viernes, 26 de agosto de 2016

LA TORRE. Alejandro y Elena. Cap. 19



19

Van a abrir el castillo



     El árbol contra el que se durmió había desaparecido, ahora estaba apoyado en una piedra y con la espalda dolorida. Sobre sus rodillas aún seguían los dibujos del castillo, la inmensa fortaleza cuya silueta veía a la derecha del bosque y ante él estaba la torre solitaria que iba a dibujar… ¡la torre! ¿Pero qué había ocurrido mientras dormía? Le faltaba una piedra en la base. ¿No sería…? Se volvió. Justo, ¡en la que estaba apoyado! Agachó la cabeza y se puso la mano en la frente. No tenía sentido…

     No tuvo tiempo de abandonarse a la locura, pues ésta descendió de las alturas. En aquel cielo gris, surcado por destellos amarillos pálidos, surgió un murmullo que no era el viento, sino algo más inquietante; un silbido creciente que ponía los pelos de punta. Daba la sensación de ser algo que caía, pero cambió el sonido, como si se alejara y a continuación se fue apagando.

     Disfrutó del silencio unos instantes, antes de que el silbido volviera, ligero, lejano y apenas audible. La inquietud hizo presa en él, pues no tardó en arreciar y volverse estridente. Entonces apareció, y no supo si quedarse donde estaba o echar a correr. Era el dragón blanco, planeando a una velocidad vertiginosa, subiendo y bajando, girando sobre sí mismo; en un vuelo elegante y preciso. A su paso, el cielo se volvía verde y formaba pequeñas esferas que rodaban tras su estela, antes de explotar irradiando un azul luminoso. Permaneció inmóvil, hipnotizado por el espectáculo. Y aún así, su frente se perló de sudor frío, pues en algún momento, el fantástico vuelo y las cambiantes luces de colores, no significarían nada. El dragón descendería sobre él y todo habría acabado.

     No iba a correr, estaba harto. Esperaría. Todo llegaría en su debido momento… y estaba llegando.

     El dragón descendió trazando una espiral, batió las alas y se alzó cuan largo era para posarse suavemente en lo alto de la torre. Sería por la fuerza del viento que había desatado en su aparatoso vuelo, el caso es que destellos turquesas se arremolinaron en torno a la base de la torre. Su intensidad aumentó y el ruido creció. El torbellino empezó a subir, envolviendo la torre, haciéndola desaparecer a sus ojos. No tardó mucho en alcanzar el balcón, las almenas y llegar hasta la cúspide, lamiendo las pezuñas del dragón. Éste no pareció preocupado al verse atrapado en el interior de la vorágine, simplemente abrió las alas y extendió la cabeza hacia las alturas, pero no echó a volar. Destellos de color amarillo compitieron con los azules por ver cual llegaba más alto y esperó que el dragón escupiera una bocanada de fuego cálido que restallara contra ellos, pero no fue así. El torbellino aullaba, girando a una velocidad vertiginosa. El dragón fue desapareciendo en su interior sin que intentara evitarlo. El sonido era desquiciante. Se tapó los oídos y cerró los ojos, no podía soportarlo durante más tiempo.







     No sentía absolutamente nada. ¿Cuánto tiempo había transcurrido? Se destapó los oídos y abrió los ojos. Todo había pasado. La torre había desaparecido y con ella el dragón. Tan sólo quedaban unas ruinas que semejaban una entrada. Un punto brillaba en su interior, como una joya refulgente en la oscuridad. El brillo aumentaba y disminuía, palpitante. La curiosidad le hizo ponerse en camino. A medida que se acercaba, empezó a irradiar una luz azul profunda que se expandía hacia el exterior.

     Era una entrada. ¿No era lo que había buscado? Sólo que ahora no había torre. Y la luz vibraba, aumentaba y disminuía, y sonaba. Como una flauta, interpretando una melodía embriagadora, profunda, azul… y sin dudarlo, entró.







     No tenía por costumbre holgazanear en la cama, pero ni siquiera era capaz de abrir los ojos. Despertaba de un sueño y deseaba volver a él. Aunque se mantuvo relajado, respiró profundamente e intentó evadirse de la realidad, no consiguió dormirse. Lo único que le restaba, era recrearlo. Y pensó en él.

     Entró a la luminosa gruta, respirando azul, pensando azul y absorbiendo azul por todos sus poros. Avanzó sobre el ondulado y sólido azul cobalto, algunas de cuyas vetas subían por las paredes, mientras a intervalos regulares aparecían manchas circulares de azul monastral, como dispuestas para indicar el camino; posó su mano sobre la fresca y pulida superficie curva de la pared, de un azul ultramar tan vivo, que parecía tallada en lapislázuli, apareciendo a distintas alturas inclusiones de azul celeste, cual plácidas lagunas que se aclaraban en sus orillas; allá donde su mano no alcanzaba, donde la curva de la pared se convertía en techo, reinaba un radiante azul de Prusia, donde flotaban ligeras nubecillas de energía pulsátil, aportando un toque de azul índigo… Deliciosa combinación de colores, puros y mezclados, de bordes suaves o esfumados, bandeados y concéntricos, emergentes y profundos… Colores y formas, sensaciones placenteras que le transportaron a su mundo de arte, donde se vio elaborando composiciones, una detrás de otra, sin descanso, en un alarde creativo sin precedentes, en las que el azul era el protagonista.

     Tenía que dibujarlas antes de que se desvanecieran. Eso y sólo eso fue lo que consiguió levantarle de la cama. Se dirigió a la ventana, abrió y dejó que entrara el relente de la noche. La luna llena declinaba en el incipiente cielo azul. Estornudó y acto seguido cerró. Apenas había luz, aún así acercó la silla a la ventana, cogió lápiz y papel y empezó a dibujar. Trazó líneas curvas, ensortijadas, deshaciéndose en una cascada de azules a cada cual más luminoso que se hundían en una superficie líquida. Tenía la forma, pero faltaba el color. Cogió las pinturas.

     Sus colores no eran nada luminosos y en consecuencia, el resultado fue penoso. De todos los bocetos que hizo, ninguno valía la pena. La realidad estaba a miles de kilómetros de distancia de sus sueños, como si la belleza elaborada en su mente se enturbiara al salir al exterior y por el camino perdiera su esencia. Ya los miraría en otro momento, quizás los viera con otros ojos. 

     Fue como si apagara una luz azul y despertara a la realidad. Estaba en el mesón y había llegado el día anterior. Se había encontrado con Elena, como en un sueño, bajo la magia de la torre. Después estuvieron sentados, contemplándola durante largo tiempo. La torre, aún seguía cerrada, pero por poco tiempo. Luego bajaron al mesón y comieron con sus amigos. León se deshizo en disculpas por no haberles avisado. Dijo que se acababa de enterar esa misma mañana. Si él supiera por qué habían ido allí… Estaba tan apurado que ni siquiera les preguntó cómo lo habían sabido. Pensaba contar que se había enterado por un conocido que tenía en la catedral. Cómo le iba a contar que sus respectivos sueños les habían hecho coincidir allí. A María, daba la impresión de que todo aquello le pareciera de lo más natural.

     Estaban en Turégano, esperando a que abrieran el castillo. Y esta vez, sabían que iba a ocurrir. Entrarían, llegarían a la torre y… el resto, aún pertenecía al mundo de los sueños.



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