero les dejó en un cruce de caminos y les indicó cómo ir hasta el pueblo de Elena. Sentía no poder llevarles, pero ya se había apartado bastante de su ruta y aún le quedaba un largo trecho para llegar a su destino. Le dieron las gracias y se dijeron adiós. Era el día de las despedidas: habían dejado atrás el castillo de sus sueños, en el que Elena deseaba entrar, el que él quería pintar; a sus amigos León y María, una pareja encantadora; y ahora al carretero, al que estaba agradecido por el favor que les había hecho, aunque no les echaría de menos ni a él ni la incomodidad de su carro. Y al llegar al pueblo, tendría que despedirse de Elena.
   Había amanecido nublado y el cielo continuaba igual de triste. Soplaba una ligera brisa que venía del oeste. Resultaba agradable sentirla, fresca y ligera, acariciando su rostro, o verla jugando con los cabellos de Elena. De vez en cuando se llevaba la mano a la cabeza, e intentaba colocarlos. La veía feliz, camino de su casa. Como si la brisa les animara, o quizás porque las piernas se hubieran recuperado del entumecimiento de ir en el carro, el caso es que empezaron a caminar más deprisa.
   Y su paso debió animar a la brisa, porque empezó a soplar más fuerte. La carpeta oscilaba en su costado y no había manera de mantenerla quieta, así que se la puso sobre el pecho y la sujetó con ambos brazos. Elena se olvidó de sus cabellos y dejó que se alborotaran danzarines, mientras sus ropajes se mecían, revolvían y ondulaban formando pliegues de lo más barroco. Le gustaría poder dibujarla así.
   El cielo estaba cada vez más oscuro y el viento soplaba con más fuerza, dificultando su avance. Un relámpago iluminó el cielo y se extendió por los campos, inundándolo todo. La impresión les hizo detenerse.
   –Amarillo de Nápoles, muy pálido –afloró su vena pictórica.
   –Qué luz tan maravillosa.
   El trueno no se hizo esperar y estalló atronador, reverberando, expandiéndose como el eco, llenándolo todo.
   –No me gusta nada esto –comentó Elena llevándose la mano a la cabeza.
   –Esperemos que no nos llueva, no veo ningún sitio donde guarecernos.
   En un ambiente cargado de humedad, tan oscuro que parecía de noche, volvieron a caminar, sin descanso. Fue un alivio que el viento amainase y volviera a ser la brisa suave de antes. Un rayo quebró el cielo y descargó en la lontananza. Como por arte de magia, la brisa desapareció y todo quedó en calma. Oscuridad y silencio. Los elementos les daban una tregua.
   Pero la tregua duró muy poco. Comenzó a llover de forma ligera. Así, de repente.
   –¡Mis dibujos! –se detuvo a quitarse la chaqueta y envolvió con ella la carpeta.
   Se la puso bajo el brazo y continuaron. El cielo se oscureció más todavía y la lluvia arreció. Acabarían empapados y sus dibujos deshechos. Los elementos les envolvían y jugaban con ellos y no podían hacer nada por evitarlo. Ganas le daban de pararse y abrir la carpeta, acabar con todo aquello…
   –¡Alejandro! Mire, allí –señaló.
   Entonces lo vio. Un poco más adelante y algo apartado del camino.
   –¡Vayamos para allá!
   Corrieron hacia el bosque y no pararon hasta encontrarse bajo los árboles. La lluvia todavía se dejaba notar. Elena se alejó y le hizo señas de que la siguiera. Fue adentrándose en la espesura, siguiendo un sendero apenas visible y cuando parecía que no podían continuar, se agachó y pasó bajo unas ramas. Entró tras ella y la encontró sentada.
   –Está seco. Aquí no nos mojaremos.
   Se sentó con la carpeta envuelta sobre sus rodillas. Elena se acercó y le ayudó a desenvolverla con cuidado. Quitó la chaqueta y la extendió en el suelo.
   –¿Cómo están los dibujos?
   –No lo sé.
   Se secó las manos en la zona de la camisa que había permanecido casi seca bajo la carpeta. Se temía lo peor, así que cerró los ojos antes de abrir la carpeta.
   –No se ve muy bien, pero parece que están secos  –dijo Elena.
   Se sintió aliviado y echó un vistazo. Para cerciorarse, pasó la mano por el papel.
