viernes, 22 de julio de 2016

LA TORRE. Alejandro y Elena. Cap 14.



14
 La esperada visita

     Después de trabajar de la mañana a la noche sin concederse el más mínimo descanso durante dos semanas, era incapaz de estarse quieto. Las ideas se amontonaban en su cabeza y necesitaba darles salida. Dibujaba en precarias condiciones, con el lápiz empeñado en dar saltos sobre el papel, escapándose de la ruta marcada, trazando líneas gruesas cuando no lo deseaba y tenues cuando quería un trazo firme. El frenazo del autobús le pilló de improviso y la línea se prolongó fuera de su territorio. Así no había manera. Alzó la vista del papel para ver qué ocurría.
     —¡Espere un momento! Me bajo aquí —empezó a recoger a toda prisa.
     —A ver si estamos atentos —replicó el conductor.
     —Permítame que le ayude —dijo el pasajero del asiento de al lado, que había viajado entretenido viendo sus evoluciones sobre el papel.
     —Gracias, caballero. Si me puede coger la maleta...
     Nada más apearse, el vehículo partió emitiendo berridos quejumbrosos, dejándole envuelto en una nube de polvo y humo. Con la carpeta bajo el brazo, la maleta en la mano y en la otra el caballete de campo con un lienzo, casi no podía ni moverse. Mucha carga para tan pocos días, pero pensaba hacer tantas cosas…
     Cuando desapareció la polvareda vio acercarse a Elena, alegre y sonriente, como siempre.
     —Déjame que te vea de esa guisa —dijo deteniéndose antes de llegar a él—. Estás muy divertido.
     —Y tú encantadora… —avanzó hacia ella.
     —Trae esa carpeta, que vas muy cargado.
     Le hubiera gustado poder abrazarla y besarla allí mismo, pero no quería dar un escándalo. Se encaminaron hacia su casa y llegaron en un santiamén, menos de lo que tardaba él en bajar al Azoguejo. Era un pueblo pequeño y todo estaba a tiro de piedra. Elena se le adelantó para abrir la puerta, pasó y dejó la carpeta apoyada en la pared.
     —Deja las cosas ahí —le indicó.
     Se miraron como si no se hubieran visto en años, se acercaron el uno al otro y fundieron sus miradas.
     —Elena —susurró.
     —Alejandro —murmuró.
     Se abrazaron con ternura, acariciaron sus rostros y sus bocas se buscaron. Un beso tenue y volvieron a mirarse con pasión antes de volver a juntar sus bocas para no separarlas. La pequeña entrada con su escaso mobiliario desapareció. Sintió cómo se sumergían en un mundo propio, un mundo de niebla, donde sólo existían ellos. Luminoso y pálido, verde veronés, donde la luz restallaba en animados naranjas y fogosos rojos a cada beso y con cada caricia. Al cabo de un rato, la sinfonía de colores se fue apaciguando y regresaron al mundo real, a la pequeña entrada de la casa de Elena. Y volvieron a mirarse intensa y apasionadamente.
     —Te he echado de menos…
     —No veía llegar el día…
     —Anda, vamos para adentro, que saludes a mi madre —le cogió de la mano y le llevó hasta la curiosa sala cocina. La madre atizaba el fuego.
     —Madre, Alejandro ya está aquí —dijo emocionada, tirando todavía de él.
     La madre se acercó y le tomó la mano que le quedaba libre.
     —Hola. Me alegro de verle.
     —Hola. Lo mismo digo —ahora que la madre sabía que salía con su hija, se sentía más cohibido que cuando la conoció.
     —¿No ha traído equipaje?
     —Sí, está en la entrada —dijo Elena.
     —Estará cansado del viaje. ¿Quiere tomar algo?
     —No quiero nada. Estoy bien, gracias.
     —Bueno, pues entonces enséñale la habitación y que se instale.
     —¿La habitación? Pero yo creí que dormiría en la sala...
