sábado, 7 de mayo de 2016

LA TORRE. Alejandro y Elena. Cap. 2



2



Alejandro y Elena se conocen



   No sabía por qué aquella mujer se había empeñado en que no se levantara. Ella se encontraba bien. Y encima la había acribillado a preguntas, aunque en cierto modo fuera normal, ella era la extraña. Esperaría como le había dicho, no quería empezar teniendo problemas. Lo importante era que ya estaba en el castillo y eso le hacía feliz, muy feliz. Aunque hubiera preferido entrar por su propio pie. Por otro lado, la habitación le resultaba extraña: madera, yeso, adobe tras los desconchones; pero ni rastro de piedra. No parecía propia de un castillo. Y qué decir del mobiliario, era pobre: una cama, una silla y un orinal; ni siquiera había una palangana. Pero lo que más la intrigaba era aquella carpeta colocada junto a la ventana. ¿En qué zona del castillo estaba? Lo más probable era que en alguna casa de intramuros. Al fin y al cabo, era una extraña y no la iban a llevar al corazón de la fortaleza, pero todo llegaría.

   La puerta se abrió y entró el joven que conoció el día anterior con una bandeja en las manos. Se alegró de que no viniera la mujer.

   –Buenos días –esbozó una sonrisa.

   –Buenos días. Le traigo el desayuno –parecía algo azorado.

   El joven depositó la bandeja con delicadeza.

   –Gracias –le sonrió.

   –No hay por qué darlas.

   Cogió la jarra de agua y se la bebió casi entera. Después empezó a comer con avidez. No se había dado cuenta que tuviera tanto hambre. El joven seguía de pie, mirándola.

   –No se quede ahí. Siéntese, por favor.

   Se fue hacia la silla y se sentó. Parecía cansado.

   –¿Le ocurre a usted algo?

   –No estoy acostumbrado. Creo que anoche… bebí demasiado vino –se puso colorado.

   –Hay un remedio para eso. Me acuerdo de mi abuelo. En las fiestas bebía bastante y al día siguiente se levantaba con resaca. Pero él se la curaba.

   –¿Sí? Dígame, porque tengo un dolor de cabeza…

   –Tómese un poquitín de vino.

   –¿Más vino? –dijo poniendo cara de dolor.

   –Un culín de vino, luego eche la cabeza hacia atrás y recite: vino-vino-vino, como vino, váyase.

   –Vino, vino, vino…

   –…como vino, váyase. Recuérdelo –vio cómo tocaba la carpeta. Igual era suya.

   –Yo… ahora mismo –se levantó y al hacerlo arrugó la cara, en una mueca de dolor–. Enseguida vuelvo –el joven abandonó la habitación.

   Había acabado de comer cuando el joven regresó.

   –Le veo mejor cara –sonrió.

   –Ha sido mano de santo. Aunque me ha costado tomármelo, era como si no me gustara el vino –se acercó a retirar la bandeja.

   –Y no vuelva a beber –al instante se arrepintió de su atrevimiento–. Quiero decir… en exceso.

   –Si no lo hago nunca. Es que anoche, mi amigo el mesonero, se empeñó…

   –Me alegro. Sé lo que es eso –vio que él se sorprendía–. No, no vaya a pensar que bebo…, es que trabajo en una taberna, y se ve a cada uno…  

   –Quizás debiera dejarla descansar. El doctor dijo que guardara reposo un día completo.

   ¡Con todo lo que había dormido! Pero no debía contrariarle. Debían tener un buen concepto de ella en el castillo. Aunque vaya comienzo había tenido, dando trabajo. A lo mejor no querían emplearla. Y encima iba y soltaba lo de la taberna. A ver si pensaban que no era una chica decente. Se acordó entonces de la biblioteca, si veían que era una mujer culta…

   –Estaba pensando, que para no aburrirme, si me pudiera hacer el favor…

   –Usted dirá.

   –¿Me podría traer algún libro de la biblioteca? –pareció muy sorprendido. Había sido demasiado atrevida. O puede que no dejaran sacar los libros de la torre. 

   –No creo que León tenga libros en la taberna, pero bajo a preguntarle.

   Ahora fue ella la sorprendida. ¿Le estaba tomando el pelo?

   –Perdone, me refería a la biblioteca de la torre –vio que él dudaba. ¿Estaría todavía resacoso?

   –¿Es que acaso no es usted de aquí? –se atrevió a preguntarle.

   –No, sólo estoy de paso.

