18
La llamada de la torre
Acarició con delicadeza las hojas,
despidiéndose del bosque. Desde hacía un rato venía oliendo a humedad y a
tierra mojada. Debía ser una ilusión, porque el cielo estaba despejado. Se
detuvo, cerró los ojos y aspiró profundamente. Su nariz dilatada se llenó de
una algarabía de olores frescos, alegres, balsámicos... Se sentía capaz de
desmenuzarlos y descubrir su variada procedencia. Sí, todavía le olía a bosque,
a coníferas y a humus. Tomillo, no andaba muy lejos. Y había algo más, lejano, que
le costaba descubrirlo porque estaba impregnado de humedad. Aspiró de nuevo.
Claro, era la jara, junto al lago. Y una humedad intensa que no era la del
lago. ¿Se estaría formando una tormenta? Echó a andar hacia su morada.
Cada
vez había más humedad y sólo una ligera bruma blanquecina aparecía en el
horizonte, por encima del castillo de sus padres. Hacía tiempo que no iba a
verles, pero hoy no era un buen día. Esa humedad… Le preocupaba que se formara
una tormenta de improviso.
El tomillo estaba ahí, junto al camino;
había muchos matojos, como si fuera una plantación. Rió pensando en cómo lo
había percibido en la distancia. Se agachó a recoger una rama y se la llevó a
la nariz. Ese aroma intenso, daba un buen sabor a los guisos. Se pasó la mano
por la nariz, la tenía mojada. Miró detenidamente la rama, estaba llena de
minúsculas gotitas de agua. Se levantó y aligeró el paso. Algo andaba mal.
A medida que se acercaba a la torre el
ambiente estaba más cargado, como si se avecinara una tormenta, pero el cielo
seguía limpio. Tenía la cara mojada y no era de sudor. Y el pelo se le estaba
rizando. La humedad se palpaba, enmascarando el débil olor de las jaras.
Llegó
al lago y caminó por la orilla, deteniéndose al llegar a la estrecha lengua de
tierra que se adentraba hasta su mismo centro, hasta la torre. Nunca se cansaba
de verla desde allí. Las aguas cristalinas, habitualmente de un azul pálido,
estaban entreveradas de sinuosas bandas de gris azulado oscuro. No comprendía
esos reflejos y esas corrientes, no hacía aire. Era todo muy extraño.
Su mirada recorrió la vereda jalonada de
juncos que llevaba a su morada. Una construcción de tiempos inmemoriales donde
los líquenes y los musgos se asentaron hace mucho tiempo. Una silueta
cilíndrica y estilizada que se abría hacia las almenas, coronada por un tejado
que escapaba afilado hacia el cielo. Firmemente asentada como un árbol, sus
cuatro contrafuertes se ensanchaban y hundían en el lago cual raíces. Sobre el
delantero ascendía una discreta escalera hasta la entrada, una gruesa puerta de
roble. Y el arco de la puerta ascendía, se escindía y abría floreciendo en un
balcón al que ella se asomaba a ver el plácido lago.
Estaba orgullosa de su torre, no sólo porque
albergara la biblioteca; era un lugar especial, encantador y mágico. Quién lo
iba a decir, allí, en el lugar que ocupaba su torre había existido algo más
antiguo, un lugar muy especial.
Sería la magia del lugar la que creaba esa
humedad tan excesiva que además de ondularle los cabellos, la había empapado.
Sería la que creaba las bandas cambiantes de tonalidades oscuras sobre la
superficie del agua. Sería por eso, por lo que parecía que las pequeñas gotitas
a su alrededor se ponían a saltar y se arremolinaban antes de descender y fundirse
en la corriente ondulante. Y las gotitas se multiplicaron y ascendieron con más
vigor, alto, muy alto; ingrávidos torbellinos danzantes que acabaron
envolviendo la torre mientras un crepúsculo turquesa se formaba en torno a la
misma.
No era su imaginación, estaba sucediendo.
Siguió viendo danzar el agua en el crepúsculo turquesa, enredándose en la
torre. La cortina de agua ascendió la escalinata, se derramó sobre la puerta de
recio roble y ésta desapareció absorbida por el agua. Un punto de luz empezó a
formarse allí donde había estado la puerta, un azul luminoso brillando bajo el
agua danzante. Fue entonces cuando el tambor comenzó a palpitar y el agua saltó
más alto y se desparramó por el tejado, descendiendo por las paredes tras la
cortina de agua ascendente, mientras el órgano resonaba contra los muros.
Torbellinos danzantes que subían y se dejaban deslizar caprichosos, volvían a
saltar y se dejaban caer sobre la inquieta superficie del lago. En la melodía
cambiante intervino la flauta, encadenando unas notas. El agua fluyó
parsimoniosa hacia las alturas y luego descendió sin prisa, en cascadas que se
abrían y entrelazaban, abriendo un hueco en el luminoso azul; un pasillo de luz
azulada que se adentraba en la torre. De él surgió una figura pálida, le hizo
señas animándola a seguirle y luego se volvió para adentro.
Ella se adentró en el acuoso sendero del
lago, hacia la entrada luminosa de la torre envuelta en agua.
El perro ladraba insistentemente. Esperaba
que sonara un golpe y unos aullidos lastimeros se perdieran en la distancia,
pero nada de eso ocurrió. Se vistió, se calzó las botas y cogió el abrigo. Dejó
una breve nota a sus padres para que no se preocuparan. Lo que estaba por
venir, sí que había sucedido antes.
Salió a la fría noche. En el cielo se
mostraba en todo su esplendor la luna llena. Siempre a su lado en esos momentos
tan especiales. Caminó por el sendero azulado, sintiéndose segura en su
compañía, precedida por su propia sombra.