     —Si Elena quiere traer un invitado, hay que tratarle como se merece. Y más, si es un invitado tan especial.
     —Yo..., no... —se puso colorado.
     —No hay peros que valgan.
     —Acompáñame —dijo Elena.
     Volvió a tirar de él y así se fueron a por sus cosas y llegaron a la alcoba. Le soltó, descorrió una gruesa tela y le hizo pasar a una pequeña estancia iluminada por el sol. Dejó su equipaje junto a la ventana y echó un vistazo. Había una cama grande pegada a la pared, ocupaba casi toda la habitación. Un pequeño arcón junto a la cabecera y una palmatoria con una vela encima. En la pared de enfrente, que casi se podía tocar desde la cama, había un perchero. Y más allá estaba su dibujo, sujeto con dos clavos. Le hizo ilusión y la miró. Ella, con la carpeta entre sus brazos, le devolvió la sonrisa. A los pies de la cama, había un pequeño estante y en él, algunos libros apilados. El de arriba era su regalo, la Divina Comedia. Sus miradas se cruzaron y su sonrisa fue tímida. Agachó la cabeza y dejó la carpeta junto a la maleta. También había un collar de cuentas de cristal, una muñeca de trapo algo gastada y el cuaderno sin rayas. Le emocionó descubrir el pequeño mundo de Elena y los ojos casi se le humedecieron. Se acercó a ella y le dio un beso.
     —Pero ésta es tu habitación... —empezó a decir.
     —No te preocupes, yo estaré bien. Lo importante es que te sientas a gusto.
     —Hubiera debido ser yo el que durmiera en el banco, no tú.
     —Anda, déjalo. Mi madre no lo va a permitir. Me voy a tener que ir a trabajar. ¿Me acompañas?
     Fue con ella hasta la taberna y quedaron en que fuera a comer pasado el mediodía, cuando dejaba de haber jaleo porque así podrían comer juntos. Entretanto, se iría a dibujar por ahí.
     Volvió a la casa, fue a la habitación y cogió la carpeta. Descorrió la cortina y salió. Le hacía mucha gracia eso del trapo, unos clavos y ya tenían una puerta. Muy poca intimidad. En la casa de sus padres, todas las habitaciones tenían puerta. Fue a la sala a despedirse de la madre y la encontró sentada en el banco, cerca de la ventana, zurciendo una camisa.
     —Siéntese un rato —dijo al verle—. Se está bien al sol.
     Se sentó en el banco con la carpeta sobre las piernas y se limitó a mirar cómo remendaba.
     —Bueno, esto ya está —dejó la camisa a un lado y levantó la vista. Cogió un calcetín y metió la mano para estudiar el agujero del talón. Tomó la aguja y la enhebró con el hilo negro.
     La madre hacendosa cosiendo al sol tras la ventana y ese exterior difuso le atraía. Además estaba nervioso y necesitaba hacer algo.
     —¿Le importaría que dibujara mientras hablamos?
     —Oh, no. Claro que no —cómo se parecían Elena y su madre. El mismo carácter alegre.
     Sacó papel y lápiz y miró el hogar y luego por la ventana. Comenzó a dibujar el banco, la ventana y luego se atrevió con la figura de la madre.
     Ella se dio cuenta y esbozó una sonrisa.
     —Creo que Elena ya ha pasado por lo mismo —rió con franqueza—. Es una buena muchacha, pero no es como la gente de aquí. Tiene inquietudes y esto le queda pequeño.
     No sabía qué decir y se limitó a asentir con la cabeza y seguir dibujándola mientras cosía.
     —Me alegro que haya dado con usted —le dedicó una mirada—. La veo muy ilusionada, más feliz que nunca.
     —Yo también soy muy feliz con ella —se atrevió a confesarle.
     Y tras eso cayeron en un mutismo feliz, cada uno dedicado a su tarea.
     Al mediodía llegó el padre de Elena y se los encontró delante del dibujo que acababa de terminar.
