lunes, 19 de septiembre de 2016

LA TORRE. Alejandro y Elena. Cap 22.



22

En la iglesia del castillo

   Estaba oscuro, y la luz de las velas era insuficiente. Cuando se hicieron a la penumbra, Alejandro y ella se miraron sorprendidos.
   −Pero… ¿qué es esto? –preguntó Alejandro en voz baja.
   −No lo entiendo…
  Conocía el castillo por sus sueños y puede que estos no fueran totalmente fieles a la realidad. Esperaba entrar en el castillo, atravesar un par de salas, subir las escaleras, seguir el pasillo y llegar a la capilla. No se le había ocurrido que habiendo invitado a todo el pueblo, era más probable que celebraran la misa en el gran salón, donde ella fue nombrada guardiana de la biblioteca. Era el espacio más grande del castillo, y estaba en el piso superior,  no en la entrada.
   −Alejandro, vamos a sentarnos –le susurró.
   Sólo tenían que esperar, todo llegaría a su debido tiempo.
   La iglesia estaba llena. ¿Dónde estarían sentados María y León? En aquella penumbra era difícil distinguir los rostros. Igual no había sitio, se veía todo muy lleno. Alejandro señaló hacia la parte de atrás. León había ocupado, él solo, el extremo del banco. Se dirigieron hacia allí. Sus pasos sonaron extraños, reverberando en la sala. Al sentir a alguien junto a él, León miró con mala cara, pero se tranquilizó al ver que eran ellos. Se arrimó a María y les dejó sitio.
   −Creí que no veníais –les dijo en voz baja.
   −Hemos estado curioseando por el exterior −se quedó con ganas de preguntarle por la extraña ubicación de la iglesia, pero ya lo haría en otro momento.
   Había un murmullo general muy festivo. La mayoría de los presentes debían acudir allí un año tras otro. Y como era costumbre, hombres y mujeres se sentaban separados. Menos mal que la norma se relajaba en la parte de atrás.
   Un cura salió de la puerta de la derecha, justo antes del ábside, cruzó a la del lado opuesto y desapareció. La animación se hizo notar, el público estaba impaciente. No era una celebración cualquiera.
   La iglesia, de una sola nave, era románica, al igual que los arcos. Sin embargo el techo le pareció gótico. La tracería de las bóvedas era como la del gran salón, aunque de un estilo más pobre y no descendía para formar grandes ventanales. Allí apenas entraba luz por los ventanucos que había en las alturas. Si no hubiera sido por las velas…
   La cabecera de la iglesia tenía un ábside semicircular, más elevado que la nave y había que subir tres escalones que iban de un extremo a otro. La bóveda estaba pintada, pero era imposible distinguir nada. El retablo parecía renacentista, aunque por las volutas de la parte superior, quizás fuera barroco. En su centro había un arco hueco y detrás una ventana. La escultura que había allí, quedaba a contraluz. Debía ser algún santo. Con el ropaje ondulante y las piernas separadas, parecía correr. Llevaba el brazo en alto y sujetaba un objeto largo y fino. Al igual que las pinturas del retablo, no se distinguía bien. Las otras dos ventanas de la cabecera, a los lados del retablo, estaban cegadas.
   Las campanas dejaron de sonar, lo cual fue un alivio, pues resultaban cargantes incluso allí dentro, donde el sonido llegaba amortiguado. Las conversaciones cesaron al punto, ante el comienzo inminente de la misa. La calma que esperaba disfrutar no fue tal, pues el silencio resultaba opresivo en ese ambiente de penumbras, incluso rodeada de una multitud. Menos mal que un fuerte soplido sobre sus cabezas vino a alterar la silenciosa espera. La gente se volvió para averiguar qué ocurría. Ellos estaban debajo de la barandilla del coro y no vieron nada. Sonaba como un fuelle cogiendo aire. Instantes después, empezó a sonar un órgano. Solemne y pausado. Las notas se derramaron desde las alturas y se esparcieron por el recinto. Surgieron nuevas notas y fueron a caer sobre las anteriores. El organista recorrió las escalas y ganó velocidad. Estallaron los acordes…
…agarró la mano de Alejandro…
…y resonaron en la bóveda…
…ellos no habían venido por la misa…
…y descendieron por las paredes, extendiéndose por la nave…
…pero se habían tropezado con la iglesia en su camino hacia la torre…
…el último acorde sonó más profundo y se prolongó durante un tiempo…
…debían encontrar un lugar donde esconderse y cuando no quedara nadie…
…unas notas ligeras fueron empujadas hacia la bóveda…
…conocía al dedillo el intríngulis para llegar hasta allí…
…y descendieron como gotas de lluvia…
…pero ésta no era la melodía que la llevaría hasta la torre…
…que se deshicieron en el aire antes de alcanzarles…
 …ese no era el sonido de su órgano…
…y no hubo más…
…soltó la mano de Alejandro…
   No estaba bien, no allí dentro. Dos monaguillos salieron por la puerta de la derecha y se dirigieron cada uno a un  extremo del altar. Uno de ellos agitó una campanilla y el otro replicó. En respuesta a su llamada y por la misma puerta, desfiló un grupo de clérigos que subió los escalones para alinearse frente a la congregación. Los monaguillos se miraron e hicieron sonar sus campanillas al tiempo.
   De la puerta de la izquierda, llegó un golpeteo metálico violento y nada musical. Salió un clérigo, al que seguía el obispo; atacaba el pavimento con su báculo, como si quisiera atravesar las piedras. Cerraba la comitiva otro clérigo. Subieron al ábside y el obispo se situó en el centro; una simetría de casullas perfecta, con la mitra del obispo sobresaliendo por encima de las cabezas descubiertas de los demás.
   Nunca había acudido a una misa solemne, y menos con tal cantidad de religiosos. Otro toque de campanillas y fueron a sentarse en los sitiales dispuestos a ambos lados. Todos menos uno, que abandonó el ábside y avanzó por el lateral de la nave, llegó hasta el púlpito y subió las escaleras con decisión. Una vez arriba, se aferró con ambas manos a la barandilla. Esperaba oírle hablar, pero en su lugar escuchó de nuevo el fuelle, y un poco más tarde, el sonido del órgano se dispersó lánguidamente por la bóveda. 
   –Nos hemos reunido aquí para la celebrar la festividad de San Miguel… –las palabras del orador se confundieron con la melodía–…
…recordar al arcángel que permaneció fiel a nuestro señor…
…¿dónde podían esconderse? En el coro estaba el organista…
…tiempos en los que el traidor Lucifer se rebeló contra Nuestro Señor…
…como no fuera tras la pila bautismal. No se le ocurría otro lugar…
…e hizo germinar la semilla del mal entre algunos de los ángeles…
…una vez solos, buscarían la entrada al castillo…
…San Miguel se aprestó a defender a nuestro señor…
…como el acceso estuviese en la torre del homenaje…
 …lucharon contra Lucifer y lo derrotaron –cada vez gritaba más–…
…tendrían que subir, bajar al patio, volver a entrar al fondo y subir de nuevo…
…es por eso que conmemoramos la fiesta de San Miguel…
…un trazado laberíntico, un sin sentido…
…haciéndola coincidir con –su voz menguó–…
 …pero en sus sueños nunca aparecía la iglesia, quizás Alejandro…
…así, cada cien años –era muy difícil entenderle–…
…pero si la entrada estaba en el exterior…
…se ve alterada por –el órgano trepidó con violencia–… 
…de nada les valdría quedarse en la iglesia…
…y así ha de ser –escuchó cuando el órgano se tranquilizó–…
…debían salir de allí…
   El orador descendió del púlpito y volvió al ábside. El organista dejó que sus pasos resonaran en la nave, cuando antes había ahogado sus palabras; como si no quisiera que se supiese por qué habían adelantado la celebración. Ella agradecía que hubieran abierto el castillo antes de tiempo; el porqué, le daba igual. Ahora sólo quedaba esperar tranquilamente, sin forzar la situación, para acceder a la torre.
   La música desapareció. Los religiosos se levantaron y mirando hacia el altar, dieron la espalda a los asistentes. En esos momentos daba comienzo la celebración. El obispo se acercó hasta el altar, que estaba pegado al retablo, así que quedó justo a los pies de la estatua de San Miguel. Los clérigos estaban unos pasos por detrás, ocupando todo el ancho del ábside y los monaguillos, desplazados hasta el primer escalón, eran los únicos que miraban hacia los asistentes. El obispo elevó los brazos, los clérigos le imitaron y acto seguido empezó a recitar en latín. De vez en cuando, ellos repetían alguna de sus frases y le dejaban continuar en solitario.
   Hasta ese momento no había reparado en ello, pero los escalones estaban combados, como un tablón con mucho peso encima. Y no sólo los escalones, todo el ábside. Y el pasillo, en realidad toda la nave. El suelo entero de la iglesia estaba cedido, como si de un  momento a otro se fuera a hundir. Puede que estuvieran encima del sótano.
   Dos religiosos avanzaron hasta el obispo y recitaron con él. Al poco, éste se retiró a su sitial y un tercer cura avanzó para ocupar su lugar. Seguía sin entender una palabra, no sabía latín y llevaba demasiado tiempo escuchando. Llegó un momento en que las voces ininteligibles se mezclaron con la música, y a sus oídos llegó una maraña de sonidos sin sentido. En medio de la penumbra reinante, fue cediendo al sopor y acabó cerrando los párpados.


