jueves, 16 de junio de 2016

LA TORRE. Alejandro y Elena. Cap. 8.



8
Las cosas van mejor

     No era posible que el tiempo cambiara tan rápido. Afuera había amainado y el cielo estaba turquesa. La puerta se cerró tras él y ahora estaba rodeado de niebla, jirones de bruma húmeda y pegajosa que le empapaban el pelo y le perlaban la cara. No entendía nada. Avanzó y sus pies se hundieron en el mullido suelo herboso. Miró hacia atrás y no vio la puerta. Antes o después tendría que toparse con el edificio, entraría y se olvidaría de todos los desmanes e irregularidades del tiempo. Así que siguió caminando y después de un rato le pareció distinguir un muro. Unos pasos más y apareció la esquina de un edificio. Tan irreal, que necesitó palpar la fría piedra y recorrer su áspera superficie. Continuó por el lado izquierdo, pegado al muro para no perderse, pero allí no había ni puertas ni ventanas, sólo una pared repleta de musgos verdes y líquenes blanquecinos.
     Volvió sobre sus pasos, suponiendo que la entrada estaría en el otro lado. Dobló la esquina, y siguió adelante. El suelo seguía blando, sus pies se ocultaban a cada paso bajo la hierba. Recibió un golpe en la frente y asustado, se echó hacia atrás. ¡Una higuera! Se había dado con una higuera, enraizada en el muro, descolgando sus ramas hacia el suelo. Todo aparecía de repente, como surgido de la nada. No debía despistarse. ¡Dichosa niebla! Esquivó las ramas y siguió adelante. Antes o después tendría que aparecer alguna entrada.
     La caprichosa niebla le permitió ver otro muro a su derecha, a poca distancia. Se atrevió a lanzarse hacia él en medio de la traicionera bruma y lo alcanzó sin ningún contratiempo. Al avanzar  le pareció que discurría paralelo al otro, o eso creía. Pero no encontró el más leve resquicio en su superficie. Le empezaba a inquietar la falta de resultados y decidió volver a lo conocido. Si todo salía mal podría volver a la primera esquina y desde allí intentar alcanzar la puerta por la que entró al castillo. Así que se aventuró a cruzar otra vez hacia el primer muro, que suponía enfrente y seguramente a pocos metros.
     Se adentró en la nada, rodeado por aquella vaga luminosidad de un color indefinido, densa, espesa y por momentos fluida. La distancia entre los dos edificios se volvió incierta, no sabía cuánto llevaba andado en busca del pétreo muro. Resultaba inquietante. En algún momento llegó a su pared, la palpó y sentó con la espalda contra ella. Respiró aliviado, se sintió optimista y seguro al contacto con la piedra, aferrado a algo tangible en medio de aquel ambiente irreal.
     Abrió los ojos y le pareció distinguir el muro frente a él, a poca distancia. Tenía frío, le dolía la espalda y estaba cansado. Debía de haberse dormido. Abrió y cerró los ojos repetidamente, y ahí seguía la pared. De allí acababa de volver y estaba más cerca de lo que parecía. La niebla debía estar levantando. Eso le animó. Sería más fácil buscar la entrada. Entonces se levantó y decidió seguir adelante. Caminó por el medio de la calle, si así se podía llamar a la superficie herbosa entre los dos edificios. Daba gusto tener algo de visibilidad, alegraba el alma. Y apareció un nuevo edificio al frente, y el camino se abrió en torno a él. ¿Hacia dónde ir? Se detuvo a meditarlo.