     —¿Qué es lo que estáis mirando? —se acercó hasta ellos.
     —Pero si eres tú... se acercó más aún y luego se volvió hacia él—, es magnífico.
     —Me lo ha regalado —se acercó a su marido y le puso la mano en el hombro—. ¿Habías visto algo igual?
     —Nunca.
     Era de esas veces que se sentía totalmente satisfecho con su obra, sabiendo cuán querida y admirada era por quien la recibía. Más satisfacción que cuando la vendía. Cuando se fue para la taberna, todavía llevaba prendidos en el cuerpo el achuchón de la madre y el abrazo del padre. Se sentía como uno más de la familia.
     Parecía mentira que  pudiera haber tanta gente allí, debían estar todos los hombres del pueblo. Fue a saludar a Vicenta.
     —Hola, Alejandro. Me alegro de verte —consiguió darle la mano entre jarra y jarra que servía.
     —Vicenta, cuánto tiempo.
     —Te he guardado una mesa —se la señaló—. Espérala allí.
     Fue a sentarse. Desde que entró, se había sentido observado, de forma un tanto descarada. Seguro que todos eran compadres y conocidos del pueblo. Y él, el nuevo. Así que intentó evadirse mirando hacia la ventana.
     —Buenos días —se volvió y vio al desconocido sentado a su mesa, con su jarra y un cigarrillo en los labios.
     —Buenos días —contestó cortésmente.
     —No es usted de por aquí... —exhaló una nube de humo.
     —No, sólo estoy de paso. He venido a pintar a estos parajes —a veces no le importaba decir a qué se dedicaba. No era la primera vez que le salía un encargo gracias a algún cotilleo.
     —Es el artista más importante que podamos ver en la comarca —intervino Vicenta poniendo los cubiertos sobre la mesa—. Yo tengo una obra suya. Y ahora, si nos disculpa, tengo que hablar de negocios con él.
     —Sí, claro, no faltaría más —se levantó e hizo una reverencia con la boina en la mano.  
     —Disculpa, por aquí husmeamos demasiado en las vidas ajenas —se encogió de hombros—. Somos así.
     —No te preocupes, estoy acostumbrado.
     El curioso estaba ahora cuchicheando con otros en el mostrador.
     —Ahora medio pueblo sabe que soy artista.
     —Ahora que saben quién eres, igual te sale un encargo.
     Llegó Elena y puso un par de platos sobre la mesa. Vicenta se levantó y le cedió el sitio.
     —Todo tuyo. Tuve que espantar a Nicasio. 
     —Qué pesado es. Gracias, Vicenta.
     Se alejó y quedaron solos, arropados por la mirada de los curiosos que todavía quedaban en la taberna.
     —¿Te gustan las lentejas?
     —Me encantan.
     —Éstas las he preparado yo. A ver qué te parecen.
     Cogió la cuchara y empezó a comer.
     —Están buenísimas.  
     Después de comer, cuando Elena acabó de recoger, pasaron por casa, cogieron el caballete y un libro y se fueron al bosque. Iba con idea de retratarla mimetizada en la floresta. Quería hacerlo en el mismo lugar donde la dibujó y aunque intentó recordar el camino, no lo encontró. Menos mal que ella conocía el bosque al dedillo.
     Y esa tarde fue mágica, como el momento aquel en la entrada de su casa, aunque más pausado y sereno. La tarde fue azul, envuelta en verdes, con algunos estallidos de color amarillos, incluso naranjas. Y no supo cómo, aún consiguieron tener un rato para que él dibujara, mientras ella entraba en el cielo de la Divina Comedia. No avanzó todo lo que hubiera querido en su pintura, pero por lo menos el dibujo estaba acabado.
     El azul perdía su palidez, anunciando la hora del regreso. Por no cargar con el caballete hasta casa, lo escondió entre la maleza. Nadie lo iba a tocar en el bosque encantado. Emprendieron la vuelta flotando en una nube de rosas y violetas de atardecer.