   Una melodía suave y lejana la sacó lentamente de su sopor. Acababa de caer dormida… o a lo mejor llevaba un rato. Estaba… en la iglesia y por detrás de la encantadora melodía le parecía percibir un zumbido. El sonido de la flauta se fue acercando a ella, revoloteó a un lado y a otro y ella ladeó la cabeza siguiendo las notas; aleteó arriba y abajo y hasta le pareció ver la estela azulada de la flauta. Movió el cuello y subió los hombros, había conseguido espabilarla. El galimatías del fondo había desaparecido.
   El trino que acababa de rescatarla de los brazos de Morfeo, era la flauta que ella conocía. Te he esperado pacientemente, intentó decirle. La flauta se alegró, meciéndose delante de ella. Es el momento, has de venir, continuó con su melodía. Buscó la mano de Alejandro y la encontró posándose sobre la suya. Al mirarle supo que él también estaba escuchando. La flauta dio vueltas a su alrededor. Seguidme.
   Se levantó y miró a los taberneros. María asintió con expresión de felicidad, como si supiera, ¿pero cómo iba ella a saber? Salieron al pasillo y la melodía revoloteó animada en él, alejándose y volviendo hacia ellos, dirigiéndoles hacia la puerta. No le importaba lo más mínimo lo que pudieran pensar al verles abandonar la iglesia en plena ceremonia. Ya no tenía sentido para ellos.
   Siguieron la estela de la flauta y envueltos en su sonido, alcanzaron la puerta. Agarró el tirador y abrió.



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