16
La llamada del castillo
Empapado de sudor y de niebla. Llevaba horas
deambulando por el dédalo de callejuelas entre edificios ciegos. Ni una puerta,
ni una ventana. ¿Era ese el castillo?
Llegó a un cruce y se detuvo. Estaba
perdido. Ni siquiera sabía en qué dirección estaba la entrada. Así que tenía
que seguir adelante. ¿Hacia dónde? Podía elegir entre ir a la derecha y
retroceder, o tomar a la izquierda; no había camino al frente. Como le daba
igual, entró en el callejón a su derecha. Había dado unos pocos pasos cuando
escuchó un batir de alas que le intranquilizó. Alzó la vista y entre la
blanquecina niebla comenzó a dibujarse la silueta de un pájaro. Sería una
paloma. La figura fue creciendo, sería una rapaz. Pero siguió aumentando de
tamaño hasta hacerse descomunal, descendiendo hacia él. ¡Era un dragón!
Huyó despavorido, volviendo por donde había
venido, mientras escuchaba el batir de alas tras él. Pronto lo tuvo por encima
y al poco lo vio delante de él, su silueta difuminada por la niebla. Se detuvo
aterrorizado y echó a correr por donde había venido, hasta el cruce. Esta vez
no le dio tiempo a pensar y se vio en el camino de la izquierda, corriendo
mientras su corazón desbocado y el sonido de su carrera apagaban el terrible
batir de alas. Tropezó y cayó, rodando hasta darse con la pared. Se quedó
agazapado preparándose para lo peor, pero no vio ni oyó nada. No le seguía. Se
levantó y siguió hasta la siguiente encrucijada. Otra vez a elegir, de frente o
a la izquierda. Oyó un silbido y levantó la vista. Le pareció distinguir al
dragón entre la niebla. Siguió de frente, despacio, procurando no hacer ruido.
Volvió a oírle, batiendo las alas delante de él. Dio media vuelta y corrió
hacia el otro callejón. Ya no podía más, su corazón no aguantaría, redujo la
carrera y siguió andando. No se le oía. Era extraño este ir y venir,
apareciendo justo después de las encrucijadas. Era como si dirigiera sus pasos
en una dirección concreta. Sí, ¿pero hacia dónde?
Siguió caminando como un sonámbulo, y en
algún momento dejó de haber paredes. Continuó cansino, un paso tras otro. La
niebla fue levantando y se vio en un inmenso prado verde, cruzado por senderos
apenas marcados en todas direcciones. Se detuvo ante la disyuntiva de tener que
elegir uno de ellos y entonces se acordó del dragón. No le veía y tampoco le
oía, no había vuelto a molestarle. ¿Debía seguir adelante? En la lontananza
había un árbol. Podía llegar hasta allí y echarse a descansar. Se olvidó de los
senderos y se dirigió en línea recta hacia él.
Era un roble enorme y de tronco descomunal,
nunca había visto nada igual. Llegó hasta él y se sentó. Que el suelo estuviera
húmedo no era un problema a estas alturas. Acomodó la espalda contra el tronco
y dejó caer los brazos en el regazo. Al fondo aún quedaba niebla y sobre la
misma comenzó a insinuarse una forma alta y esbelta. Se puso nervioso pensando que
era el dragón, pero cuando la niebla acabó de diluirse, descubrió una solitaria
torre medieval bajo un cielo gris.
No parecía una actitud sensata después de
todo lo ocurrido, pero le entraron ganas de dibujarla. Sacó papel y lápiz.
Empezó a trazar sus contornos, los contrafuertes que se expandían en su base,
las almenas y el empinado tejado cónico. Sobre el contrafuerte delantero dibujó
las escaleras que conducían a la entrada. Luego enmarcó la puerta con los
remates pétreos que subían como trepadoras y se abrían para formar el balcón.
Escuchó una música suave y dejó de dibujar. Cerró los ojos, dejando que la
melodía le envolviera y relajara. Todos sus pesares desaparecieron y olvidó
cómo había llegado hasta allí. Se sentía bien, la música era algo más que una
sinfonía y la flauta le hablaba. Le decía que lo que estaba esperando estaba a
punto de suceder. Entonces cambió el ritmo y la flauta se alejó. Se levantó
para ir tras ella, hacia la torre y le decía que alguien le estaba esperando. Y
en ese instante, alguien se asomó al balcón, era una mujer vestida de azul que
agitaba un pañuelo y le llamaba.
Las sacudidas, las vibraciones y las voces
le rodeaban, intentando entrar en él. Pero la música le protegía, era suave y
sonaba en su interior; desde que se despertara, desde el mismo sueño. ¿Pero,
qué quería el castillo? Quedaba menos para saberlo. De momento, él seguía
pintándolo y ya iba por el tercer cuadro. Elena, contemplando su majestuosa
estampa desde el alto antes de descender al pueblo; el castillo iluminado por
los primeros rayos del sol, el pueblo aún sumido en la penumbra. Tenía ganas de
que ella lo viera y le diera su opinión; al fin y al cabo era su castillo, era
su historia.
