14
La esperada visita
Después de trabajar de la mañana a la noche
sin concederse el más mínimo descanso durante dos semanas, era incapaz de
estarse quieto. Las ideas se amontonaban en su cabeza y necesitaba darles
salida. Dibujaba en precarias condiciones, con el lápiz empeñado en dar saltos
sobre el papel, escapándose de la ruta marcada, trazando líneas gruesas cuando
no lo deseaba y tenues cuando quería un trazo firme. El frenazo del autobús le
pilló de improviso y la línea se prolongó fuera de su territorio. Así no había
manera. Alzó la vista del papel para ver qué ocurría.
—¡Espere un momento! Me bajo aquí —empezó a
recoger a toda prisa.
—A ver si estamos atentos —replicó el
conductor.
—Permítame que le ayude —dijo el pasajero del
asiento de al lado, que había viajado entretenido viendo sus evoluciones sobre
el papel.
—Gracias, caballero. Si me puede coger la
maleta...
Nada más apearse, el vehículo partió
emitiendo berridos quejumbrosos, dejándole envuelto en una nube de polvo y
humo. Con la carpeta bajo el brazo, la maleta en la mano y en la otra el
caballete de campo con un lienzo, casi no podía ni moverse. Mucha carga para
tan pocos días, pero pensaba hacer tantas cosas…
Cuando desapareció la polvareda vio acercarse
a Elena, alegre y sonriente, como siempre.
—Déjame que te vea de esa guisa —dijo
deteniéndose antes de llegar a él—. Estás muy divertido.
—Y tú encantadora… —avanzó hacia ella.
—Trae esa carpeta, que vas muy
cargado.
Le hubiera gustado poder
abrazarla y besarla allí mismo, pero no quería dar un escándalo. Se encaminaron
hacia su casa y llegaron en un santiamén, menos de lo que tardaba él en bajar
al Azoguejo. Era un pueblo pequeño y todo estaba a tiro de piedra. Elena se le
adelantó para abrir la puerta, pasó y dejó la carpeta apoyada en la pared.
—Deja las cosas ahí —le indicó.
Se miraron como si no se
hubieran visto en años, se acercaron el uno al otro y fundieron sus miradas.
—Elena —susurró.
—Alejandro —murmuró.
Se abrazaron con ternura,
acariciaron sus rostros y sus bocas se buscaron. Un beso tenue y volvieron a
mirarse con pasión antes de volver a juntar sus bocas para no separarlas. La
pequeña entrada con su escaso mobiliario desapareció. Sintió cómo se sumergían
en un mundo propio, un mundo de niebla, donde sólo existían ellos. Luminoso y
pálido, verde veronés, donde la luz restallaba en animados naranjas y fogosos
rojos a cada beso y con cada caricia. Al cabo de un rato, la sinfonía de
colores se fue apaciguando y regresaron al mundo real, a la pequeña entrada de
la casa de Elena. Y volvieron a mirarse intensa y apasionadamente.
—Te he echado de menos…
—No veía llegar el día…
—Anda, vamos para adentro, que
saludes a mi madre —le cogió de la mano y le llevó hasta la curiosa sala
cocina. La madre atizaba el fuego.
—Madre, Alejandro ya está aquí
—dijo emocionada, tirando todavía de él.
La madre se acercó y le tomó la
mano que le quedaba libre.
—Hola. Me alegro de verle.
—Hola. Lo mismo digo —ahora que
la madre sabía que salía con su hija, se sentía más cohibido que cuando la
conoció.
—¿No ha traído equipaje?
—Sí, está en la entrada —dijo
Elena.
—Estará cansado del viaje.
¿Quiere tomar algo?
—No quiero nada. Estoy bien,
gracias.
—Bueno, pues entonces enséñale
la habitación y que se instale.
—¿La habitación? Pero yo creí que dormiría en la sala...
—Si Elena quiere traer un
invitado, hay que tratarle como se merece. Y más, si es un invitado tan
especial.
—Yo..., no... —se puso
colorado.
