jueves, 23 de junio de 2016

LA TORRE. Alejandro y Elena. Cap. 9.



9
Alejandro visita a Elena

     La flauta lo había dicho: espera, todo llegará a su debido tiempo. Y las cosas habían empezado a cambiar en la taberna. Se acabó la soledad de las mañanas y el trabajo atropellado en el bullicio del mediodía. Su ausencia había servido al menos para provocar el cambio. Ahora tenía a Vicenta, que además de ayudarla, le hacía compañía. Acabó de limpiar el mostrador y se apoyó en él. Ahí estaba, como todas las mañanas, tomándose el reconstituyente que ella le preparaba. Lo disfrutaba con calma, paladeándolo, mientras sus ojos escudriñaban plácidamente la calle. ¿Qué pensaría en esos momentos? Su vida también había sufrido un cambio a mejor, había dejado de sentirse enferma y cansada. Salir de casa le había hecho bien. Cogió el trapo y la jofaina y se fue hacia las mesas. Al sentirla, Vicenta se volvió. Seguía pensativa.
     —¿Sabes una cosa? —dijo Vicenta, dejando vagar su mirada en el infinito—. El otro día Enrique me dijo que el vino bueno había dado un bajón.
     —¿Y qué le dijiste?
     —Me entró la risa. Intenté ponerme seria, pero no fui capaz. Le dije que me había dado por beber, y que siendo dueña del negocio, no iba a tomar vino del malo. Si vieras la cara que puso… —se empezó a reír sin poder contenerse.
     Elena terminó de limpiar una mesa y se apoyó en ella.
     —A mí no me ha comentado nada.
     —Al rato se puso muy serio y dijo que una mujer no debería beber. Le contesté que si algunos hombres  bebían hasta perder el sentido y la noción de lo que está bien y lo que está mal, por qué no había yo de poder echar unos tragos.
     —¿Te atreviste?
     —Ya lo pensé después. Menos mal que no se atravesó. Me sorprendió que se quedara callado y… —Vicenta se calló y miró hacia la puerta.
     Acababa de abrirse y unos pasos resonaron en la taberna.
     —Buenos días, caballero —saludó Vicenta.
     —Buenos días tengan ustedes —reconoció la voz y se volvió. No podía creer que estuviera allí.
   Él se detuvo y sonrió. Ella fue incapaz de moverse, pero le devolvió la sonrisa. Creyó estar soñando.
     —Hola, Elena. Me alegro de verla —avanzó hacia ella despacio.
     —Hola Alejandro… —le salió un hilo de voz— ¿Cómo usted por aquí?
     —Por mi trabajo. He venido a dibujar.
     —¿Quiere tomar algo? —intervino Vicenta.
     —La verdad… es que no sé qué tomar… —parecía estar tan nervioso como ella.
     —Prepárale un carajillo, Elena. Pero siéntese usted, no se quede ahí de pie.
     Elena fue tras el mostrador. Así estaría ocupada un rato, mientras se reponía de la sorpresa. Todavía no se podía creer que estuviera allí. Lo de dibujar era una excusa. Seguro que había venido  a verla.
     —No es usted de por aquí.
     —No, vengo de Segovia.
     —¿Y qué ha venido a dibujar? —intervino Elena, que no se perdía detalle.
     —Quiero ir a dibujar a un bosque que me han dicho que hay cerca de este pueblo —y mirando a Vicenta— soy pintor, ¿sabe usted?
     —Y se viene hasta estas tierras perdidas… ¿No hay bosques donde vive usted?
     —Sí que los hay, pinares. Pero me han hablado de uno que hay por aquí donde hay una gran variedad de árboles.
     —¿No será el bosque encantado? —se alarmó Vicenta.
     —De eso no sé nada. A mí me han hablado de un bosque enorme, de vegetación espesa y cerrada… No sé si estaremos hablando del mismo. Según me dijeron, está situado hacia el este o el noreste, no lo sabían con exactitud.
     —Sí, tiene que ser ese. Los otros dos son pequeños y bastante abiertos y están uno por el oeste y el otro hacia el sur.
     Había venido por ella, no había duda. Se sintió feliz. Cogió la taza y la llevó a la mesa. Cogió una silla y se sentó al lado de Alejandro.
