20
El gran día: se abre el castillo
Sólo lo había pensado, fue hace tiempo y no
se lo había dicho a nadie. Se acercó como tantas otras veces a ver la pintura.
Ese paisaje encantador con la torre en medio del lago y el bosque al fondo; con
el Guardián de la Biblioteca mirando la torre desde la orilla, a punto de
entrar en el camino que le llevaba hacia su lugar de trabajo y morada.
Aquel día
la pintura parecía distinta, algo había cambiado en aquel cuadrito
perfectamente encajado en la pared forrada de madera de su aposento. El cielo
ya no era de un azul intenso, sino una puesta de sol dorada y el lago tenía
reflejos anaranjados, acordes con el nuevo cielo. Acercó el dedo a la pintura y
la tocó con sumo cuidado. Se miró el dedo, limpio. Nadie la había repintado.
Además, para llegar a sus aposentos había que pasar por la biblioteca, y ella
siempre cerraba con llave cuando abandonaba la habitación. Nadie podía entrar
sin su consentimiento. Era muy extraño. Además, el Guardián, había
desaparecido. ¿Cuántas cosas más habían cambiado? Miró la torre, los
contrafuertes y la entrada, todo seguía igual. Pero en el balcón... ¡había una mujer!... y era ella. Permaneció muy quieta,
mirando su imagen en el balcón. Una lágrima descendió por su mejilla.
Sólo lo había pensado, fue hace tiempo y no
se lo había dicho a nadie. Además, no había sido de esa manera. Ella quería
otro cuadrito como el de su antecesor, en el que apareciera ella, para ponerlo
junto al otro, pero no a costa de perder el anterior.
¿Acaso la pintura cambiaba sola? Porque pese
a los cambios, se veía que era antigua y estaba perfectamente encajada en la
madera que forraba la pared, sin señales de haber sido arrancada del sitio y
cambiada por una nueva. Aquello no tenía sentido. Sentía mucho que hubiera
desaparecido el Guardián, le tenía en mucha estima. Se sentó en el suelo junto
a la pintura y dejó que las lágrimas fluyeran.
Al principio creyó que el llanto deformaba su
visión y la hacía ver un reflejo amarillo en las llaves que colgaban de su
cintura. Se limpió los ojos y el reflejo permaneció allí. Cogió las llaves en
la mano y las movió. Era la llave triangular la que brillaba. Puso el dedo
sobre el reflejo y saltó una chispa verde que serpenteó en el aire hasta llegar
al marco de la pintura. No le quemó, pero el chispazo dejó marcas en la madera.
Menos mal que no había alcanzado la pintura. Tocó las marcas de la madera. No
estaba quemada, se trataba más bien de unas incisiones muy precisas. Miró la
llave. Sus relieves coincidían con las marcas de la madera.
¿Y si...?
La acercó al marco y otra chispa verde saltó sobre su mano y llegó al marco.
Era fría e inofensiva. Puso la llave sobre las marcas y surgió un destello
verde. Oyó un clic. Pese a que la junta era casi invisible, el marco avanzó y
giró. Así que era posible mover la pintura. Pero ella no había soltado las
llaves en ningún momento. Sintió curiosidad y acabó de girar el cuadro. Había
un hueco en la pared, forrado de madera y en su interior había una figura.
Alargó la mano y la cogió. La puerta se cerró, sola.
La estatuilla era metálica, de un color
entre verdoso y cobrizo. La hizo girar en sus manos. De formas suaves,
estilizadas, serpenteantes. Una mujer danzando entre la vegetación, eso era. Y
a medida que la tocaba, iba adquiriendo una tenue luminosidad. Empezaba a
sentirse incómoda en el suelo y se levantó para ir a la butaca. El fulgor
creció, desprendiendo tonalidades amarillas y verdes. Había algo que la hacía
brillar, pero, ¿qué era? Se acercó al cuadrito y la luz decreció. Se volvió y
aumentó. Hacia la ventana volvía a disminuir y acercándose a la puerta, el
brillo se volvió turquesa.
Salió
de la estancia y bajó a la biblioteca sin que su aura menguara. Es más, se
intensificó al acercarse al puesto del Guardián, el mostrador circular. De la
Guardiana en realidad, todavía no se había acostumbrado a considerarlo suyo.
