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Hacia la torre
Salieron de la iglesia, camino de la torre de la biblioteca. Allí fuera
había gente repartida en pequeños grupos, charlando animadamente.
–¿Han acabado ya los oficios? –oyó decir a sus espaldas.
Dejó que la pregunta cayera en el olvido. Él estaba muy lejos, siguiendo
a una melodía tranquila que dejaba tras de sí una estela azulada. Una melodía
que les conducía hacia la torre del homenaje. Y una vez dentro, irían hasta la
torre de la biblioteca. Elena conocía el camino.
Sintió el aire en la nuca, una ligera corriente que les empujaba hacia
su destino, y una ligera bruma que les fue envolviendo. Tomó la mano de Elena,
aquello no le gustaba nada. Sólo esperaba tener tiempo de alcanzar la entrada
antes de que todo desapareciera engullido en la niebla. Sus pensamientos fueron
frustrados por una ráfaga de viento que acabó de traer consigo la fatídica
niebla, tan densa, que las escaleras y la torre se esfumaron ante ellos como si
nunca hubieran existido.
Estaban muy cerca, unos pocos pasos más y llegarían a los escalones.
Podían subirlos a tientas, pegándose a la pared. El trayecto se le hizo eterno,
hacía rato que tenían que haber tropezado con ellos. Debían haber errado la
dirección. Tropezarían con la muralla, así que extendió el brazo a la espera de
toparse con ella, pero tampoco llegaron allí.
Ninguno de los dos había dicho nada hasta entonces y lo único que hubo
fue un apretón de manos cuando distinguieron el destello azulado delante de ellos.
La estela de la flauta volvía a ser visible, mostrándoles el camino a seguir.
El suelo se volvió blando por momentos y la luminosidad aumentó. Al poco,
distinguieron ante ellos el fantasmal esquinazo de un muro.
Era como en sus sueños, y en ellos, ¿qué camino había tomado para llegar
a la torre? No lo recordaba, el dragón había decidido por él. Y no hizo falta
que lo intentara, porque la melodía que dio comienzo en el interior de la
iglesia, les atrajo hacia la derecha. La ondulante cinta azul, tan pronto a ras
de suelo, como pegada a una pared, o flotando por encima de sus cabezas, les
llevó a través de calles de altos muros que se difuminaban en la niebla. Ningún
otro sonido se escuchaba, aparte del de la música. Y esperaba no oír el silbido
del dragón. No quería que Elena se asustara.
La niebla fue aligerando y tan pronto se veían envueltos en una nube,
como la veían alejarse. Poco a poco desapareció y con ella, se desvanecieron
los muros. Hierba, música y un cielo repleto de nubes que filtraban los rayos
de sol. Se encontraban en una amplia pradera, surcada de finos senderos, apenas
visibles. A lo lejos había dos enormes árboles, muy cerca el uno del otro, de
un verde muy oscuro; detrás asomaba una colina y más allá estaba el bosque.
Sintió la presencia de la torre, aunque no la viera.
La melodía les animó a continuar y antes de hacerlo, se giraron,
cruzaron sus miradas y unieron sus manos. Elena, la mujer con la que quería
pasar el resto de su vida. Sí, ella también lo deseaba; sus ojos, sus manos,
toda ella se lo decía.
Cogidos de la mano, avanzaron por el mullido manto verde. Pasaron entre
los dos árboles, unos impresionantes tejos centenarios. Más allá, a ambos lados
de su camino, surgían dos enormes rocas, piedras rosadas apenas desbastadas,
cual columnas enraizadas, que les doblaban en altura y apuntaban al cielo.
Pasaron entre ellas, hacia la colina en cuya base era visible una entrada; dos
enormes moles pétreas como las anteriores, soportando esta vez un dintel
desmesurado. Tenía la sensación de estar llegando al lugar que ocupara la
torre, al hueco que quedó tras su desaparición, el túnel desde el que Elena le
llamó.
Y con ella, se adentró en la penumbra azulada.
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