2
Alejandro y Elena se conocen
No sabía por qué aquella mujer se había empeñado en que no se levantara.
Ella se encontraba bien. Y encima la había acribillado a preguntas, aunque en
cierto modo fuera normal, ella era la extraña. Esperaría como le había dicho,
no quería empezar teniendo problemas. Lo importante era que ya estaba en el castillo
y eso le hacía feliz, muy feliz. Aunque hubiera preferido entrar por su propio
pie. Por otro lado, la habitación le resultaba extraña: madera, yeso, adobe
tras los desconchones; pero ni rastro de piedra. No parecía propia de un castillo.
Y qué decir del mobiliario, era pobre: una cama, una silla y un orinal; ni
siquiera había una palangana. Pero lo que más la intrigaba era aquella carpeta
colocada junto a la ventana. ¿En qué zona del castillo estaba? Lo más probable
era que en alguna casa de intramuros. Al fin y al cabo, era una extraña y no la
iban a llevar al corazón de la fortaleza, pero todo llegaría.
La puerta se abrió y entró el joven que conoció el día anterior con una
bandeja en las manos. Se alegró de que no viniera la mujer.
–Buenos días –esbozó una sonrisa.
–Buenos días. Le traigo el desayuno –parecía algo azorado.
El joven depositó la bandeja con delicadeza.
–Gracias –le sonrió.
–No hay por qué darlas.
Cogió la jarra de agua y se la bebió casi entera. Después empezó a comer
con avidez. No se había dado cuenta que tuviera tanto hambre. El joven seguía
de pie, mirándola.
–No se quede ahí. Siéntese, por favor.
Se fue hacia la silla y se sentó. Parecía cansado.
–¿Le ocurre a usted algo?
–No estoy acostumbrado. Creo que anoche… bebí demasiado vino –se puso
colorado.
–Hay un remedio para eso. Me acuerdo de mi abuelo. En las fiestas bebía
bastante y al día siguiente se levantaba con resaca. Pero él se la curaba.
–¿Sí? Dígame, porque tengo un dolor de cabeza…
–Tómese un poquitín de vino.
–¿Más vino? –dijo poniendo cara de dolor.
–Un culín de vino, luego eche la cabeza hacia atrás y recite:
vino-vino-vino, como vino, váyase.
–Vino, vino, vino…
–…como vino, váyase. Recuérdelo –vio cómo tocaba la carpeta. Igual era
suya.
–Yo… ahora mismo –se levantó y al hacerlo arrugó la cara, en una mueca
de dolor–. Enseguida vuelvo –el joven abandonó la habitación.
Había acabado de comer cuando el joven regresó.
–Le veo mejor cara –sonrió.
–Ha sido mano de santo. Aunque me ha costado tomármelo, era como si no
me gustara el vino –se acercó a retirar la bandeja.
–Y no vuelva a beber –al instante se arrepintió de su atrevimiento–.
Quiero decir… en exceso.
–Si no lo hago nunca. Es que anoche, mi amigo el mesonero, se empeñó…
–Me alegro. Sé lo que es eso –vio que él se sorprendía–. No, no vaya a
pensar que bebo…, es que trabajo en una taberna, y se ve a cada uno…
–Quizás debiera dejarla descansar. El doctor dijo que guardara reposo un
día completo.
¡Con todo lo que había dormido! Pero no debía contrariarle. Debían tener
un buen concepto de ella en el castillo. Aunque vaya comienzo había tenido,
dando trabajo. A lo mejor no querían emplearla. Y encima iba y soltaba lo de la
taberna. A ver si pensaban que no era una chica decente. Se acordó entonces de
la biblioteca, si veían que era una mujer culta…
–Estaba pensando, que para no aburrirme, si me pudiera hacer el favor…
–Usted dirá.
–¿Me podría traer algún libro de la biblioteca? –pareció muy
sorprendido. Había sido demasiado atrevida. O puede que no dejaran sacar los
libros de la torre.
–No creo que León tenga libros en la taberna, pero bajo a preguntarle.
Ahora fue ella la sorprendida. ¿Le estaba tomando el pelo?
–Perdone, me refería a la biblioteca de la torre –vio que él dudaba.
¿Estaría todavía resacoso?
–¿Es que acaso no es usted de aquí? –se atrevió a preguntarle.
–No, sólo estoy de paso.
–Pero… usted dijo que me trajo aquí… –no entendía.
Él se fue a por la silla, la acercó hasta la cama y se sentó.
