domingo, 12 de junio de 2016

LA TORRE. Alejandro y Elena. Cap.7.



7
La vida continúa

     El salón de los dibujos. Ella lo llamaba así por la intrincada lacería de nervaduras que recorrían su techo, se deslizaban por las paredes y acababan enmarcando los amplios ventanales. En realidad era el gran salón, se usaba en contadas ocasiones. Sus padres habían invitado a todo el mundo: a los habitantes del castillo, a los del pueblo y a los nobles de la comarca. Y en ese día tan especial aparecían ataviados con sus mejores galas.
     La luz entraba a raudales, arrancando destellos de su vestido de seda verde. A su paso la gente inclinaba la cabeza. Llegó al pie de la tarima, donde bajo el gran tapiz con el escudo de su linaje, estaban sentados sus padres. 
     —Acércate, Elena —dijo su padre.
     Subió y se arrodilló frente a él.
     —Yo, don Pedro Anduaín, señor y dueño del castillo y sus tierras, he de nombrar al sucesor del Guardián —agachó la cabeza—, al que Dios tenga en su gloria. Escuchados en su día los consejos sucesorios que él mismo me dio y por el poder que me ha sido conferido, te nombro Guardiana de la Biblioteca de la Torre. Así pues, ¿juras solemnemente dedicarte en cuerpo y alma a tu cargo?
     —Sí, juro.
     Su madre se acercó llevando la bandeja de la que su padre tomó el manojo de llaves.
     —Habiéndote comprometido ante mí y en presencia de todos mis amigos y súbditos, te hago entrega de las llaves de la Biblioteca —extendió las manos para recibirlas.
     Sonaron las trompetas. La emoción la embargaba y no pudo impedir que sus ojos se humedecieran. Su padre le hizo levantarse y la abrazó. No podía ser más feliz. Sus familiares y amigos se arremolinaron a su alrededor, todos querían darle la enhorabuena. Era la Guardiana, nunca lo hubiera imaginado.
     Hubo música, comida y baile. Fue un día feliz, al final del cual fue a tomar posesión de la Biblioteca. Le acompañaron sus padres, su dama de compañía y unos mozos que portaban el arcón y el resto de sus enseres. Abrió la puerta y entraron. Despidió a su dama sin dejar que subiera sus pertenencias a los aposentos y se quedó a solas con sus padres. Tenía la sensación de que se iba a vivir muy lejos y eso que seguía en el castillo. Se iban a seguir viendo todos los días, como mínimo a las horas de las comidas. Finalmente sus padres se marcharon.
     Ya estaba en su torre. Conocía la biblioteca, pero no los aposentos del Guardián. Siempre había sentido curiosidad por saber cómo sería la alcoba que había al final de las escaleras. Se dirigió a ellas y empezó a subir despacio, conteniendo su impaciencia. Llegó a un diminuto descansillo. Ahí estaba la entrada, una puerta tallada encajada en el arco. Buscó en el manojo de llaves y abrió.
     Era una enorme habitación circular, del tamaño de la biblioteca y forrada también de madera. Había un sillón, se dirigió hacia él y se sentó, encontrándolo cómodo. Estaba tapizado en un intenso azul cielo y tenía estrellas doradas, igual que la silla que había junto a la mesa. Se levantó y fue hacia allí. Había varias plumas, un par de tinteros, papeles y un sobre. Estaba sellado e iba dirigido a la Guardiana. Era la letra del bibliotecario, la conocía muy bien, siempre se fijaba en ella cuando anotaba el libro que le dejaba. Y se la dirigía a ella. Él la había elegido para el cargo y suponía que contendría las instrucciones necesarias para ponerla al tanto. Lo leería después. Ahora quería seguir viendo su nueva habitación. Había una hornacina y en ella unos pocos libros antiguos, en cuya portada había escritos caracteres que ella desconocía. Abrió uno, olía a antigüedad y seguía con aquella extraña escritura de trazos largos y curvos, con puntitos de vez en cuando. Lo cerró, ya tendría tiempo de indagar. La cama era grande, tenía su dosel y tanto éste como la colcha eran igual que el tapizado del sillón. Y era blanda, qué gusto. Desde allí se fijó en una pequeña pintura, cuyo marco estaba perfectamente encajado en la pared, enrasado con el resto de la madera. Se veía un lago en medio de una inmensa pradera y un bosque al fondo. Se acercó a él. Lo que más  le llamaba la atención era la torre que surgía en medio del lago y el camino que la unía a la orilla. Se parecía a la torre de la biblioteca, pero sin castillo. Una figura solitaria se dirigía hacia ella. Parecía su antecesor en el cargo. Era él, estaba segura. Un cuadro bonito. ¿Podría ella pedir que le hicieran otro parecido? Le gustaría aparecer asomada a la ventana viendo la puesta de sol. Lo mandaría encajar junto a éste.
   Había sido un día largo y empezaba a sentirse cansada. Pero antes de acostarse, quería saber lo que tenía que contarle el Guardián. Se acercó a la mesa y cogió la carta. Rompió el lacre y la abrió. Se sentó en el sillón y comenzó a leer.
     Mi querida Elena: cuando leas estas líneas te habrás convertido en la Guardiana de la Biblioteca de la Torre…



