10
La segunda visita
Ahí estaba de nuevo delante de la taberna,
como siete días atrás, con los nervios a flor de piel. Había pasado toda la
semana soñando con que llegara el domingo. Tuvo que llenar su tiempo, ocuparlo
de la mañana a la noche, sin dejar un resquicio; dibujando, pintando,
preparando el futuro proyecto del castillo, todo para evitar desquiciarse en la
espera, para superar la impaciencia que le consumía. Trabajo y más trabajo,
exceso de trabajo sin descanso.
Ahí estaba otra vez, como el domingo pasado.
Se armó de valor, avanzó hasta la puerta y abrió. Surgió la voz alegre y
cantarina de Elena, a la que respondió una no menos alborozada Vicenta.
Parecían un par de amigas limpiando el lugar, como si fuera un juego
entretenido.
—Buenos días tengan ustedes —saludó nervioso.
—Buenos días —le sonrió Vicenta.
Elena apoyó la escoba en un asiento y caminó
resuelta hacia él. Adelantó la mano para saludarla y ella se la cogió y le dio
un beso en la mejilla.
—Hola —le susurró. A él le subió el calor
hasta las orejas.
Se sintió embargado de felicidad y vergüenza
al mismo tiempo. Lo había hecho con Vicenta allí delante… Elena soltó su mano y
se volvió, fue hacia el mostrador y cogió la cesta.
—Nos vamos. Hasta luego, Vicenta.
—Que tengáis un buen día —se quedó mirando
cómo salían, apoyada en la barra.
—Hasta luego —contestó fuera de sí, sin
acabar de creérselo.
Pensaba que podría disfrutar de su compañía
durante un rato, mientras se tomaba un café en la taberna; que con un poco de
suerte, tras la hora de la comida, la dejaran salir un ratillo… pero aquello
superaba todas sus expectativas. Ningún patrón se comportaba así. A lo mejor es
que eran familia.
—¿Le gustaría volver al bosque? —dijo Elena
nada más salir.
—Claro que sí. Donde usted quiera —contestó
bastante nervioso.
—El bosque encantado es mi lugar preferido —y
le mostró una sonrisa amplia y fresca.
No supo qué decir. Le había dado un beso y
eso era más de lo que hubiera podido imaginar. Y encima tenían el día para
ellos. Las palabras no surgían de su boca. Con todo lo que había imaginado que
le contaría mientras venía en el autobús. El pueblo se alejaba y él seguía sin
saber qué decir.
—Me está gustando mucho “El paraíso perdido”
—al final fue ella la que tuvo que tomar la iniciativa.
—No sabía cuál comprar, no conozco sus gustos.
—Pues acertó. Me encanta. Es una manera tan
poética la que tiene Milton de describir los hechos… Ya voy por la mitad.
—A mí me duraría un mes como mínimo —contestó
asombrado.
—Es que me gusta mucho leer. Ahora que tengo
su novela, no dejo pasar un día sin dedicar un tiempo a la lectura. Todas las
tardes, al salir del trabajo me doy un paseo y luego a casa, a leer, hasta que se va la luz.
—Pues el próximo domingo le traigo otra
novela…
—¿Vendrá? —se volvió hacia él, visiblemente
emocionada.
—Siempre que usted quiera —se sonrojó.
Elena estaba feliz, embriagada de alegría.
Hacía rato que dejaron el pueblo atrás. El
tímido verde de los incipientes cultivos animaba el recio paisaje castellano,
tan sobrio y triste en los duros y largos meses invernales. Al fondo se perfilaba
la mancha azulada del bosque hacia el que se dirigían. Recordó las pinturas de
Patinir en el museo del Prado. Tras un primer término en el que existían
algunos cálidos, el paisaje se tornaba completamente verde en el término medio
y se volvía azul para llegar a la lejanía. Entornó los ojos. Con un poco de
imaginación podía prolongar el azul del bosque a las inmediaciones,
intensificar el verde de las tierras de labor… y los azules y verdes se
diluían, porque su presencia era cálida… porque allí en primer término, a su
lado, estaba Elena, camino del bosque azul, en el que se refugiaron de la
tormenta, donde la dibujó hacía ya una semana. El bosque sólo le traía buenos
recuerdos.