—No hay peros que valgan.
—Acompáñame —dijo Elena.
Volvió a tirar de él y así se
fueron a por sus cosas y llegaron a la alcoba. Le soltó, descorrió una gruesa
tela y le hizo pasar a una pequeña estancia iluminada por el sol. Dejó su equipaje junto a la ventana y echó un
vistazo. Había una cama grande pegada a la pared, ocupaba casi toda la
habitación. Un pequeño arcón junto a la cabecera y una palmatoria con una vela
encima. En la pared de enfrente, que casi se podía tocar desde la cama, había
un perchero. Y más allá estaba su dibujo, sujeto con dos clavos. Le hizo
ilusión y la miró. Ella, con la carpeta entre sus brazos, le devolvió la
sonrisa. A los pies de la cama, había un pequeño estante y en él, algunos
libros apilados. El de arriba era su regalo, la Divina Comedia. Sus miradas se
cruzaron y su sonrisa fue tímida. Agachó la cabeza y dejó la carpeta junto a la
maleta. También había un collar de cuentas de cristal, una muñeca de trapo algo
gastada y el cuaderno sin rayas. Le emocionó descubrir el pequeño mundo de
Elena y los ojos casi se le humedecieron. Se acercó a ella y le dio un beso.
—Pero ésta es tu habitación... —empezó a decir.
—No te preocupes, yo estaré bien. Lo
importante es que te sientas a gusto.
—Hubiera debido ser yo el que
durmiera en el banco, no tú.
—Anda, déjalo. Mi madre no lo va
a permitir. Me voy a tener que ir a trabajar. ¿Me acompañas?
Fue con ella hasta la taberna y
quedaron en que fuera a comer pasado el mediodía, cuando dejaba de haber jaleo
porque así podrían comer juntos. Entretanto, se iría a dibujar por ahí.
Volvió a la casa, fue a la
habitación y cogió la carpeta. Descorrió la cortina y salió. Le hacía mucha
gracia eso del trapo, unos clavos y ya tenían una puerta. Muy poca intimidad.
En la casa de sus padres, todas las habitaciones tenían puerta. Fue a la sala a
despedirse de la madre y la encontró sentada en el banco, cerca de la ventana,
zurciendo una camisa.
—Siéntese un rato —dijo al
verle—. Se está bien al sol.
Se sentó en el banco con la
carpeta sobre las piernas y se limitó a mirar cómo remendaba.
—Bueno, esto ya está —dejó la
camisa a un lado y levantó la vista. Cogió un calcetín y metió la mano para
estudiar el agujero del talón. Tomó la aguja y la enhebró con el hilo negro.
La madre hacendosa cosiendo al
sol tras la ventana y ese exterior difuso le atraía. Además estaba nervioso y
necesitaba hacer algo.
—¿Le importaría que dibujara
mientras hablamos?
—Oh, no. Claro que no —cómo se
parecían Elena y su madre. El mismo carácter alegre.
Sacó papel y lápiz y miró el
hogar y luego por la ventana. Comenzó a dibujar el banco, la ventana y luego se
atrevió con la figura de la madre.
Ella se dio cuenta y esbozó una
sonrisa.
—Creo que Elena ya ha pasado por
lo mismo —rió con franqueza—. Es una buena muchacha, pero no es como la gente
de aquí. Tiene inquietudes y esto le queda pequeño.
No sabía qué decir y se limitó a
asentir con la cabeza y seguir dibujándola mientras cosía.
—Me alegro que haya dado con
usted —le dedicó una mirada—. La veo muy ilusionada, más feliz que nunca.
—Yo
también soy muy feliz con ella —se atrevió a confesarle.
Y tras eso cayeron en un mutismo
feliz, cada uno dedicado a su tarea.
Al mediodía llegó el padre de
Elena y se los encontró delante del dibujo que acababa de terminar.
—¿Qué es lo que estáis mirando? —se acercó
hasta ellos.