–Verá, yo estaba haciendo unos dibujos del castillo cuando la encontré
desfallecida a la puerta. Antes la habían visto unos niños, que bajaron a
avisar al pueblo. Entonces subieron dos hombres a ver qué ocurría y me ayudaron
a bajarla. Como conocía al mesonero, les convencí de que la trajéramos aquí.
–¿No estamos en el castillo entonces? –manifestó disgustada.
–Estamos en el mesón, en el pueblo.
No lo había conseguido, todavía no estaba en él. Qué desilusión se
acababa de llevar. ¿Por qué resultaba todo tan difícil?
–Tengo que ir allí.
–Irá, no se preocupe. Pero primero ha de reponerse. Debe descansar.
Vendré a verla más tarde.
–Está bien.
El joven cogió la carpeta y fue hacia la puerta. ¿Qué guardaría en ella?
–Descanse. Hasta luego –le dijo al salir.
–Adiós.
En fin, si el médico lo había dicho, tendría razón. Debería guardar
reposo, no quería sufrir otro desmayo o lo que fuera que le hubiera pasado.
Había llegado al castillo para encauzar su vida y todavía no había
llegado. Desde que saliera de su casa… ¡Sus padres! Estarían preocupadísimos.
¿Cómo no se había dado cuenta antes? Había desaparecido sin avisar, en medio de
la noche. Había sido todo tan precipitado, no había sido su intención, pero al
final había acabado en el castillo, bueno casi. Tendría que mandarles una
misiva para contarles dónde estaba y que se encontraba bien. Eso era lo que
haría.
Sintió el sonido quejumbroso de la puerta y vio entrar al joven. ¿Cómo
era posible que se hubiera quedado traspuesta otra vez?
–¿Cómo se encuentra?
–Cansada de tanta cama –dijo al tiempo que se desperezaba.
–Me ha dicho María, que si le apetece le sube la comida.
–¿Ya es mediodía? ¿Tanto tiempo ha pasado? –se incorporó despacio. Sacó
los pies de la cama y buscó sus zapatos. Tenía que salir de allí.
–No debería…
Comenzó a caminar. Se encontraba perfectamente. Bueno, un poco atontada
de estar tumbada. Lo que no entendía era que hubiera podido dormir un día
entero. Se acercó a la ventana.
–Todavía no sé a quien tengo el honor…
–Alejandro, para servirla.
–Yo soy Elena.
–Encantado, Elena.
–Alejandro –dijo mirando por la ventana– si voy a comer, preferiría
hacerlo fuera de esta habitación. Llevo demasiado tiempo aquí.
–No sé si debería… –se mostró dubitativo.
–Saldré a comprobarlo –y sin esperar salió al pasillo y bajó las
escaleras, seguida por Alejandro.
Se arriesgaba a contrariarles, pero no se iba a pasar la vida encerrada
en aquella habitación. Todo salió bien. Comió acompañada por Alejandro y los
mesoneros, que debían levantarse de vez en cuando para atender a los clientes.
León era divertido, aunque quizás pudiera resultar un poco pesado si tuviera
que aguantarle todo el día. En cambio su mujer, María, pese a haberla
acribillado a preguntas, era un encanto. Alejandro no habló mucho, pero la
miraba continuamente. Fue una comida muy agradable y nadie mencionó su
dolencia. Cuando terminaron, María fue a la cocina y León a atender a los
parroquianos.
Se acordó de sus padres y se apenó. Debían estar muy preocupados por su
desaparición. Les escribiría desde el castillo.
–Parece usted cansada.
–No quiero seguir durmiendo, acabaré por no despertar –rió desganada–.
Preferiría salir a tomar un poco el aire –en realidad lo que quería era
acercarse al castillo.
–Entonces permítame acompañarla.
–Se lo agradezco –le veía muy solícito.
Salieron del mesón y fueron dando la vuelta a la plaza. Seguía
pareciéndole inmensa, más bella ahora que el sol dejaba ver los tonos cálidos
de la piedra. La gente les miraba con curiosidad. Cuando vio el castillo se
paró.
–Ahí está. Es magnífico, ¿no le parece? –dijo sin dejar de mirarlo.
–Tanto, que me resulta difícil decidir cómo pintarlo. ¿Sabe que es la
segunda vez que vengo a este pueblo a hacer dibujos de él?
–¿Por qué quiere pintarlo?
–Si se lo digo, no me va a creer. Se reirá de mí.