   –Ha habido suerte. La carpeta sólo está mojada por fuera –la cerró y la dejó en el suelo a su lado.
   –En cambio, yo estoy calada hasta los huesos.
   –Yo también. 
   Elena miró el hatillo de la comida y lo abrió.
   –¿Quiere?
   –Sí, por favor.  
   Debían estar hambrientos, porque acabaron en un santiamén. El bueno de León, hasta para el viaje les había surtido. Y pensar que en su día le cobró la acuarela… Debería regalarle otra obra, cuando volviera a verle.
   Escuchando la lluvia que repiqueteaba sobre las copas de los árboles, el tedio se apoderó de él. Bajo una penumbra uniforme, si fueron una o varias horas las que pasaron, no lo sabía. Elena parecía ausente, mirando a través de la espesura. Tenía el pelo aplastado y la ropa pegada al cuerpo, realzando sus formas. Cuando volvió la cabeza hacia él, sus miradas se encontraron. Sonreía.
   –Escuche –le dijo–, ya no llueve.
   Era cierto, ahora que lo decía, había cesado el golpeteo del agua y él no se había enterado.
   –Salgamos a ver. Creo que sus dibujos ya no corren peligro.
Había algo más de luz, aunque el cielo siguiera gris. Y sí, había dejado de llover.
   –Qué frío –Elena cruzó los brazos.  
   –Con la chaqueta tengo más frío que antes.
   –Si vamos deprisa igual se nos pasa.
   Y el ritmo que impuso Elena les hizo olvidarse del frío. Menos mal que habían descansado.
   –Dentro de lo malo –dijo Elena–, me alegro de llegar tan tarde. No me apetecía encontrarme con la gente y que me empezaran a hacer preguntas.
   –La entiendo perfectamente. 


   Llegaron a casa de Elena. Había anochecido, o lo parecía, y probablemente volvería a llover. No quiso entrar, era mejor que estuviesen solos. Él podía esperar. Pasaron dos mujeres que se le quedaron mirando. Hubiera debido saludar, pero apartó la vista. Igual eran capaces de acercarse a cotillear.
   Pasado un buen rato, salió Elena. Estaba radiante. Todavía empapada, pero radiante.
   –Venga, pase a conocer a mis padres.
   La siguió al interior y le hizo entrar a una sala. Era como salón y cocina a la vez. Le sorprendió, porque en la ciudad, las cocinas estaban aparte. Allí estaban sus padres y parecían muy contentos.
   –Padre, madre, os presento a Alejandro.
   –Encantado, caballero –dijo el padre tendiéndole la mano–. Muchas gracias por todo lo que ha hecho por nuestra hija.
   –No se merecen. El gusto es mío.
   –Me alegro de conocerle, Alejandro –dijo la madre agarrando sus manos.
   –Encantado de conocerla –se parecía a Elena, aunque era algo más delgada.
   –Está usted empapado. Tiene que quitarse esa ropa o cogerá una pulmonía. Y tú también, Elena.
   –No se preocupe por mí. Tengo que marcharme, ya es bastante tarde.
   –¡Pero adónde va a ir, Alejandro! –intervino Elena–. No diga tonterías. Se queda a dormir aquí.
   –Mi hija tiene razón –dijo la madre.
   –No quiero molestar. Iré a la fonda.
   –Perdone, pero aquí no tenemos nada de eso –intervino la madre–, y aunque lo hubiera…, usted cena aquí. Luego hablaremos.
   –Acompáñeme –dijo el padre.
   –La carpeta, todavía está húmeda… –Elena se acercó a cogérsela y la colocó a una cierta distancia de la chimenea.
   –¿Está bien así? –le preguntó.
   –Sí, gracias.
   El padre le llevó al dormitorio y le dejó una toalla y ropa para que se cambiara. Se sintió mucho mejor cuando se quitó aquellas prendas empapadas y frías pegadas a su piel. Se frotó enérgicamente con la toalla, intentando entrar el calor. Después se vistió con las ropas del padre. Le quedaban holgadas y aún así le resultaban ásperas. Volvió a la sala, llevando consigo su ropa mojada. Sólo estaba el padre, sentado a la mesa.
   –Vamos a colgar esa ropa para que se vaya secando. Y ahora a arrimarse al fuego, le hará falta entrar en calor.
