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Los mesoneros
Agitaron sus manos por última vez. El carro salió de la plaza y
desapareció de su vista.
–Se han ido. Venga León, vamos adentro –la mañana estaba
desapacible.
–Creo que es la primera vez que dejo marchar a alguien sin pagar –se
sonrió.
–Hacía mucho tiempo… –dijo arrimándose a él.
–Bueno, a veces le perdono a alguien una jarra de vino –presumió–.
Anteayer sin ir más lejos invité a…
–No me refiero a eso, bobo –le dio golpecitos en el pecho–. Hablo del castillo…
–Ah, eso. Son imaginaciones tuyas, María.
–La última vez fue en tiempos de mi abuela, cuando ella era joven…
–entornó los ojos intentando recordarla.
–Fantasías. ¿No ves que tachan a Alejandro de brujo? –levantó la voz–.
¿Y por qué? Por dibujar el castillo van y dicen que cambia las cosas de sitio.
Yo he visto sus dibujos y te aseguro que no hace tal cosa. Cuando el diablo no
sabe qué hacer, con el rabo mata moscas –se tranquilizó tras haber soltado su
perorata.
–Probablemente no saben por dónde van los tiros, pero puede que algunos
intuyan que algo está ocurriendo.
–Parece que no tienen otra cosa que hacer más que inventar chismorreos
–manifestó enojado–. Acuérdate de lo del dragón –empezó a mover los brazos como
si volara–. La familia de la Atanasia estuvo una semana mirando al cielo antes
de atreverse a salir de casa –empezó a reírse.
–Anda, deja al dragón y vamos para adentro –le agarró del brazo y tiró de
él.
Regresaron al mesón a seguir con la labor. León, todavía riéndose y
haciendo ver que volaba salió al patio. Volvió todavía riéndose con dos cubos
llenos de agua del pozo. Dejó uno en el suelo y volcó otro en el barreño.
–Les volveremos a ver. Ya lo verás –dijo María, sumergiendo un plato del
desayuno en el barreño para lavarlo.
–No creo. A ella no se le ha perdido nada por aquí. En cuanto a
Alejandro, pintará su cuadro del castillo y no necesitará volver.
–Volverán –insistió. Aclaró el plato y se lo pasó a su marido.
–Si tú lo dices… –cogió un trapo y se puso a secarlo, mientras seguía
haciendo aspavientos con los brazos.
–Para ya, bobo.
–Es que si tú hubieras visto como yo a la Atanasia asomada a la ventana
escudriñando el cielo… Ganas daban de soltar un buitre en su tejado para darle
un buen susto –se moría de la risa.
Movió la cabeza. Su marido estaba como una cabra, aunque tenía chispa.
Había que reconocerlo. Pero no quería dejar el tema a medias, así que volvió a
la carga.
–Escucha, León.
–Te escucho, María –dijo sin dejar de reírse.
–Yo no creí a mi madre. Pensé que eran viejas historias, cuentos para
niños. Luego me lo contó la abuela, y quise que fuera cierto. Ahora sé que es verdad.
–Si lo dices por lo de entrar en el castillo. Le dije que le mandaría
recado en el momento que lo abran, aunque supongo que ya no estará interesado.
Me dijo que no necesitaba hacer más dibujos –siguió con su vuelo imaginario,
desternillado de risa.
–Les ha llamado.
–Tonterías.
–Te digo yo que ella tiene tantas ganas de entrar como él. ¿Por qué
crees que la encontró precisamente en la puerta?
–No lo sé –se le pasó la risa–. No me lo había planteado. Las mujeres
sois tan… impredecibles –la miró de reojo, con una medio sonrisa a punto de
estallar otra vez.
–Volverán, probablemente antes de que les llamemos –metió de golpe la
mano en el barreño y le salpicó, empapándole la cara y la camisa.
–¡María! –dijo León apartándose– ¡Está fría!
–Somos tan impredecibles…
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