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La tercera visita
Estaba emocionada estudiando la biografía
del pintor barroco Pedro Pablo Rubens. Había escogido ese libro de arte al azar
y en esos momentos se maravillaba ante el retrato de su mujer, Elena. Qué
coincidencia que se llamara como ella. No era sólo un buen retrato, allí había
plasmado el amor que sentía por ella. ¿Cómo se podía representar eso en una
pintura? Ese debía ser el secreto de un gran artista. Ya era bastante que ella
hubiera sido capaz de percibirlo. Y lo había hecho en su mostrador circular, en
el centro de la estancia de la biblioteca. Allí se sentía distinta, como si sus
sentidos se agudizaran y aumentara su sapiencia. Algo debía tener el lugar. Así
que siempre leía allí, como antes había visto hacer a su antecesor.
Sintió
que alguien estaba a punto de entrar y levantó la vista para ver cómo un hombre
cruzaba la puerta. Sin molestarse en saludar se puso a curiosear por la sala.
El caso es que le recordaba a alguien.
—¿Desea usted algo? —el hombre se volvió y al
mirarla, le reconoció. Era la última persona a la que desearía ver, el maestro.
—Veo
que por fin estás donde querías —levantó los brazos—, entre libros —soltó una
carcajada de lo más desagradable.
—Don Anselmo, qué sorpresa. ¿Cómo usted por
aquí? —trató de disimular su animadversión.
—He venido a felicitarte por tu ascenso. Y ya
que estoy aquí, voy a consultar un libro.
—Gracias. Usted dirá…
—Estoy buscando “Las
crónicas celtiburianas”
—No me suena. Tendré que mirar en los
archivos.
Se puso a buscarlo, pero el libro no figuraba
en el inventario. Mientras, Anselmo curioseaba por los estantes.
—Lo siento, pero no lo tengo.
—Sé que ese arcano está aquí —se volvió con
una expresión aviesa en sus ojos.
—Si se trata de un arcano, no está en el
archivo general. Hasta mañana no podré darle una respuesta. Además, tendrá que
pedir un permiso para consultarlo y si se lo conceden, tendrá que hacerlo en
presencia de un soldado.
—Me conoces. Podrías saltarte toda esa
parafernalia. Al fin y al cabo somos amigos. ¿Es que no te fías de mí?
—Lo siento, pero son las normas —y se
alegraba de que existieran.
—¡Mañana! —la señaló con el dedo—, sin falta.
No dio tiempo a una réplica. Salió raudo de
la biblioteca, hecho una furia y sin despedirse.
No podía dormir. Se había pasado la tarde
buscando y seguía sin saber dónde estaban los arcanos. Su antecesor no había
dejado escrito nada al respecto. No estaban a la vista, luego tenían que estar
en algún lugar oculto de la biblioteca. ¡Cómo no se le había ocurrido antes!
Saltó de la cama y cogió las llaves. Buscó a tientas en el manojo. Había un
círculo con perforaciones al que no había encontrado uso hasta ahora. No
parecía una llave y se preguntaba qué hacía entre ellas. Y días atrás había
encontrado un cajón oculto que no era capaz de abrir. Podía ser que aquello
cuadrara.
Encendió una vela y salió de la alcoba. Al
llegar a la biblioteca la dejó en el suelo y se agachó junto al primer escalón.
Parecía que no había nada en el lateral, pero un día había descubierto unas
pequeñas muescas que no eran marcas de la madera. Temblando de emoción cogió el
círculo perforado y lo puso sobre ellas. Encajaba a la perfección en los
ligeros abultamientos. Un golpe sordo y el cajón se abrió solo. Contuvo un
grito de alegría. Dentro había un pequeño cuaderno. Lo cogió y se lo llevó
junto con la vela hasta el mostrador.
Tapas de terciopelo oscuro, morado y sin
ninguna identificación. Lo abrió y en la primera página pudo leer Arcanos. Estaba
escrito con tinta morada. Nunca la había visto y no sabía que existiera. Así
que ése era el archivo de los libros antiguos, los más raros y extraños, los
más valiosos. Contendrían secretos ancestrales y olvidados. Temblando de
emoción pasó la página. Comenzó a leer. Contaba dónde se hallaban ocultos los
libros. Estaban a buen recaudo, en un armario disimulado cerca de la ventana. Y
se abría con la misma llave. Pasó la página. Allí estaba la relación de libros.
