sábado, 20 de agosto de 2016

LA TORRE. Alejandro y Elena. Cap 18.



18
La llamada de la torre

     Acarició con delicadeza las hojas, despidiéndose del bosque. Desde hacía un rato venía oliendo a humedad y a tierra mojada. Debía ser una ilusión, porque el cielo estaba despejado. Se detuvo, cerró los ojos y aspiró profundamente. Su nariz dilatada se llenó de una algarabía de olores frescos, alegres, balsámicos... Se sentía capaz de desmenuzarlos y descubrir su variada procedencia. Sí, todavía le olía a bosque, a coníferas y a humus. Tomillo, no andaba muy lejos. Y había algo más, lejano, que le costaba descubrirlo porque estaba impregnado de humedad. Aspiró de nuevo. Claro, era la jara, junto al lago. Y una humedad intensa que no era la del lago. ¿Se estaría formando una tormenta? Echó a andar hacia su morada.
     Cada vez había más humedad y sólo una ligera bruma blanquecina aparecía en el horizonte, por encima del castillo de sus padres. Hacía tiempo que no iba a verles, pero hoy no era un buen día. Esa humedad… Le preocupaba que se formara una tormenta de improviso.
     El tomillo estaba ahí, junto al camino; había muchos matojos, como si fuera una plantación. Rió pensando en cómo lo había percibido en la distancia. Se agachó a recoger una rama y se la llevó a la nariz. Ese aroma intenso, daba un buen sabor a los guisos. Se pasó la mano por la nariz, la tenía mojada. Miró detenidamente la rama, estaba llena de minúsculas gotitas de agua. Se levantó y aligeró el paso. Algo andaba mal.
     A medida que se acercaba a la torre el ambiente estaba más cargado, como si se avecinara una tormenta, pero el cielo seguía limpio. Tenía la cara mojada y no era de sudor. Y el pelo se le estaba rizando. La humedad se palpaba, enmascarando el débil olor de las jaras.
     Llegó al lago y caminó por la orilla, deteniéndose al llegar a la estrecha lengua de tierra que se adentraba hasta su mismo centro, hasta la torre. Nunca se cansaba de verla desde allí. Las aguas cristalinas, habitualmente de un azul pálido, estaban entreveradas de sinuosas bandas de gris azulado oscuro. No comprendía esos reflejos y esas corrientes, no hacía aire. Era todo muy extraño.
     Su mirada recorrió la vereda jalonada de juncos que llevaba a su morada. Una construcción de tiempos inmemoriales donde los líquenes y los musgos se asentaron hace mucho tiempo. Una silueta cilíndrica y estilizada que se abría hacia las almenas, coronada por un tejado que escapaba afilado hacia el cielo. Firmemente asentada como un árbol, sus cuatro contrafuertes se ensanchaban y hundían en el lago cual raíces. Sobre el delantero ascendía una discreta escalera hasta la entrada, una gruesa puerta de roble. Y el arco de la puerta ascendía, se escindía y abría floreciendo en un balcón al que ella se asomaba a ver el plácido lago.
     Estaba orgullosa de su torre, no sólo porque albergara la biblioteca; era un lugar especial, encantador y mágico. Quién lo iba a decir, allí, en el lugar que ocupaba su torre había existido algo más antiguo, un lugar muy especial.
     Sería la magia del lugar la que creaba esa humedad tan excesiva que además de ondularle los cabellos, la había empapado. Sería la que creaba las bandas cambiantes de tonalidades oscuras sobre la superficie del agua. Sería por eso, por lo que parecía que las pequeñas gotitas a su alrededor se ponían a saltar y se arremolinaban antes de descender y fundirse en la corriente ondulante. Y las gotitas se multiplicaron y ascendieron con más vigor, alto, muy alto; ingrávidos torbellinos danzantes que acabaron envolviendo la torre mientras un crepúsculo turquesa se formaba en torno a la misma.
     No era su imaginación, estaba sucediendo. Siguió viendo danzar el agua en el crepúsculo turquesa, enredándose en la torre. La cortina de agua ascendió la escalinata, se derramó sobre la puerta de recio roble y ésta desapareció absorbida por el agua. Un punto de luz empezó a formarse allí donde había estado la puerta, un azul luminoso brillando bajo el agua danzante. Fue entonces cuando el tambor comenzó a palpitar y el agua saltó más alto y se desparramó por el tejado, descendiendo por las paredes tras la cortina de agua ascendente, mientras el órgano resonaba contra los muros. Torbellinos danzantes que subían y se dejaban deslizar caprichosos, volvían a saltar y se dejaban caer sobre la inquieta superficie del lago. En la melodía cambiante intervino la flauta, encadenando unas notas. El agua fluyó parsimoniosa hacia las alturas y luego descendió sin prisa, en cascadas que se abrían y entrelazaban, abriendo un hueco en el luminoso azul; un pasillo de luz azulada que se adentraba en la torre. De él surgió una figura pálida, le hizo señas animándola a seguirle y luego se volvió para adentro.
     Ella se adentró en el acuoso sendero del lago, hacia la entrada luminosa de la torre envuelta en agua.