—Pero si eres tú... se acercó más aún y luego se volvió
hacia él—, es magnífico.
—Me lo ha regalado —se acercó a
su marido y le puso la mano en el hombro—. ¿Habías visto algo igual?
—Nunca.
Era de esas veces que se sentía
totalmente satisfecho con su obra, sabiendo cuán querida y admirada era por
quien la recibía. Más satisfacción que cuando la vendía. Cuando se fue para la
taberna, todavía llevaba prendidos en el cuerpo el achuchón de la madre y el
abrazo del padre. Se sentía como uno más de la familia.
Parecía mentira que pudiera haber tanta gente allí, debían estar
todos los hombres del pueblo. Fue a saludar a Vicenta.
—Hola, Alejandro. Me alegro de
verte —consiguió darle la mano entre jarra y jarra que servía.
—Vicenta, cuánto tiempo.
—Te he guardado una mesa —se la
señaló—. Espérala allí.
Fue a sentarse. Desde que entró,
se había sentido observado, de forma un tanto descarada. Seguro que todos eran
compadres y conocidos del pueblo. Y él, el nuevo. Así que intentó evadirse
mirando hacia la ventana.
—Buenos días —se volvió y vio al
desconocido sentado a su mesa, con su jarra y un cigarrillo en los labios.
—Buenos días —contestó
cortésmente.
—No es usted de por aquí... —exhaló una nube de humo.
—No, sólo estoy de paso. He
venido a pintar a estos parajes —a veces no le importaba decir a qué se
dedicaba. No era la primera vez que le salía un encargo gracias a algún
cotilleo.
—Es el artista más importante
que podamos ver en la comarca —intervino Vicenta poniendo los cubiertos sobre
la mesa—. Yo tengo una obra suya. Y ahora, si nos disculpa, tengo que hablar de
negocios con él.
—Sí, claro, no faltaría más —se
levantó e hizo una reverencia con la boina en la mano.
—Disculpa, por aquí husmeamos
demasiado en las vidas ajenas —se encogió de hombros—. Somos así.
—No te preocupes, estoy
acostumbrado.
El curioso estaba ahora
cuchicheando con otros en el mostrador.
—Ahora medio pueblo sabe que soy
artista.
—Ahora que saben quién eres, igual
te sale un encargo.
Llegó Elena y puso un par de
platos sobre la mesa. Vicenta se levantó y le cedió el sitio.
—Todo tuyo. Tuve que espantar a
Nicasio.
—Qué pesado es. Gracias,
Vicenta.
Se alejó y quedaron solos,
arropados por la mirada de los curiosos que todavía quedaban en la taberna.
—¿Te gustan las lentejas?
—Me encantan.
—Éstas las he preparado yo. A
ver qué te parecen.
Cogió la cuchara y empezó a
comer.
—Están buenísimas.
Después de comer, cuando Elena
acabó de recoger, pasaron por casa, cogieron el caballete y un libro y se
fueron al bosque. Iba con idea de retratarla mimetizada en la floresta. Quería
hacerlo en el mismo lugar donde la dibujó y aunque intentó recordar el camino,
no lo encontró. Menos mal que ella conocía el bosque al dedillo.
Y esa tarde fue mágica, como el
momento aquel en la entrada de su casa, aunque más pausado y sereno. La tarde
fue azul, envuelta en verdes, con algunos estallidos de color amarillos,
incluso naranjas. Y no supo cómo, aún consiguieron tener un rato para que él
dibujara, mientras ella entraba en el cielo de la Divina Comedia. No avanzó
todo lo que hubiera querido en su pintura, pero por lo menos el dibujo estaba
acabado.
El azul perdía su palidez,
anunciando la hora del regreso. Por no cargar con el caballete hasta casa, lo
escondió entre la maleza. Nadie lo iba a tocar en el bosque encantado. Emprendieron
la vuelta flotando en una nube de rosas y violetas de atardecer.