     Sintió un escalofrío cuando la ráfaga de niebla espesa le alcanzó. El corazón le dio un vuelco al sentirse desprotegido, sin un muro junto a él. Espesos jirones de color indefinido se le enredaron, enfriándole. Fue como si le clavaran agujas heladas. A su alrededor desaparecieron los muros, se esfumó la hierba. La envoltura le cubrió por completo, fría, intangible, girando sobre él. Y de pronto, cuando se creía irremediablemente perdido en la nada, el remolino liberó primero sus pies, más tarde sus piernas. Lo supo porque dejó de sentir frío. El calor subió hasta la cintura, ascendió por el pecho, el cuello, la cara y finalmente fue liberado. Se encontró de nuevo en la mullida hierba, entre los muros.  Pudo ver cómo el remolino ascendía y se acercaba al muro. No lo perdió de vista, no fuera a volver, su camino lo llevó hacia las alturas y se atascó allá arriba, girando sobre sí mismo. Luego, sin más, siguió elevándose, dejando al descubierto las almenas, una cola, unas garras… y al final pudo distinguir una estatua blanca erigida sobre las almenas.
     Era la fantástica figura de un dragón, esculpido en mármol blanco. En posición erguida, las alas a punto de desplegarse, los músculos de las patas traseras en tensión, listos para saltar y emprender el vuelo. Su apariencia era tan real… parecía… no, no parecía. Acababa de girar la cabeza y le miraba con aquellos ojos de color azul pálido. ¡No era una estatua! Echó a correr aterrorizado y se perdió por callejones de paredes ciegas, hundiéndose en el suelo herboso y mullido.



     ¡Había niebla! Cerró los ojos y parpadeó varias veces. Sí, había niebla. Se asomó a ver si veía al dragón pero no estaba, le había dado esquinazo. Suspiró aliviado. Sintió el aire frío y húmedo mojarle la cara. Eso ya le había ocurrido. Entonces, ¿seguía soñando o estaba despierto? No iba a haber niebla en los dos sitios… ¿o sí?
     Tardó un poco en darse cuenta de que estaba en la realidad, en la ventana de su habitación, y lo único que vería cuando levantara la niebla, serían los tejados de enfrente. No había dragones.
     No había comenzado el día con buen pie, pero lo que se le avecinaba era peor. Tenía cita con la comandanta. El día anterior había venido su criada, para comunicar la hora a la que acudiría su ama. A ver en qué acababa todo, porque él no soltaba el retrato sin cobrar. Permaneció asomado a la ventana, dejando que la humedad y el frío se adueñasen de él. Era tal la sensación de irrealidad, que pese a estar plenamente convencido de estar despierto, no le hubiera extrañado ver aparecer al dragón. Dejó pasar el tiempo y lo único que apareció entre el espeso manto neblinoso, fueron los tejados cercanos.
     Llegó la hora fatídica y muy a su pesar, bajó a la sala a enfrentarse con la fiera. Allí estaba, toda emperifollada y con cara de malas pulgas. Y también doña Adela, poniendo al mal tiempo buena cara.
     —Buenos días, Alejandro —le sonrió su casera.
     —Buenos días, doña Adela —después se dirigió a la fiera—. Buenos días.
     —Vengo por mi retrato —fue su respuesta.
     —Traerá usted mi dinero… —contestó imaginando que no sería así.
     —¡Bastante me ha hecho esperar! —levantó la voz.
     —Señorita Manuela —intervino doña Adela intentando apaciguar los ánimos—. Creo que el señor Alejandro ha actuado en todo momento de buena fe.
     —¡Pues bien que me ha hecho esperar! Va a tener que hacerme un buen descuento.
     ¡Era el colmo de la desfachatez! Aunque por lo menos, parecía que ya olía a dinero…
     —Si no recuerdo mal, fui diligente con su retrato. Sin embargo, usted ha tardado, digamos… un poco más en venir a pagar, porque supongo, que a eso viene. ¿No? —dijo con sarcasmo.