Eran muchos años, desde niña, viéndole a diario en su puesto. Dejó la estatua
sobre el mostrador. El fulgor turquesa se expandió más allá de la figura. Dio
un paso atrás. Serpenteantes hilos de luz partieron cual rayos hacia el centro
de la habitación. ¿Quería que la pusiera allí? Se acercó a coger la estatuilla
y la puso en su taburete. Era el lugar donde ella sentía que su mente se
expandía. Los rayos siguieron brotando, hacia el suelo, bajo el taburete. La
cogió y apartó el asiento para depositarla en el suelo, en el círculo de madera
rojiza del centro de la habitación.
Un sonido cristalino surgió de la estatuilla
y el fulgor turquesa se extendió al suelo. Entonces, el círculo de madera
comenzó a levantarse, con la figura sobre él. Ascendió lentamente en el aire,
hasta llegar a la altura del mostrador, donde se detuvo. En el lugar que
ocupara el tablón circular, se abría un hueco. Se acercó cautelosa, pendiente
de la tabla con la estatuilla suspendida por encima de su cabeza y cuando se
atrevió a apartar la vista de ella, descubrió una angosta escalera de caracol.
Se apartó con la respiración acelerada por el hallazgo.
Siempre pensó que la biblioteca ocupaba la parte
alta de la torre para evitar humedades a los libros. Pero nunca entendió que el
acceso a la torre estuviera en la biblioteca y desde ahí sólo se pudiera subir
a sus aposentos en el piso superior. ¿Qué había allí abajo y por qué estaba
oculta la entrada? Estaba asustada, pero a la vez se sentía atraída hacia lo
desconocido. Iba a bajar a ese sótano cuya existencia siempre sospechó y cuya
entrada desconocía… hasta ahora.
Puso el pie en el primer peldaño y tomó aire.
Uno, dos, tres escalones, fue contando para aplacar sus nervios. Bajar de lado
era la única manera de poder encajar el pie en el exiguo escalón y menos mal
que el resplandor turquesa iluminaba levemente las paredes. Diez, once,
esperaba no tener que bajar mucho más, pues casi no se veía. Al llegar a quince
avanzaba a tientas, apoyando las manos en las paredes. Empezó a oír un murmullo
y descendió más despacio, intentando apagar el ruido de sus pasos. Daba la
impresión de que hubiera luz, pero no estaba segura de ello. Al llegar a
veinticinco la vio, amarillenta, filtrándose a través de un orificio delante de
ella, mientras sus manos tocaron madera. Una puerta. Se agachó a mirar por la
cerradura.
La estancia estaba iluminada por un par de antorchas encajadas en la pared. Había
dos monjes de hábitos oscuros de cara a la pared. Uno de ellos, con un libro
entre las manos, recitaba una monótona letanía. El otro sostenía un cuenco en
una mano y en la otra portaba una varilla que introducía en él y luego agitaba
ante el muro. Era todo muy extraño. ¿Cómo habían entrado y qué hacían allí?
Siguió con el ojo pegado a la cerradura, intentando averiguarlo.
Descubrió que el muro estaba mojado. Un
líquido se deslizaba en finos regueros hasta formar un pequeño charco en el
suelo. Era como si la piedra estuviera llorando. Y cada vez que el hombre
agitaba su varilla, algunas lágrimas se evaporaban, como alcanzadas por algún
terrible ácido que las disolviera; pero el líquido seguía brotando y con él
surgió una luz turquesa, como un rayo diminuto. Los dos hombres se
sobresaltaron y al que leía se le cayó el libro. Sin pararse a recogerlo,
arrebató el cuenco a su compañero y vertió su contenido sobre el rayo. Surgió
humo y el verde desapareció. Pareció darse por satisfecho y se agachó a recoger
el libro. En ese mismo instante surgió una segunda descarga que avanzó a ras de
suelo en dirección a la puerta. Sin duda en busca de la estatuilla. El
religioso masculló una maldición mientras se volvía enfurecido hacia la puerta.