   –Pero… usted dijo que me trajo aquí… –no entendía.

   Él se fue a por la silla, la acercó hasta la cama y se sentó.

   –Verá, yo estaba haciendo unos dibujos del castillo cuando la encontré desfallecida a la puerta. Antes la habían visto unos niños, que bajaron a avisar al pueblo. Entonces subieron dos hombres a ver qué ocurría y me ayudaron a bajarla. Como conocía al mesonero, les convencí de que la trajéramos aquí.

   –¿No estamos en el castillo entonces? –manifestó disgustada.

   –Estamos en el mesón, en el pueblo.

   No lo había conseguido, todavía no estaba en él. Qué desilusión se acababa de llevar. ¿Por qué resultaba todo tan difícil?

   –Tengo que ir allí.

   –Irá, no se preocupe. Pero primero ha de reponerse. Debe descansar. Vendré a verla más tarde.

   –Está bien.

   El joven cogió la carpeta y fue hacia la puerta. ¿Qué guardaría en ella?

   –Descanse. Hasta luego –le dijo al salir.

   –Adiós.

   En fin, si el médico lo había dicho, tendría razón. Debería guardar reposo, no quería sufrir otro desmayo o lo que fuera que le hubiera pasado.

   Había llegado al castillo para encauzar su vida y todavía no había llegado. Desde que saliera de su casa… ¡Sus padres! Estarían preocupadísimos. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? Había desaparecido sin avisar, en medio de la noche. Había sido todo tan precipitado, no había sido su intención, pero al final había acabado en el castillo, bueno casi. Tendría que mandarles una misiva para contarles dónde estaba y que se encontraba bien. Eso era lo que haría.





   Sintió el sonido quejumbroso de la puerta y vio entrar al joven. ¿Cómo era posible que se hubiera quedado traspuesta otra vez? 

   –¿Cómo se encuentra?

   –Cansada de tanta cama –dijo al tiempo que se desperezaba.

   –Me ha dicho María, que si le apetece le sube la comida.

   –¿Ya es mediodía? ¿Tanto tiempo ha pasado? –se incorporó despacio. Sacó los pies de la cama y buscó sus zapatos. Tenía que salir de allí.

   –No debería…

   Comenzó a caminar. Se encontraba perfectamente. Bueno, un poco atontada de estar tumbada. Lo que no entendía era que hubiera podido dormir un día entero. Se acercó a la ventana.

   –Todavía no sé a quien tengo el honor…

   –Alejandro, para servirla.

   –Yo soy Elena.

   –Encantado, Elena.

   –Alejandro –dijo mirando por la ventana– si voy a comer, preferiría hacerlo fuera de esta habitación. Llevo demasiado tiempo aquí.

   –No sé si debería… –se mostró dubitativo.

   –Saldré a comprobarlo –y sin esperar salió al pasillo y bajó las escaleras, seguida por Alejandro.

   Se arriesgaba a contrariarles, pero no se iba a pasar la vida encerrada en aquella habitación. Todo salió bien. Comió acompañada por Alejandro y los mesoneros, que debían levantarse de vez en cuando para atender a los clientes. León era divertido, aunque quizás pudiera resultar un poco pesado si tuviera que aguantarle todo el día. En cambio su mujer, María, pese a haberla acribillado a preguntas, era un encanto. Alejandro no habló mucho, pero la miraba continuamente. Fue una comida muy agradable y nadie mencionó su dolencia. Cuando terminaron, María fue a la cocina y León a atender a los parroquianos.

   Se acordó de sus padres y se apenó. Debían estar muy preocupados por su desaparición. Les escribiría desde el castillo.

   –Parece usted cansada.

   –No quiero seguir durmiendo, acabaré por no despertar –rió desganada–. Preferiría salir a tomar un poco el aire –en realidad lo que quería era acercarse al castillo.

   –Entonces permítame acompañarla.

   –Se lo agradezco –le veía muy solícito.

   Salieron del mesón y fueron dando la vuelta a la plaza. Seguía pareciéndole inmensa, más bella ahora que el sol dejaba ver los tonos cálidos de la piedra. La gente les miraba con curiosidad. Cuando vio el castillo se paró.

   –Ahí está. Es magnífico, ¿no le parece? –dijo sin dejar de mirarlo.

   –Tanto, que me resulta difícil decidir cómo pintarlo. ¿Sabe que es la segunda vez que vengo a este pueblo a hacer dibujos de él?

   –¿Por qué quiere pintarlo?