Al principio pensó que con echar a correr se
libraría de ella. Pero sus pasos resonaban tras él. Así que corrió con todas
sus fuerzas, como nunca antes lo había hecho y cada vez que giraba la cabeza,
allí estaba ella. Se esforzó más, al límite de sus fuerzas y se alegró al
pensar que la dejaría atrás. El sonido le sacó de su error, le estaba dando
alcance. No hacía falta que volviera la cabeza, la sentía tras él. Por suerte
estaba llegando, pero empezó a dudar que pudiera alcanzar su objetivo.
No iba
a conseguir alcanzar la puerta a tiempo. Entonces se exigió un último esfuerzo
y dio una zancada, como si saltara. Otra más, y otra, se había distanciado,
seguro. Alcanzó el picaporte y abrió, justo en el momento en que notó algo
sobre su espalda. Saltó adentro y cerró contra el cuerpo de su perseguidora.
Se quedó apoyado en la puerta, sujetándola
para que no pudiera abrirla. Sudaba copiosamente. Oyó unos golpes del otro
lado. Se dio la vuelta sin dejar de presionar la puerta y con una mano acercó la
barra. Cargó todo su peso contra ella mientras la atrancaba. Respiró aliviado.
Volvió a oír golpes, pero ya estaba a salvo. Había escapado por poco de aquella
mujer. La mujer que se empeñaba en abrazarle y besarle. Le iba a ahogar, por
eso huía. Dentro del castillo, estaría a salvo.
Los golpes seguían y no resultaban nada
tranquilizadores. Se alejó de la puerta y se internó en la niebla. Al poco dejó
de escuchar los golpes. Se dejó caer al suelo, y cerró los ojos, necesitaba
descansar. Poco a poco su respiración se fue normalizando y le empezó a invadir
el sueño.
Se oyó un crujido y luego fue como si un
tronco golpease contra el suelo y fuera rodando hasta detenerse. Chirriaron las
bisagras y oyó que le llamaba una voz sedosa, invitadora, seductora... Aterrado, se incorporó y fue alejándose
del lugar evitando hacer ruido. Siguiendo el casi invisible muro que se
adivinaba a su derecha, caminó en la niebla intentando evitar a la fatídica
mujer.
Unos pasos resonaron tras él, acompasados a
los suyos.
No debía perder la referencia del muro o se
perdería en aquel laberinto. Pero debía conseguir alejarse, que no pudiera
verlo, olfatearlo o lo que fuera que hacía para seguirle. Echó a correr,
extendiendo el brazo para sentir el muro y no perderlo. Al poco tiempo, dejó de
escuchar sus pasos y se detuvo con la respiración acelerada. Todavía le seguía,
aunque había logrado alejarse. Volvió a correr y después de un rato dejó de
palpar el muro. Volvió atrás a buscarlo. Al palparlo descubrió la esquina. Giró
y se paró a descansar.
De nuevo los pasos, ¿es que le oía respirar o
era capaz de ver en la niebla? Emprendió una carrera ciega, en la que se olvidó
del muro para poder ir más rápido. Tropezó y cayó varias veces, aterrorizado de
que aquel pudiera ser su final, que la mujer cayera sobre él y se lo comiera a
besos, abrazos y le ahogara.
Llevaba un rato huyendo desde la última
caída, cuando escuchó un silbido que parecía venir de arriba, pero no se veía
nada. No creía que ella pudiera estar en lo alto, así que se despreocupó y
siguió corriendo. Volvió a oír el silbido y se detuvo. Miró hacia arriba, donde
la niebla aclaraba y entonces lo vio. Otro motivo más para huir. Se lanzó a una
frenética carrera, sin buscar el contacto con el muro, con los ojos cerrados.
Total, ya qué más le daba. Cualquier cosa mejor que morir asfixiado en sus
brazos.
Al cabo de un rato se dio cuenta de que
estaba siguiendo al silbido. No tenía sentido estar preocupado por si acabaría
estampado contra un muro, cayéndose a un pozo o muriendo en sus brazos; a lo
mejor lo devoraba la criatura. Se dejó caer al suelo cuan largo era. No había
salvación. Miró a las alturas, allá donde la niebla se debilitaba y sonaba el
silbido y le vio. El dragón, trazando círculos, acechando a su presa. Cerró los
ojos esperando el final.