Iba al castillo, ella le había llamado. Y la
misma voz de la flauta que otrora le pidiera que esperara, le había dicho que
era el momento de acudir. ¿Al castillo o a la torre?, porque ella le había
llamado desde la torre. Era allí donde decía que estaba la biblioteca. Y en su
sueño, sólo aparecía la torre. Debía acudir a la torre, allí le esperaba Elena,
su Elena. Esperaba que no hubiera notado que se había puesto nervioso cuando
hablaron del retrato de Irene. Si supiera que entre ellos había habido algo... No soportaría perderla. La música se
hizo violenta para protegerle, intentando acallar el ruido. ¿Por qué tenían que
gritar? El sonido del órgano se volvía exasperante. ¿Y el maestro? Igual había
existido algo entre Elena y el maestro. Al fin y al cabo, Elena era una joven
muy atractiva. Seguro que el maestro había intentado conquistarla. Mejor no
pensarlo.
Las sacudidas y las vibraciones
desaparecieron al tiempo que las voces se alejaban. La melodía se fue
suavizando, eso es lo que le pareció en un principio, pero resultó que se
marchaba tras las voces. Se levantó para ir tras ella, la alcanzó y la música
volvió a él. Subió el volumen para amortiguar el rugido de un motor que se
alejaba y fue descendiendo a medida que se perdía a lo lejos.
Plantado en la plaza, con su carpeta de
dibujo bajo el brazo, no sabía muy bien si estaba soñando. ¿Había hecho bien en
venir o se había precipitado? Lo hecho, ya no tenía remedio. Aunque seguía sin
saber si era un sueño o no. Lo que sí sabía era que Elena le quería.
La música continuaba sonando cuando se puso
en movimiento para atravesar la plaza. Lo hizo sin mirar al castillo y sin
pensar siquiera en detenerse en el mesón. Su carpeta y él llegaron al final de
la plaza y salieron de ella en dirección al castillo. Subió a toda prisa, al
ritmo marcado por la percusión y al coronar la colina, el tambor desfalleció
con él. Pero la flauta continuaba sonando, dubitativa y poco animosa. Avanzó
despacio, dobló la esquina y cuando tuvo la entrada a la vista se detuvo a
descansar. Se sentó en el suelo, puso la carpeta sobre las piernas y se quedó
mirando la puerta. Madera agrisada por el paso del tiempo y las inclemencias,
un obstáculo a salvar para llegar hasta la torre. La flauta se apagaba,
mientras él permanecía indeciso, sin saber qué hacer ante la puerta cerrada.
Pasaba el tiempo y él seguía esperando. Se
acordó de que le faltaba la escena que estaba contemplando para la última
pintura del viaje de Elena al castillo. Acarició la carpeta y la flauta comenzó
una tímida tonada. Podía hacer un dibujo. Abrió la carpeta, sacó papel y
carboncillo y empezó a dibujar. La música se animó al verle trabajar con mano
firme. Si Elena hubiera estado allí, la habría incorporado al boceto. Elena. Le
gustaría pasar el resto de sus días con ella. Empezaba a ser conocido, los
encargos llegaban uno tras otro y la inspiración no le abandonaba. Bueno, la
inspiración siempre le cogía trabajando. Pero ¿y si volvían las vacas flacas?
La nota se alargó. No, otra vez no. Esta vez tenía ahorros para resistir la
temporada hasta que volviera la bonanza. Además las vacas flacas no volverían,
no estando con Elena. La melodía se reanudó y él acabó el dibujo. El resultado
no era malo, pero faltaba Elena, postrada en el escalón, soñando con la
biblioteca de la torre. Guardó el dibujo y se puso en pie.
Esperaba que se abriera la puerta. Avanzó,
la tocó e intentó abrirla, pero seguía tan cerrada como siempre. La música
creció y salió de su cabeza, alejándose de él. Con su carpeta bajo el brazo
empezó a rodear el castillo, tras el sonido de la flauta. Dobló la esquina y
llegó hasta la puerta cegada, que seguía igual. Se detuvo ante ella al ver que
la música no se alejaba. Seguía sonando a su alrededor, pero no le decía nada y
el espera... todo llegará..., eso ya no le valía, era el momento de
actuar. ¿Pero qué debía hacer?
¡Qué torpe! No era el castillo. Había soñado
con la torre, la de la biblioteca. Tenía que ir allí. La música le invadió, se
instaló en su cuerpo, en su cabeza, y él se puso a danzar con ella. A su son,
veía cómo el entorno se volvía lechoso y ondulaba entre los azules y los verdes
y se volvía cada vez más turquesa. Avanzó bailando, dejándose llevar por la
música, entre colores cada vez más irreales. Así alcanzó la torre de la esquina
y la dejó atrás, llegando a la cara oeste. Siguió avanzando, acercándose a la
torre de Elena, donde estaba la biblioteca. Allí le llevaba la música, hacia
allí le empujaban los turquesas lechosos. Y desde el sur, vio acercarse más
brumas verdes, hacia la misma torre...
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