Aquella terrible mirada la hizo echarse
hacia atrás, asustada. Dio media vuelta y se dispuso a huir. Subió uno, dos y
tres escalones, metiendo sólo la puntera del pie para ir más rápido. Cuatro,
cinco, seis, la puerta se abrió con un chirrido de goznes. Intentaba ir más
deprisa, siete, ocho, nueve, pero le resultaba imposible. Diez, once, doce, su
perseguidor estaba cada vez más cerca. Trece, catorce, quince, la estaba
alcanzando. Dieciséis, diecisiete, dieciocho, no le daría tiempo a salir. El
sonido de los pasos, diecinueve, retumbando tras ella, veinte, la iban a volver
loca. Veintiuno, estaba muy cerca, veintidós, le agarró del pie. Veintitrés,
perdió el zapato, veinticuatro, tendría que cerrar, veinticinco. Alcanzó la
salida y se arrastró fuera del hueco del mostrador, alejándose cuanto pudo. No
le había dado tiempo a cerrar. Recostada contra la estantería, recogió las
piernas contra el cuerpo y las abrazó, temiendo la aparición del monje. Pero la
tapa se estaba deslizando hacia su posición original, con la estatuilla sobre
ella irradiando irisados turquesas entreverados de amarillo pálido. Una mano
asomó y ella gritó. Otra mano se unió a la primera e intentaron empujar la
tapa. Pese a sus esfuerzos, ésta siguió descendiendo. Un grito de rabia quedó
ahogado cuando el círculo encajó en su sitio.
Ocultó
la cabeza entre las rodillas. Aún sentía miedo; por la torre, por la biblioteca
y por ella misma. ¿Quiénes eran esos religiosos que se habían colado en su
torre? ¿Por dónde lo habían hecho? ¿Desde cuándo estaban allí? ¿Qué era ese
líquido del sótano y por qué querían eliminarlo? ¿Qué tenía que ver el líquido
con la estatuilla? Levantó la cabeza hacia la misma.
—¿Quién eres tú?
Por toda respuesta, aumentó su brillo,
pulsátil, irradiándolo hacia ella. Se sintió reconfortada, supo que la
protegería de los monjes. Fue gateando hasta la estatuilla, se deslizó al
suelo, cruzó los brazos y apoyó la cabeza en ellos. Dejó que el fulgor turquesa
entrara en sus pupilas y su respiración se calmó. La mujer caminando alegre
entre la vegetación, por eso danzaba. Sintió cómo la luz la envolvía,
relajándola. Sus pies caminaban sobre la base rocosa que se expandía como agua
derramada. Extendió una mano y acarició la estatuilla. La luminosidad turquesa
la acabó de envolver y siguió expandiéndose.
La torre, la biblioteca y ella estarían a
salvo. En el interior de la burbuja turquesa, respiraba paz y armonía.
¿Por qué había tenido que despertar? Quería
seguir en el interior de la burbuja, en ese dulce estado de felicidad, alejada
de los problemas y las preocupaciones. Que el sueño se prolongase para siempre.
En su torre, con la luz turquesa. Nada más. Pero era un sueño y una vez
despierta, no había modo de volver a él.
Abrió los ojos. Estaba oscuro, salvo el
resquicio de luz que se colaba por… ahí no estaba la ventana. Tardó un poco en
darse cuenta… estaba en Turégano… y se había encontrado con Alejandro al pie de
la torre. Se incorporó, fue hacia la ventana y abrió. Aún no había amanecido,
todavía podía ver la luna llena.
Acercó la silla a la ventana y se sentó a
esperar la llegada del día. Por fin abrirían el castillo. Lo habían soñado, el
castillo les había llamado a los dos. Debería estar impaciente y nerviosa, pues
llevaba mucho tiempo esperando que llegara ese momento; pero contra toda lógica
se encontraba serena y tranquila; todo llegaría. Debía ser influencia del
sueño, el haber estado en la burbuja turquesa. La luna acabó ocultándose tras
las casas y la claridad invadió el cielo. Amanecía. Se arregló para salir de la
habitación.
Abrió la puerta y salió al pasillo pensando
en él. Le apetecía entrar en su habitación, despertarle y darle los buenos
días, pero no se atrevía. Se dirigió a la escalera y había pisado el primer
peldaño cuando escuchó una puerta y se volvió esperanzada; era él. Aquello era
algo más que una casualidad. Dio unos pasos hacia él, él hacia ella. Se
abrazaron y sintió que les envolvía un aura de verdes y azules turquesas; como
si estuvieran volviendo al sueño.
—Hola
—le susurró al oído.
—Hola —contestó Alejandro de igual modo.
