17
Los mesoneros
Dio un golpe sobre la mesa y las jarras
temblaron.
—¡Esto no se me hace! —bramó furioso León.
—Ya se lo he dicho. Lo quiere todo el cura.
No me he podido negar —se excusó echándose hacia atrás en su banqueta.
—¿Ni siquiera unas míseras garrafas? —echó
las manos a la mesa y acercó su cara a la del vinatero.
—No insista —reculó alarmado con el
taburete—. Dígaselo usted al obispo. Su visita inesperada nos va a traer más de
un quebradero de cabeza. No nos conviene indisponernos con el clero. ¿No le
parece? —trató de apaciguarle.
—Sólo una pregunta —mostró su mejor sonrisa.
—Dígame —el vinatero se sorprendió ante el
cambio de humor.
—Habrá acordado el precio del vino con el
señor cura... —su sonrisa se expandió.
—Pues
no... —su cara reflejó sorpresa.
—¿Te pagará al contado? —intentó mantenerse
serio.
—No lo sé...
—empezó a palidecer.
—Me lo estoy imaginando —puso cara de no
haber roto un plato, llevó los ojos a las altura y juntó las manos—. Hijo mío,
era por una buena causa, Dios te lo pagará.
—¡No fastidie! —por su lividez parecía un
muerto.
—Ya me
lo contará —aparentó seriedad, pero estaba disfrutando de lo lindo.
—Bueno, bueno. Me voy que tengo un poco de
prisa.
—Ale, a hacer reverencias a los curas —dijo
entre risas.
El vinatero salió escopetado y sin
despedirse. Ahora la preocupación la tenía él.
—Con la iglesia teníamos que topar —dijo para
sí. Dio un trago a su jarra y se quedó mirándola fijamente.
Con el jaleo que iba a haber en el pueblo
esos días y él con la bodega medio vacía. Y no era de los que aguara el vino
para estirarlo. En cuanto se le acabara, los parroquianos se marcharían al otro
bebedero del pueblo. Bueno, puede que por un par de días, sobreviviera. Pero,
¿y si no era así y perdía a su parroquia?
También podía encargar el líquido elemento en
otro lugar, aunque lo tuviera que traer del mismo Segovia y le saliera más
caro. Pero a ése, no volvía a comprarle.
Pero no era eso lo que más le preocupaba en
esos momentos. De este hombre ya sabía que no se podía fiar, pero de un
amigo... eso sí que le daba rabia. Dio otro puñetazo en la mesa, y esta vez la
jarra saltó, volcó derramando el vino por la mesa y fue a estrellase en el
suelo.
—¿Qué
ocurre ahí? —salió María de la cocina—. Creí que ya se había ido el vinatero.
—Que no nos sirve ni una gota de vino.
María se acercó a él y le agarró de la
barbilla.
—Mira que te lo avisé, ve comprando, y tú ni
caso.
Bajó los párpados. Tenía razón, ya le avisó
que fuera comprando y él lo fue dejando. Pero cómo iba él a saber... ¿Y ella por qué imaginaba...?
—A ti te pasa algo más.
—¡Que no!
—Anda,
suéltalo y quédate tranquilo. Soltó su barbilla y esquivando los pedazos de la
jarra, se sentó frente a él.
Resopló. Antes o después se acabaría
enterando.
—Estaba discutiendo con el vinatero, aquí
mismo, cuando he levantado la vista. ¿Y a quién te crees que he visto atravesar
la plaza en dirección al castillo?
—Creo que estás a punto de decírmelo —sonrió,
y al hacerlo, a él le supo todo menos amargo.
Cerró los ojos antes de decidirse a
contestar.
—He visto a Alejandro, el pintor. Y ha pasado
de largo. Creía que éramos amigos.
María se levantó, fue hacia él y se sentó en
su regazo. Él apoyó suavemente la mano sobre su vientre.