No quiso indagar, pero se quedó intrigada. Continuaron su paseo y
salieron de la plaza. Ante ellos estaba la maldita cuesta que se le atragantó
la otra mañana. Se paró y se giró hacia Alejandro.
–Inténtelo al menos. Le aseguro que no me voy a reír de usted.
Alejandro se tomó su tiempo para contestar.
–Últimamente he soñado con el castillo –apenas fue un susurro.
Elena sintió un escalofrío. Esperó que él no se percatara. Asintió con
la cabeza, animándole a continuar.
–Hice unos dibujos basados en mis sueños. Un día los vio mi tío y me
dijo que conocía ese castillo. Figúrese mi sorpresa, lo que había soñado,
existía. Y hasta aquí vine –avanzó un paso hacia la subida.
Así que él también tenía sueños con el castillo. No se atrevió a decirle
que a ella le ocurría lo mismo.
–Yo he venido a trabajar en él –pareció que Alejandro se sorprendía.
–¿Subimos? –preguntó Alejandro.
Echó a andar, temiendo que en cualquier momento comenzara la melodía,
que el tiempo se dilatara, sus pasos se ralentizaran y la pesadilla empezara
otra vez. No sabía si hacía bien en volver a intentarlo. Alejandro debió de
notar sus dudas, quizás pensara que se encontraba débil o cansada, porque le
ofreció el brazo. Se agarró a él y subieron en silencio. A cada ruido, con cada
pisada, le parecía que daba comienzo la melodía. Pero consiguieron llegar a la
puerta sin ningún contratiempo. Respiró aliviada, la pesadilla no se había
repetido.
–Hasta aquí llegué, caminando desde mi pueblo.
–Y aquí la encontré.
Se soltó de su brazo y se adelantó hasta la puerta, tratando de
empujarla.
–Deberían dejarla abierta durante el día –llamó con el puño.
–Elena, ahí no hay nadie.
Con el puño pegado a la puerta, volvió la cabeza.
–¿Cómo que … no hay nadie? ¡Es imposible!
–Está deshabitado.
Dejó resbalar su mano sobre la puerta hasta que cayó inerte sobre su
costado. No podía ser cierto. De pronto se sintió mal y se sentó en el escalón.
Se apoyó contra la puerta.
–No… no puede ser…
–Me lo dijo León. Yo tampoco lo sabía.
–…es imposible –los ojos empezaron a llenársele de lágrimas. Todas sus
esperanzas se esfumaban en un instante. Escondió el rostro entre las manos y
lloró.
Notó la presencia de Alejandro, sentado junto a ella.
–¿Qué es lo que le ocurre? Por favor, cuéntemelo. Confíe en mí.
–Todas mis esperanzas estaban puestas en este castillo –estaba
avergonzada y no se atrevía a mirarle.
–¿Pero qué esperaba encontrar en él?
–Ya no lo sé –se echó hacia delante y apoyó los codos en las rodillas.
Recordó lo que la había llevado hasta allí. Sus sueños, sus anhelos, la
huída de una vida vacía en su pueblo, los libros. Ahora todo estaba roto, hecho
añicos. Pero por dónde empezar, ¿qué contarle a este joven? Aunque parecía
buena persona, era un extraño para ella. Pero debía confiar en él, sabía que
podía hacerlo.
–Debo confesar que yo también tuve sueños con el castillo –se atrevió a
dirigirle una mirada–. No lo conocía y me fié de mis sueños para venir hasta
aquí. Ahora veo que fue una tontería –hundió la cabeza en el regazo.
Pasó tiempo sin que ninguno dijera nada. El castillo, era tal y como
ella lo había soñado, o al menos eso parecía. Quería ver si existía realmente
la biblioteca, aunque a estas alturas no debía hacerse muchas ilusiones. Se
puso en pie y una lágrima se deslizó por su mejilla. Alejandro seguía sentado y
parecía serio.
Alejandro se levantó y comenzaron a andar, rodeando el castillo,
deteniéndose cada poco a observarlo.
–Es tal y como lo soñé. Igual.
–Lo he dibujado desde todos los ángulos y todavía no sé cómo pintarlo.
–¿Entonces esa carpeta que había en la habitación…?
–Ahí llevo mis dibujos.
Por fin sabía qué contenía la misteriosa carpeta.
–¿Ha dibujado la torre de la biblioteca?
–No sé cual es.
–Sigamos, quiero enseñarle algo. Conozco el castillo como si hubiera
vivido en él.