Pero el final no llegó. Llevaba un rato sin
sentir nada más que su respiración. Se atrevió a abrir los ojos y escudriñó
alrededor y por arriba. El dragón había desaparecido. Se sentó. La niebla remitía
y había un muro circular. Se levantó y giró sobre sí mismo, para descubrirse
encerrado en un círculo de piedra sin ventanas ni puertas. ¿Cómo había entrado
allí?
Por lo menos estaba solo, no estaban ni la
mujer ni el dragón.
Sólo le hubiera faltado haber
gritado su nombre. Irene. Justo cuando estaba en casa de Elena. Se quedó
preocupado. ¿Por qué no había roto aún con ella? Bien era verdad que no había
nada entre ellos, al menos por su parte y últimamente ni se veían, pero también
era cierto que cuando lo hacían, se mostraba cariñosa, aunque cada vez menos.
Quizás se había dado cuenta que había otra persona en su vida. Había visto el
retrato de Elena y había hecho insinuaciones. Zanjaría el tema a su vuelta.
Oyó unos pasos y se sobresaltó.
La cortina se movió y asomó la cabeza de Elena. Sonreía.
—Buenos días —susurró.
—Hola. Me acabo de despertar.
—Te espero en la cocina.
Fue llegar a la cocina, ver a
Elena a la luz de la lumbre, con esa expresión radiante en su cara y se le
olvidó todo lo demás. Se sentaron a desayunar. Tenerla ahí enfrente, ver el
movimiento de sus manos, de su boca, sus ojos brillantes mirándole, esos
pequeños detalles le hacían feliz. No pudo reprimirse y se levantó, mientras
ella le miraba divertida. Llegó a su lado y se sentó junto a ella. Sería un
momento nada más, no quería que sus padres les sorprendieran así. Pasó la mano
por su cintura y ella giró su rostro hacia el suyo. El fulgor de las llamas se
extendió por toda la habitación y el corazón le dio un vuelco. Bermellones y
carmines flotaron ante sus ojos cerrados en un instante de suprema felicidad.
Todavía flotaban destellos rosas y violetas en el ambiente cuando volvió a su
asiento. Y tuvo que ser ella la que le recordara que habían quedado en salir
para hacer los bocetos del castillo. Él no estaba para pensar en tantas cosas a
la vez.
Caminaron hacia el este. En esos
momentos amanecía, era justo lo que necesitaba. Le bastaba con tener la luz
adecuada, el camino, un horizonte despejado y a su querida Elena. Así que
cuando encontró un lugar que le satisfizo se detuvieron. Situó a Elena en medio
del camino, mirando hacia un imaginario castillo descubierto a las primeras
luces del alba. La luz recortaba la oscura silueta, se insinuaba en la melena
ondulada y marcaba el delicioso contorno de los hombros. Estuvo entretenido
haciendo un dibujo detallado y realista, que luego coloreó con acuarela. Empezó
el segundo, para el cual la hizo girarse y dejó que la luz entrara esta vez por
su derecha, arrancando reflejos anaranjados de su cabellera. Y ahí acabó la
sesión, se le hacía tarde a Elena y por otro lado la luz empezaba a ser
demasiado intensa. Así que lo dejaron para el día siguiente.
Regresaron al pueblo y la
acompañó hasta la taberna. Estaba abriendo la puerta y no había nadie a la
vista, lo cual aprovechó para darle un beso. Pero éste se prolongó más de la
cuenta y les llegó el sonido de unos pasos. Se separaron justo en el momento en
que una figura asomó al fondo de la calle. Le dijo adiós y se metió en la
taberna. Él dio la media vuelta y se fue. Les había pillado el cura. Esperaba
que no le diera importancia, sólo había sido un beso.