Cuando se sumergía en su arte se volvía más
comunicativo y se hallaba más seguro de sí mismo, así que se animó a hablar.
—¿Se da cuenta que es la tercera vez que
acudimos al bosque? —se le ocurrió decir, sin siquiera pensarlo.
—La segunda la empleó usted como excusa para
estar conmigo —Elena le sonrió con cara de diablilla traviesa.
Quedó ofuscado ante su franqueza y volvió a
no saber qué decir.
—Perdóneme. Espero no haberle ofendido. A
veces soy demasiado impulsiva…
—No…, si tiene razón. Toda la razón.
—Entonces, ¿me perdona? —dijo poniendo
boquita de piñón.
Cómo no la iba a perdonar, si estaba
seductora.
—Está perdonada —le salió en un susurro.
Elena relajó su cara y sonrió.
Dejó que se adelantara. Viéndola caminar,
recordó su idea para pintar el castillo.
—¿Se acuerda de los dibujos del castillo?
—¡Cómo no me voy a acordar! —se detuvo—. Me
los enseñó aquella noche a la luz del candil, eran magníficos… —se detuvo, miró
al cielo y suspiró—. Además tengo el de las torres. Lo puse en mi alcoba y lo
veo todos los días… —siguió con la mirada perdida, soñadora.
—Pues ya sé lo que quiero pintar —dijo todo
orgulloso—, el otro día me dio usted la idea.
—¿De veras? —se emocionó.
—Pero me tiene que ayudar.
—Si está en mi mano…
—Verá, es su camino hacia el castillo…
—¿Mi camino hacia el castillo? —le miró
divertida.
—Su misterioso viaje hacia el castillo —vio
cómo la expresión de Elena cambiaba, estaba intrigada—. Lo he traído, luego se
lo enseño.
—¿Y en qué puedo yo ayudarle?
—Tiene que volver a contarme la historia.
Desde el momento en que salió de su casa, hasta que llegó a sus puertas.
—¿Quiere que se la cuente ahora?
—Me gustaría.
Siguieron caminando. Mientras el azulado
bosque se acercaba y se volvía verde, Elena empezó a relatar su historia.
Comenzó en aquella madrugada en la que se ausentó de su casa para dar una
vuelta. De cómo ésta se prolongó y llegó a ver el castillo. Y cómo entonces no
pudo evitar el seguir adelante, parándose de vez en cuando a admirarlo. Después
llegó al pueblo y bailó en la plaza como hiciera en otra ocasión lejana, al son
de aquella música surgida de no sabía dónde. Y lo que le costó ascender aquella
cuesta, impedida por la música, y llegar a la puerta en la cual se sentó a
descansar.
Las copas de los árboles aclaraban con la
luz, mientras las sombras se volvían pardas. Puede que otra persona lo hubiera
resumido en unas pocas frases, pero ella aún continuaba su historia cuando
llegaron al bosque que había dejado de ser azul. Y concluyó cuando los sueños
se apoderaron de su persona y perdió la consciencia en la misma puerta que no
pudo traspasar.
—El otro día no entramos por aquí…
—¿Cómo
lo sabe?
—La vegetación está escalonada y es más alta
hacia el interior del bosque. El otro día todo eran árboles enormes.
—¡Vaya! Y yo pensando que era la única que
conocía el bosque… De hecho, nunca he visto a nadie adentrarse en él —y volvió
a poner cara de diablilla— Igual puede guiarnos
—Si quiere que nos perdamos... —bromeó.
Continuaron uno junto a otro, hasta que la
senda fue estrechándose y ella se adelantó. Siguieron entre árboles y
matorrales, apartando ramas o agachándose para pasar por debajo. La vereda se
separó y volvió a unirse varias veces y acabó desembocando en un pequeño claro
bajo un árbol desconocido para él. Se detuvo asombrado. Ella siguió hasta el
tronco y se volvió.