Continuaron por la fachada norte. La muralla presentaba un estado
lamentable. Enormes grietas surcaban el muro de arriba abajo y las piedras de
la parte baja estaban tan erosionadas que parecía que alguien se hubiera
entretenido en vaciarlas. Amenazaba con caerse en cualquier momento. Un pequeño
arco que debió ser una puerta daba al foso y estaba tapiado. El castillo
impenetrable. Llegaron a la fachada oeste, que parecía estar un poco mejor
conservada. Tan sólo se echaban en falta las rejas de las ventanas que la
salpicaban. Tres torres la defendían, dos en las esquinas y una en el centro.
–Mírela –señaló emocionada la torre central–, ahí está. Igual que en mis
sueños.
–¿Qué tiene de particular esa torre? Es igual que las otras.
–¡Ahí está la biblioteca! Se la puedo describir, su interior es todo de
madera. Tiene una gran ventana que la ilumina por las mañanas… –se detuvo al
ver la cara de pesimismo de Alejandro–. Le aseguro que es cierto…
–Son sólo sueños y nos han jugado una mala pasada.
–Le digo que está ahí. Si pudiéramos entrar se lo demostraría.
–Olvídelo, no podemos entrar. Hable con León, él le dirá.
Si era cierto que no estaba habitado, no podrían entrar. Pero no quería
acabar de creérselo. Sus sueños, tan detallados y reales… Continuaron rodeando
el castillo hasta llegar a la entrada. Se detuvo, mientras él se quedaba a
cierta distancia, mirando hacia el pueblo. Seguía esperando oír una música
dulce que le abriera las puertas y la invitara a entrar. Seguía inmóvil, cuando
le oyó acercarse.
–He soñado con él, hasta el punto de sentir la necesidad de venir.
Alejandro, dígame una cosa. ¿Por qué cree que hemos soñado con el castillo?
–Yo también he necesitado conocerlo, y mi deseo parece ser pintarlo. No
lo sé.
Abatidos y cabizbajos emprendieron el regreso hacia el mesón. Acababan
de entrar en la plaza, cuando escuchó una voz que venía de los soportales.
–Mira, es el brujo que cambia las cosas de sitio –dijo una mujer.
–Pues a ella la ha hecho aparecer a las puertas del castillo –dijo la
que la acompañaba.
–Dios nos pille confesados –contestó la primera.
Se había vuelto para enfrentarse a ellas, cuando notó que él la detenía.
–Luego te cuento –le dijo. ¿Qué pasaba con ellos?
León y su mujer habían hecho sus averiguaciones y encontraron a alguien
que pasaba por un pueblo cercano al suyo y podía llevarla en el carro. De
verdad que eran una pareja encantadora. Si se lo hubieran dicho por la mañana,
habría dicho que no se iba. Ahora sabía que no había porvenir para ella, tenía
que regresar a su pueblo con las orejas gachas y pedir perdón a sus padres por
haberles tenido en vilo durante ese tiempo. La vida era dura e injusta…
María debió de notar que algo ocurría, porque tanto ella como Alejandro
andaban bastante apagados. Cuando se retiró a la cocina, llamó a León y éste no
volvió a la mesa. En cuanto estuvieron solos, sus miradas confluyeron sin
intentar evitarse. Compartían un secreto, los sueños del castillo.
–Son demasiadas casualidades. Tiene que haber algo más.
–No le dé más vueltas, Elena. No se atormente.
–Llevo tanto tiempo soñando con el castillo –suspiró–. Al principio no
distinguía su silueta, luego supe que era un castillo y acabé viviendo en él. Y
no fueron un sueño o dos –se tomó un respiro–. Una noche me desvelé y salí a
dar una vuelta. No me pregunte por qué lo hice, pues ni yo misma lo sé. Sólo
era un paseo, pero el camino que tomé y seguí durante demasiado tiempo, me llevó
a divisarlo en la lejanía. Y una vez que lo vi, no pude volver atrás. El resto
ya lo sabe. Cerró los ojos.
–Yo creí que tenía sueños con el Alcázar –le escuchó decir a media voz.
Abrió los ojos y sus miradas se encontraron. Él los cerró–. Pero al final
resultó ser este castillo. Sólo que yo no he entrado en él. Y tampoco encuentro
ninguna explicación –se quedó pensativo y abrió los ojos–. Espere, sí entré. En
mi último sueño traspasé la puerta, pero no vi nada más, acabó ahí, en el
fulgor turquesa… En fin, no creo que sea cosa de Dios ni del Diablo, como a
algunos… las de esta tarde sin ir más lejos, les gusta afirmar.