   –Ya lo creo. Menuda nos ha caído encima. 
   Colgaron la ropa en un tendido improvisado con una cuerda sobre dos enormes clavos que había en la pared. Luego se sentó en una silla delante del fuego. Agradeció el exceso de calor. Al poco llegaron Elena y la madre. Cogió otra silla y se sentó junto a él.
   –¡Qué frío! Necesito achicharrarme un poco.
   –Voy a ir preparando la cena. Vosotros quedaos ahí al calorcito todo el tiempo que necesitéis.
   Elena se levantó y se colocó de espaldas a la chimenea.
   –Vuelta y vuelta, como en la parrilla. Pruébelo, Alejandro.
   Él se levantó y le dio la vuelta a la carpeta para que perdiera la humedad por el otro lado antes de imitarla.
   Cuando se sintieron reconfortados, o más bien cuando el calor empezó a resultar insoportable, estuvieron en condiciones de apartarse de la chimenea y sentarse a la mesa.
   –Vosotros sentaos a ese lado –dijo la madre–, que os dé el calorcito en la espalda.
   –Si ya nos hemos achicharrado bastante, madre.
   –Mejor así a que mañana estéis enfermos.
   La madre se encargó de servir la cena. Se habló poco, del tiempo, del campo, trivialidades. Tras la cena volvieron sobre el tema de su vuelta a Segovia. Había un coche que iba hacia allí. Al día siguiente se ocuparían de ello, porque de momento se quedaba a dormir allí. En eso, fueron tajantes los tres.
   Los padres se retiraron, dejando que fuera Elena la que acomodara a su huésped. Tendría que dormir sobre el banco. Afortunadamente, era profundo. De hecho, para sentarse, usaban cojines para poder apoyar la espalda. Elena le explicó que se hacían así precisamente para esos casos en que aparecía algún invitado. Se fue por mantas y le dejó sólo.
   Alejandro fue a por su carpeta. La cogió y acarició el cartón. Se habían salvado y allí dentro estaba su futura obra. Quería enseñarle a Elena los dibujos. La puso sobre la mesa, la abrió y escondió su retrato debajo de las hojas en blanco. No quería que supiera que la había dibujado mientras dormía.
   Elena apareció con un fardo de mantas que apoyó sobre el banco.
   –Espero que con todo esto consigamos preparar una cama medianamente decente –vio la carpeta abierta–. ¡Los dibujos! –corrió a descolgar el candil de la pared y lo puso sobre la mesa.
   Y sentada junto a él, fue viendo uno tras otro, los dibujos del castillo. Elena no salía de su asombro al contemplarlos. A veces se inclinaba sobre ellos para ver los detalles y él podía percibir el olor de sus cabellos.
   –Son fabulosos –comentó.
   Llegaron al del balcón entre las dos torres, al principio lo vio como los demás, pero al rato ahogó un grito de sorpresa y se volvió hacia él.
   –Alejandro, ¿esa soy yo?
   –A mí me lo parece.
   –¿No está seguro?
   –Ni siquiera la conocía cuando dibujé la figura del balcón.
   –¿Había alguien allí?
   –No. De pronto se me ocurrió. Pensé que debía colocar una figura.
   –Alejandro, me da miedo…
   –No sé lo que está ocurriendo. Todo lo que se refiere al castillo se sale de lo razonable.
   –Yo…
   Alejandro tomó el dibujo y lo apartó de los otros.
   –Me gustaría que se lo quedara.
   Elena se quedó mirándole con ojos de asombro, abrió la boca, pero al parecer no sabía qué decir. Miró el dibujo, acercó sus manos a él y lo cogió.
   –Nunca me habían hecho un regalo tan, tan… especial –lo dejó sobre la mesa–. Gracias –se acercó a él y le dio un beso en la mejilla.
   Volvió a coger el dibujo. Él no se atrevió ni a moverse y quedó con la vista fija en los dibujos.


   Le costó dormirse pensando en ella. Un dibujo y parecía haberla hecho la mujer más feliz sobre la faz de la Tierra. Acababa de conocerla y desde ese momento su vida había girado en torno a ella. Al día siguiente se marcharía, dejaría de verla, quién sabe si para siempre. Tenía un motivo para quedarse, pero no una excusa. Y muy a su pesar, se iría.


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