     —¡Yo pago cuando quiero! ¡Soy hija del comandante! —se sulfuró. La fiera parecía a punto de saltar…
     —Pues, ¿sabe lo que le digo? —se tomó un respiro para darle más énfasis a lo que estaba a punto de soltar—. Que empieza a estorbarme su retrato y si ahora mismo no me lo paga, lo echo al fuego —se sintió ligero como la brisa, sumergiéndose en un mar de niebla infinita, zambulléndose en la nada, alegre en el olvido…
     Fueron unos instantes maravillosos antes de reencontrarse con la realidad. Doña Adela parecía a punto de desternillarse, pero se contenía. Y la comandanta tenía los labios contraídos y una profunda arruga surcaba su entrecejo. Sus labios se entreabrieron al tiempo que un destello maligno cruzó sus pupilas. Si el pensamiento matara…, le entraron ganas de reírse.
     —¡Está bien, traiga el cuadro!
     —Pues será mejor que vaya poniendo el dinero sobre la mesa. Lo contaremos y después lo guardará doña Adela, que es persona de fiar, de las de verdad. Si a usted no le importa —se dirigió a su casera.
     —No, claro que no —le sonrió.
     La comandanta se puso de todos los colores. Sólo le faltó echar fuego por la boca. Sin mediar palabra abrió su bolso, entornó los ojos y contrajo la boca. Le costó un triunfo sacar la faltriquera y abrirla. La tarea de sacar monedas y ponerlas sobre la mesa la hizo sudar. Las últimas le debieron resultar sumamente pesadas por el tiempo que tardó en depositarlas en el montón. Debían ser las del descuento que pensaba hacerse.
     —¡Ahí tiene! —dijo con rabia, abriendo sus fauces y mostrando unos colmillos amarillentos. La fiera se mostraba tal como era.
     Aquello le estaba empezando a gustar.
     —Doña Adela, si me hace el favor…
     Su casera retiró el dinero y lo guardó en su mano.
     —Voy por el retrato.
     Subió tranquilamente a su estudio y bajó con más calma con el lienzo. No se entretuvo más porque estaba doña Adela, que si no… Se asomó con prudencia a la sala. Todo seguía igual.   
     —Aquí tiene lo suyo —apoyó el lienzo en la pared, dejándolo bocabajo.
     —No pensará que lo lleve yo… —se puso lívida.
     Era el colmo de la desfachatez. Todavía se atrevía… ¡qué se había creído!
     —En circunstancias normales, hubiera accedido. Suelo ser una buena persona. Pero en estos momentos, lo que más deseo, es perderla a usted de vista.
     Doña Adela, tan correcta ella, no pudo reprimir una sonrisa.
     —Pero yo… no puedo…
     —Yo tampoco. Además ha dejado de ser mi problema. Mande a alguien a recogerlo —cómo estaba disfrutando—. Quizás cuando venga, siga ahí, si no le ha estorbado a nadie.
     No hizo falta decir más. Tras dirigirle una mirada asesina, se levantó, cogió su retrato metiendo los dedos entre la tela y el bastidor y salió de allí sin decir una palabra. Iba a abombar la tela y a ver quién lo arreglaba luego. Él, desde luego que no. Había dejado de ser su problema.
     —Ha sido usted un poco duro con ella —sonrió su casera—, aunque se lo tenía bien merecido. ¡Ha hecho usted pero que muy bien!
     —Por fin hemos finiquitado el asunto —su felicidad era infinita.
     —Tenga el dinero —doña Adela lo puso en su mano.
     —Ahora le puedo pagar este mes. Con bastante retraso, por cierto —contó el dinero y se lo dio.
     —No tiene la menor importancia. No todos somos como ella, ¿verdad? Usted es de fiar.
     —Gracias por la confianza. Y por su ayuda en este entuerto.
     —No hay por qué darlas. ¿Se toma un cafetito conmigo? Creo que nos lo hemos ganado.
     —Claro que sí, doña Adela, claro que sí.




     Tras el cafetito, subió al estudio pletórico. Había lidiado con la comandanta, y la había vencido. Ahora tenía dinero y además contaba con el que llegaría con el nuevo encargo. En realidad, dos. Había empezado sendos retratos de los hijos de unos señores de alta alcurnia, que vivían en un palacio a la salida de la plaza Mayor. Se podría permitir empezar a trabajar en el proyecto del castillo, estaba cubierto por una temporada.