     —Sé a cual se refiere. Pero no sabía nada de que estuviera encantado —intervino Elena.
     —Un sitio extraño. Dicen que la gente desaparece en su interior. Ahora nadie se atreve a internarse en él, ni siquiera los leñadores. Al último que taló un árbol, y eso fue en el límite exterior, le cayó encima y lo mató. No era un novato, conocía su trabajo.
     —Es justo lo que busco, un lugar extraño y mágico. Por eso he venido hasta aquí —agarró la taza y bebió.
     —Vaya con cuidado —dijo Vicenta.
     —No se preocupe… lo dibujaré desde lejos.
     —¿Se va a quedar mucho tiempo por aquí?
     —Ya me gustaría, pero el trabajo me reclama. Mañana mismo tengo que estar en Segovia. Estoy haciendo unos retratos.
     —Pues debería darse prisa. El bosque queda lejos de aquí —después de decirlo se arrepintió. A ver si pensaba que le estaba echando.
     —¿Sabe ir hasta allí? —preguntó Vicenta.
     —Pues no… Si me hicieran el favor de indicarme…
     —Elena, ya que sabes dónde está, podías acompañarle.
     —De acuerdo —contestó emocionada. Vicenta se olía algo. Había visto cómo se quedó cuando entró. Pero no había preguntado de qué se conocían. Sabía ser discreta, una cualidad extraña en el pueblo.
     Vicenta, que había acabado su cordial, se puso en pie.
     —Hay que darse prisa. Elena, vamos a preparar unas viandas y le llevas hasta allí, no se vaya a perder. Hoy me hago cargo de esto.
     —Gracias, Vicenta.
     —Gracias —repitió Alejandro.
     —Ya podéis tener cuidado con el bosque, no entréis en él.
     —No se preocupe, no quiero que me caiga un árbol encima —dijo Alejandro muy serio.


     No sabía que el bosque estuviera encantado. ¡Menuda tontería! Sus padres nunca le dijeron nada al respecto, además lo hubiera notado, ella que había vivido lo del castillo. ¡Eso sí que era sobrenatural! Caminaba deprisa, como solía hacer cuando salía a pasear. Ella con la cesta de la comida y Alejandro con su carpeta, y esta vez no iban a refugiarse de la lluvia. Fue ella la primera en romper el silencio.
     —El otro día en el bosque… con la lluvia, preocupado porque se mojaran sus dibujos, ¿fue capaz de encontrar algo que llamara su atención?
     —La luz… con la tormenta y los relámpagos… la poca luz que lograba filtrarse…
     —Pues hoy luce el sol. La sensación será totalmente diferente —era cierto, había venido por ella. Lo del bosque era una disculpa.
     —El follaje sigue siendo denso, a la luz le costará llegar al suelo —él seguía intentando justificarse.
     —Le puedo llevar adonde prefiera. Hay zonas donde ni en un día como hoy entra la luz, otras donde se abren claros y surgen pequeñas praderas, sitios donde el matorral lo cubre todo y los pájaros campan a sus anchas.
     —Lo conoce bien al parecer.
     —Vengo a menudo.
     —¿No vendrá sola? —se detuvo.
     —Sí, sola. ¿De verdad no creerá esas historias?
     —No es buena idea. Lo dijo la tabernera.
     —Vicenta.
     —Que era un lugar extraño, y hablaba de desapariciones.
     Elena se detuvo. ¡No se lo podía creer!
     —¿Más extraño que lo del castillo y la música?
     —No…, hemos vivido algo inexplicable —agachó la cabeza y siguieron caminando.
     Que le preocupara que fuera al bosque después de haber permanecido en él bajo una tormenta, casi sin luz, en un lugar que hacía las veces de madriguera… Tenía que averiguarlo de una vez.
     —¿No hay bosques en Segovia?
     —Sí. Pinares, son demasiado… homogéneos. Aburridos, nada pictóricos. El otro día me sorprendió éste.
     No había manera, seguía sospechando que no había venido precisamente a ver el bosque. ¿Por qué si no había ido a la taberna? A verla a ella, claro.
     Llegados al bosque se internaron en él. Le fue hablando de plantas, rocas y árboles curiosos. Él atendía a sus explicaciones y le hacía preguntas. Pero le daba la impresión de que no estaba buscando algo que quisiera dibujar.
