jueves, 11 de agosto de 2016

LA TORRE. Alejandro y Elena. Cap. 17.



17
Los mesoneros

     Dio un golpe sobre la mesa y las jarras temblaron.
     —¡Esto no se me hace! —bramó furioso León.
     —Ya se lo he dicho. Lo quiere todo el cura. No me he podido negar —se excusó echándose hacia atrás en su banqueta.
     —¿Ni siquiera unas míseras garrafas? —echó las manos a la mesa y acercó su cara a la del vinatero.
     —No insista —reculó alarmado con el taburete—. Dígaselo usted al obispo. Su visita inesperada nos va a traer más de un quebradero de cabeza. No nos conviene indisponernos con el clero. ¿No le parece? —trató de apaciguarle.    
     —Sólo una pregunta —mostró su mejor sonrisa.
     —Dígame —el vinatero se sorprendió ante el cambio de humor.
     —Habrá acordado el precio del vino con el señor cura... —su sonrisa se expandió.
     —Pues no... —su cara reflejó sorpresa.
     —¿Te pagará al contado? —intentó mantenerse serio.
     —No lo sé... —empezó a palidecer.
     —Me lo estoy imaginando —puso cara de no haber roto un plato, llevó los ojos a las altura y juntó las manos—. Hijo mío, era por una buena causa, Dios te lo pagará.
     —¡No fastidie! —por su lividez parecía un muerto.
     —Ya me lo contará —aparentó seriedad, pero estaba disfrutando de lo lindo.
     —Bueno, bueno. Me voy que tengo un poco de prisa.
     —Ale, a hacer reverencias a los curas —dijo entre risas.
     El vinatero salió escopetado y sin despedirse. Ahora la preocupación la tenía él.
     —Con la iglesia teníamos que topar —dijo para sí. Dio un trago a su jarra y se quedó mirándola fijamente.
     Con el jaleo que iba a haber en el pueblo esos días y él con la bodega medio vacía. Y no era de los que aguara el vino para estirarlo. En cuanto se le acabara, los parroquianos se marcharían al otro bebedero del pueblo. Bueno, puede que por un par de días, sobreviviera. Pero, ¿y si no era así y perdía a su parroquia?
     También podía encargar el líquido elemento en otro lugar, aunque lo tuviera que traer del mismo Segovia y le saliera más caro. Pero a ése, no volvía a comprarle.
     Pero no era eso lo que más le preocupaba en esos momentos. De este hombre ya sabía que no se podía fiar, pero de un amigo... eso sí que le daba rabia. Dio otro puñetazo en la mesa, y esta vez la jarra saltó, volcó derramando el vino por la mesa y fue a estrellase en el suelo.
     —¿Qué ocurre ahí? —salió María de la cocina—. Creí que ya se había ido el vinatero.
     —Que no nos sirve ni una gota de vino.
     María se acercó a él y le agarró de la barbilla.
     —Mira que te lo avisé, ve comprando, y tú ni caso.
     Bajó los párpados. Tenía razón, ya le avisó que fuera comprando y él lo fue dejando. Pero cómo iba él a saber... ¿Y ella por qué imaginaba...?
     —A ti te pasa algo más.
     —¡Que no!
     —Anda, suéltalo y quédate tranquilo. Soltó su barbilla y esquivando los pedazos de la jarra, se sentó frente a él.
     Resopló. Antes o después se acabaría enterando.
     —Estaba discutiendo con el vinatero, aquí mismo, cuando he levantado la vista. ¿Y a quién te crees que he visto atravesar la plaza en dirección al castillo?
     —Creo que estás a punto de decírmelo —sonrió, y al hacerlo, a él le supo todo menos amargo.
     Cerró los ojos antes de decidirse a contestar.
     —He visto a Alejandro, el pintor. Y ha pasado de largo. Creía que éramos amigos.
     María se levantó, fue hacia él y se sentó en su regazo. Él apoyó suavemente la mano sobre su vientre.