Se miraron, sonrieron y juntaron sus labios.
Después, cogidos de la mano, se dirigieron a las escaleras y descendieron
silenciosos. Se acercaron a la ventana. La amplia plaza porticada, todavía en
penumbra, no invitaba a salir.
—Esperaremos.
—Falta poco —contestó Alejandro.
Se sentaron a esperar. Alejandro apoyó los brazos
sobre la mesa. Tenía unas bonitas manos, suaves y de dedos largos. Manos de
señorito, de no haber trabajado en su vida, dirían en su pueblo; pero como él
decía y con toda la razón, eran manos de artista. Se miraron a los ojos. Puso
sus manos sobre las de él y sintió su calor; las entrelazaron. Ahí estaban,
esperando tranquilamente a que llegara el momento, bajo la calma del aura
turquesa. Alejandro debía haber soñado también.
Empezó a contarle su sueño, sin omitir
ningún detalle y fue como volver a vivirlo. Sus ojos serenos asentían. Él
también había soñado y relató su historia con voz suave y monótona, tan sólo
sus dedos jugando sobre sus manos delataron las distintas etapas del sueño y al
acabar, quedaron muy quietos. Sus sueños no eran muy diferentes y el aura había
caído sobre los dos. El dragón y la biblioteca, llevaban al mismo sitio. Y no
era al castillo, ni siquiera a la torre, si no a algo más antiguo que la misma
torre.
De pronto llegó un sonido extraño, ajeno a
ellos. Una puerta y unos pasos en el piso de arriba, unas pisadas en la
escalera, cada vez más cerca; eran los mesoneros.
—Buenos días —les saludó.
—Buenos días. Habéis madrugado —contestó
María.
—Hola,
tórtolos —León les observaba divertido.
—Buenos días —respondió Alejandro, algo
azorado.
—Os apetecerá desayunar —dijo María al llegar
junto a ellos.
—Sí —contestaron al unísono.
Se dirigieron los cuatro a la cocina. León
les miraba como si hubiera descubierto que habían cometido una travesura y
sonreía. Ellas se ocuparon de preparar la ensalada. Alejandro llevó los
cubiertos a la mesa y León se puso a cortar el pan con el cuchillo en la zurda.
Al volver, se le quedó mirando y movió la cabeza.
—Trae, León. Lo estás destrozando. Te voy a
enseñar a cortar —dijo un irónico Alejandro.
—Todavía me duele —León miró su dedo
vendado.
—Todavía está entero —Alejandro se vengaba por
la guasa que se trajo al verles cogidos de la mano.
Se sentaron a desayunar con calma, como en un
día de fiesta. Para ellos lo era, porque estaban a las puertas de un gran
acontecimiento.
—Alejandro, ¿no tienes la carpeta de los
dibujos ahí? —preguntó León, un tanto extrañado.
—No, no la he bajado.
—¿Dibujarías algo ayer, no? —intervino María.
Tenía la mirada perdida en el infinito.
—Sí —respondió con satisfacción−. A Elena a
las puertas del castillo. Un dibujo para la última pintura del castillo. Luego
os lo enseño.
—Elena soñando. Nos encantará verlo —dijo
María.
Alejandro casi se atragantó, León dejó el
tenedor con el tomate pinchado en el plato y ella dejó caer su pan en la
ensalada. Los tres miraron a María intrigados. Ella ni se inmutó, seguía con la
mirada ausente.
—¿Por qué iba a estar soñando? —preguntó
León—. Tú no has visto el dibujo.
—Imaginaciones mías. No me hagáis caso.
En ese momento, Elena supo que María también
soñaba. Buscaría la ocasión de hablar con ella.
—Y vosotros dos, ¿desde cuándo...? —León les señaló con su dedo vendado.
Acababa de evitar que se rompiera el encanto de la reunión.
—Oh.
Ya sabes que nos conocimos aquí. Poco después me hizo una visita, volvimos a
vernos y hasta hoy —puso su mano sobre la de Alejandro. Él se sonrojó, pero los
demás hicieron como si no lo hubieran visto.
León miró a su mujer. María salió de su
trance y le sonrió. Decía que estaba embarazada y que iba a tener una
niña.
Unas voces procedentes del exterior les
hicieron mirar hacia la ventana. El pueblo andaba alborotado, parecía que todo
el mundo se hubiera echado a la calle de repente.
