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Vuelta a Segovia
En
otras ocasiones deseaba volver a casa para poder plasmar sus nuevas ideas en el
lienzo. Pero esta vez no era así. Hubiera preferido quedarse y permanecer cerca
de Elena. Tenía algo especial. Resultaba agradable estar en su compañía. Y era
tan hermosa… Elena. Había viajado hasta el castillo en busca de ideas y se
encontró con ella. Y no, todavía no había dado con esa idea maravillosa para
realizar su obra, pero estaba más cerca. Había descubierto que necesitaba una
presencia humana, alguien contemplando el castillo. Y ese alguien, podía ser
ella. Elena…
No le apetecía, pero debía ponerse a
trabajar. Era necesario, no podía seguir dándole vueltas en la cabeza, lo más
probable es que no la volviera a ver. Se levantó de la cama, fue hacia la mesa
y sacó los dibujos de la carpeta. Empezó a ojearlos, pero no le aportaban nada
nuevo. Tenía que verlos en conjunto. Los colgaría en la pared. Estaba muy
llena, así que fue a retirar los bocetos de castillos y dragones. No eran esos
los que ahora le interesaban. Los llevó a la estantería y los guardó. Volvió a
la mesa y se entretuvo ordenando los
dibujos y acuarelas para ponerlos en la pared. Después fue a por el
martillo y unos clavillos y empezó a clavarlos. Cuando acabó, acercó la silla y
se sentó a estudiarlos.
Se
había alejado bastante del pueblo, hasta que éste desapareció de la vista y el
castillo fue tan sólo un detalle en un paisaje estructurado horizontalmente. En
el segundo dibujo parecía que el protagonista era el bosquecillo. Pero el
tercero estaba mucho mejor, había tomado prestado el bosque del anterior para
ponerlo en primer término. Tras la pradera había un bosque y detrás la silueta
oscura del castillo. Le gustaba. El castillo dominando el pueblo, tampoco
estaba mal, tenía buenos contrastes entre luces y sombras. En cambio al de la
plaza le faltaba vida, resultaba algo frío. Le seguían varias vistas de las
últimas casas del pueblo y detrás la zona del castillo que tenía la espadaña
con las campanas de la iglesia. Era una dualidad extraña y atractiva, sin
embargo los dibujos no acababan de convencerle. De los que hizo alrededor del
castillo, el que más le gustaba era el de la cara oeste, el almenado, las tres
torres, saeteras y ventanas salpicando el muro sin orden ni concierto.
Tenía una buena colección de dibujos. Tal y
como estaban ordenados, parecía el viaje de un personaje hacia el castillo
desconocido, se acercaba, le daba la vuelta…
—¡Eso es! Alguien que va a ver el castillo
—se levantó de un salto y corrió hacia la ventana emocionado. Abrió y se asomó
para sentir el aire fresco sobre su rostro. Las ideas llegaban. El viaje, eso
es lo que reflejaría en su pintura. No había que darle más vueltas. Aunque
entonces le tocaría pintar varios cuadros, pero eso no importaba.
Lo que le había costado. Se había acercado a
él a través de los sueños, de un Alcázar desvirtuado que acabó convirtiéndose
en el castillo. Acudió a conocerlo. Y entonces apareció Elena, que le dijo que
había soñado con él y que también había ido a verlo. Dos personas yendo hacia
el castillo al mismo tiempo. Podía ser una coincidencia. Pero, ¿y la música?
Surgida de la nada, ante ellos, para ellos, no había que olvidarla. No había
ninguna duda, el viaje al castillo, ese sería su motivo.
Volvió a sentarse delante de los dibujos.
Faltaba el del balcón, Elena en el balcón. Era mejor que los dos que
conservaba, pero se alegraba de habérselo regalado. Recordó que tenía un
retrato suyo. Fue a la carpeta y lo buscó donde lo había escondido, entre los
papeles en blanco. Lo encontró. Hasta dormida parecía un ángel. Lo colgó a
continuación de los otros y volvió al asiento. También podía pintarla así,
dormida, a las puertas del castillo. La puerta, si no tenía ningún dibujo de
esa zona. Fue cuando encontró a Elena y después se había olvidado.
Oyó
que llamaban a la puerta. No le apetecía que le interrumpieran, pero la puerta
se abrió y se imaginó quién era antes de volverse.
—Hola Irene —saludó sin ganas. Entró
alborotada y feliz, como siempre.