—¿Qué le parece? —extendió los brazos.
No tenía palabras para describirlo. La
espesura del bosque se abría para dejar que un único árbol se adueñara de un
pedazo de terreno a su alrededor. No es que fuera un árbol gigante, pero tenía
su buen tamaño. Frondoso, con sus oscuras hojas relucientes, como si estuvieran
recién barnizadas y el tronco mate y plateado formando un contraste violento.
El suelo parecía desnudo, con alguna hoja caída y unas pocas piedras cubiertas
de musgo. Le recordaba a un libro que leyó de niño, las leyendas irlandesas,
con sus seres mágicos del bosque. Elena era el hada, delante del árbol mágico
que la protegía y daba cobijo. Y la luz, las motitas de luz que lograban
filtrarse saltando de hoja en hoja, llegaban matizadas de infinitos verdes
hasta el suelo. Y en el camino se posaban sobre Elena, mimetizándola con el
entorno. No le hubiera extrañado que empezara a sonar la flauta…
Era de esos momentos en los que se sentía
seguro, porque todo iba a salir bien, no podía ser de ningún otro modo. Paso a
paso se acercó a ella, entrando en el círculo de reflejos verdes. Ella agachó
la cabeza, pero no dejó de mirarle.
—¿Habías visto alguna vez hojas así? —dijo
Elena desviando la vista sobre una rama que pasaba junto a ella.
—No —posó la mirada sobre la misma.
Eran
hojas de un verde intenso y oscuro, brillantes hasta refulgir y llenas de
picos. Llevó su mano hasta una y pasó el dedo por encima, era suave y
resbaladiza. La tomó entre dos dedos y apretó, la sintió flexible. Sintió una
punzada y retiró la mano. De la yema del dedo dolorido surgió una gotita de
sangre.
—Es del color del fruto —dijo Elena. Le cogió
el dedo, se lo llevó a los labios y succionó la sangre. Luego lo miró y
depositó en él un beso—. Ya está curado.
La miró a los ojos. Acercó la mano y rozó su
mejilla, sintiéndola suave. Sus ojos se sumergieron en las pupilas de Elena, y
se encontró con el reflejo de las suyas. Reflejo tras reflejo, cada uno inmerso
en el interior del otro, multiplicándose hasta el infinito. Buscó más allá del
reflejo, se acercó más aún y la visión se tornó borrosa sobre aquellos límpidos
círculos sienas. Cerró los párpados y notó el roce de su piel. Su nariz
encontró la de ella, giró la cara y se acomodó, las mejillas entraron en
contacto y sus bocas se acariciaron. Fue un roce de labios, sensual y
embriagador. Se separó y volvió a acercarlos entreabiertos. Intentó abrazarla,
pero la carpeta alojada bajo su brazo se lo impidió. Despacio, separó los
labios y abrió los ojos, respirando más rápido de lo habitual. Ella se echó
hacia atrás, encendida, sin dejar de mirarle y tropezó con el tronco. Sonrió y
se agachó a dejar la cesta en el suelo. Él se deshizo de la carpeta. Elena
volvió a él, risueña. Se abrazaron con ansia y buscaron el roce de sus rostros,
se separó a mirarla, y volvieron a juntarse con premura, buscando los labios del
otro, fundiéndose en un beso.
No fue hasta mucho después, cuando sus almas
quedaron saciadas, que lograron separarse. Todavía se tomaron de las manos y
sus tímidas miradas volvieron a buscar el contacto esporádico, mientras sus
respiraciones trataban de calmarse.
El
lugar era mágico, tenía que haber influido. Esto no les habría pasado en la
taberna, ni en el camino hacia el bosque, ni en las zonas enmarañadas de la
floresta… En cualquier otro lugar… le hubiera costado muchas citas el atreverse
a declararse, a darle tan sólo un beso. Y aquí, sin palabras, resultó de lo más
natural.
