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En el castillo
A pesar de haber estado allí en anteriores ocasiones, seguía
pareciéndole una estampa romántica. El camino de acceso, pisado una vez al año,
era apenas distinguible en el verde de la pradera. La discreta entrada en la
esquina de la muralla, entre las dos torres y bajo el discreto balconcillo, más
dado a que el centinela piropeara a una moza que a ver si era amigo o enemigo
el que se acercaba. La piedra rosada erosionada por el paso del tiempo y las
inclemencias, con sus recovecos, rendijas y agujeros habitados por una
vegetación diminuta y algún que otro insecto. Detrás asomaba el enorme y macizo
torreón del homenaje de esquinas redondeadas. Y más allá, el escorzo de la
doble espadaña de la iglesia, algo inaudito en un castillo.
Aquella entrada hubiera merecido un lugar más destacado en la muralla.
En la cara sur, centrada con la espadaña y las espigadas torres del balcón
señorial, una simetría perfecta; o en la norte, en el lugar de la puerta
cegada, donde aún se conservaba el foso.
Estuvieron en la entrada la tarde anterior, Elena sentada en la puerta y
él dibujando. Ahora que estaba abierta, no parecía la misma. Elena miraba a
través de ella. Había querido detenerse antes de entrar. Y seguramente estaba
muy lejos, en alguno de sus sueños transcurridos en el interior de los muros
del castillo. María y León habían seguido adelante para coger sitio en la
iglesia.
Olvidada un año entero. Así había permanecido la puerta de aspecto gris.
Hasta que alguien se acordó de ella, introdujo la enorme y oxidada llave
empapada en aceite en su cerradura y logró que su mecanismo cediera. Después
empujó con todas sus fuerzas y tras unos lastimeros quejidos de la madera
consiguió abrirla. Durante unas horas, se convertía así en lugar de paso hacia
la iglesia del castillo. Y luego, ese mismo alguien, cerraría, sin piedad ni
compasión, el lugar. Para caer en el olvido una vez más. Algún año se les
olvidaría y no volverían a abrirla. Había sido un muro infranqueable, un
obstáculo a sus anhelos. En estos momentos, era una invitación a adentrarse en
lo desconocido.
−Deberíamos ir entrando –sintió la mano de Elena en su hombro. Él
también había estado lejos.
Avanzaron hacia la entrada, como en un sueño y en el umbral del arco,
dudó. La vieja puerta de madera gris estaba abierta para ellos. Su paso quedó
en suspenso, o eso le pareció. Pero al instante siguiente tenía el pie al otro
lado. Estaban dentro. Miró a Elena y ella le devolvió la mirada. En el castillo…
Permanecieron quietos, observando todo aquello que la muralla ocultaba y ellos
habían imaginado en sus sueños.
Continuaba el manto herboso, lamiendo los pies de la construcción de
caliza rosada. Pequeños grupos de gente charlaban animadamente, como si el
estar allí fuera de lo más natural. Seguramente acudían año tras año.
–Ahí vivía yo con mis padres –Elena señaló la torre.
El torreón, el último bastión defendible, la vivienda de los nobles. Tenía
una entrada defensiva en el piso alto, desde un acceso retráctil y fácil de
defender, eso era lo que él sabía de los castillos. Pero aquella puertecilla
bajo el insignificante arco y la escalera maciza adosada a la pared, le
defraudaron. Qué menos que una arcada sosteniendo una grácil escalera que diera
a un puente levadizo. Miró hacia lo alto. La torre era fuerte y la esquina
redondeada la volvía esbelta. El cielo seguía nublado.
Una vez, logró entrar en el castillo y la puerta se cerró tras él. Se
adentró en un mundo diferente en el que no había torres, sólo callejones de
paredes ciegas que se desvanecían en la niebla. Qué diferente se veía bajo un
cielo nublado y luminoso.
–Aquí se celebró el torneo –Elena extendió el brazo–, en este espacio tan
reducido.
Siguieron adelante pegados a la muralla, para ver mejor el castillo. Y
la decepción de la torre, dio paso a la sorpresa. Era una entrada digna de un
palacio. Un par de magníficas torres octogonales enmarcando el acceso, gráciles
y esbeltas, de cintura saliente y orlada de pequeñas esferas, como un collar.