   –Si se lo digo, no me va a creer. Se reirá de mí.

   No quiso indagar, pero se quedó intrigada. Continuaron su paseo y salieron de la plaza. Ante ellos estaba la maldita cuesta que se le atragantó la otra mañana. Se paró y se giró hacia Alejandro.

   –Inténtelo al menos. Le aseguro que no me voy a reír de usted.

   Alejandro se tomó su tiempo para contestar.

   –Últimamente he soñado con el castillo –apenas fue un susurro.

  Elena sintió un escalofrío. Esperó que él no se percatara. Asintió con la cabeza, animándole a continuar.

   –Hice unos dibujos basados en mis sueños. Un día los vio mi tío y me dijo que conocía ese castillo. Figúrese mi sorpresa, lo que había soñado, existía. Y hasta aquí vine –avanzó un paso hacia la subida.

   Así que él también tenía sueños con el castillo. No se atrevió a decirle que a ella le ocurría lo mismo.

   –Yo he venido a trabajar en él –pareció que Alejandro se sorprendía.

   –¿Subimos? –preguntó Alejandro.

   Echó a andar, temiendo que en cualquier momento comenzara la melodía, que el tiempo se dilatara, sus pasos se ralentizaran y la pesadilla empezara otra vez. No sabía si hacía bien en volver a intentarlo. Alejandro debió de notar sus dudas, quizás pensara que se encontraba débil o cansada, porque le ofreció el brazo. Se agarró a él y subieron en silencio. A cada ruido, con cada pisada, le parecía que daba comienzo la melodía. Pero consiguieron llegar a la puerta sin ningún contratiempo. Respiró aliviada, la pesadilla no se había repetido.

   –Hasta aquí llegué, caminando desde mi pueblo.

   –Y aquí la encontré.

   Se soltó de su brazo y se adelantó hasta la puerta, tratando de empujarla.

   –Deberían dejarla abierta durante el día –llamó con el puño.

   –Elena, ahí no hay nadie.

   Con el puño pegado a la puerta, volvió la cabeza.

   –¿Cómo que … no hay nadie? ¡Es imposible!

   –Está deshabitado.

   Dejó resbalar su mano sobre la puerta hasta que cayó inerte sobre su costado. No podía ser cierto. De pronto se sintió mal y se sentó en el escalón. Se apoyó contra la puerta.

   –No… no puede ser…  

   –Me lo dijo León. Yo tampoco lo sabía.

   –…es imposible –los ojos empezaron a llenársele de lágrimas. Todas sus esperanzas se esfumaban en un instante. Escondió el rostro entre las manos y lloró.

   Notó la presencia de Alejandro, sentado junto a ella.

   –¿Qué es lo que le ocurre? Por favor, cuéntemelo. Confíe en mí.

   –Todas mis esperanzas estaban puestas en este castillo –estaba avergonzada y no se atrevía a mirarle.

   –¿Pero qué esperaba encontrar en él?

   –Ya no lo sé –se echó hacia delante y apoyó los codos en las rodillas.

   Recordó lo que la había llevado hasta allí. Sus sueños, sus anhelos, la huída de una vida vacía en su pueblo, los libros. Ahora todo estaba roto, hecho añicos. Pero por dónde empezar, ¿qué contarle a este joven? Aunque parecía buena persona, era un extraño para ella. Pero debía confiar en él, sabía que podía hacerlo.  

   –Debo confesar que yo también tuve sueños con el castillo –se atrevió a dirigirle una mirada–. No lo conocía y me fié de mis sueños para venir hasta aquí. Ahora veo que fue una tontería –hundió la cabeza en el regazo.

   Pasó tiempo sin que ninguno dijera nada. El castillo, era tal y como ella lo había soñado, o al menos eso parecía. Quería ver si existía realmente la biblioteca, aunque a estas alturas no debía hacerse muchas ilusiones. Se puso en pie y una lágrima se deslizó por su mejilla. Alejandro seguía sentado y parecía serio.

   Alejandro se levantó y comenzaron a andar, rodeando el castillo, deteniéndose cada poco a observarlo.

   –Es tal y como lo soñé. Igual.

   –Lo he dibujado desde todos los ángulos y todavía no sé cómo pintarlo.

   –¿Entonces esa carpeta que había en la habitación…?

   –Ahí llevo mis dibujos.

   Por fin sabía qué contenía la misteriosa carpeta.

   –¿Ha dibujado la torre de la biblioteca?

   –No sé cual es.