—Menos
mal que María me hizo reservaros las habitaciones. No sé dónde os hubiéramos
metido. A veces pienso que es un poco bruja —María le fulminó con la mirada—.
Entre el obispo, los curas y la comitiva que los acompaña, no cabe nadie más en
el pueblo.
No hubo posibilidad de réplica, porque los
primeros parroquianos abrieron la puerta y entraron al mesón.
—Se acabó la tranquilidad —León alzó las
manos y acto seguido se levantó para atenderlos.
Seguía entrando gente. María dejó de comer y
se levantó.
—Voy a
ayudarle. Vosotros seguid tranquilos —se dirigió a la barra y empezó a servir
vinos.
El mesón se estaba llenando por momentos.
María hacía rato que se había ido a ayudar a León. Mientras él llenaba jarras
detrás de la barra, ella las acercaba a las mesas. Alejandro y ella recogieron
lo del desayuno y lo llevaron tras el mostrador.
—Este bullicio —les dijo León—, se parece al
de un domingo después de la misa.
—Espero que no sea siempre así —Alejandro
imitó a León y se puso a escanciar vino en una jarra.
Cuando estuvo llena, se la entregó al
parroquiano que alzaba el brazo con una moneda en la mano. Éste se la entregó y
se alejó. Alejandro la metió en el cajón bajo el mostrador, como había visto
hacer a León.
—Yo estaba antes —se quejó otro.
—Toma —le espetó León—, no ha sido tan larga
la espera —el individuo gruñó y se alejó hacia el rincón donde se hallaba su
cuadrilla de amigos.
María llegó con unas jarras vacías y las
dejó en la pila.
—En
cuanto beben, les empieza a entrar hambre. Me voy a la cocina a preparar un
tentempié —le dijo María.
—Voy fregando esto —le contestó.
Algunos parroquianos cogían su jarra y
salían a la plaza, mientras otros aprovechaban el hueco dejado para entrar. Con
la puerta abierta, llegó el sonido de las campanas. Era difícil de creer, pero
se hizo el silencio. Hasta dejaron de beber. Dang, dong, dang, dong, dang, dong…;
dos campanas tañendo mansamente. Hasta Alejandro y León dejaron de servir. Ella
continuó fregando con parsimonia, sin hacer ruido, para no estropear el
momento. Anunciaban que había misa en la iglesia del castillo. Las puertas se
habían abierto.
Estaba muy tranquila. Seguía bajo el influjo
del sueño. Tanto tiempo esperando ese momento, y tal y como le había sido
revelado, sus sueños se harían realidad.
—A las
once en punto. Como siempre —rompió el silencio uno de los parroquianos. Había
sacado el reloj del bolsillo y lo tenía abierto. Se paseó para que todos
pudieran comprobar la hora. A ella le parecía que estaba presumiendo de reloj.
—Cierto, muy cierto —se acercó a dos palmos
del reloj para cerciorarse.
—Bonito reloj.
—Te habrá costado la cosecha del año pasado.
—Ya nos podías invitar.
Al poco se olvidaron del reloj y volvieron a
beber. Bebieron, hablaron y captó retazos de conversaciones sobre las campanas,
la misa y el castillo; pero ya no alborotaron como antes, curiosamente
respetaban el sonido de las campanas.
Entró a la cocina. María estaba acabando de
colocar una bandeja con rodajas de chorizo frito sobre una rebanada de pan. Se
giró hacia la sartén y echó una tanda de pimientos verdes cortados en rodajas.
Quizás fuera un buen momento para preguntarle por sus sueños.
—Anda,
Elena. Hazme el favor de repartir esto entre los parroquianos —rió con alborozo—.
Les anima a pedir otra jarra.
—De
acuerdo. A por la segunda jarra —cogió la bandeja y salió de la cocina. Acababa
de desperdiciar la oportunidad de hablar con ella a solas. Puede que no tuviera
otra.
Se paseó entre los concurrentes, ofreciéndoles
el aperitivo y teniendo cuidado de que ninguno repitiera.
—Linda la tabernera, sí señor —era el del
reloj.
Acercó la mano a la bandeja, pero ella fue
más rápida. La bajó y se giró con ella.
—El señor acaba de quedarse sin su ración
—dijo al alejarse. Los que estaban a su alrededor se rieron de él.