Empezó a leer, “El origen”, de autor desconocido, año 827. Sí que era antiguo,
ya tenía ganas de verlo. Siguió mirando la lista y otro libro llamó su
atención: “El bestiario lunar” de Fray Nepomuceno, año 1243. Otro que quería
ver. Qué cosas había, a cada cual más extraña. Se detuvo en uno marcado con una
calavera en el margen. ¿Sería peligroso? Leyó: “El Necronomicón”, de Abdul
Alhazred, 738. Mejor no saber nada de él. Siguió adelante y pasó la página. Y
allí estaban “Las crónicas celtiburianas”, sin fecha ni autor, aquello la
intrigó. La curiosidad pudo con ella y quiso saber qué buscaba el maestro en
aquel libro.
Se
acercó a la ventana, estaba cerrada y nadie la vería desde fuera. Quién hubiera
podido decir que el panel lateral del muro de la ventana, era en realidad la
puerta del armario de los arcanos. Buscó las marcas en la madera y después de
un rato las encontró. Puso la llave y oyó un clic sordo. Esperó, pero no
ocurrió nada. ¿Se habría estropeado la cerradura? Había hecho lo que ponía en
el cuaderno, colocar la llave sobre la cerradura. No tenía sentido, algo se le
había pasado. Volvió al mostrador a leerlo. Efectivamente, no decía cerradura,
ponía cerraduras. Creía que la “a” tenía un adorno, pero era una “s”. Tendría
que buscar el resto de las cerraduras.
La vela se estaba consumiendo. Encendió otra.
Después de un rato de minuciosa búsqueda, encontró otra marca en la parte
superior. Colocó la llave y sonó otro clic como el de antes, pero no se abrió.
¿Habría más cerraduras? No lo parecía. A lo mejor la de abajo se había vuelto a
cerrar. Probó de nuevo y oyó el clic. Retiró la llave y esta vez el panel sonó
como si arrastrara y dejó una rendija. Metió la mano y abrió.
Estaba nerviosa y no era para menos. Los
libros más raros de la biblioteca, los arcanos estaban allí delante de ella. Al
abrigo de miradas indiscretas, en un recio estante de gruesas tablas de madera.
Una magnífica colección de libros antiguos, de esos que nadie pensaba que
pudieran existir. Estaban ordenados igual que en el archivo. Llegó a uno que no
tenía nombre. Sintió curiosidad y a la vez que una punzada de temor. Lo extrajo
despacio y con mimo, eran piezas delicadas. Venía en un estuche. Abrió y lo
sacó. Sobre una portada negra, en grandes letras retorcidas de un rojo
brillante y algo gastado, se leía “Necronomicón”. Así que ése era. Causaba
cierto resquemor el libro. Se alarmó y volvió a guardarlo. Con el corazón
acelerado se dirigió al estante inferior y buscó “Las crónicas celtiburianas”.
Las sacó y cerró el armario.
En el mostrador logró calmarse. Puso las
manos sobre el libro. ¿Cómo sabía Anselmo de su existencia? ¿Y de qué trataba?
Quiso saber cuál era su contenido y lo abrió. Solo leyó la introducción.
Parecía muy interesante, y misterioso a la vez. Daba a entender que había sido
escrito en aquel mismo lugar, antes de la existencia del castillo y de la misma
torre. La torre, era más antigua que el castillo.
—Tranquilízate, Elena. Que no va a llegar
antes porque friegues más deprisa. Además lo puedo acabar yo.
—¡Ay!, Vicenta. Es que estoy nerviosa
—Alejandro venía a verla y todavía no acababa de creérselo, le parecía que era
uno de sus sueños.
—Anda, déjalo ya. Prepárame el cordial y ven
a sentarte.
—Bien. Acabo esto y voy.
Estaba impaciente por volver a verle. Y preocupada,
porque el sueño de esa noche no presagiaba nada bueno, en él aparecía el
maestro. Preparó la bebida. Vicenta ya sólo la tomaba un par de veces a la
semana. La mujer enferma y cansada que ella conociera había quedado atrás.
Debía seguir tomándola porque le gustaba su sabor. A ella también, así que
preparó más.
—Creo que yo también necesito uno —dejó las
jarras sobre la mesa y tomó asiento.
Vicenta cogió su jarra y se la llevó a los
labios.
—Un buen muchacho parece el tal Alejandro. Me
gusta más que el maestro.