     Se puso a mirar los dibujos del castillo. Se los sabía de memoria. Los iba a pintar, pero todavía le asaltaban dudas. ¿Era eso lo que quería pintar realmente? ¿Una serie de vistas del castillo? Faltaba algo y creía que su último sueño tenía algo que ver. Seguía soñando con el castillo y con el dragón. ¿Por qué?
     La primera vez que apareció, le ayudó a concebir la composición del Acueducto. Fue una gran obra. Después, simplemente empezó a dibujarlo, pero no encontró sentido a sus representaciones. Puede que debiera prestarle más atención. Quizás le ayudara a convertir las composiciones del castillo en obras maestras.
     Se acercó a la estantería, buscó los dibujos de castillos y dragones y se sorprendió al verlos, porque el parecido era notable. Eran iguales que el dragón del sueño. Movió la cabeza preocupado. Se acercó con uno de los dibujos hasta la pared. ¿Qué quería decirle el dragón? ¿Qué tenía que ver con sus dibujos? Necesitaba saberlo, pronto se encontraría pintando una serie de cuadros sobre el castillo.
     Siguió devanándose los sesos, mirando obsesivamente la serie de dibujos y acuarelas del castillo. Faltaba el del balcón entre las dos torres, pero no le importaba. Se alegraba de habérselo regalado a Elena. ¡Qué hermosa era! Ahí estaba dormida. Recordó cómo la dibujó mientras dormía. Y luego cuando se recuperó y salieron… Estuvo a gusto en su compañía.
     Lástima que viviera tan lejos. Se volvió a la mesa, intentando apartarla de su pensamiento. Necesitaba saber si el dragón tenía algo que decir en las composiciones del castillo. Miraba y remiraba los dibujos, pero las ideas no llegaban. Una y otra vez, volvía al retrato y sus pensamientos se retraían a los momentos que pasó junto a ella.
     Entonces se le ocurrió, tenía dinero, podía ir a verla. Pero ¿y si estaba trabajando? Tomaría algo en la taberna y quizás pudiera disfrutar durante un rato de su compañía. ¿Y si ella no quería saber nada de él? No podía dar por hecho, lo mejor sería escribirle primero una carta. ¿Y adónde se la dirigía?, si no sabía su dirección ni sus apellidos… Podía mandarla a la taberna.
     Cogió papel y pluma y se puso a pensar qué le contaba. Tras un rato intentándolo, abandonó la idea. Lo que no le resultaba cursi, le parecía atrevido. Se presentaría allí y ya estaba. Tenía la excusa perfecta, él era un artista, e iba a pintar. Le gustaban los alrededores del pueblo, el paisaje, el bosque de la tormenta. Eso era, seguro que salía bien. Con Elena había acabado su racha de mala suerte. Había cobrado un retrato y le salían dos más. Había que aprovechar el momento.
     Caminó hacia la ventana. Había levantado la niebla y lucía un sol espléndido. El domingo vería a Elena, lo tenía decidido. Y le llevaría un presente. ¿Unos pendientes, un broche, una sortija? ¿De qué color le gustarían? Con su piel pálida y el pelo castaño, quizás azules o morados… Qué lío, debería asesorarle una mujer. Irene…, no. No quería que supiera nada. Además tenía que romper con ella, cada vez se tomaba más confianzas y no eran novios. ¿O lo eran? Él nunca lo dio por hecho y tampoco se le había declarado ni nada por el estilo. Era complicado entender a las mujeres.
     Se puso a dar vueltas por la habitación. Vaya lío lo del regalo. Pasó la mano por la estantería y volcó un libro. Lo levantó para colocarlo. ¡Eso era! A ella le gustaban los libros. Recordó que le había pedido uno cuando estaba convaleciente. Además, ¿no decía que había ido al castillo pensando en su biblioteca? Era una buena idea. Le compraría un libro, ahora mismo. Sin pensarlo dos veces, cogió dinero y se lanzó escaleras abajo.


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