     —Ay, León. ¿Cómo se va a haber olvidado de nosotros? Lo que pasa es que tiene lazos muy fuertes con el castillo.
     —¿Con el castillo? —la miró extrañado.
     —¿No lo estaba pintando?
     —No le había costado nada pasar un momento a saludar.
     —Ya verás como viene luego, tonto. Los artistas son así. Seguro que te cuenta que había una fabulosa en el firmamento y tenía que pintarla antes de que desapareciera —él asintió, puede que tuviera razón—. Sólo deberías estar preocupando por la que se nos avecina. ¿No te ha dicho el vinatero que viene toda la curia?
     —Ha dicho que venía el obispo.
     —Vendrá una gran comitiva. Eso atraerá a la gente de los alrededores. Habrá misa mayor en el castillo.
     —¿Tú crees que abrirán el castillo? Si falta mucho para el día señalado.
     —Seguro. Yo que tú iba guardando dos habitaciones para nuestros amigos, antes de que nos quedemos sin ellas.
     —¿Dos habitaciones? —preguntó perplejo. Su mujer le iba a volver loco.
     —¿Es que piensas alojarlos juntos? No te busques problemas con los curas…
     —María, no me vuelves loco, que sólo ha venido él; ¿o es que sabes algo que no me has contado?
     —Ella vendrá, no lo dudes —señaló al suelo—. Y vete recogiendo la jarra que has roto —María se levantó y volvió a la cocina.
     No sabía si dudar de la cordura de María. Si hubiera visto a Elena, se lo habría dicho, nunca le había mentido. Y si no la había visto... En fin. Se agachó a coger los trozos de la jarra.
     La noche anterior le dijo que se había quedado embarazada y que iban a tener una niña. Debía ser el vino, que le había afectado más de la cuenta. Aquellas hierbas aromáticas que le había echado... Estaba tan bueno… a saber si no producía alucinaciones.
     —¡Maldita sea! —dijo para sí. Necesitaba otra jarra.
     Claro que producía alucinaciones. Y si no, que se lo dijeran a él. No se había atrevido a decírselo, no le dijera que dejara de beber, pero aquella noche tan especial que disfrutaron hacía un par de semanas... Movió la cabeza, sin acabar de dar crédito a sus recuerdos. Le pareció que en vez de subir a su alcoba, se fueron paseando por el camino de la pradera, llegaron a la orilla de la laguna y atravesaron el puente de madera hasta la isla. Y una vez allí, entraron en una especie de casa o cueva de piedra, donde una especie de monaguillos les dieron la bienvenida y acompañaron a una confortable estancia. Y una vez solos allí dentro, echados sobre las suaves pieles, habían disfrutado de lo lindo. Sólo con recordarlo se le ponía la carne de gallina. Tenían que repetirlo.
     Debió de echarle algún hongo alucinógeno al vino, porque aquella noche no había bebido más que una jarra durante la cena y además, cuando estaba borracho, la cosa no se empinaba. Tenían que volver a repetirlo.
     Y por si eso no fuera lo bastante extraño, aparecía Alejandro. Había dicho que le avisaría cuando abrieran el castillo y el muy tunante se enteraba antes que él. Qué mal había quedado, no le extrañaba que no quisiera venir a saludarle.
     Se levantó con los trozos de la jarra en una mano. Ya sólo faltaba que apareciera Elena. ¿La habría avisado Alejandro? Fue hasta el cubo y tiró los restos de la jarra. En fin, ¿qué más podía salir mal en ese día? Un fragmento de la jarra cayó fuera y tuvo que agacharse a recogerlo, y se cortó.
     —¡Maldita sea! —se sujetó el dedo para que dejara de sangrar.
     —¿Qué te pasa ahora?
     Entró en la cocina.
     —María, ¿no podríamos tomarnos una jarra de vino con esas hierbas que tú le echas?



No hay comentarios:

Publicar un comentario