—Pero si entre el maestro y yo no hubo nada
—qué perra había cogido todo el mundo con eso.
—Era una broma —le dio una palmada en el
brazo.
Dio un trago a su bebida e intentó
tranquilizarse y pensar en otra cosa. Estaba sentada en la taberna, junto a
Vicenta, disfrutando de su bebida. Como dos parroquianas en una taberna de
mujeres. Si Enrique las viera…
—Oye, Elena. ¿No es ese Alejandro?
—¿Dónde? —se le aceleró el corazón.
—Ahí, más a tu izquierda. Acércate aquí o no
lo verás. ¿Qué estará haciendo?
Se arrimó a Vicenta y le vio, de pie al otro
lado de la calle. Dibujando tan tranquilo, sin tan siquiera haberse acercado a
saludar. Se puso furiosa y fue a levantarse.
—Quieta, niña —la sujetó Vicenta—. No te
sulfures y espera. Alguna razón tendrá para no haber entrado.
—¡Una semana!, y él... ahí tan… tan… —hizo
caso a Vicenta y se quedó en el sitio.
—Mira para acá, como si no le hubieras visto.
Y tranquilízate.
Vicenta se puso a hablar, pero ella estaba
furiosa y no prestaba atención. Sin embargo oyó la puerta, a continuación unos
pasos. Y sintió su corazón, acelerado, latiendo en sus sienes.
—Buenos días tengan las damas —canturreó.
—Buenos días, Alejandro —contestó Vicenta.
—Hola —dijo bajito, sin volverse.
Alejandro se acercó a la mesa y abrió su
carpeta.
—Traigo unos regalos para las damas —continuó
alegre y puso un papel sobre la mesa—. Es para usted, Vicenta.
—¿Para mí? —se sorprendió.
Elena lo miró de reojo. Era un dibujo de la
taberna. Vicenta lo cogió.
—¡Pero si hasta se me ve detrás del cristal!
¡Mira Elena, también estás tú! —le pasó la hoja y se levantó—. Muchas gracias,
Alejandro —le plantó un par de besos.
Mirando el dibujo se sintió como una tonta.
Se había irritado y enfurecido por nada. Encima que había hecho un dibujo para
agradecerle a Vicenta que la dejara irse con él.
—No me he olvidado de ti —dejó un paquete
sobre la mesa y la miró sonriente. En esos momentos hubiera querido poder
desaparecer.
—Gracias —musitó. Se puso a desenvolverlo
sabiendo que era el cuaderno, pero se sorprendió al encontrarse con un libro.
Ahora se sentía realmente mal—. “La Divina Comedia”, de Dante. No tenías que…,
gracias. No le miró, estaban a punto de
saltársele las lágrimas.
—Bueno, no perdáis más tiempo y marcharos, u
os pongo a trabajar a los dos.
En cuanto se alejaron del pueblo, se colgó
del brazo de Alejandro. Y pensar lo fría que había estado con él, si era todo
corazón. Nunca más, se dijo. Él no le hizo ningún comentario sobre su
comportamiento, lo cual la hizo sentirse mejor.
—Muchas gracias por el libro. Es el mejor
regalo que me has podido hacer.
—De nada. Pensé que igual ya habías acabado
el otro.
—Todavía no, pero me queda muy poco. Me está
gustando mucho.
—¿Qué te apetece que hagamos hoy?
—Si no te importa, querría hacer unos dibujos
de tu camino al castillo.
—Queda lejos…
—No nos hace falta el castillo. Vamos hacia
el bosque y ya pararemos cuando vea un sitio que me convenza.
—Pues vamos allá —y cogiéndole de la mano
tiró con fuerza para meterle prisa. Prisa por llegar hasta donde quisiera dibujarla,
prisa por llegar al bosque. Y después, poder detener el tiempo para siempre…
Llevaban un buen rato andando, cuando tras
pasar un recodo, Alejandro la hizo detenerse.
—Creo que aquí está bien. El castillo caía
hacia el este cuando paraste la primera vez, ¿verdad?
—Sí —jugueteó con su mano.
—Pues
entonces ponte por allí —señaló con la mano—, como si te hubieras detenido a
verlo.
—No si antes no me das un beso —y el beso se
prolongó, tanto que cuando se separaron, estaba en las nubes.