     Al principio pensó que con echar a correr se libraría de ella. Pero sus pasos resonaban tras él. Así que corrió con todas sus fuerzas, como nunca antes lo había hecho y cada vez que giraba la cabeza, allí estaba ella. Se esforzó más, al límite de sus fuerzas y se alegró al pensar que la dejaría atrás. El sonido le sacó de su error, le estaba dando alcance. No hacía falta que volviera la cabeza, la sentía tras él. Por suerte estaba llegando, pero empezó a dudar que pudiera alcanzar su objetivo.
     No iba a conseguir alcanzar la puerta a tiempo. Entonces se exigió un último esfuerzo y dio una zancada, como si saltara. Otra más, y otra, se había distanciado, seguro. Alcanzó el picaporte y abrió, justo en el momento en que notó algo sobre su espalda. Saltó adentro y cerró contra el cuerpo de su perseguidora.
     Se quedó apoyado en la puerta, sujetándola para que no pudiera abrirla. Sudaba copiosamente. Oyó unos golpes del otro lado. Se dio la vuelta sin dejar de presionar la puerta y con una mano acercó la barra. Cargó todo su peso contra ella mientras la atrancaba. Respiró aliviado. Volvió a oír golpes, pero ya estaba a salvo. Había escapado por poco de aquella mujer. La mujer que se empeñaba en abrazarle y besarle. Le iba a ahogar, por eso huía. Dentro del castillo, estaría a salvo.
     Los golpes seguían y no resultaban nada tranquilizadores. Se alejó de la puerta y se internó en la niebla. Al poco dejó de escuchar los golpes. Se dejó caer al suelo, y cerró los ojos, necesitaba descansar. Poco a poco su respiración se fue normalizando y le empezó a invadir el sueño.
     Se oyó un crujido y luego fue como si un tronco golpease contra el suelo y fuera rodando hasta detenerse. Chirriaron las bisagras y oyó que le llamaba una voz sedosa, invitadora, seductora... Aterrado, se incorporó y fue alejándose del lugar evitando hacer ruido. Siguiendo el casi invisible muro que se adivinaba a su derecha, caminó en la niebla intentando evitar a la fatídica mujer.
     Unos pasos resonaron tras él, acompasados a los suyos.
     No debía perder la referencia del muro o se perdería en aquel laberinto. Pero debía conseguir alejarse, que no pudiera verlo, olfatearlo o lo que fuera que hacía para seguirle. Echó a correr, extendiendo el brazo para sentir el muro y no perderlo. Al poco tiempo, dejó de escuchar sus pasos y se detuvo con la respiración acelerada. Todavía le seguía, aunque había logrado alejarse. Volvió a correr y después de un rato dejó de palpar el muro. Volvió atrás a buscarlo. Al palparlo descubrió la esquina. Giró y se paró a descansar.
     De nuevo los pasos, ¿es que le oía respirar o era capaz de ver en la niebla? Emprendió una carrera ciega, en la que se olvidó del muro para poder ir más rápido. Tropezó y cayó varias veces, aterrorizado de que aquel pudiera ser su final, que la mujer cayera sobre él y se lo comiera a besos, abrazos y le ahogara.
     Llevaba un rato huyendo desde la última caída, cuando escuchó un silbido que parecía venir de arriba, pero no se veía nada. No creía que ella pudiera estar en lo alto, así que se despreocupó y siguió corriendo. Volvió a oír el silbido y se detuvo. Miró hacia arriba, donde la niebla aclaraba y entonces lo vio. Otro motivo más para huir. Se lanzó a una frenética carrera, sin buscar el contacto con el muro, con los ojos cerrados. Total, ya qué más le daba. Cualquier cosa mejor que morir asfixiado en sus brazos.