     Era como si Vicenta hubiera rejuvenecido. Seguía yendo por la taberna para tomarse el reconstituyente y luego se quedaba allí, ayudándola. A veces se ausentaba para hacer algún recado, pero siempre volvía. Cada vez la veía más feliz, al contrario que ella. Se miraba al espejo y no reconocía a la joven de antaño. Se veía fea, se veía mayor. Su vida se había reducido al trabajo. Ya no era la misma. No era feliz. Y aquí estaba, en su solitario paseo tras el trabajo. Melancólico vagabundeo en el que lo mismo podía entretenerse observando una piedra, que un insecto zambulléndose en una flor u observando cómo la copa de un árbol huía hacia el cielo.
     Recorría el bosque en el que se refugió con Alejandro el día de la tormenta. Cuando se levantaba, lo primero que hacía era ir a ver su dibujo, lo había colgado en la pared de su alcoba. Ella en el balcón del castillo, entre las dos torres. Igual que lo imaginó aquel día fatídico al pie del castillo. Igual que en aquel triste sueño de la justa entre el bibliotecario y el caballero negro. Y esa madrugada, después de tantas noches vacías, había vuelto a soñar. Y lo había hecho con el castillo. Y por momentos, había alegrado su triste vida. Incluso había sentido el deseo de volver a leer.


  
     Cuando volvió a su casa, menos taciturna que en días anteriores, fue directa a la sala. Su madre estaba atareada preparando la cena.
     —Hola madre. Lo siento, me he entretenido más de la cuenta —se sirvió un poco de agua en la jarra.
     —Hola hija. No deberías andar sola por ahí y menos hasta tan tarde.
     —Me gusta pasear, madre.
     La madre dejó la sartén un momento y se volvió hacia ella.
     —Entonces te vas a tener que dedicar al pastoreo. Así le sacas provecho —esbozó una sonrisa y volvió a ocuparse de la sartén.
     —Madre, qué cosas tienes. Aunque a lo mejor no es mala idea —se sonrió.
     Se puso a preparar la mesa para la cena y encontró un pequeño paquete de papel marrón sobre la mesa. Se emocionó.
     —¿Qué es esto, madre? —preguntó intrigada.
     —Estuvo aquí el maestro —dijo volviéndose.
     —Ah —todo rastro de alegría desapareció.
     —Le dije que no estabas. No le di más detalles, supuse que no querrías verle.
     —Pues no, la verdad.
     —Dijo que era para ti y que ya os veríais.
     Se sentó y apoyó la cabeza entre sus manos. No podía ser. Había vuelto a soñar, se había alegrado por ello, incluso el día había resultado diferente. Había vuelto a pensar en los libros y tenía que ser precisamente el maestro el que se presentara con uno en su casa. ¿Es que cada pequeña alegría tenía que venir seguida por algún disgusto? Se levantó furiosa, cogió el paquete y tentada estuvo de tirarlo al fuego. Se contuvo y lo encaramó al estante.
     —¿No lo abres?
     —Debe ser un libro. ¡Que se lo lleve!
     —Pero hija, llevas un montón de tiempo sin leer…
     —¡No lo quiero!
     —Hija, no te entiendo.
     —Ya no leo, madre.
     —Pues tendrás que devolvérselo. ¿No querrás que vaya yo?
     —No, madre —se acercó a ella y apoyó la cabeza en su hombro—. Pero no me apetece nada verle —susurró.
     —Déjalo estar. Ya encontrarás el momento.
     Agradeció infinito el apoyo de su madre. Pero el daño estaba hecho, el inoportuno de Anselmo le había fastidiado lo que quedaba del día. Así que intentó apagar el disgusto yéndose pronto a dormir. Antes de apagar la vela fue a mirar su dibujo. Le traía recuerdos gratos del castillo. Y también del pintor. Añoraba aquellos paseos con Alejandro en torno al castillo. El castillo, un día de estos se iba a poner a escribir su aventura.



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