Aquella mañana fue capaz de encontrar él solo
el camino en el bosque. Su caballete seguía donde lo había dejado. Lo sacó,
extendió las patas, lo abrió y miró el dibujo. Sólo el ver que allí aparecía
Elena, le hacía pensar que el trabajo sería magnífico, su presencia llenaría el
lienzo. Pero no debía dejarse engañar, había trabajo por hacer, toda esa
vegetación y esa luz leve y difusa en la que iba a quedar sumergida. Sacó la
paleta, cogió el tubo de óleo negro, lo abrió y puso un poco sobre ella. Siguió
con el siena tostada y el ocre amarillo. Del blanco echó bastante, era el que
más se usaba. Un poco de amarillo cadmio y algo de carmín granza oscuro. Iba a
necesitar bastante verde, añadió de los dos, veronés y esmeralda. Y por último
azul, el ultramar, aunque no se viera el cielo, lo usaría en la vegetación. De
momento no necesitaba nada más. El bermellón lo añadiría esa tarde, cuando la
pintara a ella.
Cogió la paleta y unos pinceles
y se dispuso a pintar. Entornó los ojos para estudiar la tonalidad de la
escena, mezcló los colores en la paleta y aplicó la pintura diluida,
preservando la luminosidad del lienzo. No es que la luz fuera exacta a la de la
tarde, pero bajo el tapiz vegetal, no había demasiada diferencia. Y el fondo
fue avanzando, incluso su figura recibió unos pequeños toques, mientras él
recordaba los momentos junto a ella y la pintura parecía avanzar sola.
Transcurrieron cuatro días, al
final de los cuales, tuvo acabado el retrato de Elena en el bosque. Había
seguido pintando la vegetación por la mañanas y por la tardes acudía con ella y
le posaba. Después de las dos semanas de trabajo intenso y excesivo, había
encontrado el sosiego. Cuatro días en los que había pintado y dibujado a un
ritmo sereno, además de disfrutar de la compañía de la mujer a la que quería.
Daría lo que fuera por poder seguir así. Pero lo bueno se acababa, y debía
volver a Segovia.
Aquella noche, salieron a dar un paseo. Y
cuando no iban al bosque, siempre acababan yendo en dirección al castillo. La
idea de ir hasta él todavía les atraía.
—¿Sabes que la luna me trae
suerte? Desde pequeña, desde que la vi emergiendo tras el castillo, naranja,
enorme.
Se detuvieron. Acababa de asomar
en el horizonte y se la veía enorme y de un naranja refulgente sobre el manto
azulado de la noche. A medida que ascendiera, se haría pequeñita y perdería su
bonito color.
—El castillo —suspiró—. Todavía
me ronda en la cabeza la composición del último cuadro, tú soñando a sus
puertas. Aún no está resuelta, no tengo hecho ningún dibujo tuyo ni de la
puerta.
—¿Y qué fue del primer cuadro de
la serie? Con tanto trabajo no te habrá dado tiempo a empezarlo.
—Necesitaba la luz del amanecer
cayendo sobre ti. Con los dibujos de estos días podré acabarlo.
—¿Es que nunca descansas?
—Antes lo hacía. Pero desde que
estuve una temporada sin trabajo, he decidido aprovechar al máximo las buenas
rachas. Madrugaba mucho para poder trabajar en él.
—¿A qué llamas tú madrugar?
—Unos días me levantaba a las
cinco, otros a las cuatro.
—Póbrecito, no deberías —le
acarició la mejilla.
—Quizás no me haga falta más.
Puede que esta racha de buena suerte que vino contigo, no se acabe.
Se dieron un beso a la luz de la
luna.
—Llevo en buena racha desde que
te conocí —dijo Elena—. Como si siempre hubiera luna llena.
Aquella mañana estaban algo
apagados, porque esa tarde se marchaba. No podía prorrogar su estancia
indefinidamente. Eso sí, tenía que plantearse que el trabajo y el descanso
tenían cada uno su momento. Y si perdía algún encargo, lo perdía, pero no más
excesos como el de las semanas pasadas. El próximo sábado, volverían a verse.
Era un consuelo.
Acababa de dejar a Elena en la taberna y
volvía a casa cuando se encontró a su padre charlando con un paisano. Al verle,
le hizo señas para que se acercara.
—Hola, Alejandro. Precisamente
estábamos hablando de ti. Te presento a David.
—Para servirle —contestó David.
—Encantado de conocerle —le dio
la mano.
—David quería tener un cuadro de
su casa. Me he permitido enseñarle el retrato de Elena para que viera cómo
pintas. Espero que no te importe.
—Claro que no. Y, ¿qué le ha
parecido?
—Pinta usted como los ángeles,
si me lo permite.
—Muchas gracias. Lo único, es
que tendrá esperar a la próxima semana para que se lo pinte. Me marcho esta
tarde.
—¿No puede hacerlo ahora?
—No, eso lleva su tiempo.
—Pues esperaré —dijo un poco
contrariado.
—De todas maneras, ¿qué le
parece si vamos a ver su casa?
—Como desee...
—Espere un momento, que coja mi
carpeta —entró a la casa.
Era curioso, la de gente que
pensaba que un pintor se ponía manos a la obra y en cinco minutos tenía acabada
una obra maestra. Antes les rebatía y trataba de explicarles que todo trabajo
llevaba su tiempo, ahora ni se molestaba.
—Pues cuando quiera.
Echaron a andar hacia su casa.
Atravesaron la plaza, era un pequeño espacio triangular, salieron por un
callejón junto a la iglesia y desembocaron en una calle algo más ancha. Allí se
detuvieron.
—Esa es mi casa —le mostró
orgulloso. Era una construcción de planta baja, con una higuera y un asiento
adosado a la pared. No tenía mucho interés pictórico—. Quería también que se
viesen mis campos, están por detrás de la casa.
—Bien. Aunque no se ven mucho.
—Y la iglesia también. Seguro
que a mi mujer le hará mucha ilusión.
Se fue hacia la izquierda. Lo
que le pedía era una escena casi imposible. Desde su casa apenas se divisaba la
iglesia y había que mirar en dirección opuesta para poder adivinar los campos.
—Venga usted para acá —le dijo.
Se acercaron él y el padre de Elena—. Mire, desde aquí, vemos un poco la
iglesia.
—Ya.
—Casi no se ve —dijo el padre de
Elena moviendo la cabeza—. ¿Para qué quieres que salga la iglesia? —David no
contestó.
—Y ahora, sus campos —miraron
hacia el otro lado. Podría hacer lo que quiere, pero quizás no se parezca mucho
a la realidad. Si no le importa, voy a hacer unos dibujos y luego le muestro lo
que se puede hacer.
Dejó a los dos hombres allí y
estuvo tomando apuntes desde diferentes lugares. Después de un rato largo, en
el que se veía al hombre un tanto impaciente, tuvo hecho un bosquejo de la
posible composición.
—Mire, David. Esto es lo que
podría hacer. Imagínese que moviéramos esa casa de allí, podríamos ver la
iglesia —el hombre asintió con la cabeza, poco convencido—. Y aquí están sus
campos. Imagínese que tiramos esa casa para que usted tenga una mejor vista
sobre ellos.
Aquello pareció encender una
chispa en su interior, porque tras permanecer pensativo unos instantes, una
sonrisa maliciosa cruzó fugazmente su rostro.
—Me lo tiene que pintar.
Le dio el precio de una
acuarela, arrugó el entrecejo pero dijo que estaba bien. Seguro que se llevaba
mal con el vecino al que iban a quitar la casa de en medio. Bienvenido fuera,
porque si no, creía que se hubiera echado para atrás. Estrecharon las manos,
cerrando así el trato.
Había pasado el rato entretenido
y se llevaba un encargo. Su melancolía había quedado a un lado y al mediodía
fue contento a la taberna. Estar con ella, era todo lo que pedía.
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