Decidieron seguir su camino y lo hicieron
cogidos de la mano. Ella, más que caminar, danzaba, obligándole a cambiar el
paso, tropezar y correr.
—Se
nota que no estás acostumbrado a caminar por el bosque —rió feliz girándose
hacia él, obligándole a detenerse—. ¡Oh! —dijo entre asustada y asombrada—, te
he tuteado. Supongo que ahora puedo —y se acercó hasta rozar sus labios y se
demoró en ellos unos instantes.
—Claro que puedes tutearme —sonrió—. Y no
pienses que sólo ando por las calles de Segovia. También salgo al campo a
pintar.
—Serán caminos anchos y lisos —se burló.
—Eso sí. Hablando de caminos, tienes que
acabar de contarme el viaje al castillo.
—¡Ya ni me acordaba! ¿Cómo quieres… —se
abalanzó de nuevo sobre él.
Cuando volvieron a caminar le siguió
relatando su historia, hasta concluirla en el momento en que llegada a su
destino, agotada, se embarcó en el sueño y perdió el sentido. Llegados a uno de
los claros que abundaban por aquella zona, se detuvieron. Éste estaba poblado
de hierba florecida sobre la que se sentaron.
—Quería traerte a un sitio diferente, quiero que vayas conociendo
mi bosque —dijo apoyando los brazos en las rodillas—. ¿Te ha servido de algo lo
que te he contado?
Por toda respuesta, sonrió y abrió su
carpeta, tras lo cual se puso a ordenar los dibujos sobre la hierba.
—Esto es lo que quiero pintar. Ahora veo que
falta añadir uno de la primera vez que viste el castillo, un detalle perdido en
la lontananza. También otro en la puerta, y quizás uno más entre estos. Ocho en
total.
—¿Ocho dibujos? —le miró a los ojos. Él negó
con la cabeza.
—Ocho pinturas, al óleo.
—¿Tantas? —se irguió— ¿Y voy a salir en todas
ellas?
—Claro, eres la protagonista. Llevo tanto
tiempo intentando pintarlo, sin saber cómo hacer… Era como si la puerta de mi
imaginación estuviera cerrada, hasta que llegaste tú y me diste la llave…
—La llave… —cerró los ojos.
—¿Qué ocurre? —acarició su pelo.
—Nada —dijo mirando al suelo—. He recordado
uno de mis últimos sueños. La llave abría un libro llamado “Los misterios del
Castillo”.
—Has tenido muchos sueños con el castillo.
—Muchos —levantó la cabeza—. Querría empezar
a escribirlos. No quiero que se me acaben olvidando.
—¿Me
los dejarás leer?
—Sí, sólo a ti —se acurrucó junto a él y le
abrazó.
—Mis sueños, han sido extraños —dijo al
tiempo que le pasaba el brazo alrededor de la cintura—. Al principio se
confundía con el Alcázar…
—Podías escribirlos tú también…—puso el dedo
en la punta de su nariz.
—Yo no sé escribir. Nunca se me dio bien
—ella presionaba su nariz—. Prefiero dibujar —le agarró el dedo.
—Si me los cuentas, yo lo haré por ti.
—Pues te los contaré.
—Pero tienes que hacerme un favor —dijo
acariciándole la mejilla.
—Los que quieras.
—Necesito que me traigas un cuaderno, pero
que no sea de rayas —matizó.
—Te lo traeré —rió de buena gana.
—No te rías. En el pueblo no traen otros.
Tan embelesados estaban que casi se les
olvidó comer. A él le hubiera dado lo mismo. Estaba viviendo un sueño junto a
Elena y no quería despertar. Y lo único que recordó de aquella tardía comida
fue el roce de sus dedos al pasarle el pan, su adorable sonrisa y sus besos.
Besos salados, besos dulces y besos húmedos. Así se les pasó el tiempo, entre
caricias y risas, susurros y besos. Quedaba poco tiempo y no quería marcharse
sin dibujarla. Se lo pidió y ella accedió a posar como él la imaginaba: camino
del castillo, detenida y abstraída.
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