Fue hacia
donde le había indicado y se volvió para decirle adiós con la mano. Él le dio
instrucciones sobre cómo colocarse y ella procuró no moverse. Estaba feliz de
poder serle útil para sus cuadros, feliz de estar con él. La semana se le había
hecho larga. A veces, tenía que dejar de leer porque se descubría fantaseando
con él, inventando sueños e historias. Por eso no había acabado aún el libro.
Los campos se extendían ante ella, y al fondo estaba el castillo, delante de
las montañas, su silueta todavía oscura a la tenue luz del amanecer. ¿Sería así
como él se lo imaginaba? Ojalá les abrieran un día el castillo, ella todavía
tenía esperanzas. Ella se ocuparía de la biblioteca y él sería el pintor
oficial de la corte. Vivirían en su torre, desde la que se veía el bosque, sólo
tenían que esperar… Ella prefería ver el bosque, le gustaban las grandes
extensiones de vegetación, y desde que había empezado a ir a pasear a él, más
todavía. Si no pudiera vivir en el castillo, le gustaría vivir allí. Cerró los
ojos y se imaginó en él. Alejandro la estaba dibujando junto a un árbol y al
lado colocaba una linda casita que se hacía real. Cuando hacía bueno, salían a
comer afuera. También paseaban por el bosque. Unos días se acercaban a ver a
los pájaros en los zarzales, otros se internaban en el bosque profundo y
oscuro, en otras ocasiones iban a sus lindes y se atrevían a hacer incursiones
en campo abierto…
Alejandro le hizo cambiar varias veces de
posición. Era la caminante en su viaje al castillo. No le importaba pasar todo
ese tiempo allí, estaba con él. Cuando acabó y pudo ver los dibujos, se
emocionó. Hasta de espaldas la dibujaba bien, reconocía su cabeza, su pelo, sus
hombros; a ella, que no le faltaban las palabras, no sabía qué decir.
—Son… maravillosos —se abrazó a él.
—Todavía me quedaría hacer alguna acuarela
para el color. Interesaría que fuera al amanecer.
—Me parece muy bien. Pero ¿qué tal si vamos
andando hasta el bosque mientras me cuentas, por ejemplo, qué has hecho esta
semana en Segovia?
—Pues verás —la cogió de la mano y empezaron
a caminar—, estoy acabando el retrato de dos niñas, son hermanas. Todas las
tardes voy a su casa. Es complicado, porque cuesta que mantengan la atención.
Tengo que hacerlas posar de una en una y cambiarlas con bastante frecuencia.
Sólo así consigo sacar el trabajo adelante.
—Me gustaría ver tus pinturas algún día.
—Las
verás —la detuvo para besarla.
Se emocionó y hubiera seguido, pero tiró de
él. Quería llegar al bosque, al abrigo de posibles miradas indiscretas, donde
sólo existían ellos dos.
—Cuéntame más.
—También tengo un encargo de mi tío. Es
arquitecto, ¿sabes? Tiene que hacer una casa de campo para unos señores muy
ricos. El problema es convencerles de que su proyecto les va a gustar. Así que
un día se presentó y me pidió que le pintara la casa, rodeada de jardines y con
la sierra al fondo.
—Cuánta imaginación hay que tener. Es como
escribir, pero con imágenes —se acordó de su sueño, cuando consultaba la
biografía de Rubens.
—Oye, Alejandro, ¿tú serías capaz de pintar
un bosque alegre?
Se la quedó mirando.
—Creo que sí. ¿Y a qué viene eso?
—Es que yo, antes, la pintura me la imaginaba
como copiar la realidad.
—Bueno, a veces puede parecer que copiamos.
Pero no es así. No se trata de copiar, sino de interpretar.
—Y, ¿cuándo vas a empezar a pintar los
cuadros del castillo?
—Pronto, muy pronto.
Por fin llegaron a su bosque y se adentraron
en él. Le llevó por un camino diferente, quería mostrarle el bosque, el lugar
que más le gustaba. Y buscó un lugar donde poder sentarse a comer, pero al
final la comida quedó relegada, olvidada entre arrumacos, caricias y
besos…
Fue cuando se iban. Alejandro había dejado su
carpeta en el suelo. Le iba a decir que si no pensaba recogerla, cuando vio que
había un envoltorio marrón. Se dio cuenta de que la observaba. Sabía lo que
era, no se le había olvidado. Abrió el paquete y ahí estaba el cuaderno sin
líneas.
—Gracias, gracias —se abalanzó sobre él—.
Creía que lo habías olvidado.
—Cómo iba a olvidarlo.
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