Había
soñado con la torre, emergiendo solitaria en el centro del lago. Sabía que era
más antigua que el castillo, pero desconocía que hubiera existido el lago. Tras
un agradable paseo por el bosque había vuelto a su morada, encontrándola
agitada por los elementos y él la llamó desde lo más profundo de la torre. Era
Alejandro, lo sabía. Y ella acudía a su encuentro.
Espera, todo llegará a su debido tiempo. El
momento había llegado. Él la había llamado y esta vez, podría acceder a la
biblioteca. Se verían en la torre y sería él quien le abriera la puerta. Estaría
esperándola para que se colocara tras el mostrador y posara para él, la
pintaría rodeada de libros.
Amanecía y se volvió para despedir a la luna.
Qué gran pintor era, no daba abasto con todo
lo que le pedían. Hasta en su pueblo, donde parecía que no había dinero, había
vendido tres dibujos y dos acuarelas. Y le pedían los cuadros del castillo,
pero él no quería deshacerse de ellos. Decía que formaban parte de su historia.
Con las primeras luces se adivinaba el
castillo. Su torre, en el medio del lago, él la pintaría para ella. El lago en
calma, reflejando las nubes de un atardecer crepuscular. Detrás, el oscuro
bosque en tonos azulados y ella caminando hacia la puerta.
Él la
estaría esperando.
El sol ascendía por encima del horizonte y el
castillo adquiría volumen.
Ya no podía vivir sin él. Sus encuentros se
habían convertido en algo maravilloso y el resto del tiempo eran interludios en
los que le añoraba.
Llegó a Turégano, a las primeras casas del
pueblo. E igual que la otra vez, se detuvo a ver el castillo y le pareció
maravilloso. Notó el cansancio acumulado, pero le quedaba muy poco y debía
continuar. Iría más despacio.
Siguiendo el antiguo itinerario, giró a la
izquierda, bordeó el pueblo y llegó hasta la maraña de calles que bajaban hacia
la plaza, donde se detuvo. Desde allí iba a pintar Alejandro uno de los
cuadros. Intentó imaginarlo. No sabía cómo lo hacía, pero al final sería más
bonito que la realidad.
Buscó la torre de la biblioteca, la segunda
empezando por la izquierda. Alejandro la esperaba allí, así que no bajó a la
plaza. Siguió bordeando el pueblo y salió a la vereda que rodeaba el castillo
por el oeste, tarareando una canción. Se dio cuenta de lo que hacía y se
detuvo.
La música, había sonado en su interior y ella
había cantado. Reprimió las ganas de echar a correr y siguió con su pausado
caminar, al compás de la melodía que escuchaba en su cabeza.
Empezó a subir hacia el castillo y la música
salió de su cabeza y flotó a su alrededor. Se sintió diferente, su mente
abierta y expandida, como cuando soñaba que estaba en la biblioteca, tras el
mostrador, en el círculo central.
La música salió de su reposo cuando el tambor
y el órgano canturrearon también. El ambiente se volvió azul a su alrededor.
Las ondulaciones de color, variando al son de la música, viraron al verde y al
poco se vio rodeada de turquesa. Color turquesa danzando a su alrededor, turquesa
retorciéndose suavemente, formando olas que rompían y nubes que se deshacían.
Miles de turquesas, llevándola hacia la torre.
Como a través de un grueso y deformado
cristal, así veía la torre. Gris azulada, meciéndose al son de la música.
Inquieta, traviesa, feliz.
Hasta
ese momento no se dio cuenta. No, hasta que estuvo muy cerca no fue capaz de
distinguir las ondulaciones azuladas. Ni escuchó otra melodía que no fuera la
suya. Pero ahí estaban, frente a ella, a punto de chocar y los colores
ondulantes se curvaron, doblaron, esquivaron y replegaron. Las ondas vibraron,
se esquivaron y superpusieron siguiendo el ritmo de la música. Sin violencia. Y
mientras, las melodías dialogaban entre sí, una animada, la otra alborotada. A
un órgano bullicioso le contestó una pacífica flauta, un tambor casi inaudible
consiguió acaparar la atención del otro e igualaron sus ritmos. Finalmente se
fundieron en una sola melodía y entonces las ondas de color se dejaron llevar,
mezclándose las verdes y las azules, creando un nuevo flujo común sobre el que
los verdes azulados se dispersaron en multitud de tonalidades que abarcaban
desde el azul hasta el amarillo y danzaron al son de la nueva melodía.
A través de las ondulaciones, vio aparecer
sus contornos difusos, yendo hacia ella. Y se encontraron bajo la torre, frente
a frente, reunidos en un remolino de color. Mirándose a los ojos, juntaron sus
manos y giraron lentamente al son de la música, mientras las luces verdes
jugaban con las azules...
Sentados en la pradera, con las espaldas
apoyadas en los restos de la antigua muralla, miraban plácidamente hacia la
torre cuya sombra les envolvía. Alejandro tomó su mano y habló.
—He soñado con la torre, y tú me llamabas
desde ella.
—Yo
también he soñado con ella —hacía rato que no apartaba los ojos de la ventana
de la biblioteca—, pero eras tú quien me llamaba.
—La
puerta sigue cerrada —sonó pesimista.
—Todo llegará, a su debido tiempo. ¿No oyes
la música? —tenía esperanzas.
—Y veo
el aura azulada sobre la torre.
—Es verde —le corrigió. ¿Cómo podía no verlo?
—Azul Turquesa —insistió Alejandro.
—Verde Turquesa.
—¿No sabes que el turquesa es azul? —se
volvió sorprendido hacia ella.
—Para mí es verde —pero había empezado a
dudar. Él era el entendido en colores.
Se miraron y sonrieron. Verde o azul, daba
igual.
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