     —Alejandro, deme alguna pista, ¿qué es exactamente lo que quiere ver?
     —De momento, un sitio donde sentarnos.
     —Bien. Venga por aquí —contestó un tanto descolocada con la respuesta. ¿Estaría cansado ya?
     Llegaron a la bifurcación y tomaron la senda que iba hacia el oeste y llegaron a un árbol caído.
     —¿Le parece bien aquí?
     Alejandro no contestó. Dejó la carpeta en el tronco y la abrió. Sacó un pequeño paquete de color marrón y se lo enseñó.
     —Elena, me he permitido traerle esto.
     —¿Para mí? —se sorprendió—. No tenía por qué…
     Se acercó a cogerlo. Le encantaba que hubiera tenido un detalle con ella. Se imaginó que serían unas galletas. A lo mejor eran bombones. Lo abrió con cuidado y se quedó estupefacta. Eso sí que no se lo esperaba. Le envolvió con la mirada.
     —¡Un libro! —le miró entusiasmada—. ¿Cómo supo…?
     —Quería  traerle algo y no sabía qué. Hasta que recordé que pidió un libro cuando guardaba cama.
     —“El paraíso perdido”, John Milton. Es usted un cielo —y espontáneamente le abrazó—. Gracias, Alejandro. No sabe lo feliz que me hace.
     —No se merecen.
     Le había dado donde le dolía. Y pensar que rechazó el libro de Anselmo, que había dicho que no volvería a leer… Sintiendo su proximidad y su calor, se puso nerviosa. Pensaría que era una fresca. Se separó de él.
     —No piense que… yo nunca me porto así —notó que le subían los colores.
     Se sentaron en el tronco, a una distancia prudencial. Con el libro en las manos, se quedó contemplando la portada.
     —Debería dibujar… —Alejandro sacó papel y lápiz de la carpeta.
     —Entonces leeré un poco —le miró sonriente y feliz.
     Abrió el libro, pero no empezó a leer. Nunca había visto a un pintor trabajando. ¿Qué iría a dibujar? Empezó a mover el lápiz sobre el papel mientras miraba en su dirección. Miró a su izquierda. Un árbol, claro. Bueno, a lo suyo. El paraíso perdido, sonaba interesante. Pasó la hoja, capítulo primero. No acabó de leer la primera línea, quería ver lo que hacía. Intentó mirar disimuladamente, pero se sintió observada y bajó los ojos. Volvió al libro, pero no podía reprimir la curiosidad y… se encontró con sus ojos.
     —No me estará…
     —Siga leyendo un rato más, por favor.
     —Está bien —accedió. Ahora que estaba inmerso en su trabajo, se le veía más seguro. Aprovecharía para que se lo confirmara, quería oírselo decir a él.
     —Alejandro, todavía no me ha dicho qué ha venido a buscar al bosque.
     —¿Aún no se ha dado cuenta? —dijo sin levantar la cabeza.
     —Lo sospecho… —ella tampoco se atrevía a mirarle.
     —He venido a verla a usted.
     —Me siento halagada… —sus miradas se encontraron y ella la desvió avergonzada.
     —No me mire, por favor. Siga con el libro.
     —He de confesar… que me he acordado de usted. Miraba el dibujo que me regaló…
     —Yo… hacía lo mismo, miraba su retrato…
     —¿Mi retrato?
     —Sí. Quizás obré mal, pero aquel día mientras dormía... la retraté.
     —¡Ah! —se sorprendió—. ¿Hace dibujos de la gente sin su permiso? —aquello sirvió para amortiguar la tensión del momento.
     —La vi tan hermosa…
     —¿Se lo parezco? —se atrevió a mirarle.
     —Bellísima —Alejandro enrojeció ligeramente.
     —Le perdono. Pero debió habérmelo enseñado.
     —No me atreví, no fuera a parecerle mal.