Por encima, como si el constructor se hubiera arrepentido, pasaban a ser
cilíndricas y ascendían hasta otra cintura de esferas bajo las decoradas
almenas. Tras ellas, la espadaña gris adosada a la original rosa; qué lástima
que la hubieran cubierto.
–Ese es el balcón desde el que asistí al torneo –señaló Elena–. El pobre
bibliotecario, no había cogido un arma en su vida… –su expresión era de dolor
al revivir el sueño.
–Yo también te vi en ese balcón –recordó el día en que dibujando el castillo,
se imaginó a una mujer en el balcón y la dibujó. Resultó ser Elena.
Visto de cerca era un balcón magnífico. Tras el arco asentado en un par
de diminutos capiteles había una bóveda de nervaduras góticas. Y su barandilla
era en realidad un matacán almenado. Bajo el balcón había un escudo que
descansaba sobre un sol rodeado por un óvalo con leones y otros bichos que no
distinguía bien. En él había una flor de lis, cuatro conchas y cinco estrellas.
Hubiera querido ponerse a dibujar, pero no era el momento, y ni siquiera traía
el material.
Dejaron atrás la entrada y Elena se volvió hacia él.
–Alejandro, ¿no te importaría…?
–Vamos –claro que no le importaba.
Al doblar la esquina la divisaron. La torre de la biblioteca. No fue
ninguna sorpresa descubrir que abajo no había ni puerta ni ventana. El acceso
estaba arriba, en el adarve de la muralla. Un sencillo arco ojival y una puerta
de madera. Nada de ventanas, sólo las que había a ambos lados de la torre en el
lado exterior. La estancia tenía que ser luminosa. Y parecía la zona más
protegida del castillo. ¿Dónde estaba el acceso al adarve?
–Es como la soñaba –dijo Elena–, aunque la creía más ancha.
–Habrá que buscar la subida a la muralla…
–Conozco el camino.
Un gato negro surgió entre las hierbas y fue a
sentarse delante de la torre. En ese día nublado era como un manchón, sin
volumen ni sombras. En cambio sus ojos…
–Color turquesa –Elena se lo quitó de la boca–. Ese color no puede traer
mala suerte.
–Desde luego que no. Es el color de los sueños del castillo…
En ese momento volvieron a sonar las campanas y el gato se volvió por
donde había venido y desapareció entre las hierbas.
–Vamos a la iglesia –Elena se dio la vuelta después de echar un vistazo
a las almenas de su torre.
Todavía quedaban pequeños grupos charlando animadamente en la pradera
del intramuros, a los que poco parecía importarles que la misa fuera a empezar.
Había subido mucha gente y la mayoría estarían en la iglesia. Dudaba que León
hubiera podido guardarles un sitio.
Llegaron a la entrada entre las espigadas torres escuchando el tañido
monótono de las campanas. Y aunque en estos momentos no viniera a cuento,
seguía echando en falta su carpeta. Puede que ésta fuera la última oportunidad
de ver las torres. Debería memorizarlas.
–Espera un momento, quisiera
retener esta vista –retrocedió hasta la muralla–. Sólo será un momento –Elena
asintió.
Recorrió despacio las torres, de arriba a abajo, memorizando cada
detalle arquitectónico. El color, después de haber pintado varias veces el castillo
no representaba ningún problema. Miró a Elena.
–Ya está –avanzaron hacia la entrada.
El arco tendido entre las dos torres era en realidad una bóveda, con su
rastrillo para cerrar la entrada. Era curioso que estuviera mejor defendido que
la torre del homenaje. Terminaba en un arco románico de piedras labradas con
adornos geométricos al que faltaba una de las delgadísimas columnas con su
capitel. Y era extraño que estuviera empotrado entre las torres y no se vieran
sus extremos, éstas habían sido añadidas con posterioridad.
Llegaron a la puerta, mucho mayor que la de la entrada al recinto.
Cuatro enormes bisagras la recorrían, otras cuatro más pequeñas y colocadas
chapuceramente se habían añadido con posteridad. Elena puso la mano en el picaporte
y empujó la puerta.
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