   –Sigamos, quiero enseñarle algo. Conozco el castillo como si hubiera vivido en él.

   Continuaron por la fachada norte. La muralla presentaba un estado lamentable. Enormes grietas surcaban el muro de arriba abajo y las piedras de la parte baja estaban tan erosionadas que parecía que alguien se hubiera entretenido en vaciarlas. Amenazaba con caerse en cualquier momento. Un pequeño arco que debió ser una puerta daba al foso y estaba tapiado. El castillo impenetrable. Llegaron a la fachada oeste, que parecía estar un poco mejor conservada. Tan sólo se echaban en falta las rejas de las ventanas que la salpicaban. Tres torres la defendían, dos en las esquinas y una en el centro.

   –Mírela –señaló emocionada la torre central–, ahí está. Igual que en mis sueños.

   –¿Qué tiene de particular esa torre? Es igual que las otras.

   –¡Ahí está la biblioteca! Se la puedo describir, su interior es todo de madera. Tiene una gran ventana que la ilumina por las mañanas… –se detuvo al ver la cara de pesimismo de Alejandro–. Le aseguro que es cierto…

   –Son sólo sueños y nos han jugado una mala pasada.

   –Le digo que está ahí. Si pudiéramos entrar se lo demostraría.

   –Olvídelo, no podemos entrar. Hable con León, él le dirá.

   Si era cierto que no estaba habitado, no podrían entrar. Pero no quería acabar de creérselo. Sus sueños, tan detallados y reales… Continuaron rodeando el castillo hasta llegar a la entrada. Se detuvo, mientras él se quedaba a cierta distancia, mirando hacia el pueblo. Seguía esperando oír una música dulce que le abriera las puertas y la invitara a entrar. Seguía inmóvil, cuando le oyó acercarse.

   –He soñado con él, hasta el punto de sentir la necesidad de venir. Alejandro, dígame una cosa. ¿Por qué cree que hemos soñado con el castillo?

   –Yo también he necesitado conocerlo, y mi deseo parece ser pintarlo. No lo sé.

   Abatidos y cabizbajos emprendieron el regreso hacia el mesón. Acababan de entrar en la plaza, cuando escuchó una voz que venía de los soportales.

   –Mira, es el brujo que cambia las cosas de sitio –dijo una mujer.

   –Pues a ella la ha hecho aparecer a las puertas del castillo –dijo la que la acompañaba.

   –Dios nos pille confesados –contestó la primera.

   Se había vuelto para enfrentarse a ellas, cuando notó que él la detenía.

   –Luego te cuento –le dijo. ¿Qué pasaba con ellos?





   León y su mujer habían hecho sus averiguaciones y encontraron a alguien que pasaba por un pueblo cercano al suyo y podía llevarla en el carro. De verdad que eran una pareja encantadora. Si se lo hubieran dicho por la mañana, habría dicho que no se iba. Ahora sabía que no había porvenir para ella, tenía que regresar a su pueblo con las orejas gachas y pedir perdón a sus padres por haberles tenido en vilo durante ese tiempo. La vida era dura e injusta…

   María debió de notar que algo ocurría, porque tanto ella como Alejandro andaban bastante apagados. Cuando se retiró a la cocina, llamó a León y éste no volvió a la mesa. En cuanto estuvieron solos, sus miradas confluyeron sin intentar evitarse. Compartían un secreto, los sueños del castillo.

   –Son demasiadas casualidades. Tiene que haber algo más.

   –No le dé más vueltas, Elena. No se atormente.

   –Llevo tanto tiempo soñando con el castillo –suspiró–. Al principio no distinguía su silueta, luego supe que era un castillo y acabé viviendo en él. Y no fueron un sueño o dos –se tomó un respiro–. Una noche me desvelé y salí a dar una vuelta. No me pregunte por qué lo hice, pues ni yo misma lo sé. Sólo era un paseo, pero el camino que tomé y seguí durante demasiado tiempo, me llevó a divisarlo en la lejanía. Y una vez que lo vi, no pude volver atrás. El resto ya lo sabe. Cerró los ojos.

   –Yo creí que tenía sueños con el Alcázar –le escuchó decir a media voz. Abrió los ojos y sus miradas se encontraron. Él los cerró–. Pero al final resultó ser este castillo. Sólo que yo no he entrado en él. Y tampoco encuentro ninguna explicación –se quedó pensativo y abrió los ojos–. Espere, sí entré. En mi último sueño traspasé la puerta, pero no vi nada más, acabó ahí, en el fulgor turquesa… En fin, no creo que sea cosa de Dios ni del Diablo, como a algunos… las de esta tarde sin ir más lejos, les gusta afirmar.