—Ay, León. ¿Cómo se va a haber olvidado de
nosotros? Lo que pasa es que tiene lazos muy fuertes con el castillo.
—¿Con el castillo? —la miró extrañado.
—¿No lo estaba pintando?
—No le había costado nada pasar un momento a
saludar.
—Ya verás como viene luego, tonto. Los
artistas son así. Seguro que te cuenta que había una fabulosa en el firmamento
y tenía que pintarla antes de que desapareciera —él asintió, puede que tuviera
razón—. Sólo deberías estar preocupando por la que se nos avecina. ¿No te ha
dicho el vinatero que viene toda la curia?
—Ha dicho que venía el obispo.
—Vendrá una gran comitiva. Eso atraerá a la
gente de los alrededores. Habrá misa mayor en el castillo.
—¿Tú crees que abrirán el castillo? Si falta
mucho para el día señalado.
—Seguro. Yo que tú iba guardando dos
habitaciones para nuestros amigos, antes de que nos quedemos sin ellas.
—¿Dos habitaciones? —preguntó perplejo. Su
mujer le iba a volver loco.
—¿Es que piensas alojarlos juntos? No te
busques problemas con los curas…
—María, no me vuelves loco, que sólo ha
venido él; ¿o es que sabes algo que no me has contado?
—Ella vendrá, no lo dudes —señaló al suelo—.
Y vete recogiendo la jarra que has roto —María se levantó y volvió a la cocina.
No sabía si dudar de la cordura de María. Si
hubiera visto a Elena, se lo habría dicho, nunca le había mentido. Y si no la
había visto... En fin. Se agachó a
coger los trozos de la jarra.
La noche anterior le dijo que se había
quedado embarazada y que iban a tener una niña. Debía ser el vino, que le había
afectado más de la cuenta. Aquellas hierbas aromáticas que le había echado... Estaba tan bueno… a saber si no
producía alucinaciones.
—¡Maldita sea! —dijo para sí. Necesitaba
otra jarra.
Claro
que producía alucinaciones. Y si no, que se lo dijeran a él. No se había
atrevido a decírselo, no le dijera que dejara de beber, pero aquella noche tan especial
que disfrutaron hacía un par de semanas...
Movió la cabeza, sin acabar de dar crédito a sus recuerdos. Le pareció que en
vez de subir a su alcoba, se fueron paseando por el camino de la pradera,
llegaron a la orilla de la laguna y atravesaron el puente de madera hasta la
isla. Y una vez allí, entraron en una especie de casa o cueva de piedra, donde
una especie de monaguillos les dieron la bienvenida y acompañaron a una
confortable estancia. Y una vez solos allí dentro, echados sobre las suaves
pieles, habían disfrutado de lo lindo. Sólo con recordarlo se le ponía la carne
de gallina. Tenían que repetirlo.
Debió de echarle algún hongo alucinógeno al
vino, porque aquella noche no había bebido más que una jarra durante la cena y
además, cuando estaba borracho, la cosa no se empinaba. Tenían que volver a repetirlo.
Y por si
eso no fuera lo bastante extraño, aparecía Alejandro. Había dicho que le
avisaría cuando abrieran el castillo y el muy tunante se enteraba antes que él.
Qué mal había quedado, no le extrañaba que no quisiera venir a saludarle.
Se
levantó con los trozos de la jarra en una mano. Ya sólo faltaba que apareciera
Elena. ¿La habría avisado Alejandro? Fue hasta el cubo y tiró los restos de la
jarra. En fin, ¿qué más podía salir mal en ese día? Un fragmento de la jarra
cayó fuera y tuvo que agacharse a recogerlo, y se cortó.
—¡Maldita sea! —se sujetó el dedo para que
dejara de sangrar.
—¿Qué
te pasa ahora?
Entró en la cocina.
—María, ¿no podríamos tomarnos una jarra de
vino con esas hierbas que tú le echas?
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