     Nadie se lo había dicho. Bueno, sí, su madre. Pero ella no contaba, a todas las madres sus hijas les parecían hermosas. Ella se consideraba normalita, y aquí estaba Alejandro, mirándola con buenos ojos. Era una sensación nueva para ella. Trató de seguir leyendo mientras posaba para él, pero el sentirse observada, dejando que atrapara su… ¿belleza? Por enésima vez, su mirada se perdió entre las letras, que se le descolocaron y fue incapaz de volver a ordenar. Traspasó la hoja, llegó a la siguiente y luego a la otra, hasta que desapareció el libro y quedó sumergida en la fronda. Miles de puntos de luz que se colaban a través del follaje, la alcanzaban y embellecían, para que el pintor pudiera dibujarla. A ella, la bella Elena.
     Regresó del limbo al sentir la cercana presencia de Alejandro, de pie junto a ella, que sin hablar le mostraba el dibujo. Tuvo que cerrar los ojos antes de poder enfocarlos en el papel. Se quedó extasiada: ella y el bosque, ella mimetizada en el bosque, un elemento más en la vida del bosque, su bosque…
     —Estoy dentro del bosque, el bosque está en mí…
     —Entre la vegetación, parece tan feliz aquí que he dejado que las trepadoras se enreden en sus cabellos, la luz se pose sobre usted y su reflejo salpique la vegetación.
     —Alejandro, si alguien me hubiera dicho que sobre un pedazo de papel se pueden hacer tales cosas, no le hubiera creído. Cosas así, se pueden escribir, la palabra tiene el don y el poder de hacer imaginar cosas, pero cuando las tiene que colocar ahí… me parece tan difícil… es como si hiciera magia.
     Alejandro se emocionó. Luego se quedó pensativo y finalmente, con un atisbo de sonrisa arrancó a hablar. 
     —Fue en Francia, donde a finales del siglo pasado nació un estilo de pintura que llamaron impresionismo. Los artistas querían captar la luz y trabajaron el paisaje de una manera nueva. No sigo esa tendencia ni pretendo imitarles, pero a lo mejor he reflejado de otra manera lo que ellos quisieron expresar… De todas maneras, le ha dedicado unas palabras a mi obra, que dudo que vuelva a escuchar semejantes halagos en mucho tiempo.
     —Yo nunca había visto a nadie dibujando así —se encogió de hombros—. En realidad, sólo he visto los dibujos que hacíamos en el colegio y los cuadros de santos de la Iglesia. Pero nada como esto.
     Alejandro sacó un reloj del bolsillo y lo consultó. Pareció contrariado.
     —Deberíamos volver —dijo con una triste sonrisa prendida en su rostro—. Tengo que coger el coche de la tarde.
     Se encogió de hombros y no dijo nada. Era una lástima que tuvieran que volver tan pronto. Alejandro guardó sus cosas en la carpeta. Ella cogió el libro, lo envolvió y lo puso con cuidado sobre la cesta de la comida. No había probado bocado, ni siquiera había sentido hambre y él tampoco pareció acordarse. Como se enterara Vicenta, después de haberlo estado preparando…
     Emprendieron el camino de regreso. Qué agradables habían resultado esas horas en su compañía. El tiempo se acababa y había algo que ninguno de ellos había mencionado, como si no se atrevieran a nombrarlo, o peor aún, quisieran olvidarlo. Y ella no quería que así fuese.
     —Alejandro, ¿recuerda la última noche en Turégano, cuando subimos a pasear alrededor del castillo?
     —Claro, cómo la iba a olvidar.
     —No me he atrevido a contárselo a nadie. Me tomarían por loca.
     —Yo tampoco lo he hecho.
     —Por eso quería hablarlo con usted.
     —Dígame…
     —Esta historia comenzó tiempo atrás… —y le contó cómo empezaron sus sueños y cómo en ellos fue tomando forma el castillo.
     Al principio le pareció que él no prestaba la debida atención. Pero conforme avanzaba la narración se mostraba más serio. Cuando acabó de contárselo, Alejandro comenzó a relatarle una historia no muy diferente a la suya, de sueños que empezaron en el Alcázar y lo transformaron en el castillo de Turégano. Compartían una extraña e increíble historia.
     Llegó la hora de despedirse. Se dieron la mano. Y en el último momento, Alejandro musitó algo que le costó entender. ¡Sí!, le dijo que sí. Alejandro le había preguntado si podía volver a verla. ¡Y le dijo que sí! El próximo domingo volverían a verse.


No hay comentarios:

Publicar un comentario