Ahora fue ella la que buscó la intimidad y se aisló en su propia
oscuridad. Ella también recordaba ese color en el cielo, impregnándolo todo…
Tenía que decírselo. Cualquier otra persona, incluidos sus padres la tomarían
por loca. Él al menos había tenido vivencias parecidas.
–Puede que piense que estoy loca, pero cuando vine al castillo, escuché
música…
–¿Música dice? –la interrumpió.
–Ya le dije que pensaría que estoy loca –suspiró–. Pero cuanto más cerca
estaba, más insistente se volvía, como si quisiera que siguiera adelante…
–Yo… también la escuché.
–¿Usted también? –aquello la animó a continuar–. Lo malo fue la cuesta.
Lo pasé muy mal, me vi obligada a caminar al ritmo de la música, y ésta se
volvió especialmente lenta… –sólo recordarlo le dolía.
–Yo estaba dibujando cuando empecé a escuchar una flauta…
–Sí, la flauta, era dulce –se animó.
–Pero luego empezó el tambor…
–Sí, eso fue lo peor, el final. Y también había un órgano…
–Sí, sí –contestó emocionado–, también el órgano. Fue como si me
condujeran hacia usted.
Era como si se hubiera quitado un lastre de encima, compartirlo le daba
ánimos. Alejandro cogió su jarra y dio un trago. Ella le imitó.
–Elena…
–¿Sí?
–Es una tontería –negó con la cabeza.
–Dígame –le sonrió.
–Intentémoslo una vez más. Por si la oímos –empezó a levantarse.
–Sí, ¡vayamos! –se levantó a su vez.
Tocados por el halo de lo ignoto, partieron rumbo al castillo. Se le
ocurrió así, sin más, como en las novelas.
Al salir de la plaza se agarró de su brazo, como la cosa más natural del
mundo. A él no pareció molestarle. Subieron la cuesta y rodearon el castillo
por el oeste, caminando despacio, por un camino ligeramente más pálido que la
envolvente oscuridad del terreno herboso circundante y las negras murallas.
Estaba deseando y esperaba que en algún momento empezara la melodía. Ninguna
palabra había salido de su boca desde que salieran del mesón, no querían
perderse cualquier sonido, por leve que fuese. Cada vez que había algún ruido
se detenían atentos, pero no sucedió nada especial. Llegaron hasta la puerta y
se detuvieron. Y esperaron. No sabía qué pasaría por la cabeza de Alejandro,
pero parecía concentrado, al igual que ella, en el castillo, en su puerta y más
allá de la misma.
Y llegó una melodía dulcísima. Se miraron maravillados durante breves
instantes. Luego cerró los ojos. La encantadora voz de la flauta parecía
provenir del interior del castillo, y la envolvió, la cautivó y aisló del
entorno. Sabía que él estaba junto a ella, que probablemente estuviera viviendo
lo mismo que ella. La melodía siguió y siguió y a su mente llegaron recuerdos
de los instantes anteriores a su desvanecimiento. Amarillo, verde y turquesa,
los colores del cielo que ahora imaginaba sobrepuestos a la oscuridad de la
noche. Y las últimas palabras que pareció que flotaban en su cabeza y ahora le
recordaba la flauta,
… no te
preocupes…
…espera…
…todo llegará…
…a su debido tiempo.
Transcurrió una eternidad antes de que la música se desvaneciera. Se
alejó de la puerta y con la mirada pidió a Alejandro que la acompañara. Él la
siguió. Volvieron a recorrer la cara norte, con la atención puesta en las
almenas, saltando a una torre y bajando al muro, subiendo otra torre y girando
con ella a la cara oeste, deteniéndose al llegar a la torre de la biblioteca.
Un ligero fulgor iluminaba su almenado. Se alejaron hasta que sus pasos se
vieron interrumpidos por los restos de un muro. Se volvieron para contemplar la
sombra del castillo, la oscura muralla, la torre de la biblioteca. Sus almenas
habían sido alcanzadas por el enorme círculo anaranjado. Una espléndida luna
llena, recién levantada, iniciaba su recorrido en el firmamento. Por un
momento, pareció que el fulgor anaranjado se filtrara a través de las viejas
piedras de la sala de la biblioteca. Se sentaron a contemplar la magia surgida aquella
noche.
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