     Al cabo de un rato se dio cuenta de que estaba siguiendo al silbido. No tenía sentido estar preocupado por si acabaría estampado contra un muro, cayéndose a un pozo o muriendo en sus brazos; a lo mejor lo devoraba la criatura. Se dejó caer al suelo cuan largo era. No había salvación. Miró a las alturas, allá donde la niebla se debilitaba y sonaba el silbido y le vio. El dragón, trazando círculos, acechando a su presa. Cerró los ojos esperando el final.
     Pero el final no llegó. Llevaba un rato sin sentir nada más que su respiración. Se atrevió a abrir los ojos y escudriñó alrededor y por arriba. El dragón había desaparecido. Se sentó. La niebla remitía y había un muro circular. Se levantó y giró sobre sí mismo, para descubrirse encerrado en un círculo de piedra sin ventanas ni puertas. ¿Cómo había entrado allí?
     Por lo menos estaba solo, no estaban ni la mujer ni el dragón.



     Sólo le hubiera faltado haber gritado su nombre. Irene. Justo cuando estaba en casa de Elena. Se quedó preocupado. ¿Por qué no había roto aún con ella? Bien era verdad que no había nada entre ellos, al menos por su parte y últimamente ni se veían, pero también era cierto que cuando lo hacían, se mostraba cariñosa, aunque cada vez menos. Quizás se había dado cuenta que había otra persona en su vida. Había visto el retrato de Elena y había hecho insinuaciones. Zanjaría el tema a su vuelta.
     Oyó unos pasos y se sobresaltó. La cortina se movió y asomó la cabeza de Elena. Sonreía.
     —Buenos días —susurró.
     —Hola. Me acabo de despertar.
     —Te espero en la cocina.
     Fue llegar a la cocina, ver a Elena a la luz de la lumbre, con esa expresión radiante en su cara y se le olvidó todo lo demás. Se sentaron a desayunar. Tenerla ahí enfrente, ver el movimiento de sus manos, de su boca, sus ojos brillantes mirándole, esos pequeños detalles le hacían feliz. No pudo reprimirse y se levantó, mientras ella le miraba divertida. Llegó a su lado y se sentó junto a ella. Sería un momento nada más, no quería que sus padres les sorprendieran así. Pasó la mano por su cintura y ella giró su rostro hacia el suyo. El fulgor de las llamas se extendió por toda la habitación y el corazón le dio un vuelco. Bermellones y carmines flotaron ante sus ojos cerrados en un instante de suprema felicidad. Todavía flotaban destellos rosas y violetas en el ambiente cuando volvió a su asiento. Y tuvo que ser ella la que le recordara que habían quedado en salir para hacer los bocetos del castillo. Él no estaba para pensar en tantas cosas a la vez.
     Caminaron hacia el este. En esos momentos amanecía, era justo lo que necesitaba. Le bastaba con tener la luz adecuada, el camino, un horizonte despejado y a su querida Elena. Así que cuando encontró un lugar que le satisfizo se detuvieron. Situó a Elena en medio del camino, mirando hacia un imaginario castillo descubierto a las primeras luces del alba. La luz recortaba la oscura silueta, se insinuaba en la melena ondulada y marcaba el delicioso contorno de los hombros. Estuvo entretenido haciendo un dibujo detallado y realista, que luego coloreó con acuarela. Empezó el segundo, para el cual la hizo girarse y dejó que la luz entrara esta vez por su derecha, arrancando reflejos anaranjados de su cabellera. Y ahí acabó la sesión, se le hacía tarde a Elena y por otro lado la luz empezaba a ser demasiado intensa. Así que lo dejaron para el día siguiente.
     Regresaron al pueblo y la acompañó hasta la taberna. Estaba abriendo la puerta y no había nadie a la vista, lo cual aprovechó para darle un beso. Pero éste se prolongó más de la cuenta y les llegó el sonido de unos pasos. Se separaron justo en el momento en que una figura asomó al fondo de la calle. Le dijo adiós y se metió en la taberna. Él dio la media vuelta y se fue. Les había pillado el cura. Esperaba que no le diera importancia, sólo había sido un beso.