   Ahora fue ella la que buscó la intimidad y se aisló en su propia oscuridad. Ella también recordaba ese color en el cielo, impregnándolo todo… Tenía que decírselo. Cualquier otra persona, incluidos sus padres la tomarían por loca. Él al menos había tenido vivencias parecidas.

   –Puede que piense que estoy loca, pero cuando vine al castillo, escuché música…

   –¿Música dice? –la interrumpió.

   –Ya le dije que pensaría que estoy loca –suspiró–. Pero cuanto más cerca estaba, más insistente se volvía, como si quisiera que siguiera adelante…

   –Yo… también la escuché.

   –¿Usted también? –aquello la animó a continuar–. Lo malo fue la cuesta. Lo pasé muy mal, me vi obligada a caminar al ritmo de la música, y ésta se volvió especialmente lenta… –sólo recordarlo le dolía.

   –Yo estaba dibujando cuando empecé a escuchar una flauta…

   –Sí, la flauta, era dulce –se animó.

   –Pero luego empezó el tambor…

   –Sí, eso fue lo peor, el final. Y también había un órgano…

   –Sí, sí –contestó emocionado–, también el órgano. Fue como si me condujeran hacia usted.

   Era como si se hubiera quitado un lastre de encima, compartirlo le daba ánimos. Alejandro cogió su jarra y dio un trago. Ella le imitó.

   –Elena…

   –¿Sí?

   –Es una tontería –negó con la cabeza.

   –Dígame –le sonrió.

   –Intentémoslo una vez más. Por si la oímos –empezó a levantarse.

   –Sí, ¡vayamos! –se levantó a su vez.

   Tocados por el halo de lo ignoto, partieron rumbo al castillo. Se le ocurrió así, sin más, como en las novelas.

   Al salir de la plaza se agarró de su brazo, como la cosa más natural del mundo. A él no pareció molestarle. Subieron la cuesta y rodearon el castillo por el oeste, caminando despacio, por un camino ligeramente más pálido que la envolvente oscuridad del terreno herboso circundante y las negras murallas. Estaba deseando y esperaba que en algún momento empezara la melodía. Ninguna palabra había salido de su boca desde que salieran del mesón, no querían perderse cualquier sonido, por leve que fuese. Cada vez que había algún ruido se detenían atentos, pero no sucedió nada especial. Llegaron hasta la puerta y se detuvieron. Y esperaron. No sabía qué pasaría por la cabeza de Alejandro, pero parecía concentrado, al igual que ella, en el castillo, en su puerta y más allá de la misma.

   Y llegó una melodía dulcísima. Se miraron maravillados durante breves instantes. Luego cerró los ojos. La encantadora voz de la flauta parecía provenir del interior del castillo, y la envolvió, la cautivó y aisló del entorno. Sabía que él estaba junto a ella, que probablemente estuviera viviendo lo mismo que ella. La melodía siguió y siguió y a su mente llegaron recuerdos de los instantes anteriores a su desvanecimiento. Amarillo, verde y turquesa, los colores del cielo que ahora imaginaba sobrepuestos a la oscuridad de la noche. Y las últimas palabras que pareció que flotaban en su cabeza y ahora le recordaba la flauta,

                                  … no te preocupes…

                                                         …espera…

                                                                  …todo llegará…

                                                                           …a su debido tiempo.     



  Transcurrió una eternidad antes de que la música se desvaneciera. Se alejó de la puerta y con la mirada pidió a Alejandro que la acompañara. Él la siguió. Volvieron a recorrer la cara norte, con la atención puesta en las almenas, saltando a una torre y bajando al muro, subiendo otra torre y girando con ella a la cara oeste, deteniéndose al llegar a la torre de la biblioteca. Un ligero fulgor iluminaba su almenado. Se alejaron hasta que sus pasos se vieron interrumpidos por los restos de un muro. Se volvieron para contemplar la sombra del castillo, la oscura muralla, la torre de la biblioteca. Sus almenas habían sido alcanzadas por el enorme círculo anaranjado. Una espléndida luna llena, recién levantada, iniciaba su recorrido en el firmamento. Por un momento, pareció que el fulgor anaranjado se filtrara a través de las viejas piedras de la sala de la biblioteca. Se sentaron a contemplar la magia surgida aquella noche.



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