Siguió su camino sin darle mayor importancia.
Se acabó lo que llevaba y volvió a la cocina. En cuanto entró, María le endosó
la bandeja de pimientos.
—Toma. Es la última —le dijo sonriente.
Otra oportunidad perdida. Iba a salir de la
cocina, cuando captó una conversación sobre el castillo y se detuvo junto al
quicio de la puerta. Los que hablaban andaban muy cerca.
—…tenía ganas de volver a entrar en el
castillo…
—…a mí
me suena que la fiesta de San Miguel era más adelante…
—…mi mujer… ha dicho el cura que este año se
adelanta… fechas del calendario litúrgico…
—…que va, el Acadio dice que vio la otra
noche las luces verdes junto a la torre…— ¡Los fulgores verdes de sus sueños! Siguió
escuchando.
—…el año pasado y el anterior. Sólo que este
año, han empezado antes… ya decía yo…
—…al cura salir la otra noche a
pasear hacia el castillo… Siempre atento…
—…después de la misa… y otra vez desaparecerán
las luces…
La conversación se desvaneció.
—¿Qué haces ahí? −se pegó un susto que casi
le hizo tirar la bandeja. No le había visto venir.
—Luego te lo cuento —puso la mano en su
hombro y salió. Sin querer, Alejandro
había interrumpido la conversación.
Hizo su ronda y la bandeja se vació. A ver si
ahora que no había más repartos, podía hablar con María. En ese momento, las
campanas callaron. Los parroquianos fueron apurando sus jarras y abandonando el
local. Algunos de ellos, los menos, tomaron la dirección del castillo. El resto
se demoraron por la plaza. Estaba llena de gente, como si fuera un día de
mercado. Carros, animales, mercancías y tenderetes. Qué rápidas corrían las
noticias. En cambio, en la taberna fue como si se hubieran quedado sordos.
Después del ajetreo y las campanas, no había nada que hacer. Los cuatro
cruzaron miradas.
—Vamos a recoger esto un poco —dijo
Alejandro.
León
fue el primero en empezar a moverse. Los demás le imitaron y empezaron a
recoger jarras, limpiar mesas y fregar. Lo dejaron aviado en un santiamén. Y
entonces volvieron a oír sonar las campanas.
Dang, dong, dang, dong, dang, dong…
—Media hora —María se quitó el mandil—.
Cuando estéis listos nos vamos.
Tanto tiempo esperando ese momento y ni
siquiera se había apresurado al escuchar las campanas. Estaba muy tranquila,
seguía bajo el influjo del aura. Y como le había sido revelado, sus sueños se
harían realidad. No había que precipitarse.
Salieron del mesón y León cerró con llave. El
día no acompañaba, estaba nublado y hacía fresco. Se sumaron a la comitiva que
se dirigía al castillo, María y León delante, Alejandro y ella detrás. El paso era
lento, se había amoldado al son de las campanas. Unos se sumaban a la
procesión, otros se salían de ella para charlar con algún amigo. La
tranquilidad parecía contagiosa.
—Algunos parecen no tener ninguna
prisa —había hablado en voz alta.
—No encontrarán asiento —le
respondió León—. Es la excusa para quedarse atrás. O mejor aún, quedarse fuera,
de tertulia. Nadie les acusará de no cumplir con su obligación dominical —dijo
León—. La verdad, yo también me quedaría fuera algunas veces.
Acometieron la temida cuesta del castillo.
Agarrada del brazo de Alejandro se sentía segura. Todos al mismo paso, la lenta
cadencia marcada por las dos campanas que se alternaban en su repicar de forma
monótona.
—No
suenan muy alegres —señaló Alejandro.
—Es como si tocaran a muerto. Siempre han
sido así de efusivos en el castillo —le contestó León.
—Hala,
tú también. Exagerado —dijo María.
—En la parroquia, bien alegres que suenan los
domingos —le replicó.
—Igual tienen miedo de que no aguante el
campanario. La espadaña es doble, reforzaron la primitiva por miedo a que se
cayera. Aunque eso, debió ser hace muchísimo tiempo —señaló León.
Alejandro se inclinó hacia ella.
—En mi sueño, el dragón las tocaba mejor —susurró
y a ella le entró la risa. Como si le hubieran oído, las campanas dejaron de
sonar.
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