     El perro ladraba insistentemente. Esperaba que sonara un golpe y unos aullidos lastimeros se perdieran en la distancia, pero nada de eso ocurrió. Se vistió, se calzó las botas y cogió el abrigo. Dejó una breve nota a sus padres para que no se preocuparan. Lo que estaba por venir, sí que había sucedido antes.
     Salió a la fría noche. En el cielo se mostraba en todo su esplendor la luna llena. Siempre a su lado en esos momentos tan especiales. Caminó por el sendero azulado, sintiéndose segura en su compañía, precedida por su propia sombra. 
     Había soñado con la torre, emergiendo solitaria en el centro del lago. Sabía que era más antigua que el castillo, pero desconocía que hubiera existido el lago. Tras un agradable paseo por el bosque había vuelto a su morada, encontrándola agitada por los elementos y él la llamó desde lo más profundo de la torre. Era Alejandro, lo sabía. Y ella acudía a su encuentro.
     Espera, todo llegará a su debido tiempo. El momento había llegado. Él la había llamado y esta vez, podría acceder a la biblioteca. Se verían en la torre y sería él quien le abriera la puerta. Estaría esperándola para que se colocara tras el mostrador y posara para él, la pintaría rodeada de libros.
     Amanecía y se volvió para despedir a la luna.
     Qué gran pintor era, no daba abasto con todo lo que le pedían. Hasta en su pueblo, donde parecía que no había dinero, había vendido tres dibujos y dos acuarelas. Y le pedían los cuadros del castillo, pero él no quería deshacerse de ellos. Decía que formaban parte de su historia.
     Con las primeras luces se adivinaba el castillo. Su torre, en el medio del lago, él la pintaría para ella. El lago en calma, reflejando las nubes de un atardecer crepuscular. Detrás, el oscuro bosque en tonos azulados y ella caminando hacia la puerta.
     Él la estaría esperando.
     El sol ascendía por encima del horizonte y el castillo adquiría volumen.
     Ya no podía vivir sin él. Sus encuentros se habían convertido en algo maravilloso y el resto del tiempo eran interludios en los que le añoraba.
     Llegó a Turégano, a las primeras casas del pueblo. E igual que la otra vez, se detuvo a ver el castillo y le pareció maravilloso. Notó el cansancio acumulado, pero le quedaba muy poco y debía continuar. Iría más despacio.
     Siguiendo el antiguo itinerario, giró a la izquierda, bordeó el pueblo y llegó hasta la maraña de calles que bajaban hacia la plaza, donde se detuvo. Desde allí iba a pintar Alejandro uno de los cuadros. Intentó imaginarlo. No sabía cómo lo hacía, pero al final sería más bonito que la realidad.
     Buscó la torre de la biblioteca, la segunda empezando por la izquierda. Alejandro la esperaba allí, así que no bajó a la plaza. Siguió bordeando el pueblo y salió a la vereda que rodeaba el castillo por el oeste, tarareando una canción. Se dio cuenta de lo que hacía y se detuvo.
     La música, había sonado en su interior y ella había cantado. Reprimió las ganas de echar a correr y siguió con su pausado caminar, al compás de la melodía que escuchaba en su cabeza.
     Empezó a subir hacia el castillo y la música salió de su cabeza y flotó a su alrededor. Se sintió diferente, su mente abierta y expandida, como cuando soñaba que estaba en la biblioteca, tras el mostrador, en el círculo central.
     La música salió de su reposo cuando el tambor y el órgano canturrearon también. El ambiente se volvió azul a su alrededor. Las ondulaciones de color, variando al son de la música, viraron al verde y al poco se vio rodeada de turquesa. Color turquesa danzando a su alrededor, turquesa retorciéndose suavemente, formando olas que rompían y nubes que se deshacían. Miles de turquesas, llevándola hacia la torre.
     Como a través de un grueso y deformado cristal, así veía la torre. Gris azulada, meciéndose al son de la música. Inquieta, traviesa, feliz.
     Hasta ese momento no se dio cuenta. No, hasta que estuvo muy cerca no fue capaz de distinguir las ondulaciones azuladas. Ni escuchó otra melodía que no fuera la suya. Pero ahí estaban, frente a ella, a punto de chocar y los colores ondulantes se curvaron, doblaron, esquivaron y replegaron. Las ondas vibraron, se esquivaron y superpusieron siguiendo el ritmo de la música. Sin violencia. Y mientras, las melodías dialogaban entre sí, una animada, la otra alborotada. A un órgano bullicioso le contestó una pacífica flauta, un tambor casi inaudible consiguió acaparar la atención del otro e igualaron sus ritmos. Finalmente se fundieron en una sola melodía y entonces las ondas de color se dejaron llevar, mezclándose las verdes y las azules, creando un nuevo flujo común sobre el que los verdes azulados se dispersaron en multitud de tonalidades que abarcaban desde el azul hasta el amarillo y danzaron al son de la nueva melodía.
     A través de las ondulaciones, vio aparecer sus contornos difusos, yendo hacia ella. Y se encontraron bajo la torre, frente a frente, reunidos en un remolino de color. Mirándose a los ojos, juntaron sus manos y giraron lentamente al son de la música, mientras las luces verdes jugaban con las azules...
                                                                                                      
     Sentados en la pradera, con las espaldas apoyadas en los restos de la antigua muralla, miraban plácidamente hacia la torre cuya sombra les envolvía. Alejandro tomó su mano y habló.
     —He soñado con la torre, y tú me llamabas desde ella.
     —Yo también he soñado con ella —hacía rato que no apartaba los ojos de la ventana de la biblioteca—, pero eras tú quien me llamaba.
     —La puerta sigue cerrada —sonó pesimista.
     —Todo llegará, a su debido tiempo. ¿No oyes la música? —tenía esperanzas.
     —Y veo el aura azulada sobre la torre.
     —Es verde —le corrigió. ¿Cómo podía no verlo?
     —Azul Turquesa —insistió Alejandro.
     —Verde Turquesa.
     —¿No sabes que el turquesa es azul? —se volvió sorprendido hacia ella.
     —Para mí es verde —pero había empezado a dudar. Él era el entendido en colores.
     Se miraron y sonrieron. Verde o azul, daba igual.


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