—Hola, Alejandro. Cualquiera diría que te
fastidie verme —se quedó seria.
—No es eso —mintió—. Estaba estudiando estos
dibujos y de pronto me he sentido… interrumpido en mis cavilaciones.
—Vaya, pues lo siento —se encogió de
hombros—. Bueno, ya que estoy aquí, cuéntame, ¿qué tal te ha ido? ¿Lo has
conseguido por fin?
—Casi. Ando más cerca. Nunca pensé que fuera
tan complicado.
Elena se acercó a los dibujos.
—¡Vaya si han mejorado! Éste del bosque
—señaló—, está muy bien. Yo desde luego, pintaría éste.
—Seguramente el del bosque sea el mejor y,
¿sabes una cosa? Esa vista no existe.
—¡Que tramposo! —sonrió.
Se le pasó el mal humor comentando sus
dibujos. Hablaron sobre las composiciones y las modificaciones efectuadas en
algunos de ellos. Y eso tuvo el efecto de calmar su mal humor. Se encontraba a
gusto charlando de su trabajo, sobre todo al hacerlo con alguien que lo
apreciaba. Irene tenía sensibilidad. Seguro que sería buena si quisiera
dedicarse al arte. Y por la cara que ponía en esos momentos, estaba tramando
algo mientras miraba el retrato de Elena.
—¿Quién es esta chica tan mona que tienes
junto a los dibujos del castillo? —dijo con cierto retintín.
Se quedó serio. No quería hablar de ese tema
con ella, pero por otro lado no tenía por qué contarle todo.
—Fue un encuentro muy curioso. Coge una silla
y siéntate. Estaba yo haciendo los últimos dibujos en los alrededores del
castillo… —le contó a grandes rasgos la historia del encuentro, omitiendo
detalles como el de la música o la impresión que le había causado.
—Vamos, que te echaste una amiga —volvió a la
carga.
—No, ni mucho menos —intentó no dejar
traslucir sus emociones.
—No sé yo. Con la cara que se te pone al
hablar de ella, diría que te gusta —estaba pesadita.
—A cualquiera le llama la atención una mujer
hermosa.
—Si no me puedes engañar… —Irene apoyó la
mano sobre la suya. Se puso nervioso, pero no se atrevió a retirarla.
—Por cierto, estas correrías tuyas, las vas a
tener que hacer más a menudo.
—¿Por qué? —se sorprendió y hasta creyó que
le subían los colores, temiendo lo que pudiera seguir diciendo acerca de Elena.
—Cada vez que te vas, te sale un encargo.
—¿Y has tenido que esperar hasta ahora para decírmelo?
—contestó aliviado y animado ante el nuevo encargo.
—No vas a perder el encargo por enterarte un
poco más tarde.
—Bienvenido sea. Y dime, a quién tengo que
pintar. ¿Tal vez algún santo?
Irene negó con la cabeza.
—¿Alguna mujer fea y con bigote?
Volvió a negar, aguantando la risa.
—¿Al perro de algún ricachón, posando con su
presa en las fauces? —se rió intentando provocarla.
Por fin se le escapó la sonrisa y en ese
momento soltó su mano.
—Un perro creo que no era, pero déjame pensar
—se puso la mano en la cara y se tomó su tiempo como si intentara recordar—.
Tampoco le vi la aureola… y creo que los santos no viajan sin ella —seguía
estirando la respuesta—. ¡Ah! ¡Ya recuerdo!, era una mujer…, pero lo siento
—puso cara compungida—, no tenía bigote y además era casi tan guapa como tu
amiga.
—¡Que no es amiga mía! —le ponía nervioso que
insistiera en hablar de Elena. Irene le tomó la mano. Le tenía en ascuas y
encima se reía de él.
—Pero ¿quién es?, ¿dónde vive?
—Yo no sé nada —y lo decía así, tan fresca.
—¿Cómo que no sabes nada?
—Le tendrás que preguntar a mi madre. Creo
que le dio la dirección.
—Pues ahora mismo voy.
—No seas impaciente, que no se te va a
escapar el encargo.
—Bajo ahora mismo a ver adónde tengo que ir y
me marcho —se soltó de su mano.
—¡Impaciente! ¡Cagaprisas! —le dijo cuando
salía por la puerta.
La
dejó allí sentada, mientras él huía hacia su próximo encargo.
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