     Aquella mañana fue capaz de encontrar él solo el camino en el bosque. Su caballete seguía donde lo había dejado. Lo sacó, extendió las patas, lo abrió y miró el dibujo. Sólo el ver que allí aparecía Elena, le hacía pensar que el trabajo sería magnífico, su presencia llenaría el lienzo. Pero no debía dejarse engañar, había trabajo por hacer, toda esa vegetación y esa luz leve y difusa en la que iba a quedar sumergida. Sacó la paleta, cogió el tubo de óleo negro, lo abrió y puso un poco sobre ella. Siguió con el siena tostada y el ocre amarillo. Del blanco echó bastante, era el que más se usaba. Un poco de amarillo cadmio y algo de carmín granza oscuro. Iba a necesitar bastante verde, añadió de los dos, veronés y esmeralda. Y por último azul, el ultramar, aunque no se viera el cielo, lo usaría en la vegetación. De momento no necesitaba nada más. El bermellón lo añadiría esa tarde, cuando la pintara a ella.
     Cogió la paleta y unos pinceles y se dispuso a pintar. Entornó los ojos para estudiar la tonalidad de la escena, mezcló los colores en la paleta y aplicó la pintura diluida, preservando la luminosidad del lienzo. No es que la luz fuera exacta a la de la tarde, pero bajo el tapiz vegetal, no había demasiada diferencia. Y el fondo fue avanzando, incluso su figura recibió unos pequeños toques, mientras él recordaba los momentos junto a ella y la pintura parecía avanzar sola.



     Transcurrieron cuatro días, al final de los cuales, tuvo acabado el retrato de Elena en el bosque. Había seguido pintando la vegetación por la mañanas y por la tardes acudía con ella y le posaba. Después de las dos semanas de trabajo intenso y excesivo, había encontrado el sosiego. Cuatro días en los que había pintado y dibujado a un ritmo sereno, además de disfrutar de la compañía de la mujer a la que quería. Daría lo que fuera por poder seguir así. Pero lo bueno se acababa, y debía volver a Segovia.
     Aquella noche, salieron a dar un paseo. Y cuando no iban al bosque, siempre acababan yendo en dirección al castillo. La idea de ir hasta él todavía les atraía.
     —¿Sabes que la luna me trae suerte? Desde pequeña, desde que la vi emergiendo tras el castillo, naranja, enorme.
     Se detuvieron. Acababa de asomar en el horizonte y se la veía enorme y de un naranja refulgente sobre el manto azulado de la noche. A medida que ascendiera, se haría pequeñita y perdería su bonito color.
     —El castillo —suspiró—. Todavía me ronda en la cabeza la composición del último cuadro, tú soñando a sus puertas. Aún no está resuelta, no tengo hecho ningún dibujo tuyo ni de la puerta.
     —¿Y qué fue del primer cuadro de la serie? Con tanto trabajo no te habrá dado tiempo a empezarlo.
     —Necesitaba la luz del amanecer cayendo sobre ti. Con los dibujos de estos días podré acabarlo.
     —¿Es que nunca descansas?
     —Antes lo hacía. Pero desde que estuve una temporada sin trabajo, he decidido aprovechar al máximo las buenas rachas. Madrugaba mucho para poder trabajar en él.
     —¿A qué llamas tú madrugar?
     —Unos días me levantaba a las cinco, otros a las cuatro.
     —Póbrecito, no deberías —le acarició la mejilla.
     —Quizás no me haga falta más. Puede que esta racha de buena suerte que vino contigo, no se acabe.
     Se dieron un beso a la luz de la luna.
     —Llevo en buena racha desde que te conocí —dijo Elena—. Como si siempre hubiera luna llena.


  
    Aquella mañana estaban algo apagados, porque esa tarde se marchaba. No podía prorrogar su estancia indefinidamente. Eso sí, tenía que plantearse que el trabajo y el descanso tenían cada uno su momento. Y si perdía algún encargo, lo perdía, pero no más excesos como el de las semanas pasadas. El próximo sábado, volverían a verse. Era un consuelo.
