jueves, 2 de junio de 2016

LA TORRE. Alejandro y Elena. Cap. 6.



6
Vuelta a Segovia

     En otras ocasiones deseaba volver a casa para poder plasmar sus nuevas ideas en el lienzo. Pero esta vez no era así. Hubiera preferido quedarse y permanecer cerca de Elena. Tenía algo especial. Resultaba agradable estar en su compañía. Y era tan hermosa… Elena. Había viajado hasta el castillo en busca de ideas y se encontró con ella. Y no, todavía no había dado con esa idea maravillosa para realizar su obra, pero estaba más cerca. Había descubierto que necesitaba una presencia humana, alguien contemplando el castillo. Y ese alguien, podía ser ella. Elena…
     No le apetecía, pero debía ponerse a trabajar. Era necesario, no podía seguir dándole vueltas en la cabeza, lo más probable es que no la volviera a ver. Se levantó de la cama, fue hacia la mesa y sacó los dibujos de la carpeta. Empezó a ojearlos, pero no le aportaban nada nuevo. Tenía que verlos en conjunto. Los colgaría en la pared. Estaba muy llena, así que fue a retirar los bocetos de castillos y dragones. No eran esos los que ahora le interesaban. Los llevó a la estantería y los guardó. Volvió a la mesa y se entretuvo ordenando los  dibujos y acuarelas para ponerlos en la pared. Después fue a por el martillo y unos clavillos y empezó a clavarlos. Cuando acabó, acercó la silla y se sentó a estudiarlos.
     Se había alejado bastante del pueblo, hasta que éste desapareció de la vista y el castillo fue tan sólo un detalle en un paisaje estructurado horizontalmente. En el segundo dibujo parecía que el protagonista era el bosquecillo. Pero el tercero estaba mucho mejor, había tomado prestado el bosque del anterior para ponerlo en primer término. Tras la pradera había un bosque y detrás la silueta oscura del castillo. Le gustaba. El castillo dominando el pueblo, tampoco estaba mal, tenía buenos contrastes entre luces y sombras. En cambio al de la plaza le faltaba vida, resultaba algo frío. Le seguían varias vistas de las últimas casas del pueblo y detrás la zona del castillo que tenía la espadaña con las campanas de la iglesia. Era una dualidad extraña y atractiva, sin embargo los dibujos no acababan de convencerle. De los que hizo alrededor del castillo, el que más le gustaba era el de la cara oeste, el almenado, las tres torres, saeteras y ventanas salpicando el muro sin orden ni concierto.
     Tenía una buena colección de dibujos. Tal y como estaban ordenados, parecía el viaje de un personaje hacia el castillo desconocido, se acercaba, le daba la vuelta…
     —¡Eso es! Alguien que va a ver el castillo —se levantó de un salto y corrió hacia la ventana emocionado. Abrió y se asomó para sentir el aire fresco sobre su rostro. Las ideas llegaban. El viaje, eso es lo que reflejaría en su pintura. No había que darle más vueltas. Aunque entonces le tocaría pintar varios cuadros, pero eso no importaba.
     Lo que le había costado. Se había acercado a él a través de los sueños, de un Alcázar desvirtuado que acabó convirtiéndose en el castillo. Acudió a conocerlo. Y entonces apareció Elena, que le dijo que había soñado con él y que también había ido a verlo. Dos personas yendo hacia el castillo al mismo tiempo. Podía ser una coincidencia. Pero, ¿y la música? Surgida de la nada, ante ellos, para ellos, no había que olvidarla. No había ninguna duda, el viaje al castillo, ese sería su motivo.
     Volvió a sentarse delante de los dibujos. Faltaba el del balcón, Elena en el balcón. Era mejor que los dos que conservaba, pero se alegraba de habérselo regalado. Recordó que tenía un retrato suyo. Fue a la carpeta y lo buscó donde lo había escondido, entre los papeles en blanco. Lo encontró. Hasta dormida parecía un ángel. Lo colgó a continuación de los otros y volvió al asiento. También podía pintarla así, dormida, a las puertas del castillo. La puerta, si no tenía ningún dibujo de esa zona. Fue cuando encontró a Elena y después se había olvidado.
     Oyó que llamaban a la puerta. No le apetecía que le interrumpieran, pero la puerta se abrió y se imaginó quién era antes de volverse.
     —Hola Irene —saludó sin ganas. Entró alborotada y feliz, como siempre.
     —Hola, Alejandro. Cualquiera diría que te fastidie verme —se quedó seria.
     —No es eso —mintió—. Estaba estudiando estos dibujos y de pronto me he sentido… interrumpido en mis cavilaciones.
     —Vaya, pues lo siento —se encogió de hombros—. Bueno, ya que estoy aquí, cuéntame, ¿qué tal te ha ido? ¿Lo has conseguido por fin?
     —Casi. Ando más cerca. Nunca pensé que fuera tan complicado.
     Elena se acercó a los dibujos.
     —¡Vaya si han mejorado! Éste del bosque —señaló—, está muy bien. Yo desde luego, pintaría éste.
     —Seguramente el del bosque sea el mejor y, ¿sabes una cosa? Esa vista no existe.
     —¡Que tramposo! —sonrió.
     Se le pasó el mal humor comentando sus dibujos. Hablaron sobre las composiciones y las modificaciones efectuadas en algunos de ellos. Y eso tuvo el efecto de calmar su mal humor. Se encontraba a gusto charlando de su trabajo, sobre todo al hacerlo con alguien que lo apreciaba. Irene tenía sensibilidad. Seguro que sería buena si quisiera dedicarse al arte. Y por la cara que ponía en esos momentos, estaba tramando algo mientras miraba el retrato de Elena.
     —¿Quién es esta chica tan mona que tienes junto a los dibujos del castillo? —dijo con cierto retintín.
     Se quedó serio. No quería hablar de ese tema con ella, pero por otro lado no tenía por qué contarle todo.
     —Fue un encuentro muy curioso. Coge una silla y siéntate. Estaba yo haciendo los últimos dibujos en los alrededores del castillo… —le contó a grandes rasgos la historia del encuentro, omitiendo detalles como el de la música o la impresión que le había causado.
     —Vamos, que te echaste una amiga —volvió a la carga.
     —No, ni mucho menos —intentó no dejar traslucir sus emociones.
     —No sé yo. Con la cara que se te pone al hablar de ella, diría que te gusta —estaba pesadita.
     —A cualquiera le llama la atención una mujer hermosa.
     —Si no me puedes engañar… —Irene apoyó la mano sobre la suya. Se puso nervioso, pero no se atrevió a retirarla.
     —Por cierto, estas correrías tuyas, las vas a tener que hacer más a menudo.
     —¿Por qué? —se sorprendió y hasta creyó que le subían los colores, temiendo lo que pudiera seguir diciendo acerca de Elena.
     —Cada vez que te vas, te sale un encargo.
     —¿Y has tenido que esperar hasta ahora para decírmelo? —contestó aliviado y animado ante el nuevo encargo.
     —No vas a perder el encargo por enterarte un poco más tarde.
     —Bienvenido sea. Y dime, a quién tengo que pintar. ¿Tal vez algún santo?
     Irene negó con la cabeza.
     —¿Alguna mujer fea y con bigote?
     Volvió a negar, aguantando la risa. 
     —¿Al perro de algún ricachón, posando con su presa en las fauces? —se rió intentando provocarla.
     Por fin se le escapó la sonrisa y en ese momento soltó su mano.
     —Un perro creo que no era, pero déjame pensar —se puso la mano en la cara y se tomó su tiempo como si intentara recordar—. Tampoco le vi la aureola… y creo que los santos no viajan sin ella —seguía estirando la respuesta—. ¡Ah! ¡Ya recuerdo!, era una mujer…, pero lo siento —puso cara compungida—, no tenía bigote y además era casi tan guapa como tu amiga.
     —¡Que no es amiga mía! —le ponía nervioso que insistiera en hablar de Elena. Irene le tomó la mano. Le tenía en ascuas y encima se reía de él.
     —Pero ¿quién es?, ¿dónde vive?
     —Yo no sé nada —y lo decía así, tan fresca.
     —¿Cómo que no sabes nada?
     —Le tendrás que preguntar a mi madre. Creo que le dio la dirección.
     —Pues ahora mismo voy.
     —No seas impaciente, que no se te va a escapar el encargo.
     —Bajo ahora mismo a ver adónde tengo que ir y me marcho —se soltó de su mano.
     —¡Impaciente! ¡Cagaprisas! —le dijo cuando salía por la puerta.
     La dejó allí sentada, mientras él huía hacia su próximo encargo.


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