     Acababa de dejar a Elena en la taberna y volvía a casa cuando se encontró a su padre charlando con un paisano. Al verle, le hizo señas para que se acercara. 
     —Hola, Alejandro. Precisamente estábamos hablando de ti. Te presento a David.
     —Para servirle —contestó David.
     —Encantado de conocerle —le dio la mano.
     —David quería tener un cuadro de su casa. Me he permitido enseñarle el retrato de Elena para que viera cómo pintas. Espero que no te importe.
     —Claro que no. Y, ¿qué le ha parecido?
     —Pinta usted como los ángeles, si me lo permite.
     —Muchas gracias. Lo único, es que tendrá esperar a la próxima semana para que se lo pinte. Me marcho esta tarde.
     —¿No puede hacerlo ahora?
     —No, eso lleva su tiempo.
     —Pues esperaré —dijo un poco contrariado.
     —De todas maneras, ¿qué le parece si vamos a ver su casa?
     —Como desee...
     —Espere un momento, que coja mi carpeta —entró a la casa.
     Era curioso, la de gente que pensaba que un pintor se ponía manos a la obra y en cinco minutos tenía acabada una obra maestra. Antes les rebatía y trataba de explicarles que todo trabajo llevaba su tiempo, ahora ni se molestaba.
     —Pues cuando quiera.
     Echaron a andar hacia su casa. Atravesaron la plaza, era un pequeño espacio triangular, salieron por un callejón junto a la iglesia y desembocaron en una calle algo más ancha. Allí se detuvieron.
     —Esa es mi casa —le mostró orgulloso. Era una construcción de planta baja, con una higuera y un asiento adosado a la pared. No tenía mucho interés pictórico—. Quería también que se viesen mis campos, están por detrás de la casa.
     —Bien. Aunque no se ven mucho.
     —Y la iglesia también. Seguro que a mi mujer le hará mucha ilusión.
     Se fue hacia la izquierda. Lo que le pedía era una escena casi imposible. Desde su casa apenas se divisaba la iglesia y había que mirar en dirección opuesta para poder adivinar los campos.
     —Venga usted para acá —le dijo. Se acercaron él y el padre de Elena—. Mire, desde aquí, vemos un poco la iglesia.
     —Ya.
     —Casi no se ve —dijo el padre de Elena moviendo la cabeza—. ¿Para qué quieres que salga la iglesia? —David no contestó.
     —Y ahora, sus campos —miraron hacia el otro lado. Podría hacer lo que quiere, pero quizás no se parezca mucho a la realidad. Si no le importa, voy a hacer unos dibujos y luego le muestro lo que se puede hacer.
     Dejó a los dos hombres allí y estuvo tomando apuntes desde diferentes lugares. Después de un rato largo, en el que se veía al hombre un tanto impaciente, tuvo hecho un bosquejo de la posible composición.
     —Mire, David. Esto es lo que podría hacer. Imagínese que moviéramos esa casa de allí, podríamos ver la iglesia —el hombre asintió con la cabeza, poco convencido—. Y aquí están sus campos. Imagínese que tiramos esa casa para que usted tenga una mejor vista sobre ellos.
     Aquello pareció encender una chispa en su interior, porque tras permanecer pensativo unos instantes, una sonrisa maliciosa cruzó fugazmente su rostro.
      —Me lo tiene que pintar.
     Le dio el precio de una acuarela, arrugó el entrecejo pero dijo que estaba bien. Seguro que se llevaba mal con el vecino al que iban a quitar la casa de en medio. Bienvenido fuera, porque si no, creía que se hubiera echado para atrás. Estrecharon las manos, cerrando así el trato.
     Había pasado el rato entretenido y se llevaba un encargo. Su melancolía había quedado a un lado y al mediodía fue contento a la taberna. Estar con ella, era todo lo que pedía.  